Authors: Anne Rice
Mis recuerdos se enlazaban como eslabones de una cadena: la muerte de Eleazar en Alejandría y todo lo que vino después, paso a paso. ¿Qué habían dicho aquella noche, antes de partir, acerca de Belén? ¿Qué había pasado en Belén? Yo había nacido allí, pero ¿de qué estaban hablando?
Vi a aquel hombre agonizando en el Templo, la muchedumbre asustada e intentando escapar, el largo viaje, las llamaradas que subían al cielo. Oí a los bandidos. Me estremecí. Sentí cosas que no logré relacionar con palabras.
Pensé en Cleofás cuando creyó que iba a morir en Jerusalén, y luego en mi madre en aquel tejado. «Te digan lo que te digan en Nazaret... un ángel se apareció... no había ningún hombre... una niña que tejía para el Templo, hasta que fue demasiado mayor... un ángel se apareció.»
José dijo:
—Vamos, Yeshua, ¿cuánto tiempo vas a poner esa cara de preocupación? Mañana iremos a Séforis.
El camino de Séforis, salpicado de otros pueblos más pequeños, estaba repleto de gente ya desde Nazaret. Inclinamos la cabeza al pasar por delante de las cruces, aunque ya no había ningún cuerpo en ellas. Se había derramado sangre en la región y estábamos apenados. Vimos casas reducidas a cenizas, también árboles quemados, y gente que mendigaba diciendo que lo habían perdido todo por culpa de los bandidos o los soldados.
Nos detuvimos repetidas veces para quejose les diera monedas de la bolsa familiar. Mi madre les dedicaba palabras de consuelo.
Los dientes me castañeteaban y mi madre pensó que tenía frío, pero no era eso, sino la visión de las casas incendiadas de Séforis, a pesar de que buena parte de la ciudad estaba intacta y que la gente compraba y vendía tranquilamente en el mercado.
Mis tías vendieron el lino bordado de oro que habían traído de Egipto con ese único propósito, y obtuvieron más de lo que esperaban; lo mismo pasó con los brazaletes y las tazas. La bolsa del dinero abultaba cada vez más.
Nos acercamos a los que lloraban a sus muertos entre vigas quemadas y cenizas, o a aquellos que preguntaban: «¿Habéis visto a éste, habéis visto a aquél?» Dimos un poco de dinero a las viudas. Y durante un rato lloramos, quiero decir, la pequeña Salomé y yo, y también las mujeres. Los hombres habían seguido adelante.
Era el centro mismo de la ciudad lo que había ardido, según nos contaron; el palacio de Herodes, el arsenal, y también las casas próximas a éste donde se habían hecho fuertes los rebeldes.
Ya había hombres despejando el terreno para empezar la reconstrucción. Se veían soldados del rey Herodes por todas partes, alertas y vigilantes, pero los que estaban de duelo no se fijaban en ellos. Era un espectáculo muy humano: el llanto, el trabajo, el luto, la actividad del mercado... Los dientes ya no me castañeteaban. El cielo estaba de un azul intenso y el aire era frío pero limpio.
En una casa cercana vi unos cuantos soldados romanos que parecían dispuestos a marcharse de la ciudad cuanto antes. Deambulaban delante de las puertas con aire impaciente. El sol se reflejaba en sus cascos.
—Oh, sí, parecen inofensivos —dijo una mujer que vio que yo los miraba. Tenía los ojos enrojecidos y la ropa cubierta de ceniza y polvo—. Pero el otro día hicieron una matanza aquí, y a cambio de dinero permitieron que los mercaderes de esclavos cayeran sobre nosotros y encadenaran a nuestros seres queridos. Se llevaron a mi hijo, mi único hijo varón, ¡y ahora no volveré a verlo! Pero ¿qué había hecho él, aparte de ir por la calle en busca de su hermana? A ella también se la llevaron, pese a que únicamente trataba de llegar a la casa de su suegra. ¡Son unos malvados!
Al escuchar esta historia, Bruria rompió a llorar por su hijo. Al final fue con su esclava hasta una pared donde la gente dejaba mensajes para sus desaparecidos. Pero Bruria confiaba muy poco en tener noticias suyas.
—Ten cuidado con lo que escribes ahí—la advirtió mi tía Salomé. Las otras mujeres asintieron con la cabeza.
De las ruinas salían hombres pidiendo gente para trabajar:
—¿Vais a quedaros aquí lloriqueando todo el día? ¡Os pago por ayudarme a retirar los escombros de mi casa! Y otro:
—Necesito gente para transportar cubos de tierra. ¿Quién se ofrece? —Enseñó unas monedas que destellaron al sol.
La gente maldecía al tiempo que lloraba. Maldecía al rey, a los bandidos, a los romanos. Unos fueron a trabajar y otros no.
Abriéndose paso entre la multitud aparecieron nuestros hombres, con una carreta nueva llena de tablones de madera y sacos de clavos, e incluso tejas, motivo de discusión entre ellos. Cleofás dijo que eran una buena compra, y bastante baratas, mientras quejose dijo que con el adobe el tejado ya estaba bien. Alfeo estuvo de acuerdo con este último y añadió que la casa era demasiado grande para tejarla toda.
—Además, visto todo este afán de construir, por aquí se van a acabar las tejas enseguida.
Unos hombres los abordaron ofreciéndoles trabajo.
—¿Sois carpinteros? Os pago el doble de lo que os ofrezca cualquiera. Vamos, ¿qué decís? Podéis empezar a trabajar ahora mismo.
José negó con la cabeza.
—Acabamos de llegar de Alejandría. Sólo hacemos trabajos especializados...
—¡Pues es lo que yo necesito! —dijo un hombre orondo y bien vestido—. He de terminar una casa entera para mi señor. Se ha quemado todo. No queda otra cosa que los cimientos.
—Tenemos trabajo de sobra en nuestro pueblo —explicó José, mientras intentábamos seguir nuestro camino.
Los hombres nos rodearon, querían comprarnos la madera de la carreta y utilizarnos como cuadrilla. José les prometió que volveríamos tan pronto nos fuera posible. El mayordomo del hombre rico se llamaba Jannaeus.
—Me acordaré de vosotros —dijo—: los egipcios.
Nos reímos del comentario y, finalmente, pudimos salir de allí y encaminarnos de regreso a la paz del campo. Pero así fue como acabaron conociéndonos, como «los egipcios».
Volví la cabeza y vi a lo lejos todo aquel trajín humano bajo el sol de poniente. Tío Cleofás me dijo:
—¿Alguna vez te has fijado en un hormiguero? —Sí.
—¿Y has pisado alguno?
—No, pero vi cómo otro niño pisaba uno.
—¿Qué hicieron las hormigas? Correr como locas de un lado al otro, ¿verdad? Pero no abandonaron el hormiguero, y luego lo reconstruyeron. Es lo que pasa con esta guerra, sea pequeña o grande. La gente sigue con su vida. Se levanta y sigue adelante porque necesita comer y un techo, y vuelve a empezar ocurra lo que ocurra. Y un día los soldados pueden apresarte y venderte como esclavo, y al siguiente ni siquiera se fijan en ti cuando pasas, porque alguien ha dicho que todo terminó.
—¿Por qué te haces el sabio con mi hijo? —lo pinchó José.
Caminábamos a paso lento detrás de la carreta.
—Si no me hubiese pescado una mujer —respondió Cleofás, riendo—, yo habría sido profeta.
Toda la familia rió a carcajadas, incluso yo. Su mujer, mi tía, dijo:
—Habla mejor que canta. Y si hay un salmo en que salga una hormiga, no dejará de cantarlo.
Mi tío se puso a cantar y su esposa gruñó, pero enseguida le hicimos coro. Nosotros no conocíamos ningún salmo donde saliera una hormiga.
Cuando Cleofás se hartó de cantar, dijo:
—Debería haber sido profeta.
José rió.
—Pues empieza ahora —dijo mi tía—, dinos si va a llover antes de que lleguemos a casa.
Cleofás me agarró del hombro y me miró a los ojos: —Tú eres el único que siempre me escucha. Te diré una cosa: ¡a los profetas no les hacen caso en su propia tierra!
—En Egipto yo tampoco te hacía caso —rió su mujer.
Después de que todos, incluido Cleofás, nos hubiéramos reído de esto, mi madre dijo:
—Yo sí te hago caso, hermano. Siempre.
—Es cierto, hermana —reconoció él—. Y no te importa cuando le enseño a tu hijo un par de cosas, porque él no tiene abuelos en este mundo, y yo de joven fui casi escriba.
—¿Casi fuiste escriba? —pregunté—. No tenía ni idea.
José me llamó la atención agitando un dedo y meneó exageradamente la cabeza: «No es verdad.»
—¿Qué sabrás tú de eso, hermano? —saltó Cleofás, divertido—. Cuando llevamos a María a Jerusalén para entregarla a la casa donde tejían los velos, yo estudié varios meses en el Templo. Estudié con los fariseos, con los más eruditos. Me sentaba a sus pies. —Me dio unos golpecitos en el hombro para cerciorarse de que le escuchaba—. Hay muchos maestros en las columnatas del Templo. Los mejores de Jerusalén y, bueno, sí, también algunos no tan buenos.
—Y unos cuantos alumnos «no tan buenos» —apostilló Alfeo.
—¡Ah, lo que habría podido ser yo si no me hubiera ido a Egipto! —se lamentó Cleofás.
—Pero ¿por qué fuiste? —pregunté.
Me miró y se produjo un silencio. Seguimos andando, callados.
—Fui —respondió al cabo con una afable sonrisa— porque mi familia iba: tú, mi hermana, su marido y los hermanos de él...
Esa no era una verdadera respuesta a mi pregunta.
Oí tronar largo y grave.
Inmediatamente apretamos el paso, pero nos pilló una llovizna y hubimos de desviarnos del camino para guarecernos bajo unos árboles. El suelo estaba cubierto de hojarasca.
—Muy bien, profeta —dijo mi tía María—, ahora haz que pare la lluvia para que podamos continuar.
Todos reímos, pero José comentó:
—Un santo sí puede hacer que llueva o deje de llover. Hablo en serio. En Galilea hubo un hombre santo, Joni el trazador de círculos, de los tiempos de mi bisabuelo, que era capaz de conseguirlo.
—Sí, pero diles a los niños lo que le pasó —intervino mi tía Salomé—. Te dejas la mejor parte.
—¿Qué le pasó a Joni? —preguntó Santiago.
—Los judíos lo lapidaron en el Templo —dijo Cleofás encogiéndose de hombros—. ¡No les gustó su oración! —Se echó a reír. Y siguió riendo a carcajadas, como si cada vez le pareciera más divertido.
Pero yo no fui capaz de reírme.
La lluvia arreció, las ramas ya no nos protegían y empezábamos a mojarnos.
Se me ocurrió una cosa, un pensamiento tan diminuto que lo imaginé no más grande que mi dedo meñique. «Quiero que pare esta lluvia.» Simple de mí, pensar estas cosas. Hice inventario de todo lo sucedido —los gorriones, Eleazar...— y luego miré hacia arriba.
Había dejado de llover.
Me quedé pasmado contemplando las nubes, incapaz de hacer nada, de respirar siquiera.
Todo el mundo se alegró mucho. Salimos de nuevo al camino y continuamos hacia Nazaret.
No le dije nada a nadie, pero estaba preocupado, muy preocupado. Sabía que nunca podría contarle a nadie lo que acababa de hacer.
Al llegar, Nazaret me pareció muy bonito, la pequeña calle y las casas blanqueadas y las enredaderas que crecían en nuestros enrejados pese al frío. Me pareció incluso que la higuera había echado todavía más hojas en estos últimos días.
Y allí estaba Sara, esperándonos. El pequeño Santiago le estaba leyendo al viejo Justus. Y los más pequeños se encontraban jugando en el patio o corriendo por las habitaciones.
Toda la tristeza y la pena de Séforis había quedado atrás.
Lo mismo que la lluvia.
Esa noche se decidió que yo me quedaría a trabajar con José en la casa y que Alfeo y sus hijos Leví y Silas, así como Cleofás y quizá Simón, irían al mercado de Séforis para conseguir una cuadrilla de peones. Había dinero y hacía buen tiempo.
Se decidió asimismo que, al margen de dónde trabajara cada cual, los chicos visitaríamos la sinagoga donde se impartían las clases y estudiaríamos allí con los tres rabinos. Hasta que nos dejaran marchar, probablemente a media mañana, no nos reuniríamos con los mayores.
Yo no quería ir a las clases. Y cuando caí en la cuenta de que, una vez más, todos los hombres de la familia venían con nosotros colina arriba, me entró miedo.
Luego vi que Cleofás llevaba al pequeño Simeón de la mano, y que tío Alfeo llevaba al pequeño Josías y tío Simón a Silas y Leví. Quizás era la manera.
En la escuela nos encontramos a tres hombres que yo había visto en la sinagoga. Nos acercamos al más anciano, el cual nos indicó por señas que entráramos. Aquel hombre no había hablado ni enseñado durante el sabbat.
Era, como digo, un hombre muy viejo, y yo no había llegado a mirarle del todo porque me dio miedo hacerlo en la sinagoga. Pero él era el maestro.
—Éstos son nuestros hijos, rabino —dijo José—. ¿Qué podemos hacer por ti?
Ofreció al rabino una bolsa de dinero, pero el rabino no la cogió. Sentí un vahído.
Yo nunca había visto rechazar una bolsa de dinero. Al levantar los ojos vi que el rabino me estaba mirando. De inmediato bajé la mirada. Quería llorar. No pude recordar una sola palabra de lo que mi madre me había dicho aquella noche en Jerusalén. Sólo me acordaba de su cara y de cómo me había hablado en susurros. Y el aspecto de Cleofás en su lecho de enfermo, cuando habló y todos creímos que se iba a morir.
El anciano tenía el pelo y la barba completamente blancos. Con la mirada fija en los bajos de su túnica, advertí que la tela era de buena calidad, las borlas cosidas con el apropiado hilo azul.
Habló con voz suave y afable:
—Sí, José. Conozco a Santiago, Silas y Leví, pero ¿Jesús hijo de José?
Los hombres que estaban detrás de mí no dijeron nada.
—Rabino, viste a mi hijo en el sabbat —dijo José—. Tú sabes que es mi hijo.
No necesité mirar a José para adivinar que estaba soliviantado. Hice acopio de fuerzas y levanté la vista hacia el anciano, que miraba a José.
Entonces, sin poder evitarlo, rompí a llorar en silencio. Mis ojos parecían serenos, pero las lágrimas estaban allí. Tragué saliva y aguanté como pude.
El anciano no dijo nada. Todos callaban.
José habló como si pronunciara una oración:
—Jesús hijo de José hijo de Jacob hijo de Matan hijo de Eleazar hijo de Eliud de la tribu de David, que vino a Nazaret por unas tierras que le concedió el rey para establecerse en la Galilea de los gentiles. E hijo de María hija de Ana hija de Matatías y Joaquín hijo de Samuel hijo de Zakai hijo de Eleazar hijo de Eliud de la tribu de David; María de Ana y Joaquín, una de las que fueron enviadas a Jerusalén para estar entre las ochenta y cuatro menores de doce años y un mes elegidas para tejer los dos velos anuales para el Templo, como así lo hizo ella hasta que tuvo edad para volver a casa. Y así consta en los archivos del Templo, sus años de servicio y este linaje, como se hizo constar el día en que el niño fue circuncidado.