—¿Qué tenía que ver el rey en todo eso? ¿Qué tenía que ver tu señor? —preguntó Lope, contrariado.
—El conde de Guarda era vasallo del rey. Intentó casar a su hijo con una hija del señor de Sevilla sin pedir la aprobación del rey, sin pagar las sumas habituales y sin permiso de su señor. El rey había prometido a mi señor el dominio sobre todos los condes del Duero. Le había prometido el Condado de Portocale y Guimaraes, apenas éste quedara libre. Lo único que estaba haciendo era velar por sus derechos como futuro señor.
Lope estaba tan desconcertado que aflojó involuntariamente la mano. Intentó dar a su voz un tono duro:
—Entonces, ¿tu señor dio la orden de matar a la princesa mora y a todos los que iban con ella? —preguntó.
—¡Qué dices! —respondió el condestable, irritado. Parecía haber advertido la inseguridad de Lope—. ¡Nadie dio semejante orden! ¿Cómo se te ocurre? Había que secuestrar a la princesa. Se había pensado en regalarla al tío de mi señor, el duque de Borgoña. El baño de sangre se debió a un maldito capricho de esos hidalgos. Desobedecieron mis órdenes. Si lo que quieres es venganza, ¿por qué vienes a mi? ¡Véngate en ellos!
—¿Cómo pudieron desobedecer tus órdenes si había seis de los tuyos? —gritó Lope, con repentina furia.
—¿Por qué crees eso? —respondió el condestable, indignado—. No había ni uno solo de mis hombres. Mis hombres no son salteadores de caminos.
—¡En el puente había seis franceses! —replicó Lope.
—Sí, algún aventurero reclutado por ese Álvar Pérez en Zamora —dijo el condestable—. Un antiguo vasallo del conde de Vermandois. Ni siquiera sé su nombre. Estaba confabulado con el infanzón, igual que el Normando, a quien ni siquiera he visto nunca. Álvar Pérez buscó la gente. ¡Dirígete a él! ¡Yo sólo hice el encargo!
Lope se sentía como si de pronto hubiera perdido el suelo bajo sus pies. Se quedó mirando fijamente más allá del condestable, hacia el agua espumosa que corría a los lados del peñasco. De repente creyó estar viendo el agua embravecida y oscura como la noche bajo el puente de Alcántara, en la cual el resplandor del sol en el ocaso hacía danzar centellas rojas. Creyó ver los cuerpos bañados en sangre sobre el empedrado. Creyó ver un parpadeo, una mirada sonriente por encima del hombro, una boca abierta en un grito, una mano ensangrentada con un dedo cercenado. Vio de repente a Karima, espoleando su caballo y alejándose por esa larga, larguísima, carretera que partía de Sepúlveda. La vio desaparecer a lo lejos. Tanto tiempo, pensó. Ha pasado tanto tiempo, y todo ha sido en vano.
No quería creerlo. Cogió al condestable del pecho, con ambas manos, y lo sacudió, como esperando que la verdad cayera de su cuerpo.
—Vosotros enviasteis a esos hombres, vosotros les pagasteis, vosotros les encomendasteis el trabajo de llevar a la princesa a León. ¿Por qué iban a matarla? ¿Por qué? ¿Por qué motivo?
El condestable lo miró con ojos fríos.
—No les pagamos —dijo con voz neutra—. El trato era que ellos se quedarían con dos quintas partes del botín. Las otras tres quintas partes tenían que entregarlas, una para el rey y dos para el conde. Nos engañaron. Mataron a la princesa y a sus criadas para que no pudiéramos averiguar la cuantía de la dote. ¡Ése fue el motivo!
Lope apartó la mirada. Aún tenía cogido al condestable con ambas manos, pero esas manos ya no tenían fuerza. Luego lo soltó, se puso de pie y se quedó mirando fijamente el vacío. Vio que el condestable se alejaba arrastrándose con cauta rapidez y se levantaba con piernas inseguras. Lo vio inclinarse para recoger su espada y su cuchillo, pero sin realmente darse cuenta de ello. Si el condestable hubiera atacado en ese instante, Lope no se habría defendido. De pronto todo le parecía absurdo. Todo había sido en vano. Las ideas de venganza que lo habían hecho errar de pueblo en pueblo, absurdas. El único culpable de lo ocurrido en el puente, el castellán, había sido ajusticiado por un poder superior, sin su intervención. Los años desperdiciados. Las penalidades que había hecho pasar a Karima, esa busca sin final; todo había sido en vano, absurdo. ¿Por qué esa obsesión sin sentido? ¿Por qué no había puesto fin a todo aquello en Sepúlveda, como muy tarde? ¿Por qué había dejado marchar a Karima? Hubiera sido tan fácil seguirla; sólo hubiera tenido que obedecer a sus sentimientos. Lope había salido tras ella, pero había dado media vuelta después de un trecho. ¿Por qué? ¿Por qué había dado media vuelta?
De pronto oyó voces detrás de él, y un instante después se vio rodeado por los hombres del conde, que le hablaban y lo cubrían de preguntas, y luego el conde en persona estaba a su lado, estrechándole la mano y dándole palmadas en la espalda. No entendía qué querían de él, hasta que finalmente comprendió que le estaban dando las gracias por haber salvado la vida al condestable. El mozo que se había quedado esperando a la entrada del valle con el caballo de reemplazo para el conde lo había seguido al ver que corría por la orilla mientras el río se llevaba al condestable, y lo había visto sacarlo del agua.
Lope advirtió una mirada del condestable, que le decía que estaría prevenido, pero que no lo temía. Luego, de repente, lo embargó otro miedo, una gran inquietud, que le hizo pensar en Karima y temer que podía llegar demasiado tarde.
Hacía un mes y medio, Lope, al mudarse a la casa que le había cedido el rey en Toledo, había empezado con mucha cautela a investigar sobre el paradero de Karima. No había albergado muchas esperanzas de encontrarla en la ciudad, pues sabía que los dos judíos a los que se había unido en Sepúlveda se dirigían a Sevilla. Había enviado a investigar a un mozo de la casa. Una médica judía con un gigantesco criado negro, eunuco, tenían que llamar la atención incluso en una ciudad como Toledo. Cuatro días antes de que Lope saliera a cazar con el rey, el mozo había encontrado a una mujer que se ajustaba a la descripción. Lope había ido a observar su casa desde lejos. No había llegado a ver a Karima, pero sí había reconocido a Lu'lu. Ahora tenía que ir a Toledo, tenía que regresar a Toledo tan pronto como fuese posible.
El día siguiente, al regresar el grupo al castillo de caza, Lope fue llamado por el rey y se le dijo que podía pedir un favor. Lope pidió cuatro días de permiso para ir a Toledo.
Partió una hora antes de la puesta de sol, con dos caballos. Era viernes. Cabalgó toda la noche, cambiando de caballo cada cierta distancia, y llegó a Toledo por la mañana, una hora después de que abrieran las puertas de la ciudad. Dejó los dos caballos al cuidado del mozo de su casa. Había pensado lavarse y cambiarse de ropa primero, pero cuando el mozo le dijo que había visto a la médica judía con un bebé, una niña, y que los vecinos afirmaban que ella era la madre, Lope no pudo quedarse un segundo más en casa. Los nervios no le dejaban detenerse. Estaba sudado, sucio y cubierto de polvo de los pies a la cabeza, tanto que la gente de la calle se volvía para mirarlo. Corrió al barrio judío, en la parte baja de la ciudad. Sabía dónde encontrar a Karima. Era la mañana del sabbat, de modo que Karima tenía que estar en la sinagoga de la congregación palestina. En Sevilla, esa comunidad judía a la que ella pertenecía tenía sólo una sinagoga; en Toledo no sería distinto.
Esperó a la puerta de la sinagoga, hasta que oyó que los servicios habían terminado y que los fieles empezaban a salir al antepatio. Cuando las puertas se abrieron, desde dentro, Lope hizo a un lado al guardia de la puerta y entró. Una mujer dio un grito sordo y se llevó las manos a la cara, y un par de niños se alejaron de él corriendo, asustados, mientras los hombres, con sus barbas negras y sus oscuras túnicas y tocados, se quedaban mirándolo fijamente. Lope llevaba puesto el peto ligero, de cuero, que solían llevar en verano los jinetes castellanos, y probablemente en los últimos años no pocos de aquellos judíos habían sufrido malas experiencias con hombres vestidos así. Levantó ambas manos en un gesto tranquilizador.
Todos lo miraban, hasta quienes se encontraban al otro lado del antepatio, junto a la entrada de la sinagoga. Todos los ojos estaban puestos en él. En el pequeño antepatio había más de cien personas, pero Lope descubrió a Karima de inmediato. Se hallaba a menos de diez pasos de él, y cuando sus miradas se encontraron Lope se sintió transportado de nuevo a Sevilla, muchos años atrás, cuando ya una vez, enfermo de nostalgia, había irrumpido en el antepatio de una sinagoga para verla. Pero esta vez no había un portero que lo echara, ni una criada negra que obstruyese la mirada. Vio una sonrisa surcando el rostro de Karima, e imaginó que esa sonrisa se esparcía por todo el antepatio, contagiando a aquellos rostros asustados, desconfiados, recelosos. Y entonces supo que no había llegado demasiado tarde. Era como si, por fin, hubiera vuelto a casa tras un largo viaje.
Dos días más tarde cogió la espada del rey godo, que debía haberle servido como instrumento de venganza pero que no había llegado a usar jamás, y la arrojó del gran puente que, con un único y colosal arco, se extendía sobre el Tajo desde los pies del al–Qasr. La arrojó al mismo río que fluía también bajo el puente de Alcántara. La espada se hundió en el agua y desapareció sin dejar rastro.
MIÉRCOLES 23 DE RABÍ I, 479
8 DE JULIO, 1086 / 23 DE TAMÚS, 4846
Era de noche cuando despertaron a Ibn Ammar. Parpadeó a la luz de la lámpara que brillaba sobre él desde el cuadrado de la trampilla. No distinguía quién sostenía la lámpara. Sólo vio que bajaban la escalera y se asombró de no sentir temor, ni sombra de temor.
Reconoció al khádim, que bajaba por la escalera, y se puso de pie, tambaleándose por el peso de las cadenas. Estaba seguro de que oiría su condena a muerte, y quería recibir la noticia de pie.
El khádim corrió hacia él.
—¡Deprisa, señor! ¡El príncipe quiere veros! —dijo, dejando a un lado la lámpara y apresurándose para ayudar a Ibn Ammar con manos temblorosas a ponerse el capote que le había traído—. ¡Deprisa, señor! ¡Deprisa! —insistía.
—¿Para qué quiere verme? —preguntó Ibn Ammar, mientras bajaban por la escalera de la torre, cargando entre los dos la pesada cadena.
—No lo sé —respondió el khádim.
—¿Hay algún pretexto? —preguntó Ibn Ammar.
—El príncipe ha dado una fiesta esta noche —contestó el khádim, titubeando—. Una fiesta para la embajada de Yusuf ibn Tashfin, el emir almorávide.
Ibn Ammar recordó que hacía unos días había oído tocar a la gran banda militar del príncipe. Así pues, la embajada había sido recibida con gran pompa y con todos los honores. Pero ¿qué quería el príncipe de él? ¿Acaso querían concluir la fiesta con su ejecución?
Atravesaron el parque. No se veía a nadie. El khádim había apagado la lámpara al salir de la torre. A juzgar por la posición de las estrellas, debía de ser una hora pasada la medianoche.
Llegaron a la puerta, donde un centinela con el uniforme de la guardia personal del príncipe iluminó el rostro de Ibn Ammar y los dejó pasar. Siguieron hacia la puerta del palacio de az–Zahir. Allí los esperaba un camarero del príncipe, que también los instó a apresurarse. Ibn Ammar lo conocía, e intentó leer en su rostro qué era lo que le esperaba, pero no pudo distinguir nada a la luz trémula de la lámpara que llevaba el camarero.
Jadeando por el peso de las cadenas, Ibn Ammar siguió a sus acompañantes por la amplia escalera de caracol que conducía a la planta superior de la gran torre–palacio, a las habitaciones privadas del príncipe y el lujoso madjlis de la plataforma superior, que era lo que más gustaba al príncipe de todos sus edificios. Ibn Ammar conocía el camino; lo había recorrido muchas veces en épocas mejores.
Cuando llegó arriba estaba sin aliento y las piernas le temblaban por el esfuerzo. Tuvo que sentarse en los últimos peldaños. El corazón le golpeaba las costillas como un mazo. Era la primera vez en casi dos años que salía de su celda.
El madjlis estaba iluminado como la Mezquita del Viernes al final del Ramadán; la luz era tan intensa que Ibn Ammar tuvo que cerrar los ojos. Siguió al camarero a ciegas hasta el centro de la habitación y se detuvo, permaneciendo inmóvil mientras el hombre se retiraba sigilosamente. El peso de las cadenas tiraba con fuerza de sus brazos. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la claridad, miró con cautela, sin mover la cabeza. Al–Mutamid estaba junto a una de las puertas que daban al río. Tenía las manos a la espalda, y miraba la noche. Llevaba una sencilla faja de lino blanco en la cabeza, y una túnica blanca como la que solía vestir su padre en las grandes recepciones: una eficaz mascarada para impresionar a los puritanos señores de África. A Ibn Ammar le pareció que el príncipe había engordado aún más desde la última vez que lo viera, pero también podía tratarse de una ilusión creada por su postura inclinada, o porque la túnica blanca lo hacía parecer más voluminoso sobre el fondo oscuro.
El príncipe se quedó un largo rato en esa posición, inmóvil. Luego se volvió repentinamente y clavó la mirada en Ibn Ammar. Tenía la cara empapada de sudor, y los ojos le brillaban con extraña intensidad a la luz de las lámparas, como si estuvieran llenos de lágrimas. Pero cuando Ibn Ammar estuvo más cerca, advirtió que sólo estaban vidriosos por el vino.
Ibn Ammar esperó a que el príncipe iniciara la conversación, como mandaban las convenciones. No quería mostrar flaquezas. Tampoco quería dejar ver ningún signo de miedo o debilidad, y sostuvo la mirada, decidido a no apartarla. Pero al–Mutamid porfió en su silencio y no hizo más que mirarlo fijamente, como un niño decidido a demostrar que su mirada es indoblegable, así que Ibn Ammar agachó la cabeza y dijo con forzada ligereza:
—En otros tiempos se nos habrían ocurrido unos versos sobre esta noche. Pero ya no es época de versos.
Al–Mutamid abrió la boca, con los ojos fijos aún en Ibn Ammar, e intentó en vano volver a cerrarla, como si se le hubiera agarrotado. Se dio media vuelta y, con andar rígido, fue al baldaquín dorado que cubría su asiento, cogió una copa, que había llenado un paje invisible, la levantó sin beber de ella, cerró el puño a su alrededor, como si quisiera hacerla añicos, la apretó hasta que empezó a temblarle el brazo y, finalmente, aflojó los músculos, separando los dedos uno a uno, hasta que la copa se le resbaló de la mano y se hizo trizas contra el suelo. Estaba borracho, e intentaba disimularlo.
—Hace unos días oí tocar a la gran banda, y hoy a los atabales —dijo Ibn Ammar en voz baja.