—¿Qué coño hacías en el piso de Goetz?
—He ido a buscar mis cosas.
—¿Tus cosas?
Los labios rosados del indio dibujaron una sonrisa frágil. A Kasdan le dieron ganas de aplastar esa sonrisa a puñetazos. Empezaba a adivinar de qué se trataba.
—Soy amigo de Willy. Bueno, de Wilhelm.
Kasdan lo soltó.
—Explícate.
El muchacho se retorció de un modo desagradable. Se recuperaba, volvía a ser él mismo.
—Su amigo… Su
boy-friend.
Kasdan observó a su prisionero. Delgado. Maneras finas y frágiles, con anillos y pulseras. Vaqueros de cintura baja. Detalles que no eran más que confirmaciones.
Mentalmente el armenio barajó sus cartas y volvió a planificar el juego. Wilhelm Goetz tenía una razón para ser tan discreto en cuanto a su vida privada. Un maricón de la vieja escuela. Disimulaba sus inclinaciones sexuales como un secreto vergonzoso.
Kasdan aspiró una gran bocanada de aire húmedo.
—Habla —ordenó.
—¿Qué… qué quiere saber?
—Para empezar, todo.
Conocí a Willy en la Prefectura de Policía. Hacíamos cola para nuestros documentos. El permiso de residencia.
Cuando era policía, Kasdan respetaba siempre esta verdad: cuanto más absurda parece una historia, más posibilidades tiene de ser cierta.
—Los dos éramos refugiados políticos.
—¿Tú, refugiado?
—Después de la victoria del Movimiento Socialista Mauriciano y el regreso al poder de Anerood Jugnauth, yo…
—Tus papeles.
El mauriciano se palpó la cazadora y sacó una cartera. Kasdan se la arrebató. Fotos de las islas, de Goetz, de efebos con el cuerpo impregnado de aceite. Preservativos. El armenio sintió náuseas. Luchaba contra la repulsión y la violencia que latían bajo su piel y que solo pedían asomar a la superficie.
Por fin, encontró el permiso de residencia y el pasaporte. Kasdan se los guardó en el bolsillo y tiró el resto a la cara del efebo.
—Suprimidos.
—Pero…
—Cierra el pico. ¿Cuándo fue ese encuentro?
—En 2004. Nos vimos. Nos… en fin, nos entendimos.
El mariquita hablaba con una voz nasal, un acento indolente, mitad indio, mitad criollo.
—¿Desde cuándo estás en París?
—Desde 2003.
—¿Vivías en casa de Goetz?
—Dormía en su casa tres noches por semana. Pero nos llamábamos todos los días.
—¿Tienes otros tíos?
—No.
—No intentes tomarme el pelo.
El efebo se revolvió con languidez. Todo en él emanaba feminidad. Kasdan tenía los nervios de punta. Era alérgico a las locas.
—Me veo con otros hombres, sí.
—¿Te pagan?
El pájaro exótico no respondió. Kasdan apuntó la linterna al careto y lo observó con detalle. Rostro de felino oscuro con mandíbulas salientes. Nariz corta, orificios nasales tan pequeños que parecían pegados al tabique, como si fueran piercings. Labios sensuales, más claros que la piel. Y esos ojos claros que resplandecían en el rostro cobrizo bajo unos párpados de boxeador ligeramente hinchados. Para los que les gustaban esas cosas, ese chaval de piel tostada debía de estar para comérselo.
—Me dan pasta, sí.
—¿Goetz también?
—También, sí.
—¿Por qué has ido a buscar tus cosas precisamente esta noche?
—Bueno… —Tosió otra vez y luego escupió—. No quiero problemas.
—¿Por qué habrías de tener problemas?
Naseer lo miró con ojos lánguidos. Las lágrimas resaltaban el brillo de su iris.
—Sé lo de Willy. Ha muerto. Lo han asesinado.
—¿Y cómo lo sabes?
—Esta noche teníamos una cita. En un café de la rue Vieille-du-Temple. No ha aparecido. Eso me ha preocupado. He llamado a la iglesia. Saint-Jean-Baptiste. He hablado con el cura.
—Saint-Jean-Baptiste es una iglesia armenia. No tenemos curas sino padres.
—Sí, vale, la cuestión es que he hablado con él. Y me lo ha dicho.
—¿Cómo es que tenías las señas de la catedral?
—Willy me había dado su plan de trabajo. Una especie de programa con los lugares, las horas, la dirección de las iglesias y de las familias donde daba clase. Así yo sabía siempre dónde estaba…
Esbozó una pequeña sonrisa. Dulzona. Pegajosa. Repugnante.
—Soy un poco celoso.
—Dame ese plan de trabajo.
Sin rechistar, Naseer se quitó la mochila y abrió el bolsillo delantero. Sacó una hoja doblada. Kasdan la cogió y la revisó. Ni en sueños habría imaginado mejor pesca. Los nombres y las direcciones de las parroquias donde Goetz trabajaba, así como las señas de todas las casas donde impartía clases de piano. Para recoger esa información, Vernoux iba a necesitar por lo menos dos días.
Se metió la lista en el bolsillo y volvió al joven indio.
—No pareces demasiado apenado.
—Apenado, sí. Sorprendido, no. Willy estaba en peligro. Me había dicho que podía pasarle algo…
Kasdan se inclinó, interesado.
—¿Te dijo por qué?
—Por lo que vio.
—¿Lo que vio?
—En Chile, en los años setenta.
Ahí estaba de nuevo la pista política.
—Vale —dijo Kasdan—. Ahora iremos despacio. Vas a contarme exactamente qué te dijo Goetz al respecto.
—Nunca hablaba de eso. Solo sé que en 1973 lo metieron en la cárcel. Lo interrogaron. Lo torturaron. Soportó cosas horribles. En vista del contexto actual, había decidido testificar.
—¿Qué contexto?
Una nueva sonrisa apareció en el rostro de Naseer. Pero esta vez era una mueca teñida de desprecio. Kasdan metió los puños en los bolsillos para no pegarle.
—¿No sabe que hoy los torturadores de esa época están perseguidos? En Chile, en España, en Gran Bretaña, en Francia.
—Algo he oído, sí.
—Willy quería testificar contra esos hijos de puta. Pero se sentía vigilado…
—¿Se puso en contacto con algún juez?
—No hablaba de eso. Decía que cuanto menos supiera yo, mejor me iría.
Le parecía una historia rocambolesca. No entendía que el organista pudiera haberse sentido amenazado hasta ese punto por asuntos de hacía treinta y cinco años y juicios que no llegaban a celebrarse porque los acusados morían de viejos en su cama antes de que los procedimientos terminaran, como había ocurrido con Augusto Pinochet unos meses antes.
—¿Te mencionó nombres?
—¡Le repito que no me contaba nada! Pero tenía miedo.
—Entonces, ¿esa gente sabía que él estaba dispuesto a hablar?
—Sí.
—¿Y no tienes idea de lo que quería revelar?
—Solo sé una cosa: tenía que ver con el plan Cóndor.
—¿El qué?
—Usted es un ignorante.
Kasdan levantó la mano. El indio encogió la cabeza entre los hombros. Frente a la corpulencia del armenio, parecía minúsculo.
—Usted solo conoce la violencia —murmuró Naseer—. Willy luchaba contra la gente como usted.
—¿Qué es eso del plan Cóndor?
El mauriciano tomó aliento:
—A mediados de los años setenta, las dictaduras de Latinoamérica decidieron unirse para eliminar a todos sus opositores. Brasil, Chile, Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay crearon una especie de ejército internacional encargado de buscar y capturar a los izquierdistas que se habían exiliado. Estaban decididos a encontrarlos en cualquier parte de Latinoamérica, pero también en Estados Unidos y en Europa. El plan Cóndor tenía previsto secuestrarlos, torturarlos y luego asesinarlos.
Kasdan nunca había oído hablar de ese asunto. Como para meter aún más el dedo en la llaga, Naseer añadió:
—Todo el mundo conoce esa historia. Es básica.
—¿Por qué iba a tener Goetz informaciones sobre esa operación?
—Quizá oyó algo cuando estaba preso. O simplemente podía reconocer a sus torturadores. Los tipos que habían desempeñado un papel en esa operación. No lo sé…
—¿Cuándo iba a testificar?
—No lo sé, pero había contratado a un abogado.
—¿Sabes cómo se llama?
—No.
Kasdan pensó que debía examinar la lista de llamadas telefónicas… a menos que el viejo bujarrón hubiera desconfiado y utilizado una cabina. Imaginó su paranoico estilo de vida, desconfiando de todos y de todo. Al mismo tiempo, recordó que la puerta de su apartamento no estaba cerrada con llave. Comprendió, con algo de retraso, que el indio la había abierto.
—¿Tenías la llave del piso de Goetz?
—Sí. Willy se fiaba de mí.
—¿Por qué has ido a buscar tus cosas?
—No quiero verme metido en eso. Con la policía uno siempre es culpable. Soy extranjero. Soy homosexual. Para ustedes, soy dos veces culpable.
—Eres tú quien lo dice. ¿Dónde estabas hoy a las cuatro de la tarde?
—En el
hamman
de los grandes bulevares.
—Lo comprobaremos.
Había dicho eso maquinalmente. No comprobaría nada, por la simple razón de que no sospechaba del efebo. En absoluto.
—Háblame un poco de vuestra vida en común.
Naseer levantó un hombro y osciló las caderas.
—Vivíamos escondidos. Willy no quería que se supiera. Solo podía ir a su casa por la noche. Él tenía miedo de todo. Creo…, bueno, creo que Willy estaba traumatizado por los años de tortura.
—¿Tenía otros amantes?
—No. Era demasiado tímido. Demasiado… puro. Era mi amigo. Un verdadero amigo. Aun si nuestra relación era difícil. No aprobaba lo que yo hacía… por mi cuenta. Ni siquiera se aprobaba a sí mismo. No aceptaba sus propias tendencias… Estaba desgarrado por su fe, ¿comprende?
—Más o menos. ¿Alguna mujer?
Naseer soltó una risita ahogada.
—¿Crees —prosiguió Kasdan— que tenía enemigos fuera de su pasado político?
—No. Era dulce, tranquilo, generoso. Incapaz de matar una mosca. Solo tenía una pasión: los coros. Poseía un don con los niños. Tenía pensado organizar la formación de los cantores que cambiaban de voz y querían seguir con la música. Si usted lo hubiera conocido, él…
—Lo conocía.
La mirada de Naseer era de incomprensión.
—¿Cómo iba a…?
—Olvídalo. Cuando has salido huyendo, has venido directamente aquí. ¿Conocías este lugar?
—Sí, venía aquí con Wilhelm. Nos gustaba escondernos y, en fin, ya sabe… —de nuevo aquella risita ahogada—, por las sensaciones.
Kasdan tuvo una visión muy nítida. Los dos hombres echando un polvo por encima de la masa de agua verdosa. No sabía si tenía ganas de vomitar o de soltar una carcajada.
—Dame tu móvil.
Naseer obedeció. Con un dedo, Kasdan tecleó su propio número de teléfono y le puso por nombre «poli».
—Mi número. Si te acuerdas de lo que sea, me llamas. Mi nombre es Kasdan. Es fácil de recordar, ¿no? ¿Tienes un cuartucho?
—Una buhardilla, sí.
—Tu dirección.
—137, boulevard Malesherbes.
Kasdan apuntó la dirección y luego grabó el número de su móvil. Como despedida, cogió la mochila, le dio la vuelta y la vació en el embarrado suelo. Un cepillo de dientes, dos libros, camisas, camisetas de tirantes, bisutería ordinaria, algunas fotos de Goetz. La humilde existencia de un triste maricón resumida en unos cuantos objetos.
El armenio sintió compasión e incluso esa piedad le resultó repulsiva. A su pesar, se agachó para ayudar al chaval a recoger sus cosas.
En ese momento, Naseer le cogió suavemente una mano.
—Protéjame. Quizá quieran matarme a mí también. Haré todo lo que quiera…
Kasdan apartó la mano en el acto.
—Lárgate.
—¿Y mis papeles?
—Me los quedo.
—¿Cuándo los recuperaré?
—Cuando yo lo decida. Lárgate.
El indio permaneció sin moverse, con la mirada lánguida.
—¡Lárgate antes de que te parta la cara! —gritó Kasdan.
Parquet flotante.
Era la palabra apropiada. El suelo del apartamento se hundía bajo sus pasos y parecía tambalearse. Como el puente de un navío desplazándose a ras de las cimas del parque que se veía desde la puerta vidriera aún abierta.
Kasdan la cerró, corrió las cortinas, buscó un interruptor a lo largo del marco. Intuía que había un sistema eléctrico para accionar la persiana. Encontró el botón y lo pulsó. La persiana bajó lentamente, cerrando la habitación al mundo exterior y a la luz de las farolas.
Cuando la oscuridad fue total, Kasdan cerró a tientas las dos puertas de la habitación, luego sacó su Searchlight y buscó otro interruptor: el de la luz. Ya no corría el riesgo de que lo vieran desde fuera. Encendió una lámpara de techo. Un salón con muebles baratos. Un sofá gastado. Una librería de contrachapado. Sillones desparejados. Goetz no se había arruinado comprando el mobiliario.
Ningún cuadro en las paredes. Ningún adorno en los estantes. Ningún detalle personal en la decoración. El conjunto parecía uno de esos pisos de alquiler amueblados con saldos. Kasdan se acercó a la librería. Partituras, biografías de compositores, algunos libros en español. Goetz había aplicado su gusto por la discreción a su propio apartamento: allí no encontraría nada.
El armenio se puso los guantes de cirujano y miró su reloj: casi medianoche. Se tomaría el tiempo que hiciera falta pero peinaría a fondo el apartamento.
Empezó por la cocina. A la luz de las farolas. Vajilla limpia en el escurreplatos, al lado del fregadero. Platos y vasos alineados en los armarios. Goetz era ordenado. La nevera: casi vacía. El congelador: lleno. El organista no era precisamente un chef. Kasdan se fijó en un detalle: no había especias ni productos chilenos. Goetz había roto con su pasado, gustos culinarios incluidos. Y ningún detalle delataba la presencia del pequeño Naseer. Goetz ni siquiera guardaba allí los cereales de su amante.
Pasó al dormitorio y bajó la persiana. Luz. Una cama perfectamente hecha. Paredes desnudas. Prendas usadas y anodinas en un armario ropero. Ningún detalle que delatara la personalidad del inquilino, salvo dos libros de la colección «Microcosmos». Uno sobre Bartók, el otro sobre Mozart. Y una cruz sobre la cabecera de la cama. Todo cuadraba con la vida perfectamente organizada de un jubilado sin imaginación. Una vida que él conocía bien…
Pero Kasdan intuía algo más. Discreción, una voluntad de neutralidad que disimulaba un secreto íntimo. Naseer, por supuesto. Pero también —Kasdan lo habría jurado— otros aspectos ocultos. ¿Dónde había escondido el músico sus secretos?