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Authors: Katherine Webb

El Legado (22 page)

BOOK: El Legado
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La multitud se divertía con un concurso de rodeo, un simulacro de la cacería del búfalo y competiciones de tiro al blanco. Había exhibiciones de lazo y una prueba de derribar un toro que a Caroline le pareció escandalosamente violenta, haciéndole volver el rostro cuando arrastraron la cabeza del novillo por el suelo. Joe sobresalió sobre todos los demás participantes en un concurso de lanzamiento de cuchillos al clavar el suyo una y otra vez en el centro de una diana de papel sujeta entre balas de heno, y ganó una caja de puros y un cuchillo nuevo. Los aplausos por su victoria fueron amortiguados al lado de los prodigados a los ganadores blancos de otros concursos, pero Joe no abandonó su media sonrisa irónica y admiró su nuevo cuchillo. Había barbacoa, melocotones, helado y bizcochos de miel para comer, y las señoras tomaban té helado mientras los hombres bebían cerveza. A Caroline, que había pasado sin refrigeración ni hielo desde que se fuera de Nueva York, el placer de sentir la bebida helada en la boca le pareció poco menos que celestial. Se pusieron al día con los vecinos, y Corin comentó los últimos precios del trigo y las cabezas de ganado con los demás rancheros; se encontraron con Angie y Jacob Fosset, ella con un traje lila chillón y demasiado maquillaje. Cuando Corin le soltó un piropo, ella se rió.

—¡Parezco una corista, ya lo sé, pero las mujeres no tenemos muchas oportunidades para vestirnos! Y sabe Dios que necesito un poco de ayuda para tener un aspecto festivo... ¡No todas podemos ser como tu mujer aquí presente, tan hermosa como un cuadro!

—Bueno —dijo él con una galante inclinación de sombrero—, a mí me parece que estás de buen ver, Angie Fosset.

Mientras los hombres hablaban, Angie hizo un aparte con Caroline.

—¿Alguna novedad, cariño? —preguntó en voz baja. Por toda respuesta Caroline solo pudo morderse el labio inferior y negar con la cabeza—. Bueno, he pensado en trucos que podrías probar...

Por la noche la orquesta tocó valses y polcas, así como contradanzas. Habían colocado grandes extensiones de lona sobre la arena de la calle principal para facilitar el baile, ya que no había ningún local en la ciudad lo bastante grande para tantas parejas. Caroline bailó con la elegancia de su educación, aunque la cerveza entorpecía los pasos de Corin y las arrugas en la lona hacían tropezar a los pies desprevenidos. Con edificios y gente alrededor, Caroline se sintió mejor que en muchos meses mientras bailaban un vals mexicano empujados por los hombros de los ciudadanos de Woodward. Durante un rato la sonrisa de sus labios no fue valiente ni fingida, sino genuina.

Pero mientras hablaba en un círculo de mujeres de Woodward, vio a Corin al otro lado de la calle, inclinándose ante Magpie y poniendo las manos en su vientre. Parecía mecer con delicadeza su piel protuberante, casi con reverencia, y Magpie parecía tan avergonzada como satisfecha. Caroline contuvo la respiración y se le agolpó la sangre en las mejillas. Corin estaba borracho, lo sabía, pero eso era demasiado. Sin embargo, no fue esa la única razón por la que le ardieron las mejillas. Corin tenía la cara vuelta, la mirada perdida. Estaba esperando, esperando a que se moviera el niño que la joven ponca llevaba en sus entrañas. Y mientras Caroline era testigo de ese acto de intimidad, le pareció ver algo posesivo en el gesto de su marido, un interés desmesurado.

Capítulo 4

Hace frío cuando nos encaminamos al bosque la noche más larga del año. Los tres. Eddie ha dado la lata a Beth para que viniera y ella al final parecía casi intrigada. Sopla un aire gélido y vigorizante que se cuela por nuestros abrigos, de modo que caminamos deprisa, con los miembros entumecidos. En la clara oscuridad los haces de nuestras linternas dibujan eses sin orden ni concierto. La luna brilla con fuerza y con el movimiento de las nubes da la impresión de que se desliza por el cielo. Al acercarnos a los árboles un zorro aúlla.

—¿Qué es eso? —dice Eddie sin aliento.

—Un hombre lobo —digo con seriedad.

—Ja, ja. De todos modos no hay luna llena.

—Está bien, entonces es un zorro. Ya no eres divertido, Edderino.

Estoy de buen humor. Me siento libre, como si me hubieran cortado las cuerdas y pudiera flotar en libertad. Las noches luminosas e inquietantes tienen este efecto en mí. Hay algo en un viento que sopla en la oscuridad. La forma en que pasa por tu lado, su indiferencia. Parece decir: Si quisiera, podría levantarte por los aires y llevarte lejos. Hay algo prometedor en esta noche.

Oímos música, voces altas, risas, y de pronto el resplandor de la hoguera nos ilumina entre los árboles. Beth se queda rezagada. Cruza los brazos con fuerza sobre el pecho. La luz del fuego sigue cada línea ansiosa de su cara. Si Eddie no estuviera con nosotras creo que se quedaría ahí, al cobijo de los árboles, yendo de sombra en sombra y observando. Saco una petaca de whisky del bolsillo de mi abrigo y la abro con las manos enguantadas. Los tres en un círculo, nuestro aliento elevándose hacia el cielo.

—Bebe un poco, vamos. Te hará entrar en calor —digo, y por una vez no se resiste. Da un largo trago.

—¿Puedo beber yo? —pregunta Eddie.

—Ni hablar —responde Beth, secándose la barbilla y tosiendo.

Suena tan real, tan presente, tan ella, que sonrío y le cojo las manos.

—Vamos, te presentaré a Patrick. Es encantador. —Bebo un trago y siento el fuego en la garganta antes de continuar.

Hay un momento de nerviosismo cuando nos adentramos en la luz de la hoguera. La misma sensación de antes, de no saber si somos bien recibidas. Pero Patrick nos encuentra y nos presenta a un sinfín de personas, y me esfuerzo en retener los nombres. Sarah y Kip, melenas largas brillando a la luz del fuego, gorros de punto a rayas; Denise, una mujer diminuta con una cara muy arrugada y pelo negro azabache; Smurf, un hombre enorme, con manos como palas y una sonrisa delicada; Penny y Louise, Penny la más marimacho, con la cabeza rapada, ojos feroces. Les brillan la ropa y el pelo. Parecen mariposas contra el suelo invernal. En el fondo de una furgoneta han instalado un equipo de música y hay vehículos aparcados a lo largo del camino. También hay niños que entran y salen de la multitud. Eddie desaparece y lo veo un poco más tarde con Harry, insertando gruesos fajos de hojas muertas en largas ramas y lanzándolas al fuego.

—¿Quién es el que está con Eddie? —pregunta Beth, con una nota de alarma en la voz.

—Harry. Lo conozco, no te preocupes. Es un poco lento, por así decirlo. Dinny dice que siempre congenia con los niños. Me parece totalmente inofensivo —digo hablándole justo al oído.

El fuego nos ha dejado un rocío de sudor en los labios y la frente.

—Ah —dice ella, no muy convencida.

Veo a Honey cruzar el claro, precedida por su enorme vientre. Esta noche tiene la cara llena de vida y sonríe, y está guapísima. Siento una pequeña punzada de desesperación.

—Esa es Honey. La rubia —digo a Beth, desafiándome a mí misma.

He dado clase a muchas chicas mayores que Honey, y viendo las expresiones que se suceden en su rostro estoy segura: es demasiado joven para tener ese hijo. Siento algo parecido a la cólera, pero no sé a quién o a qué va dirigida.

Luego Dinny aparece al lado de Beth, con su sonrisa cauta. Lleva el pelo suelto y le cae despeinado y negro alrededor de la mandíbula. Está medio vuelto hacia el fuego, de modo que la luz lo corta en dos, haciendo resaltar su perfil. Contengo el aliento hasta que me arde el pecho.

—Me alegro de que hayáis venido, Beth, Erica —dice, y cuando vuelve a sonreír veo en él la ligera ofuscación del alcohol; una afectuosidad sincera, por primera vez desde que he vuelto a verlo.

—Sí, bueno, muchas gracias por invitarnos —responde Beth, mirando alrededor y asintiendo como si estuviéramos en alguna reunión de sociedad.

—Habéis tenido suerte con el tiempo esta noche —digo—. Ha hecho un día malísimo.

Dinny me mira sorprendido.

—No creo en el mal tiempo..., solo es tiempo.

—¿No existe el mal tiempo, solo la ropa inadecuada? —digo.

—¡Exacto! ¿Habéis probado mi ponche? Tiene... garra. Hagáis lo que hagáis, no se os ocurra beberlo cerca de una llama. —Sonríe.

—Suelo evitar el ponche —digo—. Me han dicho que hubo un incidente con ponche. Aunque podrían estar mintiendo porque estoy segura de que no me acuerdo de nada.

—¿Y tú Beth? ¿Puedo tentarte?

Beth asiente y se deja llevar. Sigue pareciendo algo aturdida, casi confusa de estar aquí. Dinny la coge por el codo, guiándola. Por un momento me quedo sola y me recorre una emoción. Una emoción que me resulta familiar, Beth y Dinny yéndose sin llevarme con ellos. Reacciono, busco caras conocidas y me obligo a acercarme a ellas.

Siento el calor del whisky en la sangre y sé que debería tener cuidado. Eddie pasa por mi lado, me agarra la manga y me da la vuelta.

—¡No me has visto! ¡No les digas que me has visto! —dice sin aliento, sonriendo.

—¿A quién? —pregunto, pero ya ha desaparecido, y unos segundos después una pequeña maraña de niños y Harry pasan por mi lado siguiéndolo. Tomo otro trago largo de whisky y se lo paso a una chica con cara de duendecillo y aros en la nariz, que se ríe y me da las gracias antes de beber. Las estrellas ruedan sobre mi cabeza y el suelo parece vibrar. No recuerdo la última vez que me emborraché. Hace muchos meses. Había olvidado lo agradable que es. Veo a Beth al lado de Dinny, entre un grupo de gente, y aunque no está hablando, parece casi relajada. Es una más, no está encerrada en sí misma y me alegro de verlo. Bailo con Smurf, que me hace dar tantas vueltas que acabo un poco mareada.

—No te enamores de ella, Smurf. Las chicas Calcott no se quedan —le grita Dinny cuando pasamos por su lado.

Soy demasiado lenta para preguntarle a qué se refiere. Me acerco todo lo que me atrevo al fuego y utilizo un atizador para sacar del borde una patata asada con piel, y luego me quemo la lengua. Sabe a tierra. Saludo a Honey, y aunque su respuesta es afectada, no me importa. Y observo a Dinny. Al cabo de un rato no es un acto consciente. Dondequiera que me encuentre, siempre parezco saber dónde está. Como si el fuego lo iluminara un poco más que a los demás. La noche gira alrededor del campamento, oscura y viva; luego veo luces azules que se acercan por el camino.

La policía tiene que aparcar y caminar hasta el campamento. Dos coches patrulla de los que salen cuatro agentes. Entran con aire diligente y empiezan a cachear a la gente en busca de drogas, pidiendo que vacíen los bolsillos. La música deja de sonar, las voces se callan bruscamente. Un momento de suspense durante el cual el fuego crepita y ruge.

—¿Hay un tal Dinsdale aquí? —pregunta un joven oficial con un brillo beligerante en los ojos. Es bajo, cuadrado, muy pulcro.

—¡Varios! —replica Patrick.

—¿Puedo ver alguna documentación que lo demuestre, por favor? —pregunta el agente con formalidad.

Dinny hace un gesto a Patrick para que retroceda, se mete rápidamente en su furgoneta y le da su carnet de conducir.

—Bien, aun así debo pedirles que se dispersen, ya que es una reunión ilegal en un lugar público. Tengo motivos para creer que las cosas podrían desmadrarse, lo que constituiría una fiesta ilegal. Hemos recibido quejas...

—Esto no es una reunión ilegal en un lugar público. Como bien sabe, tenemos derecho a acampar aquí —dice Dinny con frialdad—. Y tenemos el mismo derecho que el resto de la población a invitar a unos cuantos amigos a una fiesta.

—Hemos recibido quejas por el ruido, señor Dinsdale...

—¿Quejas de quién? ¡No son ni las diez de la noche!

—De la gente del pueblo, y de la casa grande...

—¿De la casa grande? ¿En serio? —pregunta Dinny, mirándome por encima del hombro.

Me acerco a él.

—¿Te has quejado, Erica?

—Yo no. Y estoy segura de que Beth y Eddie tampoco lo han hecho.

—¿Puedo preguntarle quién es, señora? —dice el agente con recelo.

—Erica Calcott, la dueña de Storton Manor. Y ella es mi hermana Beth. Y puesto que somos las únicas personas que viven en Storton Manor, creo que puedo afirmar sin miedo a equivocarme que todos sus residentes dan a esta fiesta su plena aprobación. ¿Y quién es usted? —El whisky me vuelve atrevida, pero también furiosa.

—El sargento Hoxteth, señora..., lady Calcott, y...

Le he puesto nervioso. Con el rabillo del ojo veo iluminarse los ojos de Dinny.

—Calcott a secas —lo interrumpo—. ¿Es pariente de Peter Hoxteth, el viejo policía?

—Es mi tío, pero no creo que eso tenga nada que...

—Recuerdo a su tío. Tenía mejores modales.

—De cualquier modo, hemos recibido quejas y estoy autorizado para interrumpir esta reunión. Pero no quisiera que fuera desagradable...

—Los Hartford de Ridge Farm organizan un baile cada verano, con el doble de invitados y una orquesta en directo con un amplificador enorme. Si les telefoneo para quejarme, ¿irán a interrumpirla? ¿Los cachearán para ver si hay drogas?

—Dudo mucho que...

—De todos modos este no es un lugar público. Son mis tierras. Supongo que eso la convierte en mi fiesta. En mi fiesta privada. A la que me temo que no están invitados, chicos.

—Señorita Calcott, sin duda comprenderá...

—Bajaremos la música y nos retiraremos a medianoche, que es lo que pensábamos hacer de todos modos —interviene Dinny—. Los niños tienen que irse a la cama. Pero si pretende echarnos sin detener a nadie, será mejor que venga con una excusa mejor que unas quejas inventadas de la casa grande, agente.

Hoxteth se ofende, con los hombros altos y tensos.

—Es nuestro deber como agentes de policía investigar las quejas...

—Ya ha investigado. ¡Lárguese! —suelta Honey, apuntando agresivamente al hombre con la barriga.

Dinny la sujeta por el brazo. Hoxteth parpadea ante la juventud de Honey, su belleza y su vientre abultado. Se sonroja y se le marcan los músculos de las mandíbulas. Hace un gesto con la cabeza a sus agentes y empiezan a irse en fila.

—Nada de música. Y todo el mundo en casa a medianoche. Volveremos para comprobarlo —dice, levantando un dedo de advertencia.

Honey levanta el dedo, pero Hoxteth se ha dado la vuelta.

—Gilipollas —murmura Patrick—. Lleno de entusiasmo juvenil —añade.

Una vez que se han ido los coches patrulla, Dinny se vuelve sonriendo hacia mí, arqueando una ceja.

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