Read El mapa de la vida Online
Authors: Adolfo Garcia Ortega
La divergencia de sus padres era lo que le emocionaba, cuando murieron juntos; porque su padre era ateo y su madre creía ciegamente, y le conmovía verlos discutir sobre si había un elefante o muchos elefantes y sobre si los pájaros
ababil
eran pájaros o insectos portadores de plagas justicieras. Vio en esa relación de sus padres el germen de la síntesis piadosa que por fin había aflorado en su alma y en su destino en este mundo.
En estas cosas pensaba Sayyid cuando vio entrar a Lorenzo en la casa. Se le ocurrió la idea en ese momento, nada más ver a su pequeño vecino. Nadie buscará nunca nada donde un niño, se dijo. Reflexionó sobre ello un instante, aún en el banco, con los brazos desplegados sobre el respaldo. Cuando subió a la casa, lo vio en la escalera, donde solía estar. El niño, que le había echado una mirada de reojo al entrar en el portal, le preguntó qué hacía sentado en aquel banco.
—Pensaba.
—¿Y qué pensabas?
—Si podría hacer una cosa o no podría.
—¿Una cosa importante?
—Mucho.
—¿Y no me la puedes decir?
—Sí, en realidad sólo a ti te la puedo decir.
El niño lo miraba con los ojos más abiertos aún.
—Me preguntaba si tendrías un lugar secreto y si podría confiar en ti.
Lorenzo recapacitó unos segundos, mientras daba toda una vuelta alrededor de Sayyid.
—Tengo dos lugares secretos. Nadie los conoce.
—¿Y yo podría conocerlos?
—No, son secretos.
—Pero si confío en ti, tú tienes que confiar en mí.
—¿No lo dirás nunca?
—Nunca.
—¿A nadie?
—A nadie.
—¿Ni a tu madre?
—Ya te dije que mi madre murió.
—Pero es igual, se lo puedes decir aunque esté muerta.
—Vale, no se lo diré ni a mi madre.
—Entonces sí te lo diré.
—Aunque, ahora que lo pienso, prefiero no saberlo.
—Pero es que ahora sí te lo quiero decir.
—¿Puedes guardarme una cosa en ese lugar secreto?
—¿Qué cosa?
—Un paquete. Está muy envuelto, no es mío y no estaría bien abrirlo.
—¿Por qué?
—Se podría molestar su dueño.
—¿Y tú lo conoces?
—Sí, no es un tipo simpático.
—Dámelo cuando quieras. No lo abriré.
—Pero no lo puede ver tu madre.
—Mi madre no sabe dónde están mis sitios secretos.
—¿Me lo dirás entonces?
—Sí, pero al oído.
Sayyid bajó la cabeza y Lorenzo le dijo dónde estaban sus lugares secretos. Sayyid no pudo reprimir una sonrisa que enseguida quiso borrar de su cara para que el pequeño no se la viera. Entonces subió a por el paquete para dárselo a Lorenzo. «Soy la abeja de Mahoma, que cae como un misil picudo sobre sus enemigos», recordó que le decía siempre a su madre, en El Cairo, cuando jugaba de niño.
ADA.
Bébeme, frasquito
Dejo correr el agua caliente hasta que el vaho llena todo el cuarto de baño. La piel, con la humedad, se contrae, y mi cicatriz se vuelve una pequeña cordillera. La toco con los dedos; está rugosa, como las yemas de los dedos.
El vaho prolongado es como tener la niebla en casa o ver a través de un glaucoma. Los celos son iguales al vaho de los baños: una deformación de la realidad, la pérdida del verdadero contorno de las cosas.
Todo se vuelve cordillera, nada es liso. Todo puede ser al revés, por culpa de los celos.
Sentí celos de Eva, sobre todo al principio. Todavía los tengo, porque en el amor siempre están latentes, agazapados, ilógicos, a punto de saltar.
Y cuando Gabriel sale de casa, todavía hoy, lo primero que me figuro es que ha ido a buscarla, a citarse con ella, aunque no tengo ningún motivo para creer eso, porque sé que Gabriel me ama.
Me dan ganas de correr detrás de él por las escaleras y preguntarle: «¿Sigues en contacto con ella?»
Pero cuando estoy en el baño rodeada de un vaho blanco, la fantasmagoría crece y me imagino monstruos pululando por mi mente, sombras que fingen y me susurran: «Ah, se ha dejado poseer por la necesidad de volver a verla.»
Y entonces me enveneno a mí misma pensando que quiere sentir otra vez el cuerpo de Eva, que me engaña porque desea hacer el amor con ella, aunque luego seguro que se arrepentirá. Los dos se arrepentirán. Pero tenían que seguirse la pista hasta cerciorarse de que ya no había ninguna esperanza de vida en común.
Levantarán la cabeza y cada uno se dirá: «¿Qué hago aquí?», y cada uno se vestirá rápidamente, y cada uno se irá.
A veces, cuando me dice que la ha visto en la calle o que le han hablado de ella, esos celos aumentan. Me repito de nuevo que no hay motivo, pero, al contármelo, creo absurdamente que un piloto rojo se le enciende dentro, avisándole de que puede volver sobre sus pasos en la vida, si se lo propone. Dar marcha atrás siempre es posible, incluso para él. Incluso para mí.
Gabriel también sintió celos de Santiago durante un tiempo, hasta que le conté lo de la violación y los últimos tiempos con él. Desde entonces no me ha vuelto a hablar de Santiago, ni a citar su nombre. A veces lo insulta, él solo, por la casa. «¡El muy cabrón!», exclama al recordarlo. Aunque también me escucha muy respetuosamente cuando yo lo nombro, al hablar de mis hijos, o le cuento algo que hacía o dejaba de hacer con mi ex marido.
Gabriel me cuida, por encima de todo, como nunca nadie lo ha hecho. Necesitaba que lo hiciera, y necesitaba sentirme suya, tengo genes de rehén.
Está pendiente de mis horarios, de las pastillas que tengo que tomar, de la preocupación que me ronda por la cabeza, de mi cóctel favorito, de mi cantante preferida, de mis gustos en el vestir, por ejemplo: recuerda qué ropa me sienta bien y qué calzado me he probado en una tienda o he visto en un escaparate, con grandes exclamaciones de ¡Lo quiero, lo quiero, lo quiero!, y al poco tiempo aparece esa ropa y ese calzado envueltos como un regalo inesperado. Me acompaña al médico.
Nunca levanta la voz; si se enfada, se calla; odia las imposiciones porque sí. Pero puede ser arbitrario y pasional, como yo, y eso nos une con unos permanentes puntos suspensivos para todo. No es blando; es sólido.
Me besa por sorpresa, en medio de la tarde, de la noche y de la mañana. Me besa la tripa como a un animalillo. Amo su boca cuando hace eso, y el roce áspero de su barba cuando pasa por mi espalda o por mi pubis, y me parece sexual el gesto que tiene de morderse el labio cuando se arquea sobre mí deliciosamente antes de besarme los míos, y me estremece mientras la punta de su lengua baja luego por mi cuello hasta la clavícula.
Me cuida. Se da cuenta antes que yo de que se me ha roto una uña, de que me dejo olvidada una sortija en un lavabo o de que he quedado con mi hermana por su cumpleaños.
Me interroga sobre mis ojeras, demasiado profundas, según dice siempre. Y al verme respirar aceleradamente cuando estoy cansada, ironiza: «Con esos síntomas, no me durarás mucho, me temo.» Bromea, pero yo sacudo la cabeza, espantando sombras, y le digo que es sólo mi alergia veraniega.
Nacer. Morir. Nacer otra vez. Morir otra vez. El pico de los dientes de sierra del fluir de mi vida está ahora otra vez en «nacer», nacer de nuevo a mi edad; porque lo de morir no entra en ninguno de mis cálculos. Pura estadística de probabilidades.
De Spinoza leo: «Los cuerpos se distinguen entre sí en razón del movimiento y el reposo, de la rapidez y la lentitud.» No dice nada, el gran sabio, sobre la resistencia ni sobre la equivocación. Pero los cuerpos también resisten y también se equivocan.
Los celos forman parte de la resistencia y de la equivocación, sé que son erróneos; son lo contrario de lo natural, o como decirle al frasco: ¡bébeme!
Cómeme, pastel
Este calor asfixiante de junio me recuerda los veranos con Santiago, en la playa, en sus brazos, antes de tener hijos. Me extendía la crema por la espalda con su mano grande. Estaba detrás de mí, de rodillas, con las piernas abiertas. Casi cabía yo entre ellas.
Cuando estuve con la abogada hace varios días, me preguntó qué sentimiento conservaba al pensar en Santiago. Le dije que ya no tenía ninguno, pero me sentí cruel, injusta, despiadada al oírme. Recordaba su mano por mi espalda, aunque quería odiarlo.
A veces creo que lo he conseguido. He conseguido odiar a mi marido.
Hubo un tiempo en que, viviendo aún con él, temí que hubiese más agresiones, más «juegos de adultos», como las llamó una vez. Santiago no sabe por qué me enamoré de Gabriel —se lo dije a la abogada—, pero en realidad fue porque me desenamoré de él hasta agotar los últimos fragmentos amorosos, filamentos irreconocibles de lo que fuimos.
Pero el otro día fue horrible. Me quedé helada.
Él mismo pasó a ser su único enemigo. Me lo demostró de nuevo ese día, cuando ocurrió lo peor y definitivo. El jueves por la tarde salíamos los dos del despacho de su abogada, que entonces había ya decidido ser también la mía, y de pronto me agredió a su manera, entre torpe y salvaje, como si viviera en otra dimensión.
Fue en el rellano de la escalera, en el principal: me cogió por el brazo y trató de besarme, pero aparté la cara; luego, enrabietado, quiso quitarme la ropa. «Date la vuelta», dijo.
Me resistí y me golpeó en un costado, un puñetazo seco, tal vez para paralizarme y que dejara de moverme; me quedé sin aire mientras ponía una mano en mi boca para que no gritara. Era inútil. Grité.
Me empujó contra la pared y oprimió mi vientre con su rodilla. No consentí a mi cerebro que ni por un segundo imaginase que fuera a violarme allí mismo, a dos pisos del bufete.
¿Acaso estaba tan loco? ¿Era tal su obsesión? ¿Tanto había degenerado el que había sido mi marido tantos años? Me zafé de él y salí corriendo a la calle, pero vine a parar contra un contenedor amarillo vacío. Con el impulso, casi caigo dentro. Tuve suerte porque en ese momento pasaba un taxi. Lo llamé y me monté en él.
Miré hacia atrás por la ventanilla del coche mientras avanzaba. Santiago salía del portal de la abogada Vergara mirando a un lado y a otro, arrepentido o sencillamente sin entender que yo hubiera huido cuando él había intentado arreglar las cosas, evitar la ruptura final, ser cariñoso. «Somos adultos, exageras», sería su frase.
Me dio asco. No reconocía a Santiago en aquel ser bruto y agresivo. La crisis final de un matrimonio es siempre un final plagado de infamias y de miserias, pero él estaba en un límite enfermizo.
Cuando se lo relaté a Gabriel, quiso ir a hablar con Santiago, decirle palabras duras, quizá amenazarlo. Temí que acabase peor y le rogué que no fuera, que lo dejara estar.
Al final, cuando no hay amor, los matrimonios acaban siendo sombras errantes por la casa, por la vida, contra toda esperanza.
Puedo hacer una lista: los buenos años compartidos, los malos años compartidos, el sabido desgaste, darse la espalda en la cama, los silencios, el carácter insoportable, las discusiones por cada minúsculo palmo de terreno, algo de sexo como un aplazamiento, el desprecio creciente, la falta de admiración, los miedos, las cobardías, la verdad desnuda sobre quiénes somos y quiénes no somos, el andamio infinito de las mentiras ridículas, la pretensión ingenua de ser amigos pese al ardor de la batalla, las treguas vulneradas, la incomprensión absoluta, el aislamiento interior, ésta es la lista de los ingredientes de una receta de cocina cuyo resultado es el postre del odio. El más grande y general postre del mundo.
Esto nos devora, como un pastel que se nos come a nosotros mismos.
En el taxi que me llevaba hacia Gabriel, observé los grafitis de las calles, para pensar en otras cosas. Lo llenan todo, abruman, son omnipresentes en Madrid. A veces son sólo firmas. Vi frases contra el islam. Vi frases contra los gays. Vi frases contra los negros. Vi frases contra la policía. Vi una frase contra mí: «Eres mujer. No te quejes. Podías ser mascota.»
El mundo siempre ha estado al revés. Cuando eres grande, eres pequeña, y cuando eres pequeña, eres grande. Llamé a la abogada y se lo conté todo.
EVA. Desde su posición alejada parece un detective. Eva no puede verlo, pero él la observa detenidamente, hipnotizado. ¡Qué insólito le resulta estar allí! Ella etiqueta unas cajas amarillas con una máquina con forma de pistola, mientras Karen, con un pantalón vaquero y una camiseta naranja, prepara el escaparate; es el inicio de las rebajas. Eva lleva un vestido blanco crudo al estilo de los setenta, con minifalda. Gabriel piensa si esa altura de la falda sería una buena medida de la impureza que Sayyid repudia en Eva.
Sabe que aquello que está haciendo, como un espía, sustraído a su mirada, es algo indecente o sórdido, por así decir, pero lo hace sin escrúpulos. Le satisface. Eva lo calificaría de «denso». La densidad de hacer algo reprobable, supone.
No ha sido una cosa premeditada, salió así; sin embargo, un impulso automático, y por tanto asumido como una decisión irresponsable, lo ha llevado a plantarse en los alrededores de la tienda como un cazador furtivo.
Quiso saber qué hacía Eva, cómo estaba, si había caído en picado o se mantenía en su nirvana particular, como le ha dicho Adrián, cómo vestía ahora, qué cara tendría después de transcurridos tantos meses (porque las caras cambian mucho cuando el amor se va), recordar el lóbulo de su oreja, recorrer con los ojos la línea de sus labios, recuperar la gracia de sus movimientos, unos movimientos hacia los que él tenía un profundo fervor porque evocaban mucho de su vida, un giro de la cintura, un brazo que se extiende, un parpadeo, la mano que se abre, su manera de abrazarse las rodillas al sentarse, todos esos movimientos que tanto había amado.
El cuerpo de Eva, visto ya desde su parapeto de espía, habla de él como un álbum de instantáneas del pasado. Allí está ella, se dice, lejos o cerca, según se juzgue, y él, arrastrado hacia un camino que ignora y experimentando el fin del deseo como quien se limpia los dedos en la manga, sucumbe a la perversión de averiguar quién la visita ahora, de tratar de sorprenderla en un acto imprevisto, por ejemplo el encuentro casual con Sayyid o con otra persona desconcertante. Pero es un resabio demasiado masculino del que no se enorgullece.
Ahora ya no se pertenecen. Y además ama a Ada con todo el renacer de sus fuerzas. No sabe, entonces, por qué está allí, casi agazapado, sin moverse, mirando fijamente hacia la tienda, consciente en el fondo de que no tiene ningún derecho a hacerlo.
Nunca lo habría tenido, en ningún caso, ni ahora ni antes, en el pasado, cuando vivían juntos. Sólo sabe con certeza que, tras caminar dos manzanas a la salida del Metro ha desembocado en la calle Serrano por el lado de Villanueva. Se ha apostado en el callejón de Gurtubay detrás de un cuadro de mandos para semáforos, un monolito gris puesto en medio de la acera que le llega a la altura del pecho. Ha calculado que si tiene que salir corriendo, más avergonzado que otra cosa, aquélla puede ser una buena retaguardia para huir.
Por el filo de la esquina, ve en diagonal la esquina contraria, la de la calle Jorge Juan, donde se halla la zapatería de Eva. Está encendido el luminoso de neón rojo con el nombre de la tienda, Anna Magnani, en minúsculas que se entrelazan como escritas a mano. En el interior, la foto de Anna Magnani ocupa casi una pared entera (justo detrás de donde hay un pequeño mostrador con la caja registradora encima, un modelo de anticuario algo snob, a la que Karen ha pegado postales de varias ciudades del mundo, Londres, Tokio, Buenos Aires, Quebec); ese rostro de la Magnani es un fetiche que había unido a Eva y a Karen desde que se conocieron en una boutique de Roma que también se llamaba Anna Magnani; cada una tenía una deuda personal con esa imagen: a las dos les parecía una mujer valiente, pasional y vulnerable, el anhelo y el rechazo de lo que ambas querían ser.
No recuerda que aquella foto de la actriz fuera tan grande. Debido a su tamaño, se ve perfectamente desde donde él está, parado en la acera opuesta.
Karen se ha tumbado descalza sobre el tablero del escaparate; en un rincón, se alinean los zapatos; lleva en las manos papelitos de colores y cinta adhesiva, como si fuera a decorar su cuarto para una fiesta. En la piel de unos zuecos Scholl empieza a clavar alfileres pegados a un rotulito con el nuevo precio escrito junto al antiguo, tachado. No obstante, algo no va bien. Ve que Eva se acerca desde el otro extremo de la tienda, donde deja una columna tambaleante de cajas amarillas de sandalias Yin, y discute con Karen, por el decir de sus aspavientos.
Eva está alterada, de mal humor, y no tiene paciencia con los habituales despistes de Karen; es obvio que ha puesto los alfileres sobre los zapatos equivocados: Karen los quita pacientemente de los zuecos Scholl para clavarlos ahora sobre unas manoletinas Xacaret. Ve sus labios pero no llega a leerlos. Las dos hablan a la vez sin escucharse. Eva chilla sin dejar de hacer gestos. No le habría gustado en ese momento estar en la piel de Karen, aunque alguna vez lo ha estado, con la voz inamansable de Eva en sus oídos.
Pensar en Eva, verla allí, desenvolverse en su nueva vida con nuevas amarguras que combatir y nuevas felicidades que inaugurar, todo eso se ha convertido en una especie de materia opaca para él ante la que se siente hechizado. Vuelve a preguntarse qué hace espiando a su ex mujer. Tal vez Adrián le ha revelado una Eva desconocida para él, al contarle su seducción por Gamal Sayyid.
Cuando se calma y regresa a las cajas amarillas, algunas atadas con bramante que corta con unas tijeras siempre extraviadas (Eva ha girado sobre sí misma, de rodillas, para buscarlas), Gabriel empieza a mirar su espalda, la línea de sus hombros, le viene el recuerdo del tacto de sus brazos, de sus piernas. Se ha cambiado el peinado, ahora lo lleva más corto. También nota los cambios del reloj de pulsera, de la cintura más delgada, de la aparición de un tatuaje en el dorso del hombro, un dragón alado o una salamandra, desde su posición no se distingue bien. La nota cambiada; en otro momento de su vida le habría gustado conocerla, tal vez besarla. ¿La espía por eso, para convertirla en otra definitivamente?
Siente que ha inaugurado una especie de vínculo nuevo con Eva, y secreto; una relación basada en la mirada, aunque injusta, porque ha impuesto las reglas: sólo mirará él; es un acto voyeurista de pésima aceptación por su parte, de haberlo sabido ella. Comprueba que puede venir todos los días, si quiere, y pasarse horas enteras espiándola. Para Gabriel entonces se convierte en una certificación, una prueba de vida: Eva sigue existiendo fuera de él.
Otro día puede seguir sus pasos hasta un cine o hasta donde sea el encuentro con su amante, con Sayyid tal vez, si lograba quitarse de la cabeza su condición de impura para él.
Otro día podría grabarla, siempre sin que ella se diera cuenta. Lo haría con normalidad; con frialdad. Puede pasar a ser el notario de sus actos, un registrador de los hechos de su vida. Pero renuncia en ese instante a hacer algo así. Sería en realidad un ladrón de su tiempo, un vampiro de su entorno.
En el fondo se defiende, de alguna manera. Tiene miedo de ella. A lo largo de su separación, desde el atentado en que ha nacido tanto a una inédita soledad como a otra vida, y desde que ha encontrado a Ada y algo muy profundo cambió en esa nueva vida, Eva ha estado presente bajo la forma de un miedo atávico, primitivo, en lo más hondo de su ser. Un miedo que arranca de su nombre auroral: Eva, la Eva bíblica, el origen; teme por eso, quizá, perder la raíz, como siempre ha sido Eva para él, un principio.
También tiene miedo a perderse en el laberinto de sí mismo sin ella. Un miedo, en fin, a perder el nexo con su afecto, su estima, su amor —aunque ya no sea amor lo que sienta ninguno de los dos—, a ser tenido por ella como un ser definitivamente ajeno. ¿Miedo a pasar a ser una especie de huérfano de esposa?, se pregunta. ¿Por qué no puede soportar esa ajenidad para con Eva?
Todo esto es difícil de explicar, porque se trata de un sentimiento sin gobierno que asalta su cabeza; a lo máximo que alcanza a explicarse es que tiene miedo a decepcionarla, miedo a perder su respeto. Pero luego ese temor va descendiendo en intensidad, y después el miedo es a su tono de voz y a su enfado (un momento de vulgaridad insoportable), que remueve viejos fantasmas en su interior. Y luego a su venganza. Y luego, en suma, a perderla de vista, a carecer de ella como a carecer de sentido, iniciando un retroceso en el tiempo hasta verse tal cual era antes de conocerla. Su miedo a Eva, por tanto, acaba siendo un claro miedo a sí mismo, deduce.
Porque los ángeles no son buenos, bien lo sabe. No lo son en absoluto. Sólo son hombres extraños con extrañas historias.
Por eso ha empezado a espiar a su ex mujer. Está una hora y media apostado en ese lugar incómodo. Demasiado tiempo para un cojo. Luego su bastón y él se marchan por donde han venido. Quiere que Eva quede atrás como quedan atrás esas fotos que se queman sobre un cenicero o un objeto que se entierra en un jardín, pero sencillamente eso es imposible.
SAYYID. «En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso. Juro por Él, que envió a Mahoma con la Verdad, que este acto de martirio contra los enemigos de Dios es su venganza por cada injusticia y cada muerte de mis hermanos musulmanes. Allah derriba por mi mano las casas de los infieles y de los perros que les sirven, y las casas caen sobre ellos porque ellos siguen masacrando a nuestras mujeres y a nuestros hijos en todo el mundo, con la excusa malvada de combatir el terrorismo. Ya os preparamos para la rabia hace un año, pero sólo era una pequeña muestra de nuestra fuerza mortífera que no cesará, y os aviso que nuestro
Yihad
está mil veces más preparado contra vuestro terrorismo para expulsaros con humillación de nuestras tierras y de nuestras vidas. ¡Allah es grande! No hay más Dios que Allah.»
Gamal Sayyid releyó la nota que le había pasado Eddin. No sabía quién la había escrito. Tal vez el propio Alí de voz nasal y misteriosa que le llamó hacía una semana. Tan sólo tenía que aprendérsela de memoria y recitarla delante de la cámara, en la grabación del día anterior, la última, cuya fecha aún no se había fijado. Ya le dirían cuándo. Tampoco tenía todavía la cámara de vídeo, ni sabía si alguien lo grabaría o tendría que hacerlo él solo. En el fondo, al leerlas, eran palabras que, aunque retóricas para él, expresaban fielmente su pensamiento desde que salió de El Cairo. Le unían a todos los hermanos, le hacían sentirse parte del universo de los Creyentes. La temible abeja de Mahoma volvía a volar sobre las cabezas de sus enemigos.
Gabriel pensaba en
él
, en cierto modo; pero con otra identidad. Pensaba en ese otro terrorista durmiente que se había figurado vagando por Madrid. ¿Ya habrá recibido las instrucciones?, se preguntaba. ¿Le habrá visitado algún imán, le habrán enviado una cinta de vídeo explicativa desde Kabul, desde Kandahar o desde Islamabad, o directamente traída desde Riad por la habitual vía Rabat-Melilla? Él sabía que eso era así, porque el sistema aplicado era invariable, aunque discreto, y solían utilizar a una o dos personas intermediarias sin conocimiento de causa. Les llamaban «mudos».
Todo, en Madrid, se preparaba para la fatalidad de la repetición; sobrevolaba por el espíritu de la ciudad una sensación de inminencia y sólo era cuestión de tiempo, porque las medidas de seguridad policiales iban en aumento y no pasaba un día sin nuevas detenciones en el país; leves indicios hacían creer que un nuevo atentado estaba en camino. ¿Quién lo preparaba esta vez? Nadie lo sabía, no había ninguna filtración. Eso era lo exasperante.
Sayyid, sin embargo, evitaba últimamente dejar la menor pista que permitiera alentar sospechas sobre él, ni siquiera en Fred; no volvió a hablar con ningún compatriota ni ningún musulmán; no leía el Corán en casa, incluso se deshizo del ejemplar en árabe que tenía; no hacía comentarios sobre Irak o Afganistán, ni se pronunciaba a favor de los palestinos. Memorizaba diariamente la nota de Eddin, después de haberla destruido, como le dijeron; a Eddin mismo le advirtió, con una seca llamada telefónica, de que no volvería por Abu Bakr. «Es lo mejor para todos», le dijo. Aun así, recibió otra llamada de Alí relativa a esto.
Fue una tarde en que se presentó de improviso Archie Souza, cuya voz por el portero automático desconcertó a Gamal. Habían quedado para correr por el perímetro del Retiro, como cada jueves, pero Sayyid lo había olvidado; se excusó diciéndole que no se encontraba bien. «Los médicos aliviamos a los demás», dijo, «pero no sabemos cómo aliviarnos a nosotros mismos». El brasileño insistió en subir, ya que estaba allí, y Sayyid, sin resistirse, lo animó a que se quedara, aunque su estado de ánimo era sombrío. «Te prepararé un té, si quieres», dijo. Souza aceptó; subió dando zancadas por las escaleras para compensar el fiasco de las horas que había previsto correr y que, al no venir Sayyid, ya no haría. Correr solo le parecía demasiado aburrido.
Cuando vio a Souza entrar sudoroso por la puerta, Sayyid se esforzó por mostrarse sonriente. Para ello buscó dentro de sí algo que le distrajera de la obsesión que se estaba instalando en su vida diaria. Se acordó del viejo equipo de fútbol de su ciudad, en los días de su infancia. Le dijo a Souza que su aspecto le recordaba al de un extremo muy rápido del Zamalek, Safti, que siempre hacía la misma jugada, yéndose casi hasta la línea de fondo para centrar. Corría como alma que llevara el diablo y solía sacarle un cuerpo al defensa. Regresaba a su puesto envuelto en sudor.
—¿Siempre piensas en el fútbol, Gamal? —preguntó Souza.
—Claro que no —respondió Sayyid—, pero pensar en fútbol me vacía la cabeza de otras cosas. ¿Tú no piensas en unas cosas para no tener que pensar en otras?
—A veces. En Brasil siempre pensamos en fútbol. Es una obligación nacional. Por eso procuro pensar en cosas que no sean fútbol, para variar. Oye, ¿está Fred?
—No, no ha llegado todavía. Vendrá luego. ¿Quieres ver una foto de aquel Safti?
—¿De quien?
—De Safti, el extremo del Zamalek. La tengo recortada en alguna parte.
—Déjalo, amigo. Prefiero ese té, o mejor darme una ducha. Mira cómo estoy.
Fueron hasta la cocina y se sentaron a la mesa. En ese momento sonó el móvil en el bolsillo de Sayyid. Era Alí. Lo cogió y oyó que una voz nasal que ya le era familiar se refería a él en todo momento como Hamed, tal como habían acordado. Su rostro volvió a ensombrecerse, pero se sobrepuso para disimular ante Archie. Sayyid estuvo muy parco al teléfono, y apenas si contestaba con monosílabos, lo que enseguida puso sobre aviso a Alí de que no estaba solo.