—¡Esto es salvajemente romántico —exclamó la madre de Anton riéndose—. Esto es justo lo apropiado para un pequeño Robinson Crusoe.
—¿Para un pequeño Robinson Crusoe? —repitió Anton.
«Preferiría un pequeño vampiro», pensó. En voz alta dijo:
—¡Bah, ése está pasado de moda!
—¿Pasado de moda? —contestó ofendida—. Robinson Crusoe es un clásico de la literatura universal. Deberías leerlo... ¡y no estar leyendo siempre tus horribles historia; de vampiros!
—Sss..., sí —dijo Anton riéndose irónicamente—. Lo que pasa es que cada uno de nosotros tiene sus propios gustos y sus propias ideas sobre la literatura universal. Y además —añadió—, ese libro ya está bastante polvoriento... Si no me equivoco, es de mil setecientos diecinueve.
—¿Y tú eso cómo lo sabes?
—¡Del colegio! ¡Se pueden leer historias de vampiros y ser culto al mismo tiempo!
La respuesta fue una sonora carcajada, que soltó el padre de Anton.
—Bueno, por lo menos Anton ha recuperado su buen humor —observó.
—Mi humor sería mejor todavía si me permitierais dormir esta noche en la tienda de campaña —dijo ladinamente Anton.
—¡Eso ni pensarlo! —repuso su madre—. Esta mañana todavía estabas con calentura y sudando. Y ya tengo bastante con
un
enfermo en la familia.
—¿Enfermo? ¡Pero si yo no estoy enfermo! —protestó el padre de Anton.
El médico del Valle de la Alegría le había puesto un blanquísimo vendaje sujeto con esparadrapo que le llegaba hasta la muñeca.
—No tengo que forzar la mano y descansar como es debido...: el médico no ha dicho nada más.
—¿Descansar como es debido? —dijo Anton riéndose con maldad—. Pues entonces yo en tu lugar no hubiera llamado por teléfono a mamá.
Su madre le lanzó una mirada furibunda.
—¡Ya me estás hartando, Anton Bohnsack! —dijo y, enfadada, se dio media vuelta.
—¡Espera! —exclamó Anton, y cuando ella se detuvo preguntó con la sonrisa más inocente del mundo—: ¿Y cuándo me dejaréis dormir en la tienda de campaña?
—¿Que cuándo? —preguntó en tono poco amigable—. Ya veremos.
Dicho esto se marchó.
—Entonces, ¿cuándo? —exclamó Anton según se alejaba; pero, como él esperaba, ya no contestó.
—¡Anton! —dijo su padre—. No deberías abusar de nuestra paciencia. Nosotros comprendemos que estás decepcionado, pero ya vas siendo lo suficientemente mayor como para comprender que a veces tiene uno que..., ejem..., adaptarse a las circunstancias.
—¿Crees que no lo he comprendido hace ya mucho tiempo? —gruñó Anton metiéndose en su tienda de campaña.
—¡Vuelve a pensar en ello con calma! —le aconsejó su padre desde fuera en tono conciliador.
—Sí, sí —murmuró Anton.
Sin embargo, en cuanto su padre se fue, pensó en otra cosa completamente diferente: ellos le habían prohibido dormir en la tienda de campaña..., estaba bien (o mejor dicho: no estaba nada bien). Pero, bueno, Anton se atendría a la prohibición. Ahora: ellos no habían dicho nada de que tampoco le permitieran hacer una pequeña excursión en la oscuridad con su capa de vampiro.
¡Así que aquella noche Anton se iría volando al Valle de la Amargura!
Después de la cena (hubo sabrosas patatas asadas con huevos revueltos y jamón), Anton estuvo con sus padres y la señora Virtuosa (la fornida y rubicunda dueña de la casa) en la sala de televisión de la posada. Mientras seguía indiferente la película sobre las lombrices de tierra, esperaba cada vez más impaciente que empezara a oscurecer.
La sala de televisión era una habitación grande y, según había dicho su madre, «muy acogedora», con grandes cornamentas colgadas en las paredes. Desde luego, a Anton no le parecía nada acogedora. Los sillones y las mesas que allí había parecían antiquísimos y sólo la televisión, hasta cierto punto, daba una impresión de algo moderno..., aunque a intervalos regulares la imagen vibraba y se agitaba de un modo desagradable. Como era una película sobre lombrices, a Anton eso no le pareció tan dramático..., pero la idea de tener que ver a saltos una película de vampiros le produjo escalofríos.
—¿Al principio hay que acostumbrarse a las vibraciones! —dijo como disculpa la señora Virtuosa—. Aquí, por estar situados en el valle, tenemos algunas interferencias en la recepción.
«¿Algunas?», iba a replicar Anton; sin embargo, luego pensó en la excursión que tenía prevista y para la que era mejor que la tarde discurriera en paz.
Así que se calló y estuvo mirando disimuladamente una y otra vez a la ventana. Pero el sol aún estaba en el cielo y Anton quería esperar, a todo trance, hasta que se hubiera hecho de noche... En parte por sus padres, que ya habían dicho que iban a dormir con las ventanas abiertas, y en parte por los sedientos parientes del pequeño vampiro.
Por fin empezó a oscurecer y la señora Virtuosa encendió una gran lámpara de pie con pantalla de felpa.
Sonriendo tímidamente, el padre de Anton se levantó y dijo:
—Me voy a dormir. Lamento ser hoy un poco insociable, pero mis dedos...
—¡Que descanses bien! —dijo la madre de Anton siguiéndole con la vista con gesto muy preocupado.
Cuando ya se había marchado, ella le dijo a Anton:
—¿No crees que ya va siendo hora de que tú también te vayas a tu habitación?
—¿Ya? —gruñó Anton esforzándose por que no se le notara su alegría ante aquella oportunísima propuesta.
—Toda la noche pegado a la televisión... ¡Y luego habláis de «vacaciones-acción»! —dijo mordaz su madre.
—¿Por qué?
Anton se rio burlonamente a sus anchas y en aquella ocasión contestó:
—Además: enseguida va a empezar el teledeporte.
—¡Vaya un diablillo que es vuestro Anton! —dijo la señora Virtuosa—. ¡Seguro que se entendería bien con Bartel, el hijo del cocinero!
—No, gracias —gruñó Anton—. No me apetece.
Según se marchaba oyó aún decir a la señora Virtuosa:
—Quisiera preguntarle algo; usted que es profesora tiene que saber qué es lo que les gusta leer a los jóvenes de hoy.
—¡Sí, por supuesto! —aseguró la madre de Anton, a lo que la señora Virtuosa dijo:
—¡Entonces seguro que me podrá dar un par de consejos! Es que todos los viernes por la tarde organizamos una sesión de lectura para niños en el parque de bomberos para fomentar la lectura entre los niños del Valle de la Alegría. Pero, por desgracia, parece que nuestros niños del campo ya no quieren leer libros.
Riéndose burlonamente para sus adentros, Anton cerró la puerta.
Lo que les gusta leer a los jóvenes de hoy... Como la señora Virtuosa siguiera los consejos de su madre, sólo tendría Robinson Crusoe y compañía, y, siendo así, Anton podía garantizar ya que su parque de bomberos seguiría estando vacío… ¡Por lo menos durante las sesiones de lectura para niños!
Subió a su habitación muy animado y como aún había demasiada claridad para emprender el vuelo, cogió su libro
El vampiro: verdad y poesía
y se tumbó con él en la cama. Tras hojearlo un poco encontró la historia más apropiada: «El guarda forestal del pañuelo rojo al cuello. Una historia de vampiros auténtica ocurrida en el Westerwald».
Cuando se la terminó de leer se levantó. Se dirigió a la puerta de la habitación y estuvo acechando el pasillo: no se veía a nadie. Probablemente su madre estaba todavía con la señora Virtuosa haciendo planes; planes para salvar el..., ejem..., cultivo de la lectura.
¡Así pues, Anton podía emprender el vuelo hasta cierto punto despreocupado! Por si acaso, sin embargo, echó la llave que había en la puerta..., aunque sabía que su madre odiaba las puertas cerradas con llave y estaba seguro de que le iba a echar la bronca por eso.
Luego se puso la capa de vampiro con las manos un poco temblorosas porque aquella vez volaría de noche completamente solo, sin Anna y sin Rüdiger.
A pesar de ello..., iba a atreverse a hacerlo. ¡
Tenía
que atreverse a hacerlo! ¡Después de todo, había quedado con Rüdiger y el pequeño vampiro no podía imaginarse que Anton y su padre había abandonado el Valle de la Amargura!
Anton salió al balcón con el corazón palpitante.
La luna brillaba y del jardín llegaron a su oído extraños e inquietantes sonidos: suaves murmullos, susurros, crujidos, crepitaciones. De repente sintió un enorme vacío en el estómago.
Sin embargo, luego se dijo que también el pequeño vampiro tenía miedo a la oscuridad y que ese miedo no era nada raro ni nada de lo que arrepentirse. ¡Y el miedo —intentó infundirse valor— estaba para superarlo!
Extendió los brazos con decisión y los movió arriba y abajo como sabía que lo hacían Rüdiger y Anna.
Sus pies se separaron inmediatamente del suelo y con un cosquilleo que le llegó hasta la punta de los pies Anton se elevó en el aire.
Movió los brazos con fuerza y de forma regular y ganó altura rápidamente.
Echó aún un vistazo de despedida a la posada, que ahora ya no parecía mucho más grande que una casa de juguete, con ventanas tan diminutas como las puertas de un almanaque de Adviento... y luego salió volando en medio de la noche.
A Anton no le resultó difícil encontrar el camino de vuelta al Valle de la Amargura: sólo tuvo que volar siguiendo la carretera empedrada y coger luego en el desvío la estrecha carretera asfaltada que llegaba hasta Larga-Amargura y que pasaba por el Valle de la Amargura.
Mientras Anton iba volando sobre la estrecha cinta de asfalto su corazón latía cada vez más deprisa e iba mirando a su alrededor con creciente intranquilidad, no fuera a ser que tuviese cerca a algún vampiro (por ejemplo a Tía Dorothee).
Sin embargo, únicamente en una ocasión se cruzó por delante de Anton un pequeño pájaro (probablemente una lechuza).
Luego fue volando a menos altura, manteniéndose al amparo de los árboles. Aquello era muy fatigoso, pues tenía que tener cuidado de no quedarse enganchado en ninguna rama..., ¡pero así estaba mejor protegido por los árboles!
Cuando descubrió el camino que había utilizado con su padre para llegar al valle y a la Cueva del Lobo, aterrizó y continuó a pie.
Afortunadamente llevaba puestas las zapatillas de deporte y podía moverse sin hacer ningún ruido.
Y Anton llegó entonces al Valle de la Amargura.
Se quedó parado y dirigió la mirada hacia el ancho valle atravesado por suaves colinas. Bajo la plateada luz de la luna parecía un valle de paz y de armonía..., a no ser por los sombríos y medio derruidos muros del castillo que surgían al final del valle y presentaban un aspecto caótico y amenazante. ¡El lugar ideal para los vampiros! Y, en efecto, era allí, en las bóvedas del sótano del castillo en ruinas, donde habían montado sus tiendas de campaña..., mejor dicho: ¡sus ataúdes!
¿Estaría ya el pequeño vampiro en la capilla del castillo, sentado ante el antiquísimo atril de madera, estudiando la
Crónica de la familia Von Schlotterstein
, aquella obra rodeada de misterios cuya escritura en tinta negra sólo podían leerla los vampiros?
¡La capilla del castillo estaba tapada por la gran torre, de modo que Anton no podría ver el resplandor ni aunque Rüdiger hubiera vuelto a encender toda la provisión de velas!
Recordó cómo Anna había insultado al pequeño vampiro por derrochar las velas y cómo Rüdiger había respondido que lo único que pasaba era que le daba envidia porque
ella
aún no sabía leer la
Crónica
.
Sin embargo, Anton sabía que, si por ella fuera, Anna seguiría siempre sin poder leer la
Crónica
, pues ella le había confiado que lucharía con todas sus fuerzas para
no
convertirse en vampiro y que
no
le salieran dientes de vampiro mientras Anton no quisiera convertirse también en vampiro...
Sólo que... ¿Podía estar seguro Anton de que aquello iba a funcionar? ¿No pasaría con los vampiros igual que con los seres humanos, que se van haciendo adultos independientemente de que se quiera o no?
Por otra parte..., Anna parecía muy optimista y había dicho que lo iba a conseguir.
Anna... Anton estaba pensando en sus grandes y brillantes ojos, en su redonda boca que sonreía con tanta dulzura..., cuando, de repente, algo puntiagudo le golpeó dolorosamente en la espalda.
Con un grito ahogado se dio media vuelta.
Era... ¡Lumpi! Allí estaba, riéndose burlón y examinando a Anton, apuntándole de modo amenazador con su dedo índice del que surgía una uña repugnantemente larga y afilada... ¡Lumpi, el imprevisible y pendenciero hermano mayor de Anna y de Rüdiger!