El misterio de la guía de ferrocarriles (22 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: El misterio de la guía de ferrocarriles
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»Sir Carmichael Clarke era un hombre riquísimo. ¿Quién hereda su fortuna? Su esposa, que está a punto de morir, goza de un interés vitalicio en ella, y luego va a parar a Franklin Clarke.

Poirot volvióse lentamente y su mirada se cruzó con la de Clarke.

—En aquel momento me sentía completamente seguro. El hombre que me había imaginado como asesino de Betty Barnard era el mismo que tenía delante. A. B. C. y Franklin Clarke eran la misma persona. El carácter aventurero, la vida agitada, la parcialidad por Inglaterra, los modales atractivos y libres... Nada más fácil para él que trabar amistad con una camarera. El cerebro metódico aquí mismo hizo una vez una lista con las iniciales A. B. C. y por fin el espíritu infantil, mencionado por lady Clarke, y demostrado por él mismo en su afán de formar una legión. He descubierto en su biblioteca un libro titulado: «Los chicos del ferrocarril», por A. Nesbit. Ya no me quedaba la menor duda. A. B. C., el hombre que escribió las cartas y cometió los crímenes era Franklin Clarke.

Clarke rompió en una estrepitosa carcajada.

—¡Muy ingenioso! ¿Y qué hay del hecho que cogieran al amigo Cust con las manos empapadas en sangre? ¿Qué hay de la sangre en su americana? ¿Y del cuchillo en su casa? Él puede negar que haya cometido los crímenes... Poirot se apresuró a interrumpirlo.

—Está usted equivocado. Cust se reconoce autor.

—¿Cómo? —Clarke parecía realmente desconcertado.

—Sí. Apenas empecé a hablar con él, me di cuenta de que Cust se creía culpable,

—¿Y eso no le satisfizo?

—No. Porque tan pronto como le vi ¡comprendí también que no podía ser culpable! No tiene nervio ni valor, ni...

cerebro para ello. Durante todo el proceso me di cuenta de la doble personalidad del asesino. Ahora ya sé en qué consiste. Dos personas estaban envueltas en la trampa, el verdadero asesino, listo, fértil en recursos y atrevido... y el seudo asesino, vacilante y sugestionable.

»Sugestionable. ¡En esta palabra se condensa el misterio del señor Cust! No tuvo usted bastante, señor Clarke, con idear ese plan de la serie de asesinatos para distraer la atención de un solo asesinato. Necesitaba también una cabeza de turco.

»Supongo que esa idea se le ocurrió al tropezar en un café con el infeliz Cust. Por entonces daba usted vueltas en su cerebro para deshacerse de su hermano.« —¿De veras? ¿Y por qué?

—Porque se sentía hondamente alarmado por el porvenir. No sé cuándo se dio usted cuenta de ello, señor Clarke, pero me lo demostró palpablemente el día en que me dio a leer una carta de su hermano. Éste demostraba bien claro en ella el afecto que sentía por al señorita Thora Grey Tal vez el cariño era sólo paternal... o acaso él prefiriera creerlo así. De todas maneras existía el peligro de que muriese su esposa, y en su soledad volviera los ojos hacia esa hermosa joven, en busca de consuelo y ayuda, acabando la cosa en boda, como ocurre a menudo con los hombres maduros. Su miedo se acrecentó al conocer a la señorita Grey. Usted es un excelente juez para los caracteres y supuso, acertadamente o no, que la señorita Grey aceptaría encan-tada el ofrecimiento de convertirse en lady Clarke. Su hermano era un hombre sano y fuerte, podían tener hijos, y la posibilidad de que usted heredara la fortuna se habría esfumado.

»Usted ha sido siempre, creo, un hombre desengañado: una piedra siempre rodando, y ha criado poco musgo. Sentía una envidia profunda por la riqueza de su hermano.

»Al encontrar al señor Cust y enterarse de sus extraños

nombres y ataques de epilepsia, junto con su insignificante personalidad, comprendió que al fin tenía al hombre que necesitaba. En un momento planeó la trama del orden alfabético. Las iniciales de Cust, el hecho de que el apellido de su hermano empezaba con «C» y que vivía en Churston, fueron el punto de partida. Tan lejos fue usted que hasta insinuó a Cust el trágico final que le aguardaba, aunque no creo que sospechase el éxito que su sugerencia debía tener.

»Sus preparativos fueron excelentes. En nombre de Cust adquirió una gran cantidad de medias que debían ser enviadas a casa de la señora Marbury. Más tarde le envió un paquete de guía «A. B. C.» en un paquete similar a los de las medias. Le escribió una carta, fingiendo ser de la casa de las medias, ofreciéndole un buen sueldo y una comisión. Lo tenía usted todo tan bien previsto que de antemano escribió a máquina todas las cartas que debían ser enviadas más tarde, y después regaló al señor Cust la máquina en que habían sido escritas.

»Sólo le faltaba encontrar dos víctimas, cuyos apellidos empezasen con A y B, respectivamente, y que viviesen en poblaciones que empezasen también con las mismas letras.

»En Andover encontró lo que buscaba. El nombre de la señora Ascher se leía encima de la puerta de entrada de su establecimiento. Además, pudo comprobar que corrientemente estaba sola en la tienda. Su asesinato exigía cierto valor, atrevimiento y un poco de suerte.

»El día señalado a Cust para que visitara a Andover se trasladó usted hasta allí y mató a la señora Ascher, sin que nadie estropeara sus planes.

»El asesinato número uno quedaba felizmente llevado a cabo. Antes me había enviado la carta correspondiente a la «A».

»En lo tocante a la letra «B» tuvo que variar de táctica. Era muy probable que las dueñas de tiendas solitarias

hubieran sido advertidas. Supongo que usted ha frecuentado siempre los salones de té, riendo y bromeando con las camareras, y al encontrar una cuyo nombre y apellido empezaban con la letra «B», decidió utilizarla para sus fines. Salió un par de veces con ella, contándole que estaba casado y que, por lo tanto, las reuniones deberían celebrarse, en adelante, en lugares solitarios.

»En el segundo asesinato tomó usted la precaución de cometerlo el día antes. Estoy seguro de que Betty Barnard murió bastante antes de las doce de la noche del veinticuatro de julio.

»Llegamos ahora al crimen número tres, el más importante, el verdadero asesinato, desde su punto de vista. »Y aquí es donde jamás se alabará bastante el genio de mi querido Hastings, que hizo una simple y obvia indicación a la cual no presté la debida atención. »¡Sugirió que en la tercera carta equivocó voluntariamente la dirección!

»¡Y era verdad!

»En este simple hecho está la respuesta a la pregunta que durante tanto tiempo me ha desconcertado. ¿Por qué ante todo las cartas eran enviadas a Hércules Poirot, un detective privado, y no a la policía?

»Erróneamente supuse alguna razón personal.

»¡Nada de esto! Las cartas me eran enviadas porque la esencia de su plan era que una de ellas fuese a otra dirección, ¡pero usted no podía hacer que una carta dirigida al Departamento de Investigación Criminal de Scotland Yard se extraviara! Era preciso que se tratara de una dirección particular. Me escogió por ser un hombre bastante conocido y, además, porque estaba seguro de que yo haría llegar la carta a manos de la policía. Además, en su xenofobia, gozaba jugando una mala pasada a un extranjero.

»Dirigió la carta muy hábilmente. Whiterhaven, Whitehorse. Un error muy lógico. ¡Sólo Hastings fue lo bastante

perspicaz para no hacer caso de las sutilezas e ir recto a lo evidente!

¡Desde luego, la carta debía extraviarse! La policía sólo debía ser puesta sobre la pista una vez el crimen estuviera cometido. El paseo nocturno de su hermano le ofrecía la oportunidad deseada. Y tan eficazmente se había apoderado del público el terror a A. B. C. que a nadie se le ocurrió la posibilidad de que usted fuera el culpable.

Después de la muerte de su hermano, su objeto quedaba logrado. Ya no necesitaba cometer más crímenes. Mas por otra parte, si los crímenes se interrumpían bruscamente sin razón, alguien podía sospechar la verdad.

»Su cabeza de turco, el señor Cust, había desempeñado tan bien el papel del hombre invisible e insignificante, que nadie se fijó en que la misma persona había sido vista en la vecindad de los tres crímenes. Con profundo disgusto para usted, no se mencionó su visita a Combeside. El hecho se había borrado de la mente de la señorita Grey.

»Siempre atrevido, decidió usted que se cometiera otro crimen, pero esta vez de manera que la pista quedase bien clara.

»Escogió Doncaster como escenario de las operaciones. »Su plan era muy sencillo. Usted se hallaría en Doncaster. El señor Cust sería enviado allí por sus jefes. Su plan era seguirle y esperar que se le presentase una oportunidad. Todo salió bien. El señor Cust entró en un cine. Era la sencillez materializada. Se sentó a poca distancia cíe él. Cuando se levantó para marcharse, usted hizo lo mismo. Fingió que tropezaba, se inclinó apuñalando a un hombre que dormitaba en una butaca, dejó caer sobre sus rodillas una guía «A. B. C.» y se procuró tropezar en la oscuridad con el señor Cust, secando el puñal en la manga de su americana y deslizándolo en su bolsillo.

»No se preocupó usted de buscar una víctima cuyo nombre empezara con «D». ¡Cualquiera serviría! Supuso, correctamente, que se consideraría un error. Seguramente entre el público habría alguien cuyo apellido empezara con «D» y al que se supondría debía ser la víctima.

»Y ahora, amigos míos, consideremos el asunto desde el punto de vista del falso A. B. C., o sea, el señor Cust. »El crimen de Andover no significa nada para él. Le sorprende y extraña el crimen de Bexhill. ¡Él estaba allí cuando se cometió! Luego llega el de Churston y los titulares en los periódicos. Un crimen de A. B. C. en Andover cuando él estaba allí: asesinatos, y él había estado en el escenario de cada uno de ellos. Los epilépticos sufren a menudo amnesia momentánea, y luego no recuerdan lo que han hecho. Recuerden que Cust es un ser muy nervioso, muy neurótico y extremadamente sugestionable.

»De pronto recibe la orden de ir a Doncaster. »¡Doncaster! ¡Y su próximo crimen de A. B. C. debe tener lugar en Doncaster! Sin duda debió de quedar con-vencido de que era el Destino. Perdió el dominio de sus pobres nervios, cree que su patrona le mira suspicazmente y le dice que va a Cheltenham.

»Va a Doncaster, porque es su deber. Por la tarde va al cine. Es posible que se adormilase durante varios minutos. »Imaginen su reacción cuando al volver a su posada descubre que hay sangre en la manga de su americana y un cuchillo ensangrentado en el bolsillo. Todas sus vagas suposiciones se convierten en certidumbre.

»;B1, él en persona es el asesino! Recuerda sus dolores de cabeza... sus pérdidas de memoria. Está seguro de la verdad: él, Alexander Bonaparte Cust, es un loco homicida.

»Después de esto su conducta es la de un animal perseguido. Regresa a su hospedaje de Londres. Allí está seguro. Todos creen que ha estado en Cheltenham. Aún conserva encima el cuchillo, cosa bien estúpida. Lo oculta detrás del perchero del recibidor.

«De pronto, un día se le avisa que la policía va a buscarle. ¡Es el final! ¡Ha sido descubierto!

»El animal perseguido emprende su última carrera... »No sé por qué fue a Andover, tal vez el mórbido deseo de visitar el sitio donde se cometió el crimen. El crimen cometido por él aunque no puede recordar nada de él... »No tiene dinero y sus pies le conducen por su propia voluntad a la delegación de Policía.

»Pero hasta un animal acorralado lucha. El señor Cust está convencido de ser el criminal, pero se afirma fuertemente en sus declaraciones de inocencia. Y se agarra, desesperado, a la coartada del segundo asesinato. Por lo menos, la muerte de Betty Barnard no se le puede cargar.

»Como he dicho, cuando le vi comprendí en seguida que no era el asesino y que mi nombre no le decía nada. Comprendí también que creía ser el asesino.

»Cuando me confesó su culpabilidad estuve más seguro que nunca de que mi teoría era justa.

—¡Su teoría es absurda! —exclamó Franklin Clarke. Poirot negó con la cabeza.

—No, señor Clarke. Usted estaba seguro mientras nadie sopechase de usted. En cuanto llegara ese momento, las pruebas serían fáciles de obtener.

—¿Pruebas?

—Sí. En su armario de Combeside he encontrado el bastón que le sirvió para cometer los crímenes de Andover y Churston. Un bastón corriente, con puño de bola. Una parte de la bola había sido vaciada y en el agujero se vertió plomo derretido. Su fotografía fue señalada entre otras doce por dos personas que le vieron salir del cine, cuando se le suponía a usted en el hipódromo de Doncaster. El otro día Milly Higley le identificó y una muchacha de Scarlet Ronner Roadhouse, donde llevó a Betty Barnard la noche fatal, también le reconoció. Y por fin, y esto es lo peor para usted, olvidó una precaución elemental. Dejó una huella dactilar en la máquina de escribir de Cust, la máquina que, si usted fuese inocente, jamás habría tocado.

Clarke permaneció inmóvil unos segundos, y al fin dijo:

—Rouge, impair, manque! ¡Usted gana, señor Poirot! ¡Pero valía la pena exponerse!

Con un movimiento rapidísimo empuñó una pequeña automática y se la llevó a la cabeza.

Lancé un grito e involuntariamente me encogí, esperando la detonación.

Pero no se oyó un disparo. El percutor cayó en el vacío. La pistola estaba descargada.

Clarke miró asombrado el arma y lanzó una exclamación ahogada.

—No, señor Clarke —dijo Poirot—. Debía haber notado que hoy tengo un criado nuevo, un amigo mío, experto en el arte de robar. Le quitó la pistola y la descargó, devolviéndola, sin que usted se diera cuenta de ello.

—¡Maldito extranjero! —dijo Clarke, rojo de rabia.

—Lo comprendo, señor Clarke. Mas usted no ha de tener una muerte fácil. Le dijo al señor Cust que se había librado milagrosamente de morir ahogado. ¿Sabe lo que eso significa? Pues que nació para otra clase de muerte.

—¡Mal ...!

Las palabras fallaron a Franklin Clarke. Palideció intensamente y apretó los puños.

Dos agentes de Scotland Yard salieron de la habitación inmediata. Uno de ellos era Crome. Avanzó, pronunciando las palabras obligadas en aquel caso:

—Le advierto que cuanto diga podrá ser utilizado como prueba.

—Ya ha dicho bastante ——murmuró Poirot. Y dirigiéndose a Clarke, añadió—: Usted se siente lleno de una superioridad insular, pero yo no considero el suyo un crimen inglés. No es insular, no es deportivo.

Capítulo XXXV
-
Epílogo

Siento tener que decir que cuando la puerta se cerró detrás de Franklin Clarke, me eché a reír.

—Es porque le has dicho que su crimen no ha sido deportivo —dije.

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