Lope consiguió por fin arrancar la lanza de la silla y se volvió en busca de su adversario. El morcillo yacía en el suelo, a unos cuarenta pasos de allí, y su jinete estaba tumbado a un lado, intentando en vano sacar la pierna de debajo del animal. El caballo levantó pesadamente la cabeza; de los ollares le chorreó sangre como vino de una jarra de dos picos. Más atrás yacían otros dos caballos y sus jinetes. Lope no alcanzaba a distinguir si eran moros o gente de su tropa. Uno todavía se movía, se revolcaba en el suelo. Nubes de polvo flotaban del aire, y de repente Lope vio salir del polvo a un jinete a todo galope, con los talones clavados en las ijadas de su animal, y salió tras él tan rápido como pudo, valle abajo, al tiempo que escuchaba la voz clara del capitán:
—¡Seguidme, hombres! ¡Seguidme!
Lope vio que el moro al que estaba persiguiendo le arrojaba su escudo y, siempre a todo galope, se quitaba la cota de mallas para aligerar peso. Y advirtió de pronto que el moro lo llevaba directamente a la tropa que les había cerrado el paso por detrás y que aún esperaba a la salida del valle. Vio los moros frente a él, se volvió y vio al capitán, treinta cuerpos de caballo más atrás, seguido por los otros seis, ocho, doce hombres.
El capitán le gritó algo que Lope no llegó a entender, sólo vio que estiraba el brazo hacia arriba. Al volverse y mirar hacia adelante supo qué le quería decir: los moros habían emprendido la huida, desapareciendo al otro lado de la colina entre una nube de polvo. El hombre al que había estado persiguiendo Lope los seguía aterrorizado, como la oveja rezagada del rebaño.
Lope lo dejó escapar. Detuvo su caballo, el capitán sofrenó el suyo a su lado y se apoyó en el pomo de su silla, respirando a grandes bocanadas. Y entonces vieron a un lado, al pie de la ladera, semiocultas tras un árbol caído, en el mismo lugar en que las habían dejado, a las cinco mujeres, muy apretadas unas contra otras, como gallinas sentadas en el palo de un gallinero.
El capitán echó a reír, divertido por la imagen de las cinco mujeres estirando el pescuezo para asomarse a mirar por encima del árbol, con los ojos muy abiertos de terror. Estiró el brazo señalando a las mujeres, para que los otros las vieran, y rió, rió, se desternilló de risa. Había perdido el yelmo y algo le había golpeado la cabeza; la sangre le chorreaba por la cara en cinco anchas franjas, como si una gran mano roja le tuviera la cabeza cogida por arriba mientras el reía y reía hasta casi caerse del caballo.
MARTES, 15 DE AB, 4844
30 DE JULIO, 1084 / 14 DE RABÍ I,477
Cada tarde, apenas el sol enrojecía y cedía el calor, Karima subía a la azotea, que quedaba frente a la torre de la puerta, y miraba. Podía divisar más de tres millas de la carretera que llegaba al pueblo desde el suroeste. Desde hacía una semana, Karima subía a mirar cada día; desde hacía una semana se pasaba los días esperando que Lope volviera. Tenía el corazón en un puño ante la idea de que pudiera haberle pasado algo.
No podía vivir sin él. Los pocos días pasados en el campamento a orillas del río le habían demostrado que no estaba hecha para vivir entre ese montón de mercenarios. Lo soportaba porque Lope estaba con ella. Los días que habían pasado juntos desde aquella tormenta a orillas del río Cinca habían transcurrido en un abrir y cerrar de ojos. Sin Lope, el tiempo se arrastraba lentamente; sin Lope todo era insoportable.
Por otra parte, las circunstancias externas ya no le daban motivo de queja. El Don había asignado a Lope la casa que cayó en sus manos durante la conquista de la ciudad. El propietario era un tintorero judío, cuya familia, agradecida por el buen trato recibido, se apresuraba a complacer cada deseo de Karima sin necesidad de que ella lo expresara. Y Lu'lu también se ocupaba constantemente de ella. Cuando pensaba en el afecto con que la trataban todos, a menudo se sentía desagradecida y se avergonzaba de si misma. Pero hacerse reproches tampoco ayudaba. Se había criado en una gran ciudad, y la vida en un pequeño pueblo de la frontera, apartado de la civilización, entre campesinos, pequeños comerciantes, artesanos y los mercenarios del Don y sus mujeres, le resultaba cada día más limitada y agobiante.
Añoraba Sevilla, la vida agitada de la ciudad, la variedad, el cambio. Echaba de menos las charlas en casa de su padre, la ligereza y desenfado del trato con amigos y conocidos; echaba de menos hasta los ruidos de la ciudad, el griterío del bazar, las voces de los mercachifles en las calles. En el pueblo todo era lento y sofocante, los hombres eran bastos y repulsivamente estúpidos, de una insensibilidad muy difícil de soportar. A veces Karima sentía que se asfixiaba.
También había momentos en los que no se sentía así, en los que era consciente de que en realidad no se sentía tan desdichada como solía pensar. Entonces invitaba a comer a Felicia y disfrutaba de su carácter cálido y cariñoso; o veía trabajar al tintorero, le pedía que le explicara sus distintos quehaceres y mantenía largas charlas con su mujer, que había criado a cuatro hijos y había enterrado otros tantos, y que tenía miles de historias, que sabía contar con ademanes expresivos y un lenguaje muy vivo.
A veces, cuando era lo bastante sincera, sabía que las causas de su malhumor y de esa sensación de asfixia no se encontraban en ese pequeño pueblo situado en los confines del mundo civilizado ni tampoco en la gente que vivía allí, sino en algo muy distinto.
Recordaba aquella época de su infancia en que su padre había emprendido ese viaje inesperadamente largo, que, para su percepción infantil, había durado años y años. Recordaba el rencor que había sentido entonces, y que había dirigido contra todo su entorno, contra las personas que la rodeaban, contra la vieja Dada y el buen Ammi Hassán, contra todos, excepto contra la persona a quien iba dirigido en realidad: su padre. Exactamente lo mismo le ocurría ahora con Lope. No quería reconocer que él la había dejado sola, y su insatisfacción no se dirigía contra él, sino contra todos los demás, sin distinción. En realidad, Karima no odiaba ese pequeño y aletargado nido provinciano ni a las personas que vivían en él; lo único que odiaba era estar sola. No echaba de menos Sevilla; echaba de menos a Lope. Y a esa añoranza se sumaba ahora el temor.
Sólo la larga ausencia de Lope le había hecho tomar conciencia de cuán peligroso era el oficio que desempeñaba. Karima imaginaba que podía haberle ocurrido de todo, y su miedo aumentaba a medida que se prolongaba la ausencia de Lope. ¿Por qué la dejaba sola tanto tiempo?
Desde hacía una semana sabía que estaba esperando un hijo de Lope. Primero no había querido creerlo. Conocía perfectamente todos los síntomas del embarazo, pero hasta entonces sólo se había enfrentado con ellos desde un punto de vista médico, y era muy distinto sentirlos en carne propia. Era tan feliz, y al mismo tiempo se sentía tan desgraciada por no poder decírselo a Lope, por no tenerlo a su lado para compartir su felicidad.
En contra de lo que Karima esperaba, Lope no llegó al atardecer, sino al mediodía, cuando todos habían huido a sus casas para refugiarse del calor. Los centinelas de la puerta no tañeron el gong hasta que la tropa estuvo a sólo una milla. Karima estaba durmiendo. Ni siquiera oyó el gong. La despertaron los gritos nerviosos de Lu'lu.
Subió corriendo a la azotea. Pasó unos instantes de tenso nerviosismo, hasta que, por fin, lo vio. Su caballo cerraba la tropa. Dios mío, pensó Karima, está vivo, está ileso. Vio al capitán, al frente del grupo: ese temor también está superado, pensó.
Dejó a Lu'lu en la azotea, bajó precipitadamente las escaleras y corrió hacia la puerta del pueblo, detrás de las otras mujeres.
Cuando llegó al caballo de Lope, éste estaba desmontando. Karima quiso arrojársele al cuello y abrazarlo, pero al ver su rostro algo la contuvo.
—¡Lope, cuánto tiempo has estado fuera! —dijo, aunque hubiera querido decir algo muy distinto.
Él la tomó fugazmente en sus brazos.
—Podía haber sido mucho más —dijo.
Karima lo miró desde un lado, mientras caminaban juntos. Parecía más delgado, pero no estaba segura; podía deberse al polvo, que marcaba más las líneas de su rostro. Había imaginado tantas veces ese reencuentro, tenía tantas preguntas, y ahora no sabía qué decir. Se colgó feliz de su brazo, lo miró a la cara, vio sus ojos dirigidos hacia ella y, de repente, sintió escalofríos. Los ojos de Lope reflejaban otra vez esa ausencia que tanto la había hecho sufrir, esa mirada perdida que pasaba por encima de ella, como si ni siquiera la viese. Su rostro tenía otra vez esa expresión. Que parecía decir: primero mi venganza, primero mi promesa, primero mi honor. Estaba tan distante que Karima se estremeció.
Se alegró de llegar a la puerta del pueblo y de que el griterío de la multitud que salía a recibir a la tropa fuera tan intenso que no permitiera mantener una conversación. Vio cómo el Don saludaba a sus hombres, abrazándolos uno a uno. Oyó el llanto de las mujeres cuyos hombres no habían vuelto. Karima estaba como adormecida; era incapaz de formular un solo pensamiento con claridad. Estaba en medio del polvo y el calor, entre todos los hombres, en la plaza de la mezquita, esperando a que terminara por fin aquel aburrido ritual en que los hombres de la tropa exponían ante el Don y los espectadores el botín conseguido. Observaba a Lope, inquieta, esperando que se volviera hacia ella, esperando que le dirigiera una mirada. ¿Qué había pasado? ¿Acaso su mirada ausente se debía tan sólo al cansancio del viaje?
Karima depositó todas sus esperanzas en la feliz noticia que tenía preparada para él. Todo volvería a estar bien cuando se lo dijera. Quería decírselo enseguida, antes incluso de llegar a casa, pero Lu'lu estaba con ellos, y cuando llegaron a la casa, la familia del tintorero los esperaba formando un pasillo a la puerta y empezaron a bombardear con preguntas a Lope, al tiempo que la dueña de casa le preparaba un baño y la criada servía vino y fruta. Karima no tuvo oportunidad de decírselo.
No los dejaron solos hasta la noche.
Estaban el uno frente al otro en el madjlis de la casa, y Karima pensaba, feliz: Ahora me tomará en sus brazos, se lo diré y nos amaremos, nos abrazaremos sabiendo que tenemos un hijo que nos une para siempre.
—¿Por qué no me habías dicho que en la tropa había dos hombres que participaron en el ataque al puente de Alcántara? —preguntó Lope con inusual dureza.
La pregunta cogió a Karima tan de improviso como una flecha disparada en la oscuridad. Quiso decir algo, pero al ver la mirada fría e inquisidora de Lope se le atragantaron las palabras.
—Me lo ocultaste adrede —dijo Lope amargamente.
Karima sintió que se le saltaban las lágrimas. Se llevó las manos a la cara y se dio la vuelta. No podía soportar más esa mirada fría.
—¡Qué quieres de mí! —dijo—. ¡Qué quieres de mi!
—¿Por qué no me lo dijiste? —insistió Lope, inflexible—. ¿No tendría que pensar que antes, en otras ocasiones, tampoco me dijiste nada si nos topamos con alguno de esos hombres? ¿No tendría que creer que he estado yendo de aquí para allá todos estos meses en vano?
El resto de orgullo que quedaba en Karima la hizo volverse.
—¿Qué quieres decir con que has estado yendo de aquí para allá? —replicó—. ¿Acaso yo no iba contigo? ¿Acaso no participé yo también en esa busca interminable?
—Sólo quiero saber si me ocultaste algo en esos meses —contestó Lope con voz neutra.
—¡No! —le gritó Karima a la cara.
—¿Y por qué no me dijiste lo de esos dos hombres de la tropa? —preguntó Lope, inconmovible.
Ella lo miró desconcertada. No quería creer en lo que oía. ¿Acaso Lope no se daba cuenta de lo que estaba diciendo? ¿Acaso no comprendía nada?
—¡Todavía lo preguntas! —replicó, entre lágrimas y rabia—. ¿Es que no te lo imaginas? ¿Es que no entiendes nada? ¿No comprendes que tengo miedo de ti? ¿Qué habría pasado si lo matabas? Es la mano derecha del Don. Todos los hombres del campamento lo aprecian. ¡Te habrían hecho pedazos!
Vio que Lope se estremecía, y creyó que sus palabras por fin habían surtido efecto y que Lope ya estaba dispuesto a la reconciliación, pero de pronto vio el desconcierto reflejado en su rostro, y se dio cuenta de que había dicho algo que debería haber callado. Y en ese mismo instante le acudió a la mente la imagen de aquel rostro que le había parecido tan conocido, hasta que el encuentro con el capitán la hizo olvidarlo: el viejo hidalgo y su hijo, a los que siempre había esquivado desde entonces. Oh, Dios mío, pensó, ¡qué he hecho! ¿Por que no lo he negado todo, sin más? ¿Por qué no me habré mordido la lengua? ¡Oh, Dios mío! Y se quedó mirando el vacío con ojos secos. Se sentía tan desgraciada que ni siquiera podía llorar.
Lope la dejó. Salió del madjlis y subió de dos en dos los peldaños de la escalera que llevaba a la azotea. En cuanto apareció arriba, la criada salió a su encuentro, pero él la despachó en el acto.
Baudry Fiz Nicolas, el Normando, pensó. ¡El capitán! ¿Por qué precisamente el capitán? ¿Por qué no se había enterado hasta ese momento? Hacía apenas dos meses habría podido desafiarlo fríamente a un duelo, pero ¿ahora? Habían vivido tantas cosas juntos en ese tiempo. Se habían hecho amigos. ¿Por qué, entre todos los hombres que había en el campamento, tenía que ser precisamente el capitán?
Lope intentó imaginárselo en el puente de Alcántara. No pudo. No concebía que el capitán asesinara a una mujer indefensa. Su imaginación se negaba a producir tal imagen. El capitán podía ser cruel y no tener escrúpulos, pero no era hombre que asesinara a sangre fría. Lope no quería transformar en odio los sentimientos que albergaba hacia él. Se quedó toda la noche en el tejado, intentando conciliar sus sentimientos. No quería perder a Karima, pero sabía que siempre se interpondría algo entre ellos si ahora no mantenía la promesa que había hecho a Nujum en el puente. Siempre habría una sombra, algo que le desgarraba el alma. No encontraba ninguna solución.
Por la mañana decidió llevar a Karima y Lu'lu a Zaragoza y luego, de algún modo, desafiar a duelo al capitán. Si el capitán le daba los nombres de los otros, continuaría la busca. No se atrevía a pensar más allá. Lo único que tenía claro es que esta vez no arrastraría consigo a Karima. Ella no tenía nada que ver en ese asunto. Él ni siquiera podía exigirle que lo esperara. Lo único que podía hacer era llevarla a un lugar seguro.