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Authors: Katherine Webb

El Legado (44 page)

BOOK: El Legado
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Al final no se quedó más de una semana en la ciudad que la había visto nacer y crecer. No la sentía su hogar más que la casa del rancho, Woodward o el vagón del tren que la había llevado de vuelta. Los grasientos humos de los automóviles que habían proliferado en su ausencia se le adherían en la pared posterior de la garganta, y la multitud hacía que se sintiera tan invisible como en la pradera. Los edificios estaban demasiado juntos, eran demasiado sólidos, como las paredes de acantilado de un laberinto del que era imposible escapar. No pertenezco a ningún lugar, pensó mientras paseaba a William en su nuevo cochecito por calles que no había pisado nunca, de las que nunca había oído hablar, esperando reducir así el riesgo de que alguien la reconociera. Se detuvo en una esquina y alzó la vista hacia una grúa que desplazaba una viga de acero que parecía un palillo hacia los brazos alzados de una cuadrilla de obreros. Los hombres estaban de pie en el borde de esa torre inacabada, sin nada en lo que sostenerse aparte de su equilibrio. Caroline notó un nudo compasivo en el estómago por el peligro que corrían, por lo cerca que estaban de caer. Pero enseguida echó a andar de nuevo, reconociendo la sensación como algo que ella misma había experimentado durante mucho tiempo. La progresiva conciencia de la precariedad de la vida, de su transitoriedad.

Al pasar por delante de un estudio fotográfico, con un bonito rótulo dorado en el que se leía Gilbert Beaufort & Son, se detuvo. En el interior del sofocante y abarrotado establecimiento retrocedió ante el olor avinagrado de los líquidos de revelado. Sin llegar a encontrar una sonrisa para la cámara, posó para varios retratos de ella y de William, que dispuso que le enviaran al Westchester cuando estuvieran listos.

Le temblaron los dedos cuando abrió el sobre. Había querido crear algo permanente, algo que demostrara ante sí misma, de algún modo, que existía; y que aunque había enviudado, tenía consigo al hijo de Corin, el hijo que le pertenecía por derecho, para confirmar su matrimonio. Formaba parte de una familia. Dejaría constancia de sí misma y de su vida, de la que estaba tan poco segura que a veces se preguntaba si seguía tumbada en la pradera, soñando con todo lo que había ocurrido después. Pero en casi todas las fotos William se había movido y la imagen era tan borrosa que su cara salía atormentadoramente desdibujada; y en casi todas las fotos ella misma tenía la mirada perdida fuera del papel de la foto, tan fantasmal e insustancial como se sentía. Solo una foto había captado un trazo intangible de lo que había esperado ver: en una toma parecía una madre, orgullosa, serena y posesiva. Metió esa foto en la maleta y arrojó el resto a la chimenea.

El cuarto día vio a Joe. Paseaba con William buscando un parque o unos jardines, un espacio verde de alguna clase donde sentir la brisa y tranquilizar así al niño. Totalmente recobrado de su enfermedad y recuperadas las fuerzas, William era ruidoso e inquieto. Lloraba por la noche y le apartaba los brazos cada vez que ella trataba de consolarlo, retorciéndose cuando lo mecía y trataba de cantarle como hacía Magpie. Pero ella no podía recordar las extrañas melodías de la joven ponca que era capaz de aullar como un coyote, y sus esfuerzos se veían ahogados por los berridos de William. Creyendo que echaba de menos la pradera, Caroline lo paseaba casi todo el día, cada vez más consciente de lo distintos que debían de ser los ruidos, los olores y las vistas para el niño, y lo denso que debía sentir el aire sucio en sus pulmones diminutos. Se dio cuenta de que ese no era su hogar, como no lo era de ella; pero, a diferencia de ella, William tenía un hogar. Debía llevarlo de vuelta. El pensamiento fue como una bofetada. Aunque fuera hijo de Corin, aunque debiera haber sido de ella, él formaba parte del condado de Woodward. Al darse cuenta de ello se quedó clavada en el suelo, como si un golpe la hubiera dejado sin sentido, mientras los transeúntes fluían alrededor de ella como un río. Pero ¿cómo iba a hacerlo? ¿Cómo iba a explicarlo... y cómo iban a perdonarla? Podía ver el dolor, la acusación en los ojos de Hutch, la cólera y el miedo en los de Magpie. Todas las veces que la habían ayudado, las veces que la habían alentado. Y así era como ella había pagado su confianza... Era una deshonra, un fracaso despreciable. No podía. Era incapaz de enfrentarse con ellos. No había vuelta atrás.

Y de pronto vio a Joe, doblando la esquina hacia ella, la cara crispada en una mueca de cólera, el pelo negro ondeando detrás de él mientras avanzaba a zancadas hacia ella, con el cuchillo en la mano listo para matarla. A Caroline le entraron escalofríos de los pies a la cabeza y se quedó petrificada mientras el hombre pasaba por su lado: el pelo negro era en realidad una bufanda, el cuchillo, un periódico enrollado, la cara no era la de Joe sino la de un hombre robusto de aspecto mexicano que llegaba tarde a alguna parte y caminaba con prisa. Temblando de forma incontrolable, Caroline se dejó caer en un banco cercano, y el estrépito de la ciudad disminuyó a medida que un extraño y amortiguado golpeteo le invadía la cabeza. En los bordes de su visión se arremolinaban motas negras como moscas, y cuando cerró los ojos para deshacerse de ellas se volvieron blancas brillantes y siguieron danzando sin parar. A lo lejos un transatlántico de pasajeros tocó el silbato mientras entraba elegantemente en el puerto. El profundo sonido resonó alrededor e hizo regresar a Caroline al presente y al llanto de William. Tragando saliva, le acarició la mejilla e hizo unos ruiditos tranquilizadores, luego se levantó y se volvió hacia el sur para echar una mirada a los muelles, el barco y el mar. Cuatro horas después estaba a bordo de un barco de vapor con rumbo a Southampton.

Temiendo su llegada con cada milla que avanzaban, una vez en Southampton Caroline tomó el tren a Londres, y en cuanto se apeó buscó un hotel que pudo pagar una vez que hubo cambiado en libras esterlinas el paquete cada vez más reducido de dólares del Gerlach's Bank. William le pesaba en los brazos y su llanto hacía que se le estremecieran las orejas, como si se retiraran dentro del cráneo para protegerse. Durante la larga travesía se había sentido mareada, tan absorta por el golpeteo en las sienes que le costaba pensar. William había llorado durante horas seguidas, aparentemente sin interrupción y, aunque se decía que debía de sentir el mismo mareo y dolor de cabeza que ella, no podía dejar de pensar que el niño sabía que lo llevaba cada vez más lejos de su hogar, y que su llanto era de rabia contra ella por hacerlo. Cada vez que lo miraba veía en su cara una acusación, y lo dejaba llorar en el capazo, que se le estaba quedando pequeño, mientras ella se acurrucaba en la cama contra la pared del camarote, sintiéndose desgraciada.

En una ciudad desconocida, tan cansada que apenas podía pensar y con la sensación de que el suelo todavía se deslizaba bajo sus pies, Caroline levantó al bebé hasta sentarlo en el liso mostrador de mármol del vestíbulo del hotel.

—Necesito una niñera —anunció, con una nota de pánico en la voz—. La mía ha contraído fiebre.

El hombre de detrás del mostrador, alto y delgado, e impecablemente peinado y vestido, inclinó la cabeza con condescendencia, arqueando una ceja al oír su acento. Ella sabía que estaba desaliñada y arrugada, y que William olía mal, pero eso solo la sulfuraba más.

—De acuerdo, señora. Veré qué puedo hacer —respondió él en voz baja.

Caroline asintió y subió penosamente las escaleras hasta su habitación. Bañó a William en la palangana de porcelana del lavamanos, y trató de no estropear las toallas con la porquería de su trasero y sus piernas. El dejó de llorar mientras lo lavaba, e hizo ruiditos de satisfacción, agitando los pies en el agua. Tras aclarar su irritada garganta, ella tarareó una canción de cuna hasta que él empezó a dormitar. El silencio que dejó la ausencia de los berridos resonó en los oídos de Caroline, que estrechó al niño en sus brazos sin dejar de tararear, olvidando todo menos el calor que desprendía y la seguridad que transmitía su peso mientras dormía. No quedaba agua para que ella se bañara, y dejó a William dormido en la cama mientras se paseaba infructuosamente por los pasillos del hotel buscando una criada que se llevara el agua sucia y preguntando qué posibilidades tenía de tomar un baño caliente.

Más tarde acudió una mujer que se anunció con unos golpes silenciosos en la puerta. Era rolliza y rubicunda, tenía el pelo ensortijado y deslucido, y lamparones en el vestido, pero sus ojos hablaron de afecto e inteligencia cuando se presentó como la señora Cox, y se iluminaron al posarse en William.

—¿Es este el pequeño que necesita una niñera?

Caroline asintió e hizo un gesto para que lo cogiera de la cama.

—¿Dónde se aloja en el hotel, por si la necesito a usted o al niño?

—No trabajo para el hotel, señora, aunque me llaman a menudo para cuidar a los hijos de los huéspedes cuando se encuentran en situaciones poco corrientes, como usted, señora... Vivo con mis propios hijos y mi marido no muy lejos de aquí, en Roe Street. El señor Strachen, de la recepción, sabe dónde encontrarme si me necesita. ¿Cuánto tiempo va a necesitar que lo cuide, señora?

—Esto..., no lo sé. —Caroline titubeó—. Aún no estoy segura. Un par de días, tal vez un poco más... No estoy segura.

La señora Cox puso cara larga, pero cuando Caroline le pagó por adelantado volvió a sonreír, y balanceó alegremente sobre la cadera a un William sorprendido cuando se fue con él al poco rato. A Caroline le dio un pequeño vuelco el corazón cuando William desapareció, pero un gran cansancio aplastante se apoderó de ella. Se tumbó en la cama con la ropa sucia y las tripas rugiendo, y se quedó inmediatamente dormida.

Al día siguiente, con el traje más limpio y menos arrugado que encontró en la maleta, Caroline dio al conductor de un coche el papel en el que Bathilda había escrito una dirección de Knightsbridge, y dejó que la llevara allí con la callada resolución de una persona que se dirige con dignidad al patíbulo. La casa frente a la que se detuvo, de cuatro pisos y de una piedra gris pálida, formaba parte de una severa hilera de casas idénticas con bonitas puertas rojas. Caroline alargó la mano hacia el timbre. Sentía el brazo tan pesado y rígido como las barandillas de hierro, y cuando el dedo llegó a su destino, temblaba del esfuerzo. Pero lo apretó y dio su nombre a la anciana ama de llaves, quien la hizo pasar a un lúgubre vestíbulo.

—Espere aquí, por favor —entonó, y se alejó por el pasillo sin prisa.

Caroline se quedó inmóvil como una estatua. Buscó dentro de su cabeza pero no encontró ningún pensamiento. Nada aparte de un espacio resonante, vacío como una cáscara de nuez abierta y desechada. ¡Oh, Corin! Su nombre entró en ese espacio como un trueno. Tambaleándose ligeramente, sacudió la cabeza y el vacío regresó.

Bathilda estaba más gruesa y el cabello de sus sienes era de un blanco más brillante, pero por lo demás se habían producido pocos cambios en ella durante los dos años que no se habían visto. Estaba sentada en un sofá de brocado con una taza de té, y miró a su sobrina durante unos segundos, perpleja.

—¡Santo cielo, Caroline! ¡Nunca te habría reconocido si no te hubieran anunciado! —exclamó por fin, arqueando las cejas y adoptando su habitual
froideur
.

—Tía Bathilda —dijo Caroline en voz baja y apagada.

—Tienes el cabello revuelto. ¡Y estás muy bronceada! Qué desastre. No te sienta nada bien.

Caroline aceptó esas críticas sin parpadear y guardó silencio mientras Bathilda bebía un sorbo de té. Era consciente de que el corazón le latía despacio y con fuerza, como cuando habían llevado a Corin a casa tras la cacería de coyotes. Esta era otra clase de muerte, pero muerte al fin.

—Bueno, ¿a qué debo el honor? ¿Dónde tienes a tu marido vaquero? ¿No te ha acompañado en esta expedición al extranjero?

—Corin ha muerto. —Era la primera vez que pronunciaba esas palabras. La primera vez que tenía que hacerlo. Las lágrimas le escocieron los ojos.

Bathilda asimiló la noticia por un instante y luego se ablandó.

—Entra y siéntate, niña. Pediré más té —dijo en un tono más suave.

Bathilda enseguida tomó a su cargo a Caroline, y pareció encantada de hacerlo ahora que la joven estaba destrozada y ya no se mostraba desafiante. Caroline volvió al hotel esa misma tarde para recoger sus cosas y se trasladó a un dormitorio del edificio gris pálido con la elegante puerta roja. Le presentaron a la dueña de la casa, la prima política de Bathilda, la señora Dalgleish, que era delgada y seca, y exhibía una expresión de censura sobre una boca sin labios.

—¿Dónde está Sara? —preguntó Caroline, esperanzada.

Bathilda se limitó a gruñir.

—Esa joven necia se casó con un tendero. Se fue el año pasado.

Caroline sufrió otra decepción.

—¿Lo quería? —preguntó nostálgica—. ¿Se la veía feliz?

—No lo sé. Ahora ocupémonos del asunto que tenemos entre manos —continuó su tía.

Bathilda llevó a Caroline al banco y dispuso que transfirieran el dinero del banco de sus padres en Nueva York a una cuenta de Inglaterra. Luego la llevó de compras, aceptando la explicación de que toda su ropa se había estropeado en el rancho. Fueron a una peluquería, donde le cortaron, dominaron y recogieron pulcramente el pelo sobre la cabeza. Pidió en una farmacia loción de sulfonilo, que ardió en la cara y en las manos de Caroline hasta eliminar el bronceado de su piel. Le cortaron y limaron las uñas de las manos, y le quitaron los callos con piedra pómez. Por primera vez en más de un año, el pequeño cuerpo de Caroline volvió a estar sujeto en corsés.

—Estás demasiado delgada —dijo Bathilda, examinando el resultado final de ese embellecimiento—. ¿No había comida en las praderas?

Caroline reflexionaba para dar una respuesta cuando Bathilda continuó:

—Bueno, estás casi lista para presentarte en sociedad. Tendrás que casarte de nuevo, por supuesto. Conozco al caballero adecuado y se encuentra en la ciudad para ver a las jóvenes debutantes. Un barón rico en tierras y escaso de efectivo que necesita un heredero. Te convertiría en lady... ¡De mujer de granjero a noble en un par de meses! ¡Qué gran solución sería! —exclamó, alargando las manos hacia los hombros de Caroline y poniéndoselos rectos—. Pero, aunque él ya no es joven, dicen que le gustan jóvenes..., no las viudas de vaqueros cansadas de la vida y llegadas de lugares atrasados. Así que será mejor que no mencionemos tu desafortunado primer matrimonio. ¿Puedes hacerlo? ¿No hay evidencias de lo contrario? ¿Algo que no me hayas dicho? —preguntó, fijando en Caroline sus severos ojos azules.

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