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Authors: Katherine Webb

El Legado (19 page)

BOOK: El Legado
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—¿Por qué no cortamos los árboles del río? —preguntó Caroline arrugando la nariz cuando Hutch, un poco contrariado con la tarea, le llevó una cesta de excrementos de vaca a la puerta.

—Podríamos hacerlo, señora. Pero solo un par de meses. Luego volveríamos a las boñigas y nos habríamos quedado sin árboles para embellecer la vista —dijo él secamente.

Y cada mañana había que ir a buscar agua, limpiar y llenar la estufa, preparar el desayuno y luego lavar las cazuelas, hacer la colada. .. Caroline estaba acostumbrada a que se llevaran su ropa sucia y dos días después se la devolvieran lavada, planchada y pulcramente doblada; se quedó atónita al descubrir el trabajo que eso requería.

Luego estaba la incesante lucha con la arena en la casa y en el porche. También tenía que cuidar del huerto raquítico y mustio. Corin le había dado orgulloso las semillas que había intercambiado con un vecino. Sandías, calabacines, guisantes y judías. También le llevó dos pequeños cerezos que ella regaba con gran esmero, preocupada por que se los llevara el viento. Se erguían penosamente en la tierra roja y no florecían por mucho que los mimara. Luego había que remendar la ropa, y preparar el almuerzo y la cena. Caroline no era una buena cocinera. Calcinaba los huevos y se olvidada de echar sal a la carne. Las verduras le salían blandas, la carne dura y fibrosa. Las judías poco tiernas y granulosas por el centro. Hacía el café claro, y su pan se resistía a subir y lo sacaba del horno duro y correoso. Cada vez que se disculpaba, Corin la tranquilizaba.

—No te han educado para esto, eso es todo. Le cogerás el tranquillo. —Y sonreía, tragando virilmente lo que le ponía delante.

Cada vez que se ensuciaba las manos se las lavaba enseguida, no soportaba la sensación de roña en la piel, la oscura medialuna de tierra y porquería debajo de las uñas. Se las restregaba tantas veces al día que las tenía rojas y escocidas, y se le empezaron a cuartear; al final del día se sentaba acunándolas en el regazo, lamentado la pérdida de su suavidad.

Solo podía darse un baño caliente si se tomaba el trabajo de llenar un gran bidón de cobre y encender el fuego debajo; a continuación llevaba cubos de agua caliente a la bañera de latón, detrás de un biombo de madera que Caroline había encargado expresamente para disfrutar de intimidad durante el baño. Corin se enfadaba con ese caprichoso uso de un bien tan preciado como el agua, pero al concluir los quehaceres de la jornada, constreñida en sus movimientos por el corsé, a Caroline le dolía el cuerpo de la cabeza a los pies. Al tumbarse en la bañera, sentía cómo cada protuberancia nudosa de la columna vertebral se extendía contra la pared posterior, un tierno pliegue entre cada costilla. Al escurrir la toallita para lavarse, las manos le temblaban de agotamiento. En el resplandor amarillo de las lámparas de queroseno, se examinaba las uñas rotas y el bronceado de los brazos, expuestos al sol al arremangarse por el calor. Se pasaba un pulgar por los callos, masajeándoselos con una crema de día con fragancia de rosas para ablandarlos, mientras el solitario canto del coyote llenaba la oscuridad del exterior.

No se quejaba del trabajo ni siquiera a sí misma. Cuando se sorprendía desfallecida, se imaginaba a Bathilda sonriendo burlonamente triunfal; o pensaba en Corin, tan lleno de admiración, llamándola valiente y hermosa, y cuánto detestaba demostrar que estaba equivocado. Pero las veces que la invadía el desaliento, Corin parecía notarlo. Le quitaba la arena del pelo al final del día, cantando suavemente con cada larga y delicada pasada del cepillo; o le contaba historias que la hacían reír: sobre la vaca superinteligente que bebía cerveza y había aprendido a contar, o el colono impaciente que se había embadurnado con el barro rojo del condado de Woodward para pasar por indio y asentarse en sus tierras. O, cuando ella se tumbaba en la bañera y se frotaba los callos, aparecía él detrás del biombo y le masajeaba los tensos músculos del cuello y los hombros hasta que se quedaba adormilada; luego la cogía en brazos y la llevaba chorreando a la cama. En su apasionado y cegador deleite, ella olvidaba todos los dolores.

Una noche se quedaron tumbados uno junto al otro en la cama, recuperando el aliento después de sus esfuerzos. Apoyándose sobre un codo, Corin enjugó los sudores entremezclados del pecho de Caroline y le deslizó una mano por el vientre. Ella sonrió y cambió de postura bajo su peso, notando la caliente presión en la piel.

—¿Niño o niña para empezar? —preguntó.

—¿Tú qué prefieres?

—¡Yo lo he preguntado primero! —Sonrió.

Caroline suspiró alegremente.

—Me da igual. Tal vez una niña..., una niña con tus ojos castaños y tu pelo de color miel.

—¿Y luego un niño? —sugirió Corin.

—¡Por supuesto! ¿Preferirías un niño para empezar?

—No necesariamente..., aunque sería bonito verlo crecer y que me echara una mano en el rancho... —musitó.

—¡Pobrecillo! ¡Aún no ha nacido y ya estás haciendo que se suba a las vallas!

Sonriendo, Corin puso los labios en su vientre y besó la húmeda piel.

—¡Psst! El de ahí dentro..., si sales chico te compraré un poni —susurró.

Caroline se rió, y le cogió la cabeza entre las manos para mecerla, sin notar ya su aspereza.

Eso fue dos meses antes de que una vecina le hiciera una visita. Caroline oyó un grito frente a la casa mientras examinaba desanimada el bizcocho de miel que acababa de sacar del horno.

—¡Hola, familia Massey! —volvió a oírse y, sorprendida, Caroline cayó en la cuenta de que era la voz de una mujer.

Se alisó el pelo, se sacudió la harina del delantal y, abriendo la puerta, salió al porche con aire regio. Se quedó boquiabierta. La mujer, si lo era, no solo iba vestida como un hombre —con pantalones, zahones de cuero y camisa de franela metida dentro de un ancho cinturón de cuero—, sino que montaba a horcajadas sobre un caballo bayo alto y delgado, cómodamente apoltronada sobre la silla como si hubiera nacido encima de ella.

—¡Estás en casa! Empezaba a creer que estaba gritando hacia una casa vacía —declaró la mujer, deslizando una pierna sobre los cuartos traseros del caballo y saltando bruscamente al suelo. Acercándose con una sonrisa, añadió—: Soy Evangeline Fosset. Encantada de conocerte. Pero llámame Angie, porque todo el mundo me llama así.

Una larga cola pelirroja le caía por detrás, y aunque tenía la cara tan bronceada como la de Corin, era atractiva y de facciones marcadas. Los ojos azules centelleaban.

—Soy Caroline. Caroline Massey.

—Me lo he imaginado. —Los ojos azules la examinaron de arriba abajo—. Bueno, Hutch me dijo que eras una belleza, y sabe Dios que ese hombre nunca miente.

Caroline sonrió, titubeante, y no dijo nada.

—Soy tu vecina, por cierto. Mi marido Jacob y yo tenemos una granja a unos once kilómetros en esa dirección. —Angie señaló hacia el sudeste.

—Bueno..., esto..., ¿quieres pasar? —Caroline vaciló.

Cortó en pequeños cuadrados el borde exterior de su bizcocho, donde parecía más o menos un bizcocho, y lo sirvió en un gran plato, con té y agua. Angie bebió un largo trago.

—¡Oh, cómo envidio ese pozo vuestro! Tener agua que no sepa a yeso o a la cisterna es maravilloso, te lo aseguro —exclamó, apurando el vaso—. ¿Te ha contado Corin cómo lo encontraron? Me refiero al pozo.

—No...

—Verás, cavaron cientos de hoyos diferentes y no encontraron nada más que yeso, yeso y más agua con yeso. Dependían del riachuelo, pero está seco la mitad del año, como pronto descubrirás. Y eran tan tacaños con el suministro que los hombres de este rancho no se lavaban durante más de un mes. No te miento, ¡los olía desde mi puerta! Bueno, pues un día un anciano de aspecto curioso llegó montado en una mula deslomada y preguntó a Corin si quería encontrar agua potable en su tierra. Corin, que siempre ha sido de los que da una oportunidad, le dijo que por supuesto, aunque no veía cómo iba a lograr el viejo lo que él llevaba meses intentando. —Angie hizo una pausa para respirar y se llevó a la boca el cuadrado de bizcocho. Caroline la observaba hipnotizada—. El viejo sacó una estrecha rama con el extremo bifurcado que estaba toda gastada con el roce de los años, y allá fue, deambulando por aquí, por allá, por todas partes, con esa rama entre los dedos. El sol de mediodía empezó a pegar fuerte y él siguió yendo de aquí para allá, hasta que llegó a lo alto de la loma y ¡pumba! La rama se retorció en sus manos y señaló el suelo como una flecha. «Aquí tiene agua potable, señor», anunció el anciano. Y, en efecto, cavaron y allí estaba el pozo. ¿Puedes creerlo? —Terminó la historia con un gesto de la cabeza y una sonrisa, y observó a Caroline, expectante.

—Bueno, yo... —empezó ella, pero su voz sonó frágil después de la atrevida historia de Angie—. Si tú lo dices —concluyó, sonriendo tímidamente.

A Angie se le demudó brevemente la expresión, pero luego sonrió.

—¿Qué tal te estás adaptando? ¿Te vas acostumbrando a la vida del rancho?

—Creo que sí. Aunque es bastante diferente... a Nueva York.

—¡Ni que lo digas! —Angie se rió, un sonido bajo y gutural.

—Nunca había visto montar a una mujer a horcajadas —añadió Caroline, sintiéndose maleducada al mencionarlo, pero demasiado atónita para callarse.

—Es la única manera de moverte por aquí, créeme. Cuando lo pruebes, nunca volverás a hacerlo de lado. Cuando me enteré de que Corin iba a traerse a una chica de la ciudad, pensé: ¡Pobrecilla! ¡No se imagina dónde se va a meter! No es que no me guste este lugar. Es mi hogar, pero sabe Dios que la madre naturaleza puede ser perversa a veces por aquí, si me permites la expresión. Pero, la verdad, puede serlo.

Angie miró de nuevo a Caroline, que sonrió nerviosa, como perdida. Sirvió más té a su invitada. La taza de porcelana, con su diseño de rosas rosadas y lazos azules que tan encantadoras le habían parecido en el catálogo, parecían un juguete frágil e infantil en la fuerte mano de Angie.

—La soledad ataca a algunas mujeres. Pasas semanas enteras sin ver a nadie..., bueno, a ninguna otra mujer. A veces meses. Puede afectarte, estar sola todo el día.

—Yo he estado... muy ocupada —dijo Caroline titubeante, sorprendida por la franqueza de la mujer.

—Todas lo estamos, por supuesto —dijo Angie—. Los niños ayudarán, cuando vengan. ¡No hay nada como una casa llena de pequeños para distraerte, créeme!

Caroline sonrió y se ruborizó un poco. Estaba impaciente por ser madre, por tener un bebé que mecer en sus brazos, por sentir la suavidad de su piel, por formar una nueva familia. La permanencia de echar raíces.

—Corin quiere tener cinco —dijo, sonriendo tímidamente.

—¡Cinco! ¡Santo cielo, vas a tener que trabajar duro! —exclamó Angie con una gran sonrisa—. Pero... todavía eres joven. Mi consejo es que los tengas espaciadamente. Así el mayor podrá ayudarte con los pequeños. Bueno, cuando sucumbas, avísame. Querrás más ayuda entonces, así como consejos de una veterana. Recuerda dónde estoy y avísame si necesitas algo.

—Eres muy amable —dijo Caroline, secretamente segura de que no iba a necesitar tal ayuda.

En el fondo sabía que, si bien sus guisos se resistían a mejorar y su cuerpo no se acostumbraba a los quehaceres domésticos, su vocación estaba en la maternidad.

Cuando Angie se marchó, casi una hora después, no se dirigió a su casa sino a los corrales donde trabajaban los hombres. Caroline no solía aventurarse a ir, demasiado tímida en presencia de los hombres y no muy segura de la naturaleza del trabajo que hacían, a pesar de la insistencia de Corin en que aprendiera cómo funcionaba el rancho. Lo poco que había visto le había parecido brutal. Arrojaban a los animales al suelo bruscamente, les serraban los cuernos, les metían la cabeza debajo de chorros hediondos para matar los parásitos, les grababan en la piel el emblema de Massey, MR. Ella no soportaba verlos con los ojos en blanco de terror, tan vacíos y vulnerables. Pero al ver a Angie acercarse a caballo tranquilamente a Hutch, que supervisaba cómo marcaban los nuevos terneros en el corral más cercano, Caroline tuvo de pronto la sensación de que la excluían, la dejaban de lado. Se apresuró a quitarse el delantal, cogió el sombrero y se dirigió con paso rápido en esa dirección.

Hutch se había aproximado a la cerca y, apoyándose en ella, siguió vigilando cómo marcaban a los animales mientras hablaba con Angie. Caroline se preguntaba cómo anunciar su presencia, hecha un manojo de nervios, cuando oyó pronunciar su nombre y se detuvo, haciéndose a un lado para que la sombra de la casa la envolviera. El hedor a pelo y a piel quemados le produjo arcadas, y se llevó una mano a la boca para contener el ruido.

—No es que derroche simpatía, ¿eh? —dijo Angie, cruzándose de brazos.

Hutch se encogió de hombros.

—Supongo que se está esforzando. No puede ser fácil, con la educación que ha recibido. No creo que haya caminado nunca más de medio kilómetro seguido, y le he oído decir a Corin que nunca había cocinado.

—Es una lástima que no se construyera la casa más cerca de la ciudad. Ella podría haber dado clases o algo así. Allí haría mejor uso de esos modales finos que aquí —dijo Angie, negando con la cabeza—. ¿Qué piensan los chicos de ella?

—No es fácil saberlo, la verdad. No sale mucho de la casa, no monta a caballo, no nos trae limonada los días calurosos. —Hutch sonrió—. Creo que sufre mucho con el calor.

—¿En qué estaba pensando Corin al casarse con una pardilla y dejarla aquí sola?

—Bueno, supongo que pensó que era una chica guapa con la cabeza sobre los hombros.

—Hutchinson, uno de estos días te oiré hablar mal de alguien o de algo, y me caeré del caballo. La cabeza sobre los hombros tal vez la tenga en la ciudad, pero ¿aquí? ¡Vamos, si hasta se pone a trabajar con corsés tan apretados que no puede ni respirar! ¿Te parece que eso es tener sentido común? —exclamó Angie.

Hutch dijo algo que Caroline no pudo oír por encima de los bramidos asustados de los terneros, luego se volvió hacia Angie. Temiendo que la vieran, Caroline pasó por el lado del barracón y regresó rápidamente a la casa, con los ojos escocidos por las lágrimas.

Más tarde, mientras cenaban, Caroline observó cómo su marido se comía sin quejarse la comida insípida que le había preparado. Había llegado tarde tras recuperar dos reses extraviadas, y se había sentado a la mesa hambriento, limitando su aseo a salpicarse las manos y la cara con agua del abrevadero. A la luz de la lámpara se le veía curtido, mayor de lo que era. El pelo le sobresalía en ángulos salvajes y tenía arena de la pradera en el pelo. Después de un día a la intemperie parecía haber absorbido el sol e irradiarlo en la noche, pensó ella. El sol lo amaba. A ella en cambio le calcinaba su pálida piel, y le salían pecas en las mejillas y se le pelaba la nariz de la forma menos atractiva. Mientras lo observaba, sintió una oleada de amor que era maravillosa y al mismo tiempo algo desesperada. Era su marido y sin embargo tenía la sensación de que podía perderlo. No había sabido que estaba fracasando hasta que conoció a Angie Fosset y oyó su veredicto sobre la blanda nueva esposa de Corin. Contuvo las lágrimas porque sabía que no podría explicárselas a él.

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