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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El misterio de la guía de ferrocarriles (19 page)

BOOK: El misterio de la guía de ferrocarriles
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—¿Qué opina usted, doctor?

—¿Acerca de Cust? Si le he de contestar con franqueza, diré que no lo sé. Está haciendo el cuerdo de una manera perfecta. Desde luego es un epiléptico.

—¡Qué asombroso desenlace ha tenido este caso! —dije.

—¿Se refiere a lo de la caída en la delegación de Policía? Sí, fue un final muy dramático. A. B. C. ha sabido siempre calcular bien los efectos escénicos.

—¿Es posible cometer un crimen y no darse cuenta de ello? —pregunté—. Parece haber una gran nota de verdad en las negativas de nuestro hombre.

El doctor Thompson sonrió brevemente.

—No debe dejarse engañar por lo que diga ese hombre. Estoy seguro de que él sabe perfectamente que ha cometido esos crímenes...

—Si fuera inocente no negaría como lo hace —intervino Japp.

—En cuanto a su pregunta —prosiguió Thompson— es perfectamente posible que un epiléptico lleve a cabo en estado de sonambulismo una acción y que luego no la recuerde en absoluto. Mas es opinión general que tal acción «no será contraria a los deseos de esta persona en estado normal».

Siguió hablando, enfrascándose en una serie de explicaciones técnicas que me llenaron de confusión, sin que pudiera sacar nada en claro.

—Sin embargo, soy contrario a la teoría de que Cust cometió esos crímenes sin darse cuenta de ello. Podría sospecharse esto si no fuera por las cartas, que echan por tierra tal suposición. Demuestran premeditación y cuidados y planteamientos de los crímenes.

—De las cartas no tenemos aun convincente explicación —dijo Poirot.

—¿Le interesan?

—Desde luego, puesta que me. fueron dirigidas a mí. Y en la cuestión de las cartas, Cust se muestra completamente incomprensivo. Hasta que no aclare el motivo de que tales cartas me fueron enviadas no consideraré resuelto el caso.

—Comprendo lo que usted piensa. Aparentemente no existe ningún motivo para que el hombre sienta por usted el menor odio.

—Ninguno, en efecto.

—Puedo indicar uno: ¡su nombre!

—¿Mi nombre?

—Sí. Al parecer, Cust se siente arrastrado por la manía de grandezas de su madre, que al nacer le puso dos nombres tan gloriosos como Alejandro y Bonaparte. ¿Comprende lo que esto significa? Alejandro, el conquistador invencible, que suspiraba por más mundo que conquistar. Bonaparte, el gran emperador de los franceses. Desea un adversario, un adversario digno de él, y éste es usted. Hércules, el Fuerte.

—Sus palabras son muy justas, doctor.

—No son más que una sugerencia. Bien, tengo que marcharme.

El doctor se retiró, dejándonos con Japp.

—¿Le preocupa esta coartada? —preguntó Poirot.

—Un poco —admitió el inspector—. No creo en ella porque sé que es falsa. Pero nos va a ser difícil demostrarlo. Ese Strange es un carácter firme.

—Descríbamelo.

—Tiene unos cuarenta años. Es ingeniero de minas, hombre fuerte, enérgico. seguro de sí mismo. Creo que él fue quien insistió en que se le tomara declaración. Quiere mar. char a Chile y no deseaba ocultar la cosa. Es uno de los hombres que he visto más seguros de la verdad de su declaración

—El tipo de hombre a quien no gusta reconocer que está en algún error —dijo, pensativo, Poirot.

—Se aferra a la veracidad de su declaración y no hay quien le haga vacilar. Jura por todo lo jurable, que encontró a Cust en el hotel de Eastbourne la noche del veinticuatro de julio. Estaba solo y deseaba hablar con alguien. Por lo que se ha visto hasta ahora, Cust es el oyente ideal. ¡No interrumpe! Después de cenar, el ingeniero y Cust jugaron al dominó. Parece ser que Strange es una fiera en ese juego, y con profunda sorpresa comprobó que Cust es también de primera línea. Un juego curioso el del dominó. A la gente le gusta con locura. Se pasa las horas enteras jugándolo. Y es lo que hicieron. Cust y Strange. Se separaron a las doce y diez de la noche. Y si Cust estaba en el Hotel Whitecross de Eastbourne a las doce y diez de la noche del veinticuatro de julio, no podía estrangular a Betty Barnard en Bexhill entre las doce y la una.

—El problema aparece realmente insoluble —murmuró pensativo Hércules Poirot—•. Decididamente, da mucho que pensar.

—A Crome ya le ha hecho quebrarse la cabeza —dijo Japp.

—¿Se muestra muy seguro ese Strange?

—Sí Es un hombre obstinado. Y es difícil encontrar un punto débil de su declaración. Supongamos que Strange comete un error y que su compañero de juego no era Cust : ¿por qué tenía, pues, que decir ese desconocido que se llamaba Cust? Además, la firma del libro de registro es la suya. No puede decirse que fuera un cómplice, pues los locos no tienen cómplices. ¿Murió más tarde la joven? El forense se mostró muy seguro de la hora, y además Cust hubiera tardado bastante en poder abandonar el hotel sin ser notado, y recorrer los veinticuatro kilómetros que se-paraban Eastbourne de Bexhill.

—Realmente, es un problema —convino Poirot. —Desde luego, no debíamos preocuparnos tanto. Tenemos las pruebas necesarias contra Cust en el crimen de Doncaster. La chaqueta manchada de sangre y el cuchillo.

¡Ni una falla! No existe jurado capaz de absolverle. Pero ese pequeño detalle de Bexhill estropea un hermoso caso. Cometió el crimen en Doncaster, el de Churston y el de Andover. Por lo tanto, debía de haber cometido el de Bexhill. ¡Pero no veo cómo!

Movió la cabeza y se puso en pie.

—Ésta es su ocasión, señor Poirot —dijo—. Crome está en medio de una densa niebla. Exprima esas células suyas de las cuales tanto he oído hablar. Demuéstreme cómo llevó a cabo su hazaña.

Y Japp se despidió de nosotros.

—¿Qué me dices, Poirot? —pregunté—, ¿Están tus células grises al nivel de la tarea?

Poirot contestó con otra a mi pregunta.

—Dime, Hastings, ¿crees que el caso ha terminado va?

—Pues... Creo que sí. Tenemos al culpable, y casi ya? las pruebas. Sólo faltan los accesorios. Poirot movió la cabeza.

—¡El caso está terminado! ¡El caso! El caso es el hombre, Hastings. Hasta que no ignoremos nada del. hombre, el misterio seguirá tan profundo como antes. ¡No hemos logrado ninguna victoria por haber conseguido encerrarle! —Sabemos infinidad de cosas de él.

—¡No sabemos nada! Conocemos el sitio donde nació. Sabemos que luchó en la guerra, siendo herido ligeramente en la cabeza. Sabemos también que durante dos años se hospedó en casa de la señora de Marbury; que era apacible y sencillo; la clase de hombre en quien nadie se fija. Sabemos que ideó y llevó a cabo un intenso y eficiente esquema del crimen sistematizado. Sabemos también que mató salvaje y despiadadamente. Sabemos que era lo bastante bueno para no dejar que se acusara a ninguna otra persona de los crímenes que él cometía. Si deseaba matar sin ser molestado, ¡cuán fácil era cargar sus culpas sobre otros! ¿Te das cuenta de que el hombre es una masa de

contradicciones? Estúpido y listo; despiadado y magnánimo... y debe existir forzosamente algún factor dominante que concilie sus dos naturalezas.

—Desde luego, si le tratas como un estudio psicológico.

—¿Qué otra cosa ha sido este caso desde el principio? He tratado de abrirme paso entre las sombras, procurando conocer al asesino. ¡Y ahora comprendo, Hastings, que no lo conozco en absoluto!

—Tal vez el ansia de ser famoso... —empecé.

—Sí, eso puede explicar algo..., pero no me satisface. Hay cosas que deseo conocer. ¿Por qué cometió esos asesinatos? ¿Por qué escogió a sus víctimas?

—Por el orden alfabético.

—¿Era Betty Barnard la única persona en Bexhill cuyo nombre empezaba con «B»? En lo de Betty Barnard tengo una idea... Podría ser cierta... ¡Debe de serlo! Pero si no...

Calló durante unos segundos, no quise interrumpirle. No sé cómo ocurrió, pero el caso fue que me quedé dormido.

Me despertó la presión de la mano de Poirot sobre el hombro.

—Mon cher Hastings —dijo, afectuoso—. Mi genio bueno. Me confundió esta súbita manera de aprecio.

—Es verdad —insistió Poirot—. Siempre... siempre me ayudas. Me traes suerte. Me inspiras.

—¿Cómo te he inspirado esta vez? —inquirí.

—Mientras me hacían ciertas preguntas he recordado una observación. tuya... una observación resplandeciente en su clara visión. ¿No te he dicho más de una vez que eres un genio descubriendo lo evidente? Es lo evidente, lo palpable, lo obvio. lo que yo he descuidado.

—¿Cuál es esa brillante observación mía? —pregunté.

—Lo hace todo tan diáfano como el cristal. Veo las respuestas a todas mis preguntas El motivo del asesinato de

la señora Ascher (éste, en realidad, hace tiempo que lo descubrí). El motivo del asesinato de sir Carmichael Clarke, el motivo del crimen de Doncaster, y por fin, y esto es lo más importante, el motivo de Hércules Poirot.

—¿Quieres hacer el favor de explicarte? —pedí. —No es aún tiempo. Antes necesito algunos informes complementarios, que podrá proporcionarme nuestra Le-gión Especial. Y después, cuando reciba la respuesta a de— terminada pregunta, iré a ver a A. B. C. Al fin nos enfrentaremos... A. B. C. y Hércules Poirot... los adversarios. —¿Y luego?

—Luego hablaremos. Je t'assure, Hastings, que para aquel que algo tiene que esconder, ¡nada hay tan peligroso como una conversación! La conversación, como me dijo una vez un sabio francés, es un invento del hombre para impedir pensar. Es también un medio infalible para descubrir lo que desea ocultar. Un ser humano, Hastings, no puede resistir la posibilidad que de revelarse y expresar su personalidad le ofrece la conversación.

—¿Qué esperas que te diga, Cust?

—¡Una mentira! —dijo—. ¡Y por ella hallaré la verdad!

Capítulo XXXII
-
Y coger una zorra

Durante los días siguientes Poirot estuvo muy ocupado. Se ausentó misteriosamente, habló muy poco. Se pasó horas enteras con el ceño fruncido, y constantemente se negó a satisfacer mi natural curia sídad acerca de la claridad de visión que, según él, había demostrado tiempo atrás.

No fui invitado a acompañarle en sus misteriosas idas y venidas, cosa que me disgustó sobremanera.

Sin embargo, hacia el final de la semana, anunció su intención de visitar Bexhill y sus alrededores y sugirió que yo podía acompañarle. No es necesario decir que acepté con presteza.

Más tarde descubrí que la invitación no se me había hecho a mí solo, extendiéndose a los miembros de nuestra Legión Especial.

Estaban tan interesados como yo. Sin embargo, por la tarde me di cuenta de la dirección tomada por los pensamientos de mi compañero.

Su primera visita fue hecha a los señores Barnard, quienes le hicieron un relato exacto de la hora en que Cust fue a visitarlos, de cuánto les dijo. Después fue al hotel donde se hospedó Cust y se enteró concienzudamente de la hora en que se había marchado. Por lo que pude juzgar, sus preguntas no dieron poro resultado nada nuevo, pero mi amigo parecía muy satisfecho,

Luego fuimos a la playa, al lugar donde se descubrió el cadáver de Betty Barnard. Allí dio varias vueltas estudiando atento el sitio. No comprendí lo que buscaba, pues el lugar quedaba cubierto dos veces al día por la marea.

No obstante, nuestra antigua amistad me había demostrado que por muy incomprensible que fueran, las acciones de Poirot siempre eran dictadas por una idea.

De la playa fue al sitio más próximo donde podía dejarse un automóvil. Desde allí encaminóse a la parada de los autobuses de Bexhill a Eastbourne, Por fin nos llevó al café Ginger, donde Milly Higley nos sirvió un té ya pasado.

—¡Las piernas de las inglesas son siempre demasiado delgadas! —dijo Poirot, dirigiéndose a la regordeta camarera——. Pero usted, señorita, tiene las piernas perfectas.

Milly Higley rió, confusa, el piropo, y pidió a Poirot que no continuara. Sabía muy bien cómo eran los caballeros franceses.

Mi compañero no se molestó en sacarla de su error acerca de su verdadera nacionalidad, y continuó requebrándola de una manera que me llenó de confusión.

—Voila —dijo de pronto—. Ya he terminado en Bexhill. Ahora iré a Eastbourne. Se trata sólo de una pequeña investigación... eso es todo. No es necesario que me acompañen todos. Entretanto, volvamos al hotel, a tomar unos combinados. El té era horrible.

Clarke añadió:

—Creo que todos suponemos lo que está usted tratando de conseguir Se trata de echar por tierra la coartada del asesino. Pero no comprendo su satisfacción. No ha descubierto nada nuevo,

—No, realmente.

—¿Y pues?

—Paciencia. Todo se arreglará con el tiempo.

—Parece usted muy contento de sí mismo.

—Hasta ahora nada ha echado por tierra la idea que yo me he formado —y con acento más serio, añadió—: Mi amigo Hastings me dijo un día que cuando era niño jugaba a un juego llamado «La verdad». Se trata de un pasatiempo en el cual se hacen por turnos a cada uno tres preguntas. A dos de ellas se debe contestar con la verdad. A la tercera se puede mentir. Las preguntas son, naturalmente, de la índole más indiscreta. Al empezar a jugar todos han de prometer decir la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad.

Hizo una pausa.

—Bien —dijo Megan.

—Eh bien, deseo jugar a «La verdad»; pero no será necesario hacer tres preguntas. Con una habrá suficiente. Una pregunta a cada uno de ustedes.

—Contestaremos a cuantas nos pregunte —aseguró Clarke.

—Les advierto que se trata de algo muy serio. ¿Juran ustedes decir la verdad?

Había tanta solemnidad en su voz que los demás, desconcertados, juraron, muy serios, de acuerdo con la demanda de mi amigo.

—Bon, empecemos —dijo Poirot.

—Estoy dispuesta —sonrió Thora Grey.

—No. En esta ocasión sería una falta de cortesía interrogar a las damas. Empezaremos por un hombre.

Se volvió hacia Franklin Clarke.

—¿Qué piensa usted, querido señor Clarke, de los sombreros que las señoras llevaron este año en Ascott? Franklin Clarke, le miró asombrado.

—¿Se trata de una broma? —Le aseguro que no.

—¿Se trata de una pregunta en serio?

—Si.

Clarke esbozó una sonrisa.

—Bien, señor Poirot, no fui a Ascott, mas por lo que vi en los autos que allí se dirigían, los sombreros que se llevaron en Ascott fueron más ridículos que los de antes. —¿Fantásticos?

—Completamente fantásticos.

Poirot sonrió y volvióse hacia Donald Fraser:

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