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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

El pibe que arruinaba las fotos (20 page)

BOOK: El pibe que arruinaba las fotos
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—¡No es lo mismo!

—Sí es lo mismo. Mi mamá ve para adelante, no falla nunca. En vida he visto caerse a muchísimos aviones, pero mi vieja no falló jamás un vaticinio.

Mi mujer me miraba con odio, como siempre que le gano las discusiones.

—Sólo te digo una cosa —me susurró, apuntándome con un dedo—: si tu padre no se muere, olvídate de mí. Y de la niña. Más te vale que tu padre se muera hoy.

Nina, despierta a causa de los gritos, nos miraba en silencio, con los ojos enormes. Una azafata le acariciaba la frente e intercambiaba miradas con otra azafata. Yo las vi.

En Ezeiza no nos dirigíamos la palabra. Estuvimos media hora como dos imbéciles viendo desfilar maletas en una cinta, cruzados de brazos o hablando sólo con Nina, en medio de una tensión espantosa.

A las diez en punto subimos al taxi que nos llevaba a Mercedes. Le dije al conductor que hiciera lo posible por llegar antes de la medianoche. Fue un viaje trabado, denso, en el que no pude disfrutar de un paisaje que hacía cinco años que no contemplaba. La llanura. Hacía tanto que no veía el horizonte real, las vacas sonsas.

Cuando pasamos Luján tuve ganas de empezar a llorar. Eran las doce menos cuarto y yo estaba volviendo a Mercedes para enterrar a mi padre. ¿Lo vería al menos vivo por última vez, o ni siquiera eso? ¿Podría escuchar sus últimas palabras? Recostado en el taxi nocturno, pasando Flandria, recordé una madrugada en la que el ascensor de mi departamento de Almagro se quedó entre el tercero y el cuarto, y tuve que salir por el hueco junto a otros dos pasajeros. Del lado de afuera, el portero nos decía que lo hiciéramos sin problemas, que no habría riesgos. Y entonces descubrí mi fobia a partirme en dos y me paralicé de terror. Sudando la gota fría, inmóvil de pánico, empecé a desarrollar imágenes de mí mismo saliendo de la cabina; imaginé que el artefacto volvía a funcionar en ese instante y que mi cintura quedaba en medio de la guillotina casual, partiéndome en dos como a un durazno. No podía moverme. Como mi abuelo Salvador era un poco campestre, crecí viendo a las gallinas correr unos segundos sin la cabeza, o a las ranas en la sartén mover las ancas a ritmo de foxtrot. Sabía que morirse en serio es posterior al desgarramiento que te mata. Sabía que siempre hay unos segundos donde falla el sistema (seas rana, cristiano o gallina) en los que la sangre sigue subiendo por la cabeza y te deja actuar por última vez, aunque estés muerto. Y gracias a eso tuve la lucidez del condenado: pensé que cuando el ascensor me cortara en dos mitades, yo sería un medio hombre capaz de entender el universo, capaz de reconocer el problema de la muerte. Y me creí con tiempo de hacer un último chiste antes de desangrarme. “Me pica el pie, que alguien vaya a planta baja y me lo rasque”, algo que le dejara claro a los presentes que yo moría, sí, pero sin dejar nunca de ser un comediante.

En eso pensaba mientras viajábamos con Cristina y nuestra hija al entierro de mi padre. Fue esa decisión, la de morir fingiendo felicidad, la que le ganó la guerra a la parálisis. Fue más grande el deseo de ser legendario que el miedo a que me aplastase la mole. Mayor el triunfo improbable de que mis amigos convirtiesen en leyenda mi forma de morir, que el riesgo posible a que me matase un ascensor en la madrugada de un martes. Y salí. Y no pasó nada. Ni muerte ni rasguño ni dolor. Salí de la cabina y, desde ese momento, empecé a pensar minuciosamente en mis últimas palabras. Y así nació mi segunda fobia: la de morirme sin decir nada. Sin últimas palabras. ¿Llegaría a tiempo para escuchar las de mi padre? Cuando divisé la ciudad de Mercedes supe también que uno deja de ser un chico cuando muere el padre. Había leído esa teoría mil veces, y la había comprendido. Pero entonces lo
supe.
Tuve ganas de que Cristina me abrazara, pero ella seguía con cara de culo, mirando para otro lado.

—Entre por la avenida Cuarenta, por aquella rotonda —le dije al taxista, que era porteño.

Entonces apareció mi barrio, las casas de mis amigos, los kioscos cerrados, las motitos con chicos nuevos encima. La penumbra de siempre, los mismos baches. El taxista seguía mis indicaciones, porque no conocía Mercedes. Le dije que pasara de largo por la avenida Veintinueve y que siguiera hasta la calle Treinta y Cinco, y después a la izquierda.

El choque fue justo ahí, en la esquina de la Treinta y Cinco y la avenida Cuarenta. Mi papá venía a pie, supe después, desde la casa de un cliente. El taxista se había volteado para preguntarme la altura de la calle y no lo vio cruzar. Lo agarramos de lleno, a la altura de la cadera.

No fui al entierro.

4. Backstage de un milagro menor

La última vez que había estado en Argentina no existía mi hija. Cinco años después volvía a pisar el país, y no existía mi padre.

En la ocasión anterior estuve allí veinte días en los que, sin saberlo, abracé a mi abuela Chola por última vez. Mi memoria empezaba a sumar muertos, mala señal. También conversé con gente querida, padecí a Racing en directo y pisé Mercedes. Llegué a Ezeiza con un presidente y me volví a Barcelona con otro. Al regresar a Europa pasaron dos cosas, al mismo tiempo, que abrieron un círculo en mi vida: empecé a escribir unos cuentos en internet y Cristina me dijo que estaba embarazada.

Todo ocurrió en septiembre de dos mil tres: vivíamos en un departamento del barrio de Gracia que entonces nos parecía suficiente. Yo tenía un empleo nocturno, tan nocturno que me lo retribuían en negro, porque mi ciudadanía italiana no llegaba nunca. Era un trabajo periodístico aburrido, facilón y mal pago que, sin embargo, me salvó el bolsillo en las épocas que no portaba una nacionalidad decente.

Me levantaba a las dos de la mañana y me iba a una oficina de la Rambla Catalunya. Debía estar allí hasta las nueve, la noche entera, haciendo una labor absurda que no requería más de dos horas. Para no aburrirme las cinco restantes, abrí un blog y empecé a escribir en él como si fuese un ama de casa de pueblo.

Tenía tan fresco todavía el viaje a Buenos Aires, tan presente la música oral de Mercedes, que me pareció divertido llegar a la oficina cada madrugada y hacer una caricatura de mi barrio, una exageración de mi familia, un chiste interno de aquel descontrol que me había empapado durante veinte días. No buscaba nada escribiendo aquello, pero inventarlo me hacía feliz.

Una de esas noches, mientras tecleaba los primeros cuentitos, inició sesión Cristina en el messenger (ella en casa, yo en la oficina) y sin decirme hola escribió:

—Vamos a ser papás.

Dejé al ama de casa del blog hablando sola, las luces prendidas del edificio, el ascensor abierto, las llaves puestas, y me escapé del empleo nocturno a mitad de la noche, pidiendo a gritos un taxi, para que Cristina me repitiera esas cuatro palabras a la cara. No buscábamos un hijo, pero la noticia me hizo feliz.

Todo lo que pasó desde entonces fue veloz, extraño e imprevisto. La panza de Cristina creció, mi culo creció, el blog del ama de casa se llenó de gente desconocida. Cada vez hacía menos sacrificios en el empleo nocturno: dedicaba las noches, ya casi al completo, a escribir aquellos cuentos, que sin querer se estaban convirtiendo en una novela rara y espontánea.

Yo sabía que, tarde o temprano, mis jefes se darían cuenta de mi inoperancia descarada, pero busqué hasta el final un equilibrio entre el mínimo esfuerzo y el ocio permanente. Entonces, una tarde, nació Nina. Al mismo tiempo acabé aquel blog del ama de casa y comencé otro de textos breves, en el que me dediqué a despotricar contra España con la voz de un argentino quejoso. Poco después, y gracias a esos hobbies, ya no tuve que ir a ninguna parte a fingir un empleo, porque había encontrado —sin buscarlo mucho— el modo de hacer redituable el ocio, aniquilando el esfuerzo por completo.

Cuando tuve todo el tiempo del mundo otra vez conmigo, e incluso papeles que me permitían salir y entrar de España, tampoco volví a Buenos Aires. Preferí traer aquí a personas queridas que nunca habían visitado Europa. Invité primero a mi hermana Florencia para que conociera a su cuñada; después a Roberto y a Chichita, para que conocieran a su nieta; al Chiri para el Mundial de Alemania dos mil seis, etcétera. Volver a un sitio no siempre es regresar, a veces volver es sentarse a tomar mate con los de siempre, donde sea. Cada vez que ellos venían a casa, yo de alguna manera cruzaba el mar. La última invitación había sido para Roberto y Chichita. Estuvieron en nuestra casa, en el pueblo pequeño donde vivimos ahora, pasando las fiestas del nuevo año dos mil ocho. Allí fue, entonces, donde mi padre me dijo sus últimas palabras, donde nos abrazamos por última vez, donde conversamos sobre alguna cosa.
¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo nos hemos despedido?

No recuerdo sobre qué habrá sido nuestra última conversación cara a cara, pero lo puedo adivinar, porque nunca tuvimos muchos temas. El fútbol nunca fue un monólogo en mi vida, sino una interminable charla entre dos hombres. Cuando Chichita estaba pariendo a mi hermana, a finales de junio del setenta y cuatro, Roberto y yo nos escapamos de la Clínica Cruz Azul al Bar Avenida (que está enfrente) porque televisaban la semifinal del mundial de Alemania. Allí, supongo, comenzó la conversación entre Roberto y yo. Yo tenía tres años. Él acababa de cumplir los treinta.

La charla siguió en las tribunas del Carlos Quinto, en Flandria, y en las plateas de la calle Pavón, donde una noche se cortó la luz mientras Rosario Central nos paseaba; yo tuve miedo, y sentí su mano. Una tarde de invierno, en el setenta y ocho, Paolo Rossi acababa de convertirle un gol al seleccionado de Austria. Era la primera vez que yo estaba en un Mundial; la suerte había querido que fuese en casa. Roberto había hecho malabares para que Chichita me dejara ir: yo era muy chico, y se rumoreaba que podían poner bombas en la cancha. Pero él insistió. Le dijo a mi madre:

—Si no lo llevo al Mundial en su propio país, ¿vos te pensás que cuando sea grande me lo va a perdonar?

Me resultó conmovedora esa fiesta de los ojos, todos aquellos gritos y colores; entonces le pregunté a Roberto cada cuánto tiempo habría mundiales en la vida. Me dijo que cada cuatro años, y empecé a medir nuestra historia con esa vara. Creo que tardé todo el segundo tiempo en sacar la cuenta (porque la matemática nunca fue mi fuerte) pero al rato concluí que durante el próximo —el del ochenta y dos— yo ya tendría once años. “Mierda, voy a ser grande”, me dije desde la pequeña altura de mis siete.

Durante el partido inaugural del Mundial de España, otra vez le pregunto a Roberto cuándo será el próximo mundial. “En el ochenta y seis”, me dijo, un rato antes de que Bélgica nos metiera ese gol injusto, en orsai clarísimo. “Carajo —pensé— esta vez sí voy a ser grande”. En esas temporadas de mis once años, la frontera entre chico y grande eran los catorce. No sé por qué, cuando sos chico alguien de trece todavía puede ser un amiguito, pero alguien de catorce ya es un señor y te caga a palos.

Cuando llegó México ochenta y seis yo ya tenía quince y me di cuenta de que, a pesar de mis predicciones infantiles, todavía no era grande: era pajero. Así que mientras Maradona hacía magia y Roberto cruzaba los dedos para que Bilardo perdiese, yo volví a sacar la cuenta con la mano que me quedaba libre. “En el año noventa, cuando empiece el mundial de Italia, me dije, tendré casi veinte: entonces sí voy a ser grande”, y me metí por cuarta vez al baño sabiendo que tenía el futuro asegurado.

Pero en el noventa, más que grande, me había convertido en drogadicto. Drogadicto es un escalón mayor que pajero (en la escala social, digo) pero por alguna razón secreta ambas actividades se desarrollan en los baños. En el noventa y cuatro fue el Mundial de Estados Unidos y creo que aún seguía siendo un drogadicto, ya no me acuerdo. No acordarse, en este caso, es la clave que posiblemente lo confirme. El asunto es que, por alguna causa, ser grande fue siempre una especie de horizonte que se movía conforme yo avanzaba, y mi padre conmigo.

Para el Mundial de Francia ya había dejado de ser un drogadicto y me había convertido en un vagabundo. Y en el Mundial de Japón ya era, como por arte de magia, un inmigrante. Pero la conversación interminable con Roberto Casciari siguió por teléfono, y por chat, y por mail. Fue un parloteo incesante que duró seis Mundiales, que empezó en Alemania setenta y cuatro y acabó en Alemania dos mil seis. Fue una conversación feliz que duró más de treinta años.

Ahora, a los cuarenta y tres minutos del segundo tiempo de cualquier partido, comprendo que no va a sonar nunca más el teléfono. El fútbol se ha convertido en un deporte. En un monólogo triste.

Una semana después de su muerte yo tenía que presentar mi primer libro en Buenos Aires, y no tenía de dónde sacar fuerzas. Estaba en la Argentina, después de cinco años; era una bolsa llena de nervios y de ansiedad. La gente de la editorial pensó que la presentación debía hacerla algún famoso, un personaje conocido del ambiente. Alguien a mi lado que hablara de mis virtudes y que oficiara de moderador. Yo les pedí, de rodillas, que no organizaran un evento de ese tipo, les dije que la gente famosa me hace tartamudear, que con alguien conocido al lado me costaría un perú sentirme cómodo.

—Además estoy hecho un chancho —les revelé—, y tengo acento gallego, y acaba de morir mi padre. No me lo hagan todavía más difícil.

—Pero es la presentación de tu libro —argumentaron—, y tiene que haber un presentador, ¿o querés estar ahí solo?

—No, solo ni en pedo.

Yo me doy cuenta, a veces, que mi intransigencia parece absurda. Que cancelo caminos sin abrir puentes. Que planteo los problemas pero no ofrezco una puta solución. Pero no son caprichos vagos: es que puedo oler el careteo a kilómetros de distancia, y hace muchos años decidí dejar de sonreír sin ganas. ¿Qué voy a hacer yo al lado de un tipo que no me conoce y al que no conozco? ¿Fingir qué, para qué? ¿Y qué voy a hacer ahí solo, muerto de miedo, si hace siglos que desterré el esfuerzo de la responsabilidad y de la compostura?

—Hagamos lo siguiente —me propusieron las chicas de la editorial, que son un canto a la paciencia—: nosotras vamos buscando el lugar, alguna librería grande de Buenos Aires, y vos, mientras tanto, pensá en el nombre de algún personaje conocido que no te intranquilice mucho. Pero necesitamos un presentador, Hernán: sí o sí.

Estuve tres noches dándole vueltas al asunto, recorriendo de punta a punta la encrucijada, en vano. Ya casi estaba al borde de aceptar a cualquier famoso que me propusieran, pero cuatro días antes, mientras cagaba, tuve una revelación fundamental. A veces ocurre que las soluciones se encuentran tan al alcance de la mano, las respuestas tan a la vista, que somos incapaces de verlas con claridad. Hablé por teléfono con las chicas de la editorial y les comuniqué, lleno de alegría, mi decisión:

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