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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

El pibe que arruinaba las fotos (22 page)

BOOK: El pibe que arruinaba las fotos
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Hasta que un día, conversando en el patio de la Escuela Normal, en Mercedes, y mientras nos preguntábamos qué sentido tenía la letra hache en mi nombre, el Gordo me dijo: Ya está, vos tenés que ser el Chiri.

Teníamos once años.

Yo no entendía el esfuerzo del Gordo por ponerme un nombre a toda costa. Con el tiempo entendí: me estaba dando un papel en su reparto de personajes.

Cuando me casé y me mudé a Luján, poco antes de los treinta, nadie sabía que a mí me decían Chiri. Y la verdad es que yo no hice ningún esfuerzo para que mis nuevos vecinos lo supieran. De repente la gente volvió a llamarme Christian, y el uso del Chiri quedó relegado al círculo de amigos más íntimos. Todo anduvo muy bien, por supuesto, hasta que el Gordo Casciari empezó a hablar de mí por internet.

(Las personas, en el teatro, ríen. Chiri se tranquiliza un poco.)

Más allá de esta cuestión que tiene que ver con la popularidad involuntaria, hay una cosa puntual que me preocupa todavía muchísimo más. Me genera terror saber que buena parte de mi biografía esté ahora en manos del Gordo Casciari. Por eso no me divierte su éxito. Para nada. Y además veo, con horror, que cada vez hay más gente que lo lee. Todo mi entorno, por ejemplo. El inmediato, pero también aquellas personas a las que uno no les contaría ciertas cosas. Cada vez son más los que me dicen:

—Che, ¿viste lo que publicó el gordo de vos en internet?

Y yo tiemblo.

Algunos de mis allegados se han hecho fanáticos, y me persiguen todo el tiempo con preguntas idiotas. A mí me rompe las bolas que me pregunten si es verdad la historia de los canelones. Me parece bien decirlo ahora, ante ustedes, por si nos llegamos a cruzar a la salida del teatro.

Me da miedo lo que pueda suceder de acá en adelante. Y me pregunto adónde me llevará toda esta locura, si de la noche a la mañana estoy en un teatro repleto de gente hablando de mí.

Según él, nos conocimos durante la Primera Comunión. Sin embargo yo tengo un recuerdo anterior de él grabado para siempre. Y lo voy a contar ahora.

Camino por la calle treinta y cinco, seis meses antes del texto de Hernán. Probablemente estoy volviendo de la casa de mi abuela materna, porque queda de paso. Tengo siete años, a lo mejor ya cumplí los ocho. En los escalones de la puerta de la casa de Hernán, un grupo de chicos, en silencio, escucha una melodía triste y dulzona que brota de un pequeño acordeón a piano.

El que está detrás del instrumento es un gordito engominado para atrás, que gesticula emocionado mientras avanza la melodía y sus manos acarician el teclado. Me alejo del lugar un poco triste porque quiero quedarme con esos chicos, pero no los conozco.

Yo no sabía que aquélla era la única melodía que el Gordo podía ejecutar en aquel instrumento, y en cualquier otro. Sus oídos siempre estuvieron sellados para la música, cosa que él aceptó muy temprano. Pero de todos modos, si lo pienso un poco, no es raro que el primer recuerdo que tenga de él sea ése. Hernán en el centro de la escena, cautivando a sus amiguitos.

Siempre fue igual. Ya en la primaria las maestras elegían sus redacciones para leer en voz alta, y nosotros esperábamos ese momento porque nos divertía.

Una vez en quinto grado, en la hora de Lengua, la señorita Nélida nos pidió que completáramos una historia a partir de esta consigna: los exploradores apartaron las ramas, y detrás apareció la ciudad perdida.

Toda la clase continuó con la historia de los exploradores. Hernán se quedó en las ramas, y contó la historia de dos hormiguitas que cayeron al vacío, a causa del manotazo de un explorador. En ningún momento habló de la ciudad perdida. Las únicas protagonistas del cuento fueron esas dos hormigas. Al día siguiente la señorita Nélida llamó a Chichita:

—No tiene nada que ver con lo que pedí, pero lo que hizo tu hijo es genial.

Hernán era un nene que escribía de verdad, como los escritores de los cuentos que a mí me gustaban. La semana pasada, mientras revisaba una caja llena de papeles viejos, apareció un cuaderno con varias cartas escritas por el Gordo. Eran del año noventa y uno. La época que vivíamos en Almagro.

Creo que viene al caso leerles algunos fragmentos, un poco para que vean cómo escribía el Gordo a los veinte años, y otro poco porque su contenido me parece muy oportuno, teniendo en cuenta este momento.

Las cartas están dirigidas a mí. Y en ellas él finge graves problemas, literarios y personales. Me las daba en mano, ¡porque vivíamos juntos! Pero después me pedía que las dejara bien a la vista, por las dudas de que se hiciera famoso y yo me convirtiera en su biógrafo. Estaría bien leer algunos párrafos:

2 de febrero. Todavía no sé de qué manera pedirte disculpas por el retraso de ésta, Christian, que he postergado a causa de mi larga convalecencia. Qué va a hacer, hermano, la lepra me tiene mal.

8 de marzo. Los pedazos de carne se me caen por todos los rincones, y para peor el original de mi último cuento quedó debajo de una gran mancha de pus.

12 de diciembre. Estoy a punto de quedar ciego porque la vela que uso para escribir de noche se ha consumido, y ahora mis escritos ocurren cada vez que pasa un auto con las luces altas encendidas.

3 de junio. Estoy un poco mejor, pero el frío me está matando (Mademoiselle Boniface me ha echado de la pensión). Por suerte hice amistad con una prostituta del barrio bajo y ella es quien me alimenta y me trae mi botella diaria de ginebra. Lamentablemente Claudine ha contraído la coquelouche y creo que me la ha contagiado.

Es raro, pero Hernán, de chico —y mucho más de adolescente— se comportaba como un exiliado. Amaba con exageración cosas muy puntuales de la cultura argentina. De algún modo se estaba anticipando al argentino huraño que extraña y se queja todo el tiempo por estar lejos de su país en las páginas de este libro.

Es cierto que en estos últimos años, sobre todo a partir del nacimiento de Nina, ese personaje ya no existe. Ahora, en cambio, hay un tipo feliz y en calma; muy parecido, pero mucho mejor, al Gordito encantador del acordeón a piano. El mismo que, por otro lado, nos reunió hoy a todos nosotros, personajes reales y de ficción.

Es raro pensar que una cosa así suceda al mismo tiempo que se habla de la muerte de la literatura. Setecientas personas reunidas en un teatro para participar de la presentación de un libro, en definitiva, me parece que están queriendo decir otra cosa.

Podría profundizar en otras cuestiones, pero no quiero ponerme sentimental. Lo que sí quiero dejar en claro es que quienes lo conocemos de chico siempre supimos, de algún modo, que tarde o temprano algo semejante a esto podía suceder. Era casi inevitable. Y lo bueno es que Hernán jamás se propuso nada. Sólo se limitó a hacer, cada día de su vida, lo que tenía ganas y le salía de adentro.

Para terminar, hay una buena noticia que quiero darles. Todavía el Gordo no nos contó ni la décima parte de las historias que tiene para contar. Todavía falta que cuente el invierno rojo y la historia de la Gorda Maquinita. Faltan las aventuras del viaje al sur que hicimos con quince años, en donde nos pegó un chileno. Queda el encuentro con Fernando Cucagna. Queda la comedia filosófica sobre los tres días que pasó en un retiro espiritual. Y quedan sobre todo sus novelas. Las que yo sé que van a venir. Poder anticiparse a estas cosas buenas (como uno se anticipa a los mundiales), es apenas una de la cantidad de cosas alucinantes que tiene ser amigo del Gordo.

El público aplaude. Entonces el Chiri, ya más tranquilo, le da la palabra a su amigo. La gente hace silencio otra vez.

Dice el Gordo:

Hace pocos días que estoy en Buenos Aires. Y todo lo que nos está pasando es irreal. Es muy complicado hablar de alegría, porque hace justo una semana, el nueve de julio, murió Roberto Casciari, mi padre. Los mercedinos que están en esta sala lo saben, pero me parece necesario que lo sepa también el resto de los lectores. Yo les agradezco a todos ustedes que estén acá hoy, sé que hay gente que vino de lejos, de otras provincias. Y me parece alucinante.

Pero me voy a permitir agradecer la presencia de una sola persona. Le agradezco a Chichita que esté acá esta tarde, con nosotros, a pesar de todo lo que está pasando por su cabeza. Agradezco que hace una semana me haya dicho, por teléfono, llorando:

—Tenés que hacer la presentación, no suspendas nada, hacelo por papá.

Y entonces, como tiene que ser, acá estamos. Sería hipócrita compartir con ustedes solamente los festejos y esconder la cabeza en la desgracia. Estamos aquí para cerrar un círculo, y ahora el círculo es agridulce y está emparentado con la ley de vida. Pero vamos a cerrarlo igual.

Yo lo entendía así hace una semana. Me preguntaba cómo sería pisar de nuevo Argentina con una hija de la mano. Y no sabía que también pisaría este país sin un padre. Como si el destino dijera: ahora el padre sos vos. Ahora te toca cuidar a una persona, educarla, hacerla feliz, convertirla en un ser humano curioso y apasionado. Ahora te toca esto, y vas a saber hacerlo porque alguien supo hacer ese trabajo cuando vos eras chico. Alguien te enseñó a leer, alguien te enseñó a escribir. Tu padre te enseñó, a los cuatro años, las únicas dos cosas del mundo que todavía hoy hacés con placer. Ahora te toca.

Estoy profundamente emocionado de poder compartir este momento con ustedes. Un momento de mi vida inolvidable, un momento bisagra, pero de las bisagras grandes, un
clic
marca cañón.

Con el Chiri siempre tuvimos muy afilada la antena de los grandes momentos de nuestras vidas. Siempre supimos, mientras ocurría, que estábamos viviendo un tiempo fuerte. Los supimos en el ochenta y ocho, por ejemplo, sabíamos que estábamos siendo personajes de literatura, que nos estaban ocurriendo tragedias maravillosas que nos harían crecer. Y lo sabemos también ahora, hoy, toda esta semana tan extraña de muerte y de reencuentro. Todo esto nos hará crecer. Nos está haciendo crecer y ser mejores.

Después de eso salimos del escenario, pero la gente se quedó un rato más escuchando dos tangos de Laura Canoura, a modo de bonus track. Mientras sonaba la música, las chicas de la editorial me prepararon una mesa en el hall para firmar algunos libros. La gente empezó a llegar de a poco y se hizo una fila muy larga en la que muchos lectores esperaron con paciencia infinita y sin desbordes.

Para mí, esta segunda parte improvisada fue la más emotiva. Siempre me sorprendió tener doscientos, a veces trescientos comentarios en un texto publicado en internet. Pero conversar cara a cara con quinientas personas, reales, sin apodos, que han llegado de muchos lugares para compartir unas palabras, es una sensación que no puedo explicar.

Una pareja muy simpática se adelantó en la fila y me dijo:

—Vinimos desde Jujuy y nos estamos yendo, se nos va el micro, ¿nos firmás el libro sin hacer la cola?

Yo no podía entender que alguien hiciera miles de kilómetros para compartir una charla y, con suerte, cruzar diez palabras con un autor de cuentos. Y entonces otros también nombraban ciudades lejanas. General Roca, Bariloche, Venado Tuerto, Mendoza. Fue todo extraño y maravilloso.

Creo haber conversado con todos. No sé cuántos libros firmé ni cuánto tiempo pasó, pero sé que estuvimos más tiempo en el hall que sobre el escenario. Y también sé que cuando ya no quedaba nadie en la sala (sólo la familia y algunos amigos) la muñeca me dolía, tenía la garganta seca, y era la persona más feliz a la que se le hubiera muerto el padre una semana antes.

Seis meses después de aquello yo era incapaz de escribir. Volvimos a Cataluña, la vida siguió por los carriles de siempre, pero ya no escribí. Había otras cosas mejores que hacer. Chiri y su familia ahora están en este pueblo de la montaña en donde vivimos. Han llegado para quedarse y estuvimos buscando casa; también conversamos mucho por las noches. Los doce mil kilómetros de distancia que nos separaron durante ocho años se han convertido en ciento ochenta metros. La única cagada es que la casa que consiguieron es mejor que la nuestra. Por lo demás, todo está muy bien.

Sólo que no me puedo sentar a escribir. Quiero pensar que es por Chiri, su mudanza, su adaptación. Al menos ésa es la deducción evidente, la que tiene que ver con el tiempo: los días se empecinan en tener veinticuatro horas. Pero en los territorios menos palpables, los psicológicos, es posible que haya otros motivos que expliquen esta sequía, o bloqueo literario; un motivo más escondido y profundo que quisiera abordar en este punto, justo cuando la historia se acaba.

Siempre busqué desarrollar —y varias veces lo confesé en entrevistas o sobremesas— una literatura intermedia, una forma de narración que pueda ser disfrutada por dos grupos muy claros de lectores que, para mayor desafío, no suelen leer las mismas cosas. Por un lado las personas que leen mucho, por el otro aquellos que leen poco, o nada.

Para enfocar con alguna certeza esos targets, usé siempre de comodín a dos personas de mi entorno: mi padre era uno de esos lectores; Chiri, sin dudas, el otro.

Hasta que Roberto murió, en julio de dos mil ocho, traté siempre de que todo lo que contaba en un papel o una pantalla lo divirtiera o lo emocionara a él, en primera medida; a él, a mi padre, en representación física de todas las personas que nunca han leído un libro. Siempre fue vital para mí, desde que tengo uso de papel, que Roberto pudiera entender lo que yo escribía, que no se quedara afuera por pedanterías intelectuales, que no se sintiera descartado u olvidado.

Posiblemente mi único orgullo real, la única cosa que yo hice en la vida con sentido antes de Nina, sea haber logrado que Roberto leyera dos libros enteros. Dos libros míos.

Al mismo tiempo enfocaba, al narrar, a mi amigo el Chiri: quería que él también se divirtiera, que no le diera nunca la impresión de que yo escribía únicamente para mi padre o para los que nunca leían; porque el Chiri es de mi edad, porque es del palo, y porque tenemos idéntica voracidad literaria; es decir, él es la clase de lector que yo sería de mis propios textos, si pudiera leerlos sin haberlos escrito antes.

Este equilibrio, que busqué siempre entre Roberto-lector y el Chiri-lector, me daba la opción de escribir con una soltura que no tuve nunca antes, en los tiempos que narraba sin identificar a nadie, cuando mis historias no iban dirigidas a comodín alguno. Cuando ni siquiera a mí me gustaba lo que estaba a punto de narrar.

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