—Prométeme que me enterraréis cuando todo haya acabado —dijo—. No quiero que el Día del Juicio me falte un trozo.
—Te lo prometo —dijo Karima.
—Bien —dijo—, ahora presta atención. —Hablaba en voz tan baja que Karima tuvo que inclinarse hacia él para entenderlo—. El hombre que dio la orden era un francés, un hombre del rey. Nunca lo vi. Tampoco sé su nombre. No estuvo en el puente, sólo envió a algunos de sus hombres, cinco o seis, todos franceses. He olvidado sus nombres, no los he vuelto a ver desde entonces. —Miró la sangre, que le manaba de la herida al ritmo de los latidos de su corazón—. ¿Cuánto tiempo tarda? —preguntó.
—No mucho —respondió Karima—. No lo sé exactamente.
—Es la primera vez que cortas una vena, ¿eh? —dijo, enseñando los dientes, en un vano intento de volver a esbozar su acostumbrada sonrisa, siempre segura de la victoria.
—Si, es la primera vez —contestó Karima en voz baja.
La sonrisa volvió a desaparecer del rostro del Normando, que continuó rápidamente, como si sintiera que ya no le quedaba mucho tiempo:
—Sólo puedo darte un nombre, que te servirá de ayuda: Álvar. Un viejo, un infanzón. Don Álvar. Ya no recuerdo el nombre de su padre. Pero podrás encontrarlo. Está en Sepúlveda. La última vez que lo vi fue hace un año y medio; era la mano derecha del tenente de Sepúlveda. El está enterado de todo. Y conoce a los franceses.
Enmudeció de repente, y en su rostro se dibujó una expresión de sorpresa infantil. Parecía como si estuviera escuchando atentamente a su interior. Su rostro había perdido todos los colores, y los labios se le habían teñido de azul.
Karima quiso decirle unas palabras de consuelo, pero no se le ocurrió nada, hasta que recordó a su padre y empezó a hablar de su muerte, sólo por decir algo, sólo por apagar el silencio. Sintió que estaban a punto de saltársele las lágrimas, e intentó contenerlas. Siguió hablando hasta que los ojos del capitán se endurecieron, y esperó hasta estar segura de que había muerto.
Luego llamó a Lope y a Lu'lu, arrastraron el cuerpo sin vida hasta una hendidura del terreno, pusieron a su lado el cadáver del mozo y cubrieron ambos con piedras.
Se pusieron en marcha inmediatamente después. Cabalgaron hacia el oeste, con Karima al frente del grupo. Cuando tuvieron el valle a sus espaldas, Karima informó a Lope de lo que había averiguado.
—Sólo conocía el nombre de uno —dijo—. Don Álvar.
—¿Eso es todo? —preguntó Lope, contrariado.
—No —respondió ella—. También me ha dicho dónde encontrarlo. —Y con un titubeo apenas perceptible, añadió—: Yo te guiaré.
SÁBADO, 31 DE AGOSTO, 1084
26 DE ELUL, 4844 / 25 DE RABÍ II, 477
A tres días de viaje de Sepúlveda se toparon con un grupo de juglares que iban hacia el mismo lugar y se les unieron por lo que quedaba de camino. En esas salvajes regiones del norte de la sierra siempre era mejor viajar en compañía. El grupo estaba al mando de dos hombres de la edad de Lope, dos juglares de nombres rimbombantes que decían ser hijos póstumos de dos infanzones leoneses. Era imposible saber si esto era cierto o si los juglares sólo alardeaban, pero, en cualquier caso, llevaban armadura, montaban buenos caballos y, al parecer, también sabían manejar la espada y la lanza. Uno era alto y enjuto; el otro, bajo y regordete. El alto hacía el papel de torpe, que tropezaba con sus propios pies; el gordo se las daba de alegre y aventurero. Cuando desempeñaban sus papeles, el mero hecho de verlos juntos ya incitaba a la risa. En su grupo había también un enano, de cabeza desproporcionadamente grande, tres jóvenes moras con formación de músicas y actrices, monos vestidos, perros, un mozo y dos criadas. Las mujeres no disponían de cabalgadura, pues sólo tenían dos asnos, que ya iban sobrecargados llevando al enano, el mono y el equipaje. Cuando Lope les ofreció el caballo de reemplazo, casi lo ahogan bajo una verborrea de agradecimiento.
El domingo empezaba el gran mercado de la ciudad, en el que los hombres vendían el botín acumulado durante el verano en sus cabalgadas a los territorios moros, al otro lado de la sierra: vestidos, enseres domésticos, joyas y tesoros de todo tipo y, sobre todo, prisioneros. Cuando llegaron, el suburbio ya estaba lleno de comerciantes: judíos andaluces que intentaban vender algún prisionero antes aún de que se inaugurara el mercado, mercaderes franceses, peregrinos de paso a Compostela que querían aprovechar la oportunidad para hacer una buena compra. Frente a la ciudad ya se habían montado las paradas del mercado; en los establos de alquiler ya no cabía un solo caballo, y las tabernas situadas fuera de las murallas de la ciudad estaban a rebosar.
Lope siguió a los dos juglares, que no se detuvieron en el suburbio, sino que siguieron directamente hacia las puertas de la ciudad. Eran conocidos como Pedro y Pablo, y los saludaban de todas partes. Hasta el centinela de la puerta sabía quiénes eran.
Lope conocía la ciudad. Había pasado allí tres días con Karima y Lu'lu el invierno anterior, cuando iban en busca de los asesinos. Sepúlveda era una ciudad fronteriza. Durante siglos no había sido más que un montón de ruinas habitadas únicamente por lechuzas, pero hacía unos decenios había sido recolonizada, y en los últimos años había crecido mucho, formándose varios barrios rigurosamente delimitados en los que los colonos se repartían no según su religión sino según su lugar de origen: castellanos, franceses, gallegos, serranos del norte de León, tanto si eran cristianos como judíos o moros; muchos eran artesanos que trabajaban para los criadores de ganado de los alrededores. Ocho años atrás el rey les había impuesto un tenente, que desde entonces intentaba poner orden a los rebeldes habitantes del pueblo. Los dos juglares afirmaban conocer al tenente. Cabalgaron directamente hacia su castillo, que se encontraba en el punto más alto de la ciudad.
El castillo se hallaba a medio construir. Sólo estaba techada la torre que hacía las veces de vivienda, además de unos pocos establos y edificios administrativos que rodeaban el patio interior. Todo lo demás estaba en construcción. Los bastiones exteriores apenas empezaban a asomar sobre sus cimientos.
El tenente había salido, pero el guardia del castillo conocía a los juglares y los dejó entrar, permitiendo que entraran también Lope, Karima y Lu'lu, pues pensó que formaban parte del grupo.
Nada más cruzar la puerta, los dos juglares corrieron hacia el patio entre gritos estridentes, como si pretendieran atacar el castillo. Rugían tan fuerte y blandían de tal forma las espadas que los albañiles, con un susto de muerte, huyeron en todas las direcciones. Sólo cuando la dueña bajó gritando de la planta superior de la torre, los juglares callaron, desmontaron, se dieron a conocer y rompieron en sonoras carcajadas. La dueña rió con ellos. Por lo visto, los juglares habían adivinado sus gustos.
Lope se presentó como un amigo de Baudry Fiz Nicolas, el Normando, y fue recibido con especial cortesía. Al parecer, el capitán había dejado una honda huella. La dueña incluso le ofreció alojamiento, pero Lope rechazó la oferta, aceptando únicamente su invitación para esa noche.
Encontraron un alojamiento adecuado en casa de un judío del Barrio Serrano, donde también pudieron cobijar a sus caballos. El Barrio Serrano tenía la ventaja de encontrarse fuera de la palizada que rodeaba la ciudad, de modo que, de ser necesario, podían marcharse de la ciudad también por la noche.
El tenente y sus hombres no volvieron a la ciudad hasta el atardecer. Lope y Karima se dirigieron a las inmediaciones de la puerta del castillo. Mientras pasaban los hombres del tenente, Lope minaba a Karima a los ojos. De pronto la vio estremecerse, y vio al hombre al que estaba dirigida su mirada: un hombre bajo y fornido, con estampa de toro, la frente baja y una tupida barba negra que le llegaba casi hasta los ojos. Lope miró a Karima. Aquel hombre era de una edad difícil de precisar, pero con seguridad no llegaba a los treinta años; no podía ser el don Álvar del que había hablado el capitán.
En el séquito del tenente sólo había un hombre que se ajustaba a la descripción. Era un hombre de barba gris como el hierro y mejillas caídas, que a Lope le resultaba extrañamente familiar. Se sentía confundido. Lo desconcertaba el que uno de los desconocidos que estaba buscando desde hacía dos años pudiera, de repente, ser alguien a quien conocía. Finalmente, el nombre lo hizo recordar: don Álvar. Álvar Pérez, el castellán de Sabugal. Lope se quedó mirándolo, pasmado, y cuando sus miradas se cruzaron, estuvo convencido de que don Álvar también tenía que haberlo reconocido. Sin embargo, la mirada del castellán pasó de largo, la expresión de su rostro se mantuvo inmutable, y don Álvar siguió cabalgando sin detenerse.
Lope se volvió hacia Karima.
—¿Era ése? ¿El de la barba canosa?
Ella asintió en silencio.
Lope señaló con la cabeza al mozo que cabalgaba detrás del castellán.
—¿El mozo también?
—No —contestó Karima.
—¿Y quién era el otro?
—Es el que mató a Zacarías —dijo ella.
—Y te clavó la lanza —dijo Lope.
Ella le echó una larga mirada.
—Es tu venganza —dijo luego—. Es tu venganza.
Al anochecer, cuando Lope entró en el salón del castillo, el tenente le señaló un asiento junto al castellán, cuya amistad con el barón normando era conocida. Don Álvar lo examinó de arriba abajo con la mirada, pero tampoco ahora mostró indicios de haberlo reconocido. Tenía los ojos opacos, como si padeciera cataratas.
Lope habló del capitán, pero dejando de lado los hechos más espectaculares, pues no quería llamar la atención. La conversación no tardó en agotarse. Al poco tiempo, el castellán perdió todo interés en ella y se quedó inmóvil en su asiento, como si durmiera con los ojos abiertos. Lope observó al de la barba negra, que estaba sentado a la mesa del tenente y alargaba ambas manos cuando el criado de la cocina traía las bandejas de carne. El tenente parecía tener en gran estima a aquel hombre. Sólo cuando la jarra de vino fue pasando de mano en mano, el de barba negra la dejó pasar al siguiente. Lope también bebió únicamente lo imprescindible para los brindis.
Más tarde, ya de noche, cuando el ambiente estaba ya muy animado, los dos juglares recitaron un par de buenos poemas y terminaron con una canción que todos les habían pedido desde el principio, pues hablaba de un caso real que había ocurrido en la región de Sepúlveda. Una canción por la cual eran célebres los dos juglares. La canción trataba de los siete hijos de un pequeño castellán, a quien una banda de cuatreros moros robaron un rebaño de reses. Relataba cómo el hombre enviaba a sus hijos, uno tras otro, en busca de los moros, para que recuperasen el rebaño, y cómo los moros iban matando a cada uno de los hijos, hasta que finalmente partía el propio padre y cobraba furiosa venganza. Muchos de los hombres cantaron junto con los juglares, y cuando éstos llegaron a la parte en que el padre encontraba los cadáveres de sus hijos, no pocos se pusieron a sollozar, hasta que al final todo el salón se llenó de aplausos.
Acto seguido aparecieron las músicas. La más joven y bella de las tres moras hizo juegos malabares con cuchillos al ritmo de la música y, para terminar, pidió la espada del tenente y se la introdujo dos palmos dentro de la boca, arrancando gritos de admiración y haciendo que los hombres le arrojaran de todas partes monedas que ella atrapaba graciosamente con la boca.
Durante la actuación de las moras, Lope no había quitado un ojo de encima al hombre de la barba negra. Había visto la mirada ávida con que el hombre siguió a la muchacha mora, y ahora veía como le lanzaba tres monedas, una tras otra. Parecía una especie de primer pago por otros placeres que esperaba de ella.
El castellán se levantó de improviso. Ofreció a Lope un lugar en su habitación, y Lope salió con él. La habitación se encontraba en la planta superior del edificio administrativo, sobre el depósito de grano. Dentro había cinco colchones de paja. Al parecer, el castellán ya no era el hombre de confianza del tenente, sino un simple hidalgo, y su edad ya no le permitía esperar demasiado. Debía de tener a sus espaldas una amarga caída. Había llegado al final; era un hombre sin futuro. Se quedó dormido nada más tumbarse en el colchón de paja.
Lope aguardó hasta que su nerviosa respiración se convirtió en ronquidos regulares; entonces salió de la habitación, bajó al patio del castillo y se apostó en un rincón, entre el establo y la muralla, desde donde veía tanto la entrada de la torre como la escalera que conducía al granero a través del establo, en el que se alojaban los juglares y su grupo. La noche estaba poblada de estrellas, no había luna, el canto de los grillos era tan fuerte que el barullo que hacían los hombres en el salón de la torre llegaba a Lope amortiguado, como un lejano murmullo.
Oía a las mujeres moras, que estaban conversando en el establo, y de tanto en tanto veía salir de la torre a algún hombre que iba a orinar. Reconoció la barba negra a pesar de la oscuridad. Vio que el hombre bajaba la empinada escalerilla de madera, cruzaba el patio y subía por la escalera de los establos. Cuando volvió a bajar, lo acompañaba la muchacha. Lope los vio dirigirse al edificio al que antes lo había llevado el castellán. De repente, la muchacha lanzó un chillido. Lope creyó que estaba intentando escapar del hombre de la barba, pero en ese mismo instante se abrió la puerta de la torre y una voz acostumbrada a dar órdenes gritó:
—¡Gaspar! ¡Gaspar! —Era el tenente en persona.
El de barba y la muchacha ya casi habían llegado al edificio, al otro lado del patio; el hombre vaciló un tanto, pero finalmente contesto:
—¿Si, señor?
—¡Ven aquí, Gaspar! —dijo el tenente—. Quiero que esta noche duermas en la torre, ¿entendido?
—Sí, señor —contestó el de la barba.
—Será mejor que ahorres energías para mañana —continuó el tenente—. Yo me ocuparé de que nadie te dispute a la pequeña cuando todo haya pasado. Pero ahora ven.
—Si, señor —dijo el de la barba.
El motivo de la preocupación del tenente quedó claro la mañana del domingo. Después de la misa tendría lugar un juicio en el que Gaspar el Negro, como lo llamaban, tenía que responder de una acusación de violación. Había abusado de una muchacha, casi una niña, en las inmediaciones de un pueblo del norte. No era la primera vez que lo acusaban de un hecho semejante, y tampoco era la primera vez que lo habían visto y reconocido, pero en esta ocasión el tenente no consiguió que se olvidara el asunto pagando una pequeña suma de dinero, que luego podría servir a la muchacha como dote. Pues, para desgracia de Gaspar, la muchacha a la que había atacado esta vez era hija de un herrero que se contaba entre los notables de su pueblo, y el pueblo pertenecía al monasterio de San Pedro de Cardeña. Además, el herrero no sólo podía presentar dos testigos oculares, sino que también estaba dispuesto a batirse en duelo por el honor de su hija.