El misterio de la guía de ferrocarriles (15 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: El misterio de la guía de ferrocarriles
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—Sí, sí. Ahora lo recuerdo que expresó su compasión

hacia la pobre gente que va por las casas vendiendo cosas. —¿Qué tiene que ver todo eso? —preguntó Franklin—. Que un hombre venda medias no prueba nada.

—Les digo, amigos míos, que no puede ser coincidencia. Tres veces y cada una de ellas un hombre que vende medias y reconoce el terreno.

Volvióse rápido hacia Thora.

—A vous la parole! Describa a ese hombre. La joven le miró desconcertada.

—No puedo... No sé cómo... Creo que llevaba lentes... y un vieja gabardina.

—Mieux que ça, mademoiselle.

—Iba encorvado... No sé. Apenas me fijé en él. No era un hombre que llamara la atención.

—Tiene usted razón, mademoiselle. El secreto de los asesinatos reside en su descripción del asesino, pues sin duda el hombre que usted vio era el asesino. «No era un hombre que llamara la atención.» ¡Sí, no cabe la menor duda!... ¡Ha descrito usted al asesino!

Capítulo XXII
-
(Aparte del relato del capitán Hastings)

El señor Alexander Bonaparte Cust estaba sentado muy erguido. Su almuerzo permanecía intacto y frío ante él. Apoyado sobre la cafetera veíase un diario que era leído con ávido interés por el señor Cust.

De pronto se puso en pie, dio unos pasos por la habitación y se dejó caer en una silla junto a la ventana. Lanzando un ahogado gemido, escondió el rostro entre las manos.

No oyó el ruido que hizo la puerta al abrirse. Su patrona, la señora de Marbury, se detuvo en el umbral.

—Está pensando, señor Cust... Pero ¿qué le pasa? ¿No se encuentra bien?

El señor Cust levantó la cabeza.

—Nada, no es nada, señora Marbury. No me encuentro muy bien esta mañana.

La patrona examinó la bandeja del almuerzo.

—Ya lo veo. No ha probado el desayuno. ¿Le duele otra vez la cabeza?

—No. Bueno, sí... Me encuentro un poco descentrado.

—Lo siento, señor Cust, Supongo que hoy no saldrá, ¿verdad?

El señor Bonaparte se levantó bruscamente.

—No no. Tengo que salir. Asuntos de negocios. Importantes. Muy importantes.

Le temblaban las manos. Viéndole tan agitado la mujer trató de calmarlo.

—Bien, si es por necesidad... ¿Va usted muy lejos esta vez ?

—No. Voy a... —Vaciló unos segundos—. A Cheltenham. —Había algo tan raro en la manera cómo pronunció el nombre, que la señora Marbury le miró realmente sor— prendida.

—Cheltenham es un lugar muy bonito —dijo indiferente—. Una vez fui allí, desde Bristol. Las tiendas son muy hermosas.

—Sí, creo que sí.

La patrona se inclinó, recogiendo el periódico, que había caído al suelo.

—Los diarios no hablan de otra cosa que de esos asesinatos —dijo echando una mirada a los titulares—. Me dan escalofríos los relatos de crímenes. Nunca los leo. Me hace el efecto que hemos vuelto a los tiempos de Jack el «Destripador».

—Doncaster es el lugar donde cometerá su próximo asesinato —prosiguió la patrona—, ¡Y mañana! Realmente causa miedo, ¿verdad? Si yo viviera en Doncaster y mi apellido empezase por «D» tomaría el primer tren y escaparía del sitio. No correría riesgos ¿Qué dice usted, señor Cust?

—Nada. nada.

—Hay además las carreras. No cabe la menor duda de que en el hipódromo se le presentará una oportunidad... Pero, señor Cust, tiene usted muy mal aspecto. ¿Quiere que le haga una taza de algo? Realmente no creo que debiera usted salir hoy de viaje.

El señor Bonaparte se levantó.

—Es necesario, señora Marbury. Estoy un poco angustiado por asuntos particulares. Es la única manera de salir adelante en los... negocios.

—Pero si está usted enfermo...

—No lo estoy. Sólo inquieto... He dormido mal. Me encuentro bien del todo.

Su acento era tan firme que la señora Marbury recogió el almuerzo y de mala gana salió de la habitación que ocupaba Cust.

El señor Cust sacó una maleta de debajo de la cama y empezó a llenarla. Pijamas, estuches de aseo, pañuelos para el cuello, cinturones. Después, abriendo un armario, sacó unas cuantas cajas de cartón alargadas, de unos treinta centímetros de largo por doce de ancho.

Echó una mirada a la guía de ferrocarriles y cogiendo la maleta salió del cuarto.

Al llegar al vestíbulo dejó en el suelo la maleta y se puso el sombrero y una vieja gabardina. Al hacerlo suspiró hondamente, tan hondamente que la joven que salió de una habitación inmediata lo miró, preocupada.

—¿Le pasa algo, señor Cust?

—Nada, señorita Lily.

—¡Suspiraba usted de una manera!

—,¿Cree usted en los presentimientos, señorita Lily? —preguntó bruscamente el señor Cust—. ¿En las premoniciones?

—No sé. Realmente hay días en que una presiente que todo le va a salir mal, y otros en que cree que todo irá perfectamente.

—Eso mismo —asintió, suspirando, el señor Cust—. Bueno. adiós, señorita Lily. Ha sido siempre muy buena conmigo.

—No se despida como si nunca más nos tuviéramos que volver a ver —rió Lily.

—No, no, de ninguna manera.

—Hasta el jueves —rió la joven—, ¿Dónde va esta vez? ¿Junto al mar?

—No... no... a Cheltenham.

—Es un lugar bonito. Pero no tanto como Torquay. El año que viene tengo ganas de ir allí. Y a propósito: estuvo usted muy cerca de donde ocurrió el crimen de A. B. C. Fue cometido mientras usted estaba de viaje, ¿verdad?

—Sí... Pero Churston está a unos nueve o diez kilómetros.

—¡De todas formas debió de ser muy emocionante! ¡Quizá se cruzó usted con el asesino! ¡Es posible que estuviera a pocos pasos de él!

—Sí, es posible —asintió el señor Cust con una sonrisa tan desmayada, que Lily Marbury se dio cuenta de ella.

—¡Oh, señor Cust! ¿No se encuentra bien?

—Estoy perfectamente, perfectamente. Adiós. señorita Marbury

Saludó con el sombrero y cogiendo la maleta se dirigió a toda prisa a la puerta.

—¡Pobre hombre! —musitó. indulgente, Lily Marbury—, Me parece que está un poco loco.

***

El inspector Crome dijo a su subordinado:

—Hágame una lista de todos los fabricantes de medias y mándeles una circular. Deseo una lista de todos los agentes, me refiero a los que venden a comisión, o recorren las tiendas para ofrecer una mercancía.

—¿Es el caso A. B. C.?

—Sí, Se trata de una idea del señor Poirot —el tono del inspector era desdeñoso—. Probablemente no conseguiremos nada, pero no se puede despreciar ninguna probabilidad, por pequeña que sea.

—Tiene usted razón, señor: Hércules Poirot ha obtenido algunos éxitos, pero ahora me parece que ya ha perdido sus facultades.

—Es un charlatán y un fanfarrón. Convence a mucha gente, pero a mí no. En cuanto lo de Doncaster...

***

Tom Hartingan dijo a Lily Marbury:

—Esta mañana he visto a vuestro huésped.

—¿A quién? ¿Al señor Cust?

—Sí, en Euston. Como de costumbre, parecía perdido. Me parece que éste no está en sus cabales. Necesita alguien que cuide de él. Primero dejó caer el periódico: luego el billete. Se lo recogí. No tenía la menor idea de haberlo perdido. Me dio las gracias muy agitado, pero no creo que me reconociese.

—Te ha visto muy poco, y sólo en el vestíbulo. De nuevo bailaron.

—Bailas muy bien —dijo Tom.

—No seas tonto —sonrió Lily, acercándose más a su pareja.

Siguieron bailando.

—¿Has dicho Euston o Paington? —preguntó de súbito Lily.

—Euston.

—¿Estás seguro?

—Desde luego. ¿Por qué?

—Es extraño. Creta que para ir a Cheltenham había que tomar el tren en Paington.

—Y así es. Cust no iba a Cheltenham. Iba a Doncaster.

—Cheltenham.

—Doncaster. ¡Lo sabré yo! Recuerdo que recogí su billete.

—Bien, pues él me dijo que iba a Cheltenham. Estoy segura de ello.

—Te has debido equivocar. Iba a Doncaster. Hay gente que tiene suerte. He apostado un poco por «Firifly» en Leger, y me hubiera gustado verle correr.

—No creo que el señor Cust vaya a las carreras. No tiene aspecto de aficionado. ¡Oh. Tom, ojalá no le asesinen! El crimen de A B. C. se cometerá en Doncaster.

—A Cust no le ocurrirá nada. Su nombre no empieza por «D».

—La última vez pudieron asesinarle. Estaba en Churston cuando el otro asesinato.

—¿De veras? Es bastante coincidencia, ¿verdad? Supongo que la vez anterior no estaría en Bexhill.

Lily arqueó las cejas.

—Estaba fuera... Sí, recuerdo que estaba fuera porque olvidó su traje de baño. Mamá se lo tenía que zurcir. Al día siguiente dijo: « ¡Oh, el señor Cust se ha olvidado el traje de baño!», y yo repliqué: «No te inquietes por eso. En Bexhill se ha cometido un crimen horrible. Han estrangulado a una joven.»

—Pues si necesitaba su traje de baño es que iba junto al mar. Te digo, Lily —añadió con burlona seriedad—, ¿no será tu viejo huésped el propio asesino?

—¿El pobre señor Cust? Es incapaz de matar una mosca. Siguieron bailando alegremente, sin otra cosa en sus conciencias que el placer de estar juntos.

En sus subconscientes algo se agitaba...

Capítulo XXIII
-
Doncaster, 11 de septiembre

Doncaster!

Estoy seguro de que recordaré toda mi vida aquel 11 de septiembre. Por otra parte, siempre que veo u oigo algo relativo a Saint Leger, mí pensamiento vuela automáticamente, no a una carrera de caballo, sino a un asesinato.

Cuando recuerdo mis sensaciones, lo que predomina es una impresión de horrible impotencia. Estábamos allí: Poirot, yo, Clarke, Fraser, Megan Barnard, Thora Grey y Mary Drower. ¿Y qué pudo hacer ninguno de nosotros?

Edificábamos la vana esperanza de reconocer entre los anillares de asistentes a la carrera a un rostro que sólo uno de nosotros había visto.

Gran parte de la serenidad de Thora Grey había desaparecido a causa de la tensión de su espíritu. Sentada, estrujándose las manos. repetía casi llorando:

—Apenas me fijé en él.. ¿Por qué no lo hice? ¡Oh, qué loca fui! Todos confían en mí y yo no puedo hacer nada por ustedes. Y lo peor es que aunque me hubiera fijado en

él, no podría reconocerle ahora, pues tengo una malísima memoria para las caras.

—No se ponga nerviosa, petite —la tranquilizó Poirot—. Estoy seguro de que si volviera a verle lo reconocería. —¿Cómo lo sabe?

—Por muchas razones, Una de ellas porque el rojo sucede al negro.

—¿Qué quieres decir? —pregunté,

—Hablo en dialecto de las masas. En la ruleta puede haber una larga racha de negro, pero al fin tiene que salir el rojo. Son las matemáticas leves de la suerte.

—¿Quieres decir que la suerte cambió?

—Eso mismo, Hastings. Y aquí es donde el jugador (y el criminal es al fin y al cabo una variante del jugador, ya que si no arriesga el dinero, en cambio expone su vida) peca de confiado. Porque ha tenido suerte piensa que seguirá teniéndola. No se sabe retirar a tiempo con los bolsillos llenos. ¡Así, en el crimen, el asesino que se ve acompañado del éxito no concibe que éste le abondone! Se adjudica todo el mérito de la feliz realización de sus fechorías, pero les aseguro, amigos míos, que por muy bien planeado que esté, ningún crimen puede salir bien sin suerte.

—¿No va usted muy lejos, señor Poirot? —inquirió Franklin.

Poirot movió excitado las manos.

—No, no. Puede que sea una casualidad si usted quiere, pero fíjese bien. Podría haber ocurrido que alguien entrara en el estanco de la señora Ascher en el momento en que salía el asesino. A esa persona, se le hubiese podido ocurrir mirar detrás del mostrador, descubriendo a la mujer asesinada... Y, o bien coger por sí mismo al asesino, o dar a la policía una descripción tan perfecta de él que habría sido detenido en pocas horas.

—Sí, desde luego, es muy posible —admitió ClarkeLo que resulta es que un asesino tiene que correr algún riesgo.

—Eso mismo. Un asesino es siempre un jugador. Y corno los jugadores. un asesino no sabe, a menudo. cuándo debe detenerse. Con cada crimen se afirma su opinión sobre la excelencia de su habilidad. Pierde el sentido de la proporción. No se dice: «He sido listo y afortunado.» Y su vanidad se acrecienta. Y entonces, mes amis, la bola salta, va a caer en otro número y el croupier anuncia: «Rojo»

—¿Cree usted que eso ocurrirá en este caso? —preguntó Megan, frunciendo el ceño.

—¡Debe ocurrir tarde o temprano! Hasta ahora la suerte ha estado con el criminal, más pronto o más tarde tiene que cambiar y estar con nosotros. ¡Creo que ya ha cambiado! ¡La pista de las medidas es el principio! ¡Ahora, en vez de ir todo bien para él, irá mal! Y también empezará a cometer errores...

—Es usted muy alentador —dijo Franklin Clarke—. Todos necesitamos un poco que nos animen. Desde que me he despertado no he podido librarme de una abrumadora sensación de impotencia.

—A mí me parece muy problemático que podamos hacer nada práctico —dijo Donald Fraser.

—No seas pesimista, Don —le recriminó Megan. Ruborizándose levemente, Mary Drower exclamó:

—Lo que yo digo es que uno nunca sabe cómo se arreglan las cosas. Ese maldito criminal está aquí, lo mismo que nosotros... y muy a menudo uno se encuentra con personas a las que suponía en el otro extremo del mundo.

——¡Si por lo menos pudiéramos hacer algo más¡ —murmuré.

—Recuerda, Hastings, que la policía hace lo humanamente posible. Se han traído numerosos agentes. El buen inspector Crome puede ser un hombre de modales irritan tes. pero es un oficial eficiente. y el coronel Anderson, jefe de la policía, es un hombre de acción. Han turnado todas las medidas de vigilancia en la ciudad y en el hipódromo. Por doquier hay agentes de paisano Existe también la campaña de Prensa. El público está plenamente advertido

—Creo que el asesino no se atreverá —dijo Donald Fraser, moviendo desesperanzado la cabeza—. ¡Estaría loco¡

—Por desgracia lo está —replicó secamente Clarke—. ¿Qué cree usted. señor Poirot? ¿Lo dejará correr, o lo llevará a cabo?

—¡Mi opinión es que la fuerza de su obsesión es tanta que debe tratar de cumplir su promesa! No hacerlo significaría fracaso, y esto no se lo permitiría su vanidad. Ésa es también la opinión del doctor Thompson. Nuestra esperanza es que sea cogido en el intento.

Donald movió de nuevo la cabeza.

—Será muy astuto.

Poirot echó una mirada a su reloj. Se había convenido que pasaríamos toda la mañana recorriendo las calles de la población y por la tarde ocuparíamos lugares estratégicos en el hipódromo.

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