—No es por eso —contestó Anton... con marcada cautela para no ofender a Anna—. Es por la fiesta de regreso a casa... ¡Seguro que la celebráis en la cripta!
—Es que si no, no sería realmente una fiesta de regreso a casa —contestó Anna—. ¡Pero no tienes por qué tener miedo de que aparezca Geiermeier! Se ha indignado tanto por las cuatrocientas firmas que le ha dado un ataque al corazón... y ahora Schnuppermaul se tiene que encargar él solo del cuidado del cementerio.
—No es por Geiermeier ni por Schnuppermaul...
Anton tosió ligeramente.
—¡Ah, vaya, te refieres a mis parientes!
Anna se rio despreocupada.
—Tampoco tienes por qué preocuparte por ellos. Te pintaremos negras sombras bajo los ojos, te untaremos la piel con crema para niños... Igual que hicimos para el baile de los vampiros. ¡Aquella vez tampoco se dio cuenta nadie de que tú eras un ser humano!
—¿Era? —Anton tragó saliva—. ¡Soy! ¡Yo
soy
un ser humano!
Anna se puso colorada.
—Perdona, yo no quería decir eso. Pero a mí me gustaría que por todos los medios estuvieras tú cuando celebremos nuestra fiesta de regreso a casa. ¡Para mí, Anton, tú eres quien más me importa de todos! Y además —añadió echando una mirada a la puerta— quiero demostrarle a Tía Dorothee que yo ya he encontrado a alguien a quien quiero y que me quiere.
—Lo pensaré —dijo Anton después de un breve titubeo..., aunque estaba seguro de que no había mucho que pensar.
Sin embargo, no quería decepcionar a Anna; por lo menos no en aquel momento.
—¡Será mejor que nos vayamos —dijo él— antes de que Tía Dorothee vuelva para ver por qué no vas!
—Sí, tienes razón —convino Anna.
Ella fue al armario y regresó con los vaqueros de Anton.
—¡Toma! —dijo—. Había escondido muy bien tu ropa.
Le entregó a Anton la linterna junto con los pantalones y se dirigió hacia la puerta.
Anton se colocó los vaqueros sobre el brazo y siguió a Anna. Para darle gusto recogió del suelo al pasar el sombrero de copa y se lo llevó.
Un nudo en la garganta
En aquella ocasión a Anton el recorrido por los numerosos pasillos le pareció menos largo y complicado..., aunque el corazón se le salía por la boca.
Sin embargo, Tía Dorothee debía de estar ya ocupada preparando los ataúdes y ellos pudieron alcanzar la sala de entrada sin problemas.
Anna abrió la pesada puerta de la entrada y se deslizó al exterior. Volvió inmediatamente después e informó:
—Todo en orden. Puedes echar a volar tranquilo. Pero sería mejor que apagaras la linterna —y con una risita irónica añadió—: ¡Waldi el Malo está ansioso por tener una linterna!
—¿Waldi el Malo? —preguntó angustiado Anton apagando inmediatamente la linterna—. ¿No tenía hoy concurso de uñas?
—¿Qué dices que tenía? —preguntó Anna—. ¿Concurso de uñas?
—Sí. Lumpi me lo contó.
Ella se rio sarcásticamente.
—¡Seguro que ésa es otra idea de su estúpido «grupo de hombres»! ¡Y seguro que Jörg el Colérico ha vuelto a establecer «estupendos» premios! Primer premio: una semana en un ataúd; segundo premio: un botón de su colección; tercer premio: un hilo de su manta almohadillada, etcétera.
—¿Etcétera? —dijo atónito Anton—. ¿Cuántos son entonces en el grupo?
—Tres —contestó Anna—. Lumpi, Jörg el Colérico y Waldi el Malo.
—¿Y Rüdiger? —preguntó sorprendido Anton—. ¿Rüdiger no pertenece al grupo?
—¡Todavía no..., gracias a Drácula! —contestó Anna—. Tampoco considero yo que sea precisamente una distinción pertenecer a ese «grupo de hombres» en el que al parecer los «hombres» no tienen nada mejor que hacer que distraerse con estúpidas competiciones. ¡No! —se rio furibunda—. ¡Mientras Rüdiger
no
sea admitido en ese grupo, por lo menos todavía hay esperanzas para él!
Y como Anton la miró atónito, ella dijo con una sonrisa:
—Pero nosotros dos no debemos perder el tiempo hablando de Lumpi, Jörg y Waldi. Cuéntame mejor dónde puedo encontrarte mañana.
—¿Mañana? —dijo asombrado Anton—. ¿No regresáis ya esta noche a vuestra cripta?
—No, nuestro tour del ataúd no empezará hasta pasado mañana —le explicó Anna.
Y con los ojos brillantes añadió—: ¡Oh, cuánto me alegro! —suspiró profundamente—. ¡Me alegro tanto de que podamos regresar! ¿Sabes? Para nosotros es un acontecimiento absolutamente extraordinario..., pues, si no, tendríamos que estar trasladándonos sin cesar de un lugar a otro... ¡Sin patria, perseguidos, sin nadie que nos quiera!... ¡Pero desde que nos conocemos, Anton —dijo con ternura— han cambiado muchas cosas!
Ella se frotó los ojos con la mano y también a Anton se le puso de repente un nudo en la garganta.
En voz baja, Anna le rogó:
—¡Anda, dime dónde nos podemos encontrar mañana!
—En el Valle de la Alegría —contestó Anton con voz ronca—. En la posada. Mi habitación es la del balcón, y en el jardín, debajo de un árbol, está mi tienda de campaña.
—¡Hasta mañana entonces! —dijo Anna, y antes de que Anton pudiera responder nada, se dio la vuelta y echó a correr por las escaleras del sótano.
Anton esperó hasta que ella desapareció.
Luego encendió la linterna y la colocó en el suelo. A su luz se quitó el traje y se puso, respirando aliviado, sus pantalones vaqueros.
Durante un momento dudó si debía llevarse o no el traje y el sombrero de copa. ¡Pero no le quedaba más remedio que hacerlo, si no quería echarlo todo a perder para siempre con Anna!
Sólo que... ¿cómo iba a volar entonces?
Al final tuvo una idea. Se enrolló las larguísimas mangas de la chaqueta a las caderas como si fuera un cinturón y encima de ella lió los pantalones del traje.
¿Y el sombrero de copa? Indeciso de si, a pesar de todo, no sería mejor dejarlo allí, pasó los dedos por la desgastada tela... cuando, de repente, el sombrero de copa se plegó. Era... ¡un sombrero de copa plegable!
Anton lo embutió en el hato de los pantalones y recogió la linterna del suelo. Por última vez echó un vistazo al elevado vestíbulo, pero no se veía nada raro y, por eso, apagó la linterna.
Luego empujó hacia abajo el picaporte de la puerta de entrada... y suspiró aliviado cuando ésta se abrió casi sin hacer ruido.
Dio un par de pasos vacilantes por el patio del castillo. Pero tampoco allí se observaba nada sospechoso. Se guardó la linterna en el bolsillo del pantalón, movió arriba y abajo los brazos... y salió de allí volando rápidamente.
A la mañana siguiente había en la mesilla de noche de Anton una gran bandeja... con panecillos y mantequilla, cereales, miel y mermelada, un termo, un huevo cocido...
Anton pestañeó. Su desconcierto aumentó todavía más cuando encontró una nota encima del plato, que estaba escrita con la letra de su madre:
Querido Anton:
Nos vamos otra vez al médico. A papá le sigue doliendo muchísimo la mano. Quizá tengamos que ir a ver a un especialista.
Espero, sin embargo, que ya estemos aquí a la hora de la comida.
¡Que tengas una mañana maravillosa!
¡En la tienda de campaña encontrarás una sorpresa!
Hasta luego.
Mamá y papá.
¿Una sorpresa? ¡Anton pensó que en aquel momento ya tenía sorpresas de sobra!
La sorpresa de Anna —el viejo y enmohecido traje y el sombrero de copa plegable— le había costado mucho meterla en el armario. Y además todavía tenía que esconder la capa de vampiro...
Por si acaso, Anton incluso le había echado la llave al armario y la había escondido debajo de su almohada. Palpó buscándola y... ¡afortunadamente la llave estaba todavía allí! Anton cogió la llave y, lentamente, estiró las piernas fuera de la cama.
Al hacerlo le volvió a la memoria lo que ponía en la carta:
«Quizá tengamos que ir a ver a un especialista...»
Al pensar en ello, Anton sonrió irónicamente..., aunque, por supuesto, le pareció injusto alegrarse mientras su padre sufría atroces dolores. ¡Pero si los vampiros se volvían a trasladar a su vieja cripta, él tampoco quería ya quedarse allí más tiempo!
¡En cualquier caso, él ahora estaba realmente agradecido de que su madre hubiera ido allí tan pronto y de que fuera
ella
quien se ocupara de todo!
Se metió un panecillo en la boca y cogió sus pantalones vaqueros.
¿Por qué estaría la bandeja en su habitación? —meditó—. ¿Estaría acaso aquella mañana él solo en la grande y vieja posada?
¡No era una idea muy agradable!, le pareció a Anton.
Pero luego, cuando después de haber desayunado bajó lentamente la escalera, comprobó que no se encontraba del todo solo: un hombre fornido y pelirrojo estaba limpiando las ventanas y una mujer delgada, con el pelo muy rubio, fregaba el suelo con un trapo húmedo.
Anton carraspeó.
—La señora Virtuosa... —empezó a decir—. ¿No está aquí?
La mujer levantó la cabeza.
—¡Buenos días, jovencito! —dijo..., con bastante ironía, según le pareció a Anton.
Además, le recordaba desagradablemente a la señora Giftich —con «ch»
[2]
—, la que había ido con el pequeño vampiro y con él en el mismo compartimento aquella vez que hicieron el viaje en tren a la granja de Pequeño-Oldenbüttel. Tenía el mismo color de pelo, súper rubio —¡seguro que era teñido!— e incluso llevaba gafas.
—Buenas —gruñó Anton... en un tono de muy pocos amigos.
—La jefa se ha ido de compras —explicó entonces el hombre—. ¿Eres tú el hijo del señor de la mano mala?
Anton se rio irónicamente para sus adentros.
—¿Del
señor
de la mano mala? —contestó estirando las palabras—. En parte sí y en parte no.
—¿Cómo que... en parte sí y en parte no? —preguntó de mal humor la mujer.
El hombre y ella miraron fijamente a Anton con desconfianza.
—Bueno, pues... —esta vez Anton se rio irónicamente a sus anchas—. Yo no diría que mi padre es un señor..., pero la mano sí que la tiene herida.
—¡Qué desvergüenza! —bufó la mujer rubia dándose indignada la vuelta.
—Tus padres acaban de llamar por teléfono —explicó el hombre, quien, al parecer, no se dejaba sacar de sus casillas tan fácilmente—. Tenemos que darte un recado.
—¿Un recado? ¿A mí? —dijo sobresaltado Anton..., ¡temiéndose que posiblemente tuvieran que marcharse ya después de comer! ¿Y qué pasaría entonces con su cita de aquella noche con Anna?...
—Sí. Tu madre ha dicho que te dijéramos que tendrán que quedarse más tiempo en el médico.
—Vaya... —dijo aliviado Anton—. Sí, entonces...
Y con la cabeza bien alta se paseó directamente hacia el cubo con el agua de fregar. Justo antes de llegar al cubo se frenó y estuvo a punto de tirarlo.
—¡Es increíble! ¡Teniendo un hijo tan descarado es realmente imposible ser un señor! —protestó la mujer.
Lo que ella dijera después Anton ya no lo oyó, pues había cerrado tras sí la puerta que daba al jardín.
Cuando Anton recorrió el camino del jardín que conducía hasta el gran árbol bajo el cual se encontraba su tienda de campaña, sintió que estaba de bastante buen humor.
Empezó a cantar una canción: «Baila un vi-va-vampiro en nuestro corro, vi-va-vam; se sacude, se agita y tras sí la capa tira...», con la melodía de «Baila un vi-va-vagabundo».
La letra, de todas formas, era de Olga; la había cantado con ocasión de la Noche Transilvana en casa de Anton. Y a Anton la letra de Olga le parecía mucho mejor que la original... y de mucha más actualidad, pues ¿quién creía ya en los vagabundos?
Anton aún seguía cantando cuando llegó a la tienda de campaña. Abrió la cremallera y escudriñó el interior. La roja tela de la tienda amortiguaba la luz de tal forma que dentro de ella reinaba un ambiente extraño y en cierto modo romántico.
«¡Esto le gustaría a Anna!», pensó Anton... y como ya le había ocurrido otras veces, sintió por ella una gran compasión, porque ella sólo podía salir de noche y no podía vivir tantas y tantas cosas... Aunque «vivir» no era precisamente la palabra más apropiada...
Se introdujo en la tienda de campaña y vio que encima del saco de dormir enrollado había un libro. ¿Sería el libro la sorpresa que su madre le había anunciado en la nota?
«¡Seguro que es Robinson Crusoe!», pensó desdeñoso Anton. «Una versión modernizada y adaptada para jóvenes... ¡Puf!» Pero luego se dio cuenta de que la cubierta del libro era negra, negra como el carbón... y aquello despertó su curiosidad.
Tomó el libro en sus manos y lo abrió por la primera página.
—«El vampiro de Ámsterdam» —leyó a media voz—. «Inquietantes historias de todo el mundo»...
Debajo podía verse un sello, ya bastante borroso. Sin embargo, Anton pudo descifrar
Biblioteca Comarc
y
Valle de la Alegr
, y la signatura:
KV 24
.
—Biblioteca Comarcal del Valle de la Alegría —murmuró poniéndose colorado al pensar que él había acusado a la señora Virtuosa de no ofrecer a los niños en sus sesiones de lectura vespertinas en el parque de bomberos nada más que flojos y soporíferos libruchos.
Y por lo que se refería a la supuesta falta de afición a la lectura de los chicos del Valle de la Alegría...: ¡El libro de
El vampiro de Ámsterdam
se lo tenían que haber devorado..., pues la cubierta y las páginas estaban muy gastadas y llenas de manchas!