El lenguaje de los muertos (61 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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Harry estaba intrigado, y también inquieto. Los gitanos tienen extraños talentos, y también los difuntos, aunque su muerte sea reciente.

—¿Me está diciendo la buenaventura? Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que cubrí con plata la palma de un Viajero.

¡Plata, sí!
—exclamó el otro—.
Mis palmas nunca volverán a sentirla, pero han cerrado mis ojos con monedas de ese metal. No. Harry, cúbrase usted de plata, ¡cúbrase usted!

Ahora Harry no sólo estaba perplejo, sino que comenzó a alentar sospechas. ¿Qué sabría este anciano? ¿Qué podía saber, y qué estaba tratando de decirle?

Los pensamientos de Harry no estaban protegidos, y el rey gitano los percibió y respondió.

Ya he hablado demasiado, y puede que algunos me consideren un traidor. Bien, dejemos que lo piensen. Después de todo, soy viejo y estoy muerto, y puedo permitirme una última satisfacción. Pero usted ha sido amable, y la muerte me ha puesto más allá de toda pérdida
.

—Su advertencia es siniestra —observó Harry, pero no obtuvo respuesta; sólo una nubecilla de polvo señalaba que por allí había pasado una caravana.

—¡Mi camino ya está fijado! —gritó Harry—. ¡E iré hacia allí! —La respuesta fue un suspiro; solamente un suspiro—. Gracias, de todos modos —continuó Harry—. ¡Y adiós!

Y sintió que su interlocutor meneaba tristemente la cabeza…

Harry dejó el hotel Sarkad de Mezobereny a las once de la mañana, y esperó a su taxi a un lado de la carretera. No llevaba más equipaje que una bolsa de viaje que contenía muy pocas cosas: un saco de dormir, un mapa del distrito de pequeño tamaño y unos bocadillos que le había preparado la hija del dueño del hotel.

El sol calentaba mucho, y los sucios cristales del viejo coche parecían aumentar su calor; Harry sintió que le quemaba las muñecas, y la sensación sólo podía compararse con la producida por un molesto salpullido. En Bekes, el primer pueblo por el que pasaron, Harry hizo un alto para comprar un sombrero de paja de ala ancha.

Desde Mezobereny al lugar donde le iba a dejar el taxi, cerca de la frontera con Rumania, había unos veinte kilómetros. Antes de que el conductor se fuera, Harry se aseguró de que su mapa era correcto y de que el paso en la frontera entre los dos países estaba a dos o tres kilómetros más adelante, en un lugar llamado Gyula.

—Sí, Gyula —dijo el conductor del taxi, señalando a la carretera—. Desde la colina verá a Gyula, y a la frontera.

Harry miró cómo daba la vuelta con el coche y se alejaba; después se colgó el bolso del hombro y siguió a pie. Hubiera podido seguir en taxi hasta la misma frontera, pero no había querido que le vieran llegar de esa manera. En un camino vecinal, un caminante pasa más inadvertido.

Estaba en pleno campo; bosques, campos verdes, cultivos, setos, animales que pastaban; parecía una buena tierra. Pero más adelante, y pasada la frontera, se hallaba el macizo central de Transilvania. Quizá no tan ominoso como los montes meridionales, pero de todos modos montañas misteriosas y amenazantes. Y cuando la carretera subía hasta las crestas de las ondulantes colinas, Harry podía ver a unos cincuenta kilómetros los picos de un azul grisáceo. Se erguían en el horizonte, una cadena de brumosos riscos oscurecidos por la distancia y las nubes bajas. El destino de Harry.

Y desde la parte más alta de las colinas también podía ver el puesto fronterizo, con su barrera pintada a rayas rojas y blancas que cruzaba el camino, junto a la casa de los aduaneros, un chalet que parecía austríaco. En otra época, cuando utilizaba el continuo de Möbius, las fronteras no habían inquietado a Harry, pero ahora significaban para él una considerable molestia. Sabía que no había manera de cruzar ésta, al menos no yendo por la carretera. Pero ya había tenido esto en cuenta al trazar su sencillo plan. Ahora que sabía exactamente en qué lugar del mapa se encontraba (y conocía con precisión el trazado de la línea fronteriza), continuaría fingiendo que era un turista, y pasaría tranquilamente el día en algún pueblecito o caserío. Allí estudiaría el mapa hasta conocer la zona de pe a pa, y buscaría una ruta segura a Rumania. Sabía que los de la Securitatea desplegaban gran celo para evitar que los rumanos abandonaran su país, pero no creía que se preocuparan mucho por los forasteros que pretendían entrar en él. Después de todo, ¿quién, en su sano juicio, pretendería entrar clandestinamente en Rumania? ¿Quién? Pues Harry Keogh…

Al pie de la colina había una encrucijada, y uno de los caminos, el menos importante, se internaba hacia el norte en un espeso bosque. Y a menos de dos kilómetros, cruzando ese bosque…, estaba Gyula. Harry podía ver las columnas de humo que se alzaban de las chimeneas, y las brillantes cúpulas bulbosas de las iglesias. Parecía un lugar tranquilo, que era precisamente lo que convenía a sus planes.

Pero cuando bajó la colina y giró hacia la izquierda, en el interior del bosque oyó otra vez el familiar campanilleo, y vio acampados bajo los árboles a los mismos carromatos gitanos que habían pasado esa mañana bajo su ventana. No hacía mucho que estaban aquí, y los Viajeros estaban terminando de instalar el campamento. Uno de los hombres, que llevaba botas negras, pantalones de cuero y camisa rojiza, y atado a la frente un pañuelo a lunares blancos para sujetar sus largos y brillantes rizos negros, estaba sentado en una valla mordisqueando una brizna de hierba.

Cuando Harry pasó a su lado, le saludó sonriendo y dijo:

—¡Hola, extranjero! Camina solo. ¿Por qué no se sienta a beber conmigo, y se quita el polvo de la garganta? —Tenía en las manos una larga y delgada botella de slivovitz—. ¡El año que destilaron este licor, las
slivas
eran muy fuertes!

Harry iba a decir que no, pero luego se lo pensó mejor. «¿Por qué no?», se dijo. Además, podía estudiar su mapa sentado bajo un árbol. Y de esa manera, llamar menos la atención sobre su persona.

—Es usted muy amable —contestó—. ¡Y habla mi lengua!

El gitano sonrió.

—Hablo muchas lenguas. Un poco de cada una de ellas. Somos Viajeros, ¿y qué otra cosa podría esperarse de nosotros?

Harry entró con él en el campamento.

—¿Y cómo sabía que soy inglés?

—¡Porque no es húngaro! Y porque los alemanes ya no vienen a este lugar. Además, si fuera francés, vendría en un grupo de dos o tres personas, con pantalones cortos y en bicicleta. Pero no sabía que usted era inglés. Y si no me hubiera contestado, seguiría sin saberlo. Claro que, mirándolo bien, usted tiene pinta de inglés.

Harry miró los carromatos, con sus extraños blasones tallados, y sus adornos pintados. Los símbolos eran tan estilizados que parecían fundirse con los adornos, como si hubieran sido escondidos deliberadamente en el diseño. Y cuando los miró más de cerca —aunque mantuvo el aire de un observador casual—, vio que tenía razón, y que los habían ocultado deliberadamente. Estaba interesado en el coche fúnebre, que se hallaba algo apartado de los otros carromatos. Dos mujeres vestidas de negro estaban sentadas en los escalones, las cabezas bajas y los brazos caídos a los lados.

—Un rey muerto —dijo Harry, y vio con el rabillo del ojo que su nuevo amigo se sobresaltaba.

Las cosas comenzaban a tomar forma en su mente, como piezas de un rompecabezas que revelaban una figura.

—¿Cómo sabe que era un rey? —preguntó el hombre.

—Es evidente que el carromato, aunque oculto por las flores y las cabezas de ajo, es espléndido, y digno de un rey de los Viajeros. Y ahora transporta su féretro, ¿verdad?

—Lleva dos féretros —respondió el otro, y miró a Harry con algo de desconfianza.

—¿Y eso?

—El otro es para su mujer. Es la más delgada, de las dos que están sentadas en los escalones. Está muy apenada, y no cree que pueda sobrevivir mucho tiempo a su marido.

Se sentaron en las nudosas raíces de un gran árbol, y Harry sacó sus bocadillos. No tenía hambre, pero quería ofrecérselos a su «amigo» gitano, para agradecerle el buen brandy de ciruelas.

—¿Van a enterrarlos? —preguntó al cabo de un rato Harry.

El gitano señaló hacia el este con aire casual, pero Harry sintió que el hombre le estaba estudiando.

—Sí, a la sombra de las montañas —respondió.

—He visto un puesto fronterizo muy cerca de aquí. ¿Les dejarán pasar?

El gitano sonrió, y un diente de oro relució al sol, que se filtraba entre las ramas de los árboles.

—Éste ha sido nuestro camino desde mucho antes que existieran los puestos fronterizos, o incluso las señales camineras. ¿Usted piensa que ellos querrán detener un cortejo fúnebre? ¿Y arriesgarse así a que los gitanos los maldigan?

—La antigua leyenda de la maldición de los gitanos funciona, ¿verdad? —dijo Harry, sonriendo.

—Sí, funciona —dijo el otro sin responder a la sonrisa de Harry.

Harry contempló el paisaje, aceptó otra ronda de brandy y bebió un buen trago. Era consciente de que los otros hombres de la tribu le miraban, pero disimuladamente, mientras continuaban con los trabajos del campamento. Percibía la tensión que había en ellos, y él mismo se sintió presa de sentimientos contradictorios. Tenía la impresión de que había descubierto la manera de cruzar la frontera, y pensaba que los gitanos aceptarían de buen grado llevarle con ellos. Más que de buen grado: ¡era probable que quisieran llevarle aunque él no lo deseara!

Lo más extraño era que no sentía ninguna animosidad hacia este hombre, hacia la gente de la tribu, aunque ahora estaba convencido de que estaban aquí para hacerle caer en una trampa. No les tenía miedo; de hecho, de todas las circunstancias que podía recordar, ésta era la que menos temor le había inspirado en toda su vida. El problema era el siguiente: ¿debía caer fingiendo no darse cuenta, pasivamente incluso, en la trampa que le tendían, o tenía que intentar salir del campamento? ¿Debía aludir a la situación, hacerles ver que sospechaba de ellos, o seguir haciéndose el tonto? En resumen, ¿era mejor ir con ellos «tranquilamente», o armar un lío y recibir algún que otro golpe?

De una cosa estaba seguro: Janos le quería vivo, deseaba enfrentarse a él cara a cara, de hombre a hombre, y eso significaba que los cíngaros jamás le harían daño. Ahora que estaba atrapado, puede que fuera mejor quedarse quieto y dejar que el monstruo le arrastrara hacia él. Parte del camino, al menos.

Cuando él abra ante ti sus grandes mandíbulas, métete por ellas; Janos es más vulnerable en el interior…

¿Fui yo quien pensó eso, o eres de nuevo tú, Faethor?
—preguntó Harry en la lengua de los muertos.

Tal vez somos los dos
—respondió una voz profunda en su interior.

De modo que eras tú
—afirmó Harry—.
Muy bien: en esta ocasión jugaremos a tu manera
.

¡Muy bien! Créeme: tú (¿o nosotros?) eres quien domina el juego
.

—¿Cree que puedo descansar un rato aquí? —le preguntó Harry al Viajero mientras estaban sentados bajo los árboles—. Es un lugar muy tranquilo, y quisiera sentarme a consultar mi mapa, y planear el resto del viaje. —Harry tomó un último sorbo de slivovitz.

—Claro que sí. Puede estar seguro de que no corre ningún peligro… mientras esté aquí.

Harry se estiró en el suelo, apoyó la cabeza en el bolso y estudió el mapa. Halmagiu debía estar a unos cien kilómetros. El sol estaba apenas por debajo del cénit, y era pasado el mediodía. Si los Viajeros se ponían en marcha a las dos de la tarde (y si mantenían una velocidad constante de doce kilómetros por hora), llegarían a Halmagiu a medianoche. Y Harry con ellos. No tenía idea de cómo se las arreglarían, pero estaba seguro de que encontrarían un medio para hacerle pasar el puesto fronterizo. Estaba tan seguro de ello como de que había visto un murciélago de ojos rojos que se alzaba del borde de una urna, pintado entre el decorado del carro fúnebre del rey gitano.

Cerró los ojos, y mirando en su interior, le habló en la lengua de los muertos a Faethor:

Creo que cuando amenacé a Janos con invadir su mente, le hice huir atemorizado
.

Fue una maniobra audaz de tu parte
—respondió de inmediato Faethor—
Un farol muy astuto. Pero estabas en un error, y es una suerte que Janos se lo haya creído
.

¡Pero si yo seguía tus instrucciones!
—protestó Harry.

Entonces, es evidente que no me he explicado bien
—dijo Faethor—.
Yo quería decir que tu mente es tu castillo, y que si él intentaba invadirlo, tú debías tratar de comprender sus reacciones, debías mirar en su mente, e intentar adivinar su funcionamiento. ¡No quería decir que realmente te metieras dentro de ella! Además, eso sería imposible, pues tú no eres telépata, Harry
.

Ya lo sé
—respondió el necroscopio—,
pero Janos no lo sabía a ciencia cierta. Después de todo, él había visto algunas cosas muy extrañas en mi mente. Tu presencia, entre otras. Y si tú me estabas aconsejando, era obvio que él debía ser muy cauto. La última cosa que él querría —él y cualquiera, incluyéndome a mí—, es tenerte a ti en la mente. Aun así, supongo que tienes razón, y que fue un farol ¡Pero me sentía tan fuerte! Tenía la sensación de que yo tenía las cartas del triunfo
.

Eres fuerte
—respondió Faethor—,
pero recuerda que a tus fuerzas se añadían las de la chica y las de Layard. Estabas utilizando sus talentos, que han sido enormemente aumentados
.

Lo sé
—dijo Harry—,
pero me sentía aún más fuerte. Puede que haya sido tu influencia, claro está, pero no lo creo. Yo sentía que todo era mío. Y creo que si hubiera sido un verdadero telépata, habría entrado en su mente. Aunque sólo fuera para hacerle a Janos lo que le hizo a Trevor Jordan
.

Harry sintió la aprobación de Faethor.

¡Bravo! Pero no corras antes de aprender a caminar, hijo mío
. —Y antes de que Harry pudiera responderle, Faethor preguntó—:
¿Irás con esos cíngaros, esos sucios Zirras?

¿Derecho a la boca del lobo?
—respondió Harry—.
Sí, creo que sí. Y ya que no puedo penetrar en su mente, lo haré en lo que podría ser considerado su «cuerpo», y tal vez le arrancaré unos cuantos dientes de camino. Pero quiero que me contestes a algunas preguntas. Si he hecho que le dé miedo intentar una invasión, o seducción mental, ¿qué hará la próxima vez? ¿Qué harías tú, si fueras Janos?

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