El lenguaje de los muertos (58 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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—Él dice la verdad —dijo Sandra—. Yo no podía entrar en la mente del necroscopio, no fuera que él entrara en la mía, y a través de mí en la de usted. Pero cuando sentí que estaba dormido, pensé que podía arriesgarme a echarle un vistazo. Lo intenté… y él ya no estaba allí. Y si estaba, había cerrado su mente.

Janos la miró durante un instante muy largo; su mirada escarlata ardió sobre Sandra y la penetró, hasta que estuvo seguro de que la joven decía la verdad.

—De manera que el necroscopio se aproxima —gruñó Janos—. Bien, eso era lo que yo quería.

—¿Lo que quería? ¿En tiempo pasado? —Sandra le sonrió, puede que con malicia—. Pero ya no lo desea, ¿verdad, Janos?

Él la miró con el entrecejo fruncido, la cogió del hombro y la obligó a arrodillarse junto a Layard. Después volvió la cara hacia el noroeste y extendió los brazos hacia la noche.

—¡Extiéndete, bruma de los valles! —entonó—. Invoco los pulmones de la tierra para que respiren por mí, y lancen al aire su turbio aliento para que oscurezca su camino. Llamo a mis familiares para que le busquen y hagan que yo conozca sus labores, y a las rocas de las montañas para que le desafíen.

—¿Y todo eso le detendrá? —Sandra intentó disimular su desprecio por el vampiro.

Janos volvió hacia ella su mirada púrpura, y Sandra vio que su nariz se había achatado como el hocico de un vampiro, y que las mandíbulas y el cráneo se habían alargado como los de un lobo.

—No lo sé —respondió por fin Janos, y su horrible voz hizo vibrar las terminaciones nerviosas de la joven—. Pero si no lo detengo de esta manera, puedes estar segura de que lo lograré con otros recursos.

Janos descendió con tres vasallos vampiros (guardianes, que cuidaban de la morada en su ausencia y guardaban sus secretos) a las olvidadas entrañas de la tierra, a un lugar de pesadilla que no estaba precisamente abandonado. Allí utilizó sus habilidades nigrománticas para conjurar a una dama tracia mediante sus cenizas. La encadenó desnuda a un muro y convocó a su esposo, un jefe guerrero de enormes dimensiones, que incluso en la actualidad era un gigante, y que en sus días debió de ser considerado un Goliat. Janos ya los había convocado en otras ocasiones, pero ahora su propósito era enteramente distinto. Hacía más de quinientos años que no saqueaba tumbas, y aproximadamente en la misma época había perdido el entusiasmo por las torturas y la necrofilia.

Mientras el guerrero tracio, todavía aturdido se tambaleaba desorientado, gimiendo en el humor púrpura y el agrio olor de su reanimación, Janos le arrastró ante su señora y le encadenó. Él se calmó en el instante en que la vio; las lágrimas cayeron de sus ojos y resbalaron por la curtida piel de sus mejillas y por su barba.

—Bodrogk —Janos habló en la lengua del guerrero—, de modo que reconoces a tu mujer. Observa también cuánto he cuidado sus sales: ella ha resurgido de sus cenizas perfecta, tal como lo fue en vida, y no como tú, lleno de cicatrices y quemaduras, y marcas producidas por la pérdida de tus sustancias. Tal vez cuando te envíe de nuevo a tu recipiente, debería recoger con más cuidado tus cenizas, tal como lo hago con las de ella. Claro que tú seguramente sabes que ella me ha sido más útil que tú. Porque tú sólo podías darme oro, mientras que ella…

—¡Sois un cerdo! —gritó el otro, con una voz que retumbó como un peñasco al quebrarse, e intentó alcanzar a su torturador.

Janos reía mientras sus vasallos luchaban con Bodrogk para impedir que se soltase. Pero luego dejó de reír y sostuvo en alto una jarra de cristal para que el tracio la viese.

—Ahora quédate quieto y escúchame —le ordenó—. Como ves, tu esposa favorita es poco menos que perfecta. Y que continúe así depende de ti. Ella no ha cambiado desde hace dos mil años, y así seguirá por el tiempo que yo desee, y ni un minuto más.

Mientras hablaba, sus vasallos sujetaron las cadenas de Bodrogk a unas grapas en la pared.

—Observa —dijo Janos.

Cogió una varilla de cristal y la sumergió en el líquido de la jarra, y luego salpicó con unas gotas el amplio pecho del tracio.

Bodrogk se miró, y abrió muy grandes los ojos y la boca en un gesto de asombro cuando el enmarañado vello de su pecho comenzó a humear allí donde el ácido le había salpicado; gimió y se retorció en sus cadenas, y luego cayó de rodillas en la agonía de la tortura. Y el ácido le corroyó hasta que su carne se disolvió y corrió en finos riachuelos rojos y amarillos que descendieron por sus temblorosos muslos. Su esposa, la última de las seis que Bodrogk había tenido en vida, le gritó a Janos que no siguiera torturando a su marido. Y también ella, llorando, se derrumbó entre las cadenas. Su esposo consiguió por fin ponerse en pie, y miró a Janos con ojos rojos de sufrimiento y odio.

—Sé que ella está muerta —dijo—, y que también yo lo estoy, y que vos sois un demonio necrófago y un nigromante. Pero al parecer, hasta en la muerte hay vergüenza, dolor y tormento. Y para evitárselos a ella, decidme qué deseáis de mí. Si conozco la respuesta, os la diré. Si puedo hacer lo que me pidáis, lo haré.

—¡Muy bien! —aprobó Janos—. Tengo a seis de tus hombres en sus urnas funerarias, donde yacen convertidos en sales, en cenizas, en polvo. Y ahora les sacaré de sus
lekythoi
y les reanimaré. Ellos serán mi guardia, y tú su capitán.

—¿Más carne para torturar? —gruñó sordamente Bodrogk.

—¿Qué dices? —dijo Janos con fingida pena—. Deberías agradecérmelo. En otra época eran tus compañeros, y combatíais hombro con hombro. Sí, y puede que volváis a hacerlo. Porque no estoy seguro de que mi enemigo vaya a estar solo cuando me ataque. Yo hasta tengo vuestras armaduras, con las que os defendíais hace tantos siglos, y que fueron enterradas con vosotros. De modo que ya ves, serás de nuevo un guerrero. Y te lo repito, deberías agradecérmelo. Ahora invocaré a esos hombres, y te ordeno que seas su jefe. Tu mujer se queda aquí. Y si permites que un solo tracio se alce contra mí…, será ella quien sufra.

—Janos —dijo Bodrogk, que continuaba mirándole fijamente—. Pedidme lo que queráis, y lo haré. Pero en vida, además de ser un guerrero, era un hombre justo. Y por eso quiero advertiros de una sola cosa: no perdáis jamás el mando. Ya sé que sois un vampiro, y muy fuerte, pero conozco mis propias fuerzas, que son grandes. Si no tuvierais a Sofía encadenada, os habría destrozado a pesar de vuestro ácido. Sólo ella me contiene…

La risa de Janos más parecía un ladrido.

—¡Ese instante nunca llegará! —respondió—. Pero también yo quiero ser justo: cuando esto esté hecho, y hecho según mis deseos, os convertiré a los dos nuevamente en polvo, y mezclaré vuestras cenizas y las arrojaré para siempre al viento…

—Con eso me basta —respondió el tracio.

—Entonces, que así sea.

Mientras el sol asomaba en el horizonte, Harry Keogh dormía. Pero en el mar Egeo, cerca de Rodas, Darcy Clarke y su equipo iban a bordo de un barco un poco más grande y más rápido que el que habían utilizado la vez antes, y dejaron Tilos a babor para dirigirse hacia el oeste, a Sima. Darcy, mirando distraídamente las aguas del mar, partidas en dos por la proa del barco, repasó una vez más los planes que habían hecho la noche anterior, intentando encontrar en ellos algún punto débil.

Recordó que David Chung se había sentado a la mesa en su habitación, mientras los demás lo rodeaban y contemplaban su actuación. Los padres de Chung habían sido adictos a la cocaína; la droga había arruinado sus cuerpos y sus mentes, matándolos cuando él era poco más que un niño. Y Chung, desde que ingresó en la Organización, había puesto su talento al servicio de un objetivo específico: la destrucción de todos los que traficaban con la miseria humana. De vez en cuando le habían asignado al localizador alguna otra tarea, pero en la Organización E todos sabían cuál era su fuerte.

La noche anterior Chung había empleado una pequeña cantidad de la sustancia que odiaba. Había puesto sobre la mesa un gran mapa del Dodecaneso, y encima del mapa una pizca del polvo tóxico, depositado sobre un delgado papel de fumar.

Chung había pedido silencio, y permaneció sentado allí unos cuantos minutos, respirando profundamente y llevándose de vez en cuando a la boca, con el dedo mojado, unos granos de droga. Después, había hecho volar de un solo soplido el papel de fumar y la droga, y había señalado un punto en el mapa con el dedo índice.

—¡Aquí! —dijo—. ¡Y es un alijo enorme!

Manolis Papastamos y Jazz Simmons aplaudieron, pero Zek, Darcy y Ben Trask no parecían muy sorprendidos. Estaban impresionados, claro está, pero la percepción extrasensorial era para ellos el pan de cada día desde hacía muchos años, y la actuación de Chung no les parecía algo extraño.

Luego Manolis había mirado el mapa de cerca, y había asentido con la cabeza.

—Es la isla de Lazarides —dijo—. De modo que ahora sabemos dónde se esconde el
Lazarus
. Y a bordo está toda esa mierda que el vrykoulakas robó del viejo
Samothraki
.

Después de eso, los planes habían sido los básicos. El objetivo: llegar a la isla en la hora siguiente al alba, cuando la tripulación de vampiros era menos activa, y destruir el
Lazarus
, vampiros incluidos, en el mismo lugar donde estaba anclado.

David Chung no participaba en esta operación; él ya había cumplido su parte, y ahora podía tomar tranquilamente el sol; no iba a ver al resto del equipo hasta que el trabajo estuviera terminado. Y ahora se dirigían a terminarlo.

Manolis trajo a Darcy al presente.

—Otra media hora y estaremos allí. ¿Quiere que veamos de nuevo lo que vamos a hacer?

—No —dijo Darcy—, todos conocen su trabajo. Y yo esta vez sólo soy un pasajero, al menos hasta que lleguemos a la isla y a la morada de Janos.

Darcy miró a su equipo. Zek estaba abriendo la cremallera de su mono. Debajo llevaba un breve bañador amarillo que dejaba muy poco trabajo a la imaginación. Parecía mucho más joven, delgada, bronceada y con un aspecto maravilloso. Con sus ojos azules, su pelo de un rubio dorado y su sonrisa deslumbrante, no habría hombre, vivo o no-muerto, que se resistiera a mirarla.

Su marido la miró y sonrió.

—¿Qué encuentras tan divertido? —le preguntó ella.

—Estaba pensando —respondió Jazz— que me gustaría hundir a esos tipos junto con el barco. No me gusta la idea de que vayan nadando detrás de ti.

—Eso es algo que aprendí en Starside de lady Karen —dijo ella—. Si yo puedo distraerlos, ustedes harán su trabajo más fácilmente, y con menor riesgo. Karen era una experta en distracción.

—¡Oh, sí! ¡Usted los distraerá…, ya lo creo que sí! —afirmó Manolis.

Entretanto, Ben Trask había abierto una pequeña maleta dividida en compartimentos y había sacado cuatro de los seis brillantes discos metálicos de dieciocho centímetros de diámetro y cinco de espesor que allí había. El reverso de cada disco era negro, magnetizado, y en el anverso había una llave de seguridad y un reloj automático. Manolis miró cómo Trask comenzaba a meter las minas ventosa en un par de cinturones de submarinismo, en lugar de las pesas habituales, e hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Aún no comprendo cómo consiguió sacar eso de Inglaterra —dijo.

Trask se encogió de hombros.

—En una valija diplomática —respondió—. Puede que nuestra Organización no sea muy conocida, pero somos parte de los servicios de inteligencia británicos.

—Allí delante se ve una roca —anunció Zek desde la estrecha cubierta que había arriba de la cabina—. ¿Es ésa, Manolis?

—Sí —respondió Manolis—. Darcy, ¿puede coger el timón?

Darcy se hizo cargo de la conducción del barco y moderó la marcha. Manolis y Jazz se quedaron en bañador y desaparecieron en el interior de la pequeña cabina. Allí probaron las escafandras e inspeccionaron el resto del equipo de submarinismo. Ben Trask se quitó la chaqueta y se puso unas gafas de sol y un sombrero de paja. Con su camisa hawaiana parecía un rico turista tonto que había salido a pasar el día navegando. Y Darcy podía muy bien ser su hermano.

La isla estaba más cerca, y era evidente que Zek había estado en lo cierto: era poco más que una gran roca. Se veían algunos arbustos, un poco de tomillo y de hierba, y muchísimas rocas… y situada en el centro, por encima de los acantilados de la costa, una torre amarilla de unos cincuenta metros de altura.

Zek la vio y dijo:

—Ésa es una madriguera poco menos que enana —dijo—, pero aun así me hace temblar. Y hay allí al menos dos hombres, o mejor dicho, vampiros.

El barco rodeó la punta de un promontorio y Darcy vio lo que había delante. Pero aunque no lo hubiera visto, su talento ya le había prevenido.

—Permanezcan abajo —le dijo a Manolis y a Jazz, que estaban en el camarote—. Ustedes no existen. Sólo estamos nosotros tres.

Manolis y Jazz hicieron lo que decía Darcy.

Zek se estiró voluptuosa en el techo de la cabina y se puso las gafas de sol; Trask se recostó despreocupadamente, una pierna enganchada a la barandilla. Darcy enfiló el barco directamente hacia la entrada de una pequeña bahía. Y allí, anclado en la bahía, se encontraba un navío blanco, el
Lazarus
.

Trask abrió una botella de cerveza, e hizo como que bebía, echando la cabeza hacia atrás. Sólo se mojó los labios, pero estudió atentamente todo lo que pudo de la isla. Eso era parte de su trabajo; Darcy y Zek, entretanto, estudiaban el
Lazarus
.

La isla consistía en una pequeña playa dentro de dos prolongaciones rocosas que se adentraban en el océano, y una árida cuesta que ascendía hasta el cañón central. Desde este lado, se veía que la parte superior del cañón era una fortaleza en ruinas, o quizá un faro, con restos de escalones de piedra, muy gastados por la erosión, que subían en zigzag. Pero hacia la mitad del cañón, había una suerte de falsa meseta excavada en la roca, como si siglos atrás la parte de arriba se hubiera partido por el centro, y la mitad se hubiera derrumbado. Alrededor del perímetro de la meseta habían construido gruesos muros, y era evidente que el lugar había sido un baluarte de los cruzados. Hacía tiempo que los antiguos muros se habían desmoronado en parte, pero se veía que estaban construyendo otros nuevos, y eran visibles los andamios adheridos a las ruinas y a la parte superior de la chimenea.

Darcy, entretanto, estudiaba el
Lazarus
. El blanco barco estaba anclado en las aguas profundas del centro de la pequeña bahía. La cadena del ancla se hundía en las aguas azules. Sobre la cubierta, bajo la negra toldilla, un hombre estaba sentado en uno de los sillones. Pero cuando el barco a motor de nuestros amigos entró dentro de su campo visual, el hombre se puso en pie y cogió los prismáticos que llevaba colgados del cuello. Tenía puesto un sombrero de ala ancha y gafas de sol, y se mantuvo prudentemente a la sombra mientras enfocaba con los binoculares a la motora.

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