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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

El pibe que arruinaba las fotos (19 page)

BOOK: El pibe que arruinaba las fotos
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—¿Cómo habrá sido en realidad? —me preguntó.

—Yo creo que pasó por la Universidad de Guadalajara —intuí—, pero que ni entró.

—Pero entonces la historia se le tuvo que haber ocurrido ahí, los diálogos, todo.

—¿Y vos pensás que sabe que hay dos premios?

—¡Claro que sabe!

—No puede ser tan gracioso, el hijo de puta.

Quizá lo supiéramos desde antes, pero fue allí cuando le dimos verdadera dimensión a la honestidad que implica regalar una mentira donde es uno —el narrador— quien queda mal parado.

La mentira tiene mala prensa porque en general se utiliza con mezquindad: para sacar provecho, para vengarse de otros, para obtener crédito espurio, para fingir o alardear. Ésa es la mala mentira. La buena mentira, en cambio, es generosa: ahí reside la única virtud de la mentira y de las mujeres feas. Ese pequeño detalle es lo que convierte a la mentira en arte, lo que le da categoría de ficción.

La mentira es un alimento nutritivo, pero debe ser emitida para salvar a otros del aburrimiento, no para salvarse uno de su realidad o su frustración. La historia de
Pinocho
no es verdad, pero Collodi no escribió esa mentira para ostentar, ni para dejar de pagar la cuota del coche, ni para que los demás lo creyeran musculoso. Urdió esa mentira para entretener a la gente, como Comequechu aquella tarde. Fue generoso y tuvo su recompensa: no le creció la nariz.

Volvimos a nuestras casas, esa noche, pensando en cómo Comequechu había escrito aquella historia en su cabeza, palabra por palabra, en cómo había pulido los detalles en el aburrimiento del avión, y de qué forma maravillosa nos había emborrachado un poco para soltar el cuento en la sobremesa. Le admiramos los gestos, los giros
(sacarse el premio, monte hermoso,
o
monumento
en lugar de busto), la participación de su mujer desde la cocina, su enfado al creerme un embustero. Todos los detalles y los esfuerzos de una puesta en escena que, bien mirado, sólo tenía por objeto hacernos felices un rato, después de comer.

Ahora estoy seguro. Fue esa noche, durante el viaje a la Capital, cuando entendí que debía aprender, con urgencia, a narrar igual que hablaba Comequechu. Que lo que a mí me interesaba contar no era la pura verdad, ni tampoco era el puro cuento. Hasta entonces yo escribía, sin darme cuenta, borradores insípidos, pero
la verdad
es agua que empieza a hervir, y
la ficción
es fideo seco, deshidratado. No eran estos ingredientes separados, sin un buen palote de madera, ninguna sopa caliente que alimentara a nadie. No a mí, por lo menos.

Aquel cuento mío que ganó el Juan Rulfo francés, por ejemplo, fue la última historia que escribí engañándome a mí mismo, sin ponerle pasión, sin involucrarme como Comequechu en las sobremesas. Y fue también el último texto que envié a un concurso literario. Aquel premio, de hecho, era una de esas típicas miradas francesas sobre el mundo latinoamericano. Si querías ganar tenías que presentar una historia de pobrezas dignas, donde por lo menos alguien volara, donde hubiera palabras sonoras que un jurado pudiese adivinar por el contexto. Realismo mágico, lánguidos llanos calurosos, cuánta mierda.

Escribí aquel cuento sin nada mío, sin alegría. Puse todos los elementos que podían fascinar a un francés encantado de sí mismo: pestes, inundaciones, milagros, y más o menos setenta palabras que no existen en ningún país latinoamericano, pero que suenan bien: catinga, cueco, güiraina. Por supuesto, me dieron el premio. Nunca tuve en mis manos la edición impresa, en francés, de aquella antología de cuentos latinoamericanos en donde aparecía
Ropa sucia,
mi última mentira literaria, pero me imagino que les habrá costado poner las notas al pie con los americanismos falsos.

Dos semanas después de que Chiri acuñase la frase
anécdota mejorada
yo ya había vuelto a San Isidro y sonó el teléfono. Eran los franceses, que habían editado el libro con los cuentos premiados y querían hacerme un reportaje para
Radio France Internationale.

La primera pregunta de la periodista, por supuesto, fue si mi cuento era autobiográfico, si realmente mi familia había sobrevivido al tifus comiendo papalla tierna, si realmente mi hermanito el Jesús, muerto en la riada, había resucitado.

Estuve a punto de decirle que no, que era ficción, que yo vivía en San Isidro, al lado del hipódromo, pero me vino a la cabeza el almuerzo en la quinta de Comequechu. Su generosidad oral, la magia de sus medias verdades.

—En efecto —le contesté a la periodista, con un deje norteño— escribí el cuento después del tifus, como un desahogo. La peste había matado a mi padre y a dos hermanitos míos, y los pocos que quedábamos en casa nos fuimos acocochando, como zarugos alrededor de un fuego.

Del otro lado del teléfono la francesita anotaba todo, palabra por palabra, encantada de la vida.

Mi esposa Cristina también es europea, y a todas las cosas raras que yo le cuento sobre mi juventud en Argentina las resuelve de dos maneras: o me dice ‘eres un mentiroso’, o me dice ‘eso es realismo mágico’. En el fondo odio bastante ese prejuicio. ¿Por qué si un asiático levita es yoga, pero si levita un colombiano es un cuento de García Márquez? ¿Por qué si un hindú prescinde de los ahorros de toda su vida es ascetismo, y si lo hace un argentino es corralito? Hay mucho racismo intelectual en Europa.

Una vez le conté a mi mujer que al Director de Cultura de Mercedes, Alfredo Wiman, lo habían destituido del cargo por robarse un pan de manteca de un Minimercado. No me creyó ni siquiera cuando le mostré el recorte del diario local.

—Tú y tus anécdotas mejoradas me tenéis harta —me dijo.

Un día antes de la muerte de mi padre, por ejemplo, lo más complicado fue explicarle a Cristina que
realmente
teníamos que viajar a Buenos Aires. Los que vivimos tan lejos, con un Atlántico en el medio, sabemos (y nos aterra saberlo) que alguna vez tendremos que sacar un pasaje urgente, viajar doce horas en avión con los ojos desencajados, para asistir al entierro de uno de nuestros padres, que ha muerto sin nuestra cercanía. Es un asunto horrible que ocurre tarde o temprano, por ley natural. No es una posibilidad, es una verdad trágica que nos acecha cada vez que suena el teléfono de madrugada. Pues bien. Mi teléfono sonó una noche del año 2008.

—Tenés que venir —dijo mi madre, con la voz apagada de dolor, un jueves por la madrugada.

—¿Qué pasa?

—Papá se muere…

—¿Estás segura? —pregunté sin necesidad.

—Te estoy diciendo que se muere —se ofendió—. Él todavía no lo sabe.

—No le digas —aconsejé—, no hagas como siempre.

—No sé qué hacer, Hernán —me dijo llorando—, tenés que venir.

—¿Pudiste ver cómo se muere, cuándo?

—Accidente de tráfico, mañana viernes —me dijo con precisión milimétrica, y repitió—. Tenés que venir.

Corté la comunicación con un nudo en la garganta.

Yo le había hablado muchas veces, a Cristina, sobre los presagios de Chichita, pero sin énfasis. Durante mis ocho años en España le conté anécdotas de mi infancia y juventud en donde mi mamá tenía clarividencias exactas y presentimientos puntuales, pero siempre lo hice restándole importancia, nunca le dije
toda
la verdad.

Y lo cierto es que la verdad me avergüenza. El que no ha nacido en una familia signada por las premoniciones no sabe, no puede saber cuánto sufre el hijo de una madre psíquica. Desde chico conviví con lo esotérico, sin desearlo en absoluto. Así como otros niños asumen que han nacido en una familia de carpinteros, o de intelectuales, o incluso de ciegos, yo asumí muy temprano que mi madre podía anticipar el destino. Nunca me pareció nada del otro mundo.

Al contrario. Cuando empecé a visitar a mis amiguitos, a entrar en otras casas y conocer a otras madres, me llamó siempre la atención que las demás señoras no tuviesen ni una pizca de percepción extrasensorial. Las madres ajenas esperaban ansiosas el boletín de calificaciones de sus hijos. En casa no.

Una vez, a los once años, me desperté contento para ir al colegio. Cuando estaba saliendo de mi habitación apareció Chichita, de la nada, y me reventó la cabeza de un sopapo.

—¡Tres semanas sin televisión! —me dijo enojadísima—. Y a ver si estudiás un poco, sinvergüenza. ¡Caradura!

Dos días más tarde, en la escuela, me entregaron el boletín, lleno de malas notas. Cuando se lo di lo firmó sin mirarlo, no le hizo falta.

Y así siempre. Toda la vida. Una vez, con mis ahorros, me compré un cachorro de foxterrier, precioso, juguetón, y cuando llegué a casa encontré a Chichita haciendo un pozo en el patio:

—Le va a agarrar moquillo —me dijo triste—. Se te muere el dos de mayo. Ponele nombre rápido así le mando hacer una lápida.

A Roberto y a mí nos arruinó, sin querer, todos los mundiales de fútbol. En mil novecientos ochenta y seis, casi un mes antes de que empezara el de México, Chichita salió a la plaza San Martín, con banderas y trompetas. En el noventa en cambio empezó a despotricar contra los alemanes desde abril. Y cuatro años más tarde, la tarde del partido inaugural, directamente nos dijo:

—Maradona se papea.

Por su culpa no podíamos enterarnos de nada a tiempo. Siempre supimos las cosas antes que nadie.

Pero lo peor de todo eran sus premoniciones personales. Las madres corrientes siempre están en contra de las novias de sus hijos, es verdad. Pero como mucho dicen ‘esa chica no me gusta’, o ‘es muy grande para vos’, nunca pasan de ahí. Cuando yo le presentaba una novia a Chichita, ella iba mucho más lejos:

—Cuidado con esa tal Claudia —me dijo una vez de una rubia de la que yo estaba enamorado sin remedio—, tiene cara de mosquita muerta pero en dos años va a asfixiar a su hermano en un piletón.

Mi juventud fue un infierno. Supe de muertes, de desgracias, de felicidades y de premios literarios mucho antes de que ocurrieran. A los quince años ya conocía que me iba a tocar Aeronáutica en Córdoba. A los diecisiete mi madre me arrastró de los pelos a rehabilitación, justo seis meses antes de que yo empezara a coquetear con la marihuana.

Una tarde del año dos mil ya no soporté más y decidí dejar Argentina para siempre. Soñaba con tener una vida normal, sin adelantamientos trágicos. Quería una historia de amor con final incierto, una mascota con la que poder encariñarme a ciegas, un Mundial de fútbol con semifinales inesperadas. No sabía aún dónde ir, pero quería estar fuera del alcance de los vaticinios de mi madre.

Llegué a casa convencido de que había que tomar un nuevo rumbo. Ya pensaría cuál. Cuando entré a mi habitación la encontré a Chichita, llorosa, metiendo mi ropa en una valija.

—Te conviene Barcelona —me dijo—, ahí vas a tener una familia hermosa.

No quiero decir que me vine a España
sólo
por eso. Hubo muchos otros factores. Pero también es verdad que aquí, a doce mil kilómetros, lejos de sus vaticinios, he vivido cada instante con más tranquilidad.

El día que vi, en directo, cómo caían las Torres Gemelas, sin que nadie me lo hubiera dicho antes, lloré de felicidad. ¡Qué alegría más grande fue para mí padecer, por primera vez, una tragedia al mismo tiempo que el resto del mundo!

Mea culpa,
ya lo sé. Yo nunca le había hablado con franqueza a Cristina sobre los poderes de mi madre. Las visiones de Chichita eran mucho más que esas anécdotas edulcoradas que yo solté, tres o cuatro veces, al principio de mi relación. Pero yo no quería que mi mujer me creyese loco, ni mentiroso ni, lo que es peor,
demasiado
latinoamericano.

¿Cómo podía confesarle que Chichita podía ver el futuro con una claridad demoledora? ¿Cómo explicarle que su propia suegra era una
bruja,
pero no en el sentido doméstico de la palabra? ¿Cuál es el modo correcto de darle semejante noticia a un europeo de clase media?

Pero algo tenía que hacer. El reloj corría en mi contra y yo quería estar allí para el entierro, al menos. Iba a morir mi padre el viernes, en accidente de tránsito. Teníamos que viajar. Sí o sí. Y yo debía darle a mi mujer una razón lógica, primermundista, para volar con tanta urgencia a la otra punta del mundo.

Mis propias omisiones, mis vergüenzas, me habían acorralado.

Le di muchas vueltas al asunto, pero al final no tuve el valor de ser sincero del todo. Tampoco era conveniente mentir demasiado. Decidí ofrecerle a Cristina una mentira escondida entre dos verdades. Es una técnica a la que también llamo
sánguche piadoso.

—¿Qué pasa? —me preguntó sobresaltada cuando colgué con mi madre—. ¿Quién ha llamado a estas horas? ¿Por qué tienes esa cara?

—Era Chichita —verdad de arriba—. Dice que mi papá está muy enfermo —mentira del medio—, tenemos que salir para Buenos Aires —verdad de abajo.

Ese mismo jueves, por la noche, conseguimos tres pasajes —dos adultos, una menor— para el viernes temprano. No pudimos salir antes porque había que encontrar billetes a precios razonables, hacer maletas, adelantar trabajo, etcétera. Hice lo que pude, pero nos fue imposible salir más temprano. Llegaríamos a Ezeiza el viernes a las nueve de la noche. Allí nos esperaría un taxi para llevarnos a Mercedes. Ciento ochenta kilómetros más (unas dos horas) y estaríamos por fin en mi casa paterna.

Durante el vuelo, y aprovechando que la Nina dormía a pata suelta en un asiento de tres vacío, le dije a Cristina toda la verdad. El
sánguche piadoso
tenía como objetivo que se subiera al avión, era solamente un engaño puntual. A nueve mil pies de altura ya no era necesaria la mentira. ¿A dónde iba a ir la pobre? ¿Qué podía pasar si le decía la verdad?

Ocurrió lo peor; Cristina tuvo un ataque de nervios.

—¡Tres mil cuatrocientos euros más tasas! —gritaba en plena noche, con el avión a oscuras—. ¿Cómo es posible que estemos tirando ese dinero sólo porque tu madre está loca?

—No está loca, Cris —intentaba calmarla yo—. Solamente es una madre especial. Nunca ha fallado un vaticinio, jamás en la reputísima vida.

—¡Nos estamos gastando los ahorros! —aullaba ella, enloquecida, mientras los pasajeros pedían silencio o se asustaban—. ¿Cómo puedes creer en esas cosas?

—Creo en lo que veo, Cristina. No me importa si es sobrenatural. Yo soy incapaz de creer que un aparato de estos pueda volar con doscientas personas adentro, y sin embargo me subo.

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