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Authors: Katherine Webb

El Legado (40 page)

BOOK: El Legado
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—¡Es diminuta! —exclamo sin aliento, y Honey pone los ojos en blanco.

—Lo sé. ¡Tanto empujar y sufrir por una enana de dos kilos y medio! —dice, pero no puede ocultar lo contenta que está, lo orgullosa que se siente.

Después de este comienzo, el ambiente parece relajarse.

—Es preciosa, Honey. ¡Enhorabuena! ¿Llora mucho?

—Por ahora no. Ha estado muy tranquila. —Honey se inclina hacia mí, no puede estar mucho rato lejos de su bebé.

De cerca le veo las profundas ojeras, la piel tan pálida que se le transparentan las venas azules a través de las sienes. Parece agotada pero encantada.

—Pronto pillarás el truco a los berridos, no te preocupes —dice Mo con tristeza, y Honey le lanza una mirada ligeramente rebelde.

—Voy a hacer más té —dice Keith, levantándose y recogiendo los tazones vacíos de una bandeja—. ¿Quieres una taza?

—Sí, gracias. —Siento los ojos clavados en mí y miro a mi derecha. Dinny todavía me observa. Esos ojos oscuros, ahora negros como una foca, sin parpadear. Le sostengo dos segundos la mirada y él la aparta y se levanta bruscamente. De pronto me pregunto si le molesta que haya irrumpido de este modo en su familia.

—Tengo que irme —dice.

—¿Qué? ¿Por qué? —pregunta Honey.

—Esto..., tengo cosas que hacer. —Se inclina y besa a su hermana en la coronilla, luego titubea y se vuelve hacia mí—. Mañana iremos todos al pub, lo digo por si os queréis apuntar Beth y tú.

—Gracias. Sí, se lo diré a Beth.

—Brindad por mí —gruñe Honey—. Nochevieja y estaré en la cama a las nueve.

—Pronto te acostumbrarás a perderte toda clase de planes, no te preocupes —dice Mo alegremente, y Honey pone cara de horror.

—Volveré luego. Adiós, mamá. —Dinny sonríe, aprieta brevemente la mejilla de Mo con una mano y sale de la habitación.

—¿Qué le has hecho? —me pregunta Honey sonriéndome pero con cautela.

—¿Qué quieres decir? —respondo, sorprendida.

—Ha saltado como un conejo cuando has entrado. —Pero vuelve a concentrarse en Haydee y le devuelvo el bebé.

Keith regresa con otra bandeja de tazones humeantes. Las luces del árbol de Navidad de la esquina se encienden y se apagan; despacio, deprisa, despacio de nuevo. Mo me pregunta por la casa, por Meredith, Beth y Eddie.

—Nathan dice que el pequeño Eddie jugaba con Harry cuando estuvo allí.

—Sí, se llevaron muy bien. Eddie es un gran niño. Nunca juzga a nadie.

—Bueno, no me extraña —dice Mo—. Beth siempre fue una buena chica.

Sopla su tazón y el labio superior se le dobla como el del abuelo Flag. Me sorprende ver el parecido, la señal del tiempo transcurrido. Mo convertida en una anciana.

—Sí. Es... una madre maravillosa.

—¡Dios mío! Me siento anciana viéndote tan mayor, Erica; y Beth... con un hijo, nada menos. —Mo suspira.

—Bueno, ahora eres abuela. —Sonrío.

—Sí. Nos ha cogido un poco por sorpresa, pero ahora soy abuela —dice, mirando a su hija.

—Vamos, mamá —dice Honey, exasperada—. Ya hemos tenido esta conversación un millón de veces.

Mo agita una mano conciliadora, luego se la pasa cansinamente por los ojos y murmura:

—¿Ah, sí? —Pero enseguida sonríe.

Me quedo un rato callada mientras Haydee hace ruidos entre sueños.

—Mo, me gustaría preguntarte algo, si no te importa.

—Adelante —dice, pero junta las manos en el regazo, como si se preparara, y hay cierta tensión entre sus ojos.

—Bueno, me preguntaba si sabrías decirme por qué el abuelo se llamaba Flag. Me lo dijeron cuando era pequeña, pero no consigo acordarme...

Al oír estas palabras ella se relaja y separa las manos.

—Bueno, no tiene mucho secreto. Su verdadero nombre era Peter, pero, según me contaron, lo abandonaron siendo bebé. ¿No lo sabías? Los abuelos de Mickey lo encontraron un día en el bosque entre lirios amarillos, algunos los llaman banderas, ¿los conoces? Seguramente lo abandonó alguna joven en apuros —en la frente de Honey aparece un ceño de rebeldía al oír esas palabras—, de modo que lo recogieron y se lo llevaron para criarlo como si fuera suyo, y lo llamaron Peter; pero la abuela de Mickey casi siempre lo llamaba
Flag
, bandera, refiriéndose a esos lirios, y le quedó el apodo.

—Ahora me acuerdo. Entre lirios amarillos —digo, y recuerdo que me contaron toda la historia menos esta parte. Con un hormigueo de reconocimiento caigo en la cuenta de que ese detalle no es del todo correcto—. ¿Te acuerdas de cuándo fue eso? ¿En qué año?

—¡Dios mío, no! Debió de ser a principios de siglo, pero no podría decirlo con seguridad. Pobrecilla. ¿Imaginas lo que debe de ser abandonar a un bebé así? Sin saber si alguien lo encontrará o se quedará allí y sufrirá hasta el final. Es algo terrible. —Mo bebe un sorbo de té—. Supongo que en aquellos tiempos tener un hijo ilegítimo te volvía intocable. No podías trabajar, ni casarte, ni nada. —Niega con la cabeza—. Era un maldito bastardo.

—¿Sabes dónde lo encontraron? ¿En qué zona?

—Aquí, por supuesto. En Barrow Storton. Era hijo de estas tierras, siempre lo fue.

Lo asimilo, y estoy a punto de decirles lo que estoy pensando, pero me callo. La idea increíble, perturbadora y vertiginosa que se me ha ocurrido de pronto me parece demasiado grande, y coincide con algo que me dijo Dinny ayer en la cafetería.

—¿Por qué lo preguntas?

—Por curiosidad. He estado investigando la historia de los Calcott desde que he vuelto. —Me encojo de hombros—. Revisando los recuerdos que tengo y tratando de llenar huecos.

Mo asiente.

—Siempre ocurre lo mismo —dice con cierta tristeza—. Esperamos a que la gente que podría responder nuestras preguntas haya muerto para darnos cuenta de que teníamos preguntas que hacerles.

—De todos modos, no estoy segura de que Meredith hubiera contestado a mis preguntas —digo con ironía—. Nunca fui su nieta predilecta.

—Si lo que te interesa es la historia de la casa, deberías preguntar al viejo George Hathaway, de Corner Cottage —me dice Keith, apoyando sus codos llenos de tendones en las rodillas huesudas.

—¿Quién es George Hathaway?

—Solo un viejo encantador. Se ocupó de la gasolinera de la carretera a Devizes prácticamente toda su vida. Ahora está jubilado, por supuesto. Pero su madre trabajó como criada en la gran casa en aquellos tiempos.

—¿Hace cuánto? —pregunto, ansiosa.

Keith mueve hacia atrás una mano roja y nudosa.

—Sería por esa época. Antes entraban a servir muy jóvenes, ya sabes. Creo que era casi una niña cuando empezó allí. Debió de ser antes de la Primera Guerra Mundial.

Respiro hondo, notando la emoción en las palmas de las manos.

—¿Sabes dónde está Corner Cottage? A la salida del pueblo, en dirección a Pewsey, donde la carretera gira bruscamente hacia la izquierda. Es la casa pequeña con tejado de paja y puertas verdes.

—Sí, la conozco. —Sonrío—. Gracias.

Me voy al poco rato, cuando Honey empieza a dormitar en el sofá. Mo le coge el bebé de los brazos y lo deja en el capazo.

—Vuelve. Y tráete a Beth..., me gustaría verla también —dice Mo, y asiento mientras noto el frío en la nariz.

Voy directamente a Corner Cottage, que se yergue sola en las afueras de Barrow Storton; las paredes, en otro tiempo blancas, están ahora grises y veteadas. El yeso se está resquebrajando, y la paja del techo se ve oscura y combada. Encuentro la verja cerrada, pero entro y cruzo el camino lleno de malas hierbas. Llamo tres veces a la puerta, con fuerza; la pesada aldaba está tan fría que me quema los dedos.

—¿Sí, querida? —dice un anciano bajo y ágil sonriendo, sin quitar la cadena de la puerta.

—Esto..., hola. Siento molestarle... ¿Es usted George Hathaway? —digo, ordenando rápidamente mis ideas.

—Sí, soy yo, querida. ¿En qué puedo ayudarla?

—Me llamo Erica Calcott, y me preguntaba...

—¿Ha dicho Calcott? ¿Los de la casa grande? —me interrumpe George.

—Exacto. Solo quería...

—¡Un segundo! —La puerta se cierra en mis narices y se abre un segundo después sin la cadena—. Jamás en toda mi vida imaginé que pudiera llamar a mi puerta una Calcott. ¡Esto sí que no me lo esperaba! Pase, pase; no malgaste tiempo en la puerta.

—Gracias. —Entro.

El interior de la casa está limpio, ordenado y bien caldeado. Una grata sorpresa, en contraste con el exterior.

—Venga por aquí. Pondré agua a hervir y podrá decirme lo que la ha traído aquí.

George me precede ruidosamente por un pasillo estrecho.

—¿Le va bien café?

La cocina se halla a un nivel más bajo y está abarrotada. La habitual parafernalia acumulada: latas de galletas, espátulas, coladores oxidados y pieles de cebolla; pero hay más trastos. Trastos que hablan de la ausencia de una mujer en la casa. Una pieza de motor negra y grasienta en la mesa. Una llave inglesa encima de la nevera. George se mueve con una rapidez y una agilidad impropias de su edad. Pulcros rizos de pelo canoso alrededor de una cara delgada; ojos de un verde pálido asombroso, el color de un fuego hecho de madera de deriva.

—Volví anoche... Tiene suerte de encontrarme en casa. He pasado las navidades en casa de mi hija, en Yeovil. Me encanta estar con ella y con los nietos, por supuesto, pero también es un placer volver a casa, ¿verdad, Jim? —Se dirige a un perro pequeño y grueso de pelo áspero que se levanta de su cesto para explorar mis piernas. Por todas partes flota un olor penetrante a perro viejo, pero aun así le rasco detrás de una oreja. Noto una fina capa de grasa debajo de las uñas.

—Aquí tiene. Siéntese, querida.

Me ofrece una taza de café instantáneo que rodeo con las manos agradecida, y me siento a una mesa de encimera esmaltada.

—Se ha mudado a la casa grande, ¿verdad?

—En realidad no. Mi hermana y yo hemos pasado las navidades aquí —le explico—. Pero no creo que nos quedemos a vivir de forma permanente.

Se le demuda la cara.

—¡Qué lástima! Espero que no la vendan. Es una pena que no quede nadie de la familia después de vivir tantos años en ella.

—Lo sé, lo sé. Pero mi abuela fue muy específica con los términos del testamento y..., bueno, digamos que nos costaría mucho cumplirlos.

—Sí, bueno, no me diga más. No es asunto mío. Cada familia es un mundo y sabe Dios que todas tienen sus desencuentros, ¡hasta las de más alta alcurnia!

—Particularmente las de más alta alcurnia. —Sonrío.

—Mi madre trabajó para su familia, ¿sabe? —me dice, con orgullo en la voz.

—Lo sé. Por eso he venido a verle. Los Dinsdale me han hablado de usted...

—¿Mo Dinsdale?

—Exacto.

—Una señora encantadora, Mo. Más lista que el hambre. Normalmente eran los hombres los que traían el coche a arreglar... Yo tenía un taller de reparación, ¿sabe? En la carretera de Devizes. Pero cuando esa gran caravana suya se estropeaba siempre era Mo quien la traía, ¡y no me quitaba ojo! No hacía falta... Sabía lo suficiente para no intentar darle gato por liebre. —George se ríe—. Una dama encantadora.

—Quería saber si su madre le habló alguna vez del tiempo que estuvo trabajando en la casa —pregunto, y bebo un sorbo de café, dejando que me escalde la garganta.

—¿Si me habló alguna vez? Nunca dejó de hacerlo, querida, al menos cuando era niño.

—¿Sabe si permaneció mucho tiempo allí? ¿Sabe cuándo empezó a trabajar? —Me echo hacia delante, interesada.

Jim está sentado a mis pies, grueso y caliente. George me sonríe.

—¡Fue precisamente el poco tiempo que estuvo trabajando allí la causa de tanto parloteo! Verá, la despidieron. A los ocho o nueve meses de empezar a trabajar. Fue un motivo de vergüenza para la familia.

—Oh. —No puedo ocultar mi decepción, porque dudo que se enterara de algo en tan poco tiempo—. ¿Sabe por qué? ¿Qué ocurrió?

—Lady Calcott la acusó de robar. Mamá lo negó con toda su alma, pero ahí lo tiene. La nobleza no necesitaba presentar pruebas entonces. La echaron, sin una carta de recomendación ni nada. Fue un golpe de suerte que el carnicero del pueblo, mi padre, se enamorara de ella en cuanto la vio... Se casó con él poco después, así que no estuvo mucho tiempo sin recursos.

—¿Cuál de las lady Calcott fue? ¿Sabe el año que trabajó su madre allí?

—Lady Caroline, y fue en 1905. Recuerdo a mi madre diciéndolo. —George se frota la barbilla, entrecierra los ojos al recordar—. Y tiene que serlo porque se casó con mi viejo en el otoño de 1905.

—Caroline era mi bisabuela. ¿Le gustaría ver una foto de ella? —Sonrío. La llevo en el bolso. El retrato de Nueva York.

George abre mucho los ojos de placer.

—¡Mírela! ¡Está tal como la recuerdo! Es bonito saber que la vieja materia gris no ha dejado de funcionar.

—¿Usted la conoció? —Me sorprendo al oírlo.

—Tanto como conocerla no. La gente como ella no iba a tomar el té con la gente como yo. Pero cuando era niño la veíamos de vez en cuando. Inauguró la feria benéfica de la iglesia un par de veces, ya sabe; y luego estuvo la gran fiesta. Abrieron los jardines de la casa grande y pusieron banderitas y demás. Creo recordar que fue la única vez que hicieron algo por la comunidad. Todo el pueblo fue en tropel para echar un vistazo. Si me permite decirlo, señorita, las Calcott siempre fueron unas tacañas de cuidado, hasta para ser de la clase encopetada. Nunca más nos invitaron.

—Llámeme Erica, por favor. ¿Y su madre no contó nada más sobre el tiempo que trabajó para Caroline? ¿Como por qué se la acusó de robo si no lo había hecho ella?

Al oír estas palabras, George parece algo cohibido.

—Es una historia algo rocambolesca. Mi madre siempre fue muy recta, muy honrada. Pero la mayoría de la gente no la creía, de modo que al cabo de un tiempo dejó de hablar de ello. Pero recuerdo haberla oído decir, cuando era niño, que se había enterado de algo que no debía. Había descubierto algo que no...

—¿Qué era? —El aire se expande dentro de mi pecho y me cuesta respirar.

—¡Se lo diré si me deja! —me riñe George con una sonrisa—. Dijo que había desaparecido un bebé de la casa. No sabía de quién era..., solo que apareció un día, por eso la gente no la creyó. Los bebés no aparecen así como así, ¿no? Una chica tiene que llevarlo dentro y dar a luz. Pero ella juró que había habido un bebé en la casa y que luego desapareció, tan repentinamente como había aparecido.

BOOK: El Legado
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