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Authors: Katherine Webb

El Legado (15 page)

BOOK: El Legado
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—¿Qué estabais haciendo? —preguntó.

Henry la miró ceñudo.

—Nada —respondió. Capaz de inyectar todo el desdén del mundo en una sola palabra.

—¿Erica? —Beth me miró con severidad, sin poderse creer que estuviera con Henry y que pusiera cara de culpa. Que hubiera sido capaz de traicionarlos de algún modo. Pero ¿adonde habían ido sin mí?, quería gritar yo. No me habían llevado con ellos. Henry me miró furioso y me dio un empujón.

—Nada —mentí.

Estuve callada y malhumorada el resto del día. Y cuando vi a Dinny al día siguiente, no pude mirarlo a la cara, sabiendo que había estado en su casa. Sabía que él lo sabía. Por los chistes de Henry.

—¿Rick? ¿Podemos irnos ya?

La cabeza de Eddie asoma por la puerta de mi habitación donde, por una vez, me he escondido. Mirando fijamente a través de la ventana turbia el mundo blanco que hay más allá. Pequeños cristales de hielo en las esquinas de la ventana, perfectos, como plumas.

—«La escarcha realiza su secreto ministerio, sin ayuda del viento» —cité.

—¿De quién es?

—De Coleridge. Sí, Eddie, podemos irnos. Dame cinco segundos.

—¿Uno, dos, tres, cuatro, cinco?

—Ja, ja. Largo. Enseguida bajo... No puedo salir en bata.

Cuando he abierto la puerta a Maxwell, hace un rato, seguía llevando la bata puesta, desafiante.

—Hoy no —coincide Eddie, retirándose—. Fuera hace suficiente frío para congelarte el culo.

—Qué encantador —grito.

La escarcha ha cubierto de blanco tres árboles. Ahí fuera hay como otro mundo..., un mundo albino y precario en el que el blanco y los azules opalescentes han reemplazado el gris insulso y el marrón plano. Todo brilla deslumbrante. Cada pequeña rama, cada hoja caída, cada brizna de hierba. La casa se ha renovado; ya no es la sombra, o el cadáver, de un lugar de mi memoria. Hoy me he levantado optimista. Sería difícil no estarlo. Después de tantos días encapotados, el cielo parece elevarse sin cesar. Es vertiginoso, todo ese espacio ahí arriba. Y Beth ha dicho que va a venir con nosotros; así de efervescente es el día.

Cuando le comenté que Dinny estaba aquí se quedó helada. Por un momento tuve miedo. Parecía que no respiraba. Se le podría haber detenido la sangre en las venas o silenciado el corazón palpitante, de lo inmóvil que se quedó. Un largo momento en suspenso durante el cual esperé, observé y traté de adivinar qué iba a suceder a continuación. Luego apartó la mirada de mí y se pasó la punta de la lengua por el labio inferior.

—Seríamos como desconocidos ahora —dijo, y entró despacio en la cocina.

No me preguntó cómo lo sabía, qué aspecto tenía, qué hacía aquí. Y descubrí que no me importaba no decírselo. No me importaba guardármelo para mí. Guardar en mi cabeza las palabras que él había pronunciado. Apropiándome de ellas. Volvía a estar tranquila cuando fui a buscarla. Nos preparamos una taza de té y yo me comí una Hobnobs con la mía. Pero ella no cenó nada esa noche. Ni Hobnobs, ni el plato de
risotto
que le puse delante, ni el helado de después.

Hoy es 20 de diciembre. El coche se empaña mientras cruzo el pueblo hacia el este y tomo la A361 en dirección norte.

—¡Un día más y estaremos rodando cuesta abajo hacia la primavera! —anuncio, doblando los dedos ateridos de frío dentro de los guantes.

—No puedes desear que se acabe el invierno antes de que empiece la Navidad —me dice Eddie con firmeza.

—¿De verdad? ¿Ni siquiera cuando tengo las manos heladas sobre el volante? Estoy tratando de arrancarlas y no puedo. Están congeladas, ¡mira!

Eddie se ríe.

—No soltar el volante mientras conduces puede considerarse algo bueno —comenta Beth con ironía sentada a mi lado.

—Menos mal que estoy congelada entonces. —Sonrío.

Giro en Avebury. Eddie ha estado estudiando la prehistoria este trimestre y Whiltshire está lleno de ella. Aparcamos, y después de rehusar hacerme socia del National Trust, me uno al goteo de personas que recorren el sendero hacia las piedras. El suelo brilla, el sol es irresistible.

Es un bonito sábado y hay otras muchas personas en Avebury, todas bien abrigadas como nosotros, amorfas y oscuras, entrando y saliendo de las antiguas piedras
sarsen
. Dos aros concéntricos, no tan altos como los de Stonehenge, ni tan majestuosos y ordenados, pero los círculos muchísimo más grandes. Los atraviesa una carretera; la mitad del pueblo está desperdigado entre ellos, aunque la pequeña iglesia se yergue castamente fuera. Me gusta este lugar. Todas esas vidas, todos esos años amontonados en un solo lugar. Recorremos todo el círculo. Beth lee en voz alta la guía pero no estoy segura de si Eddie está escuchando. Vuelve a tener un palo en la mano. Está luchando con alguien imaginario y me gustaría ver quién es. ¿Tal vez un bárbaro, o alguien del colegio?

—«Los círculos de piedra de Avebury son los más grandes de Gran Bretaña, y se encuentran en el tercer
henge
o monumento circular más amplio. En total, el terraplén que lo rodea, la zanja y el recinto cubren once hectáreas y media...»

—¡Beth! —grito.

Se está acercando al borde del terraplén. La hierba está medio resbaladiza con la escarcha derretida.

—Ay. —Corrige el rumbo con una risita.

—¡Luego te haré preguntas, Eddie! —grito.

Mi voz resuena en el aire tranquilo y una pareja de ancianos se vuelve para mirar. Solo quiero que escuche a Beth.

—«Entre los métodos de extracción utilizados están los picos y rastrillos de asta, las escápulas de buey y probablemente las palas y los cubos de madera...»

—Genial —dice él sumisamente.

Pasamos por delante de un árbol que ha crecido en medio de la vegetación salvaje y cuyas raíces caen en una cascada nudosa por encima del suelo. Eddie baja gateando al estilo comando; se agacha, se cuelga y levanta la vista desde tres metros más abajo.

—¿Eres un elfo? —pregunta Beth.

—No, soy un silvicultor que espera para robarte.

—A ver si me pillas de aquí hasta pasado ese árbol —lo desafía ella.

—Ya no hay factor sorpresa —se queja Eddie.

—¡Estoy escapando! —se jacta Beth, echando a correr.

Con un grito de rebeldía Eddie escala las raíces, resbalándose y rascándose las rodillas. Agarra a Beth con las dos manos hasta que la hace gritar, riéndose:

—¡Me rindo, me rindo!

Salimos del pueblo por la ancha avenida de piedras que lleva hacia el sur. El sol brilla en el rostro de Beth. Hacía mucho que no lo veía iluminado de este modo. Se la ve pálida y un poco avejentada, pero tiene las mejillas coloradas. También parece tranquila. Eddie va el primero, con la espada en alto, y caminamos hasta que notamos los dedos de los pies demasiado entumecidos para continuar.

De regreso paramos en el Spar de Barrow Storton para comprar gaseosa de jengibre para Eddie. Beth se queda esperando en el coche, otra vez silenciosa. Eddie y yo fingimos no darnos cuenta. Tenemos la desagradable sensación de que está tambaleándose, al borde de algo. Los dos titubeamos, deseando tirar de ella hacia un lado, asustados de darle un codazo sin querer y empujarla hacia el otro.

—¿Puedo comprar Coca-Cola en vez de gaseosa de jengibre?

—Si lo prefieres.

—Si quieres que te diga la verdad no me interesa tanto el alcohol. El año pasado probé el vodka en el dormitorio.

—¿Has bebido vodka?

—Solo lo probé. Y tuve náuseas. Boff y Danny vomitaron por todas partes. Fue horrible. No sé por qué los adultos se toman la molestia —dice despreocupadamente.

Tiene las mejillas de un rosa intenso por el frío cortante de fuera. Los ojos le brillan como el agua.

—Bueno, puede que luego cambies de opinión. ¡Pero, por el amor de Dios, no se lo digas a tu madre! Le dará un ataque.

—No soy tonto, ¿vale? —Eddie me mira poniendo los ojos en blanco.

—Lo sé —digo sonriendo, y hago una mueca por el peso de dos grandes botellas de Coca-Cola que van a parar a nuestro cesto.

Cuando nos acercamos a la caja registradora, entra Dinny. Suena la campana encima de su cabeza, una pequeña fanfarria discordante. No sé hacia dónde mirar ni qué actitud adoptar. Ha pasado junto a Beth. Me pregunto si ella lo ha visto, si lo ha reconocido.

—Hola, Dinny. —Sonrío. Un encuentro entre vecinos, nada más, pero tengo el corazón en un puño.

Me mira sobresaltado.

—¡Erica!

—Te presento a Eddie, quiero decir Ed, de quien te hablé. Es mi sobrino, el hijo de Beth. —Tiro de Eddie, que sonríe afable y saluda.

Dinny lo estudia con atención, luego sonríe.

—¿El hijo de Beth? Me alegro de conocerte, Ed.

Se estrechan la mano, y por alguna razón me atraganto de la emoción. Un gesto simple. Mis dos mundos juntándose en un apretón de manos.

—¿Eres el Dinny con el que mamá jugaba cuando era pequeña?

—Sí.

—Erica me ha hablado de ti. Dice que erais muy buenos amigos.

Dinny me mira fijamente y me siento culpable, aunque sé que lo que he dicho es cierto.

—Bueno, supongo que lo éramos. —Habla con voz serena y baja, siempre mesurada.

—¿Llenando la despensa para las fiestas? —suelto como una boba.

No puede decirse que el Spar esté rebosante de comida navideña; a lo largo de los estantes solo hay tiras de espumillón pelado pegadas con celo. Dinny niega con la cabeza con cierta impaciencia.

—Honey quería patatas fritas —dice, luego aparta la mirada tímidamente.

—¿Has visto a mamá? Está fuera en el coche. ¿La has saludado? —pregunta Eddie.

Siento un aleteo en la boca del estómago.

—No. Yo..., pero ahora lo hago —dice Dinny, volviéndose hacia la puerta y mirando mi coche blanco destartalado.

Está concentrado; avanza en línea recta, con los hombros tensos, como compelido a acercarse a Beth.

Lo veo a través de la puerta. Entre los montones de nieve de mentira espolvoreada en las esquinas. Se inclina junto a la ventanilla, formando una nube de vaho con el aliento. Beth baja el cristal. Dinny me tapa su cara, pero veo que se lleva las manos a la boca y las aparta, como si no pesaran. Me agacho; estiro el cuello para ver. Aguzo el oído, pero solo oigo Slade por la radio de detrás de la caja. Dinny apoya el brazo desnudo en el techo del coche y siento el metal frío en mi propia piel.

—Nos toca a nosotros, Rick —dice Eddie, dándome un codazo.

Me veo obligada a interrumpir mi vigilancia y dejo la cesta encima del mostrador, sonriendo al hombre de aspecto sombrío de la caja. Pago la Coca-Cola, un Twix y un paquete de jamón para el almuerzo, y me apresuro a volver al coche.

—¿Y qué haces ahora? Si no recuerdo mal, siempre quisiste ser concertista de flauta —está diciendo Dinny.

Deja de apoyarse en el coche y cruza los brazos. De pronto parece a la defensiva, y caigo en la cuenta de que Beth no se ha bajado del coche para hablar con él. Ella apenas lo mira, jugueteando con las puntas de la bufanda en el regazo.

—No salió —dice con una risita—. Llegué a séptimo y luego... —Hace una pausa y aparta la mirada de él.

Llegó a séptimo la primavera antes de que Henry desapareciera.

—Dejé de practicar —concluye con tono inexpresivo—. Ahora traduzco. Sobre todo del francés y del italiano.

—Ah —dice Dinny.

La estudia y el momento se prolonga, de modo que intervengo.

—Ya me peleo yo bastante con la lengua. Tratar de enseñársela a unos adolescentes es como sacar agua con un tenedor. Pero Beth siempre ha tenido facilidad para los idiomas.

—Tienes que escuchar, eso es todo —me dice Beth, y es como una especie de reprimenda.

Le doy la razón con una sonrisa.

—Nunca ha sido mi punto fuerte. Hemos estado en Avebury. Ed quería ir porque lo ha estudiado en el colegio. Aunque en cuanto hemos llegado allí estabas más interesado en tomarte un helado de vainilla bañado con chocolate en el pub, ¿eh, Ed?

—Ha sido asombroso —asegura Eddie.

Dinny me sonríe de manera burlona, pero cuando Beth no le pregunta nada más, se aparta un poco del coche algo descolocado.

—¿Cuánto tiempo os vais a quedar? —pregunta, y se dirige a mí, porque Beth está mirando al frente.

—De entrada, pasaremos aquí las navidades. Luego no sabemos. Tenemos que ocuparnos de un montón de cosas. —Lo que es sincero y suficientemente ambiguo—. ¿Y tú?

—Por ahora. —Dinny se encoge de hombros, aún más ambiguo.

—Ya. —Sonrío.

—Bueno, será mejor que me vaya. Me alegro de verte, Beth. Encantado de conocerte, Ed. —Se despide de mí con un gesto de la cabeza y se aleja.

—No ha comprado las patatas fritas —comenta Eddie.

—No. Debe de haberse olvidado —digo sin aliento—. Compraré un paquete y se las llevaré más tarde.

Eddie abre la portezuela de atrás con una mano mientras trata de desenvolver el Twix con la otra. No tiene ni idea de lo que acaba de ocurrir aquí, junto a la ventanilla del coche. Vuelvo a entrar en la tienda, compro patatas fritas con sal y vinagre, y cuando subo al coche, arranco el motor y conduzco hasta casa, y no miro a Beth, porque me siento demasiado incómoda, y lo que me gustaría saber no puedo preguntárselo delante de su hijo.

Eddie está en la cama, en pijama, pegado a su iPod. Tumbado boca abajo, balancea las plantas de los pies por encima de la espalda. Está leyendo un libro titulado Pie Grande y con la música no oye las lechuzas, que se llaman unas a otras entre los árboles. Lo dejo. En el piso de abajo Beth está preparándose una infusión de menta. Coge la pequeña bolsa por un extremo y la sumerge una y otra vez en el agua.

—Espero que Dinny no te haya dado un susto apareciendo en la ventanilla del coche de ese modo —comento con toda la naturalidad posible.

Beth me mira con los labios apretados.

—Lo he visto entrar en la tienda —dice, sin dejar de sumergir la bolsa.

—¿Sí? ¿Y lo has reconocido? No creo que yo lo hubiera hecho... solo viéndolo pasar.

—No seas ridícula... Está exactamente igual —dice. Me siento inepta..., ella ha visto algo que a mí se me ha escapado.

—Bueno. Es increíble volver a verlo después de tanto tiempo, ¿no?

—Supongo que sí —murmura ella.

No sé qué más preguntar. No debería mostrarse tan indiferente. Debería importarle más. Le escudriño la cara buscando señales.

—Tal vez deberíamos invitarlos a casa. A tomar algo.

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