Read El hombre de la pistola de oro Online
Authors: Ian Fleming
Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco
James Bond dio un traspié con una raíz de manglar y tendió la mano derecha para agarrarse al arbusto. Pero como no se sujetó bien, tropezó de nuevo y cayó pesadamente al suelo. Permaneció echado durante un momento, intentando medir el ruido producido. No habría sido demasiado, ya que el viento del mar que soplaba en la orilla aislaba las marismas; además, a unos cien metros, el río añadía su suave murmullo de perezosa turbulencia. Se oía el sonido de pájaros y grillos. Bond se arrodilló y acabó de ponerse en pie. ¿En qué demonios estaba pensando? «¡Vamos, maldito idiota!» ¡Tenía trabajo que hacer! Sacudió la cabeza para despejarse. ¡Un gentil anfitrión! ¡Él mataría también a aquel gentil anfitrión! ¿Copas de champán helado? ¡Ya llegaría el día, ya! Sacudió la cabeza, colérico, y respiró varias veces lenta y profundamente. Conocía los síntomas, lo que le ocurría era sólo un agotamiento nervioso agudo —y se permitió a sí mismo ese margen de indulgencia— con algo de fiebre añadida. Todo lo que tenía que hacer era mantener su cerebro y sus ojos bien alertas. ¡Por Dios, no más fantasías! Con valor renovado, rechazó los espejismos de su imaginación y miró alrededor.
Faltaban unos cien metros para llegar al puente. A la izquierda de Bond, los manglares eran más escasos y el barro negro estaba seco y agrietado, pero aún había zonas blandas.
Bond se levantó el cuello de la americana para ocultar la camisa blanca y recorrió otros veinte metros junto a las vías. Luego se desvió hacia la izquierda entre los manglares. Comprobó que si se mantenía cerca de las raíces de los arbustos, el caminar le resultaría menos dificultoso, y al menos no había ramas y hojas secas que crujieran bajo sus pies. Intentó andar lo más paralelo posible al río, pero las anchas zonas con arbustos le obligaban a dar pequeños rodeos, y tenía que calcular la dirección correcta observando la sequedad del barro y la ligera subida del terreno hacia la orilla del río. Sus oídos se aguzaban como los de un animal para captar el menor sonido, mientras sus ojos miraban con atención entre la espesura que tenía delante. El barro estaba horadado a causa de las madrigueras de los cangrejos y, de vez en cuando, encontraba los caparazones de aquéllos, víctimas de las grandes aves o de las mangostas. Empezaron a atacarle los mosquitos y las pulgas, pero temiendo hacer ruido, sólo osó apartarlos ligeramente con su pañuelo, que pronto estuvo empapado del sudor y la sangre que le habían chupado, lo que les atraía del hombre blanco.
Bond calculó que ya debía haber penetrado unos doscientos metros hacia el interior del pantano, cuando escuchó una tos, aislada y controlada.
La tos sonó a unos veinte metros, hacia el río. Bond se dejó caer sobre una rodilla, con los sentidos tan expectantes como las antenas de un insecto. Esperó durante cinco largos minutos. Cuando la tos no se repitió, se arrastró silenciosamente hacia delante con manos y rodillas, llevando la pistola entre los dientes.
Lo vio en un pequeño claro de barro seco y agrietado. Bond se detuvo e intentó relajar la respiración.
Scaramanga estaba tendido, con la espalda apoyada contra una gran mata de raíces de manglar. Sombrero y corbatín habían desaparecido; todo el lado derecho del traje estaba oscurecido por la sangre en que se revolcaban y atiborraban los insectos. Pero los ojos, en aquel rostro tenso, aún seguían muy vivos y, a intervalos regulares, barrían el claro escudriñándolo. Las manos de Scaramanga permanecían sobre las raíces, junto a su cuerpo. Bond no vio rastro de la pistola.
El rostro de Scaramanga se aguzó de pronto como el de un perro perdiguero, y el errante escrutinio se detuvo. Bond no alcanzaba a ver qué había captado su atención; pero entonces lo que parecía una sombra moteada en el límite del claro se puso en movimiento: una larga serpiente, con bellas manchas de color marrón claro y oscuro, zigzagueó decidida a través del barro negro en dirección al hombre.
Bond observaba la escena, fascinado. Suponía que se trataba de una boa de la familia de Epícrates, atraída por el olor de la sangre. Debía medir un metro y medio de largo y era bastante inofensiva para el hombre. Bond se preguntó si Scaramanga lo sabría; de inmediato salió de dudas. La expresión del criminal no se había alterado, pero su mano derecha se movió con lentitud a lo largo del pantalón, se subió la pernera y sacó un cuchillo tan delgado como un estilete de un lado de su bota tejana. Luego esperó, con el cuchillo descansando sobre su estómago. No lo agarraba como un puñal, sino que apuntaba con él como si fuera una navaja. La serpiente se detuvo por un instante a unos metros del hombre y alzó la cabeza para hacerle una última inspección. Proyectó la bífida lengua inquisitivamente una y otra vez, y después, aún con la cabeza erguida, se movió lentamente hacia delante.
Ni un músculo se movió en el rostro de Scaramanga. Sólo sus ojos eran dos hendiduras vigilantes, mortalmente fijas en la serpiente. El reptil se arrastró por la sombra del pantalón, moviéndose lentamente hacia arriba, en dirección a la camisa, brillante de sangre. De pronto, la lengua de acero que permanecía atravesada sobre el estómago de Scaramanga cobró vida. Traspasó la cabeza de la serpiente en el centro exacto del cerebro, clavándola en el suelo y fijándola allí, mientras el poderoso cuerpo se sacudía violentamente, buscando un asidero en las raíces del manglar, en el brazo de Scaramanga… Pero cuando ya había encontrado dónde agarrarse, sus convulsiones aflojaron los anillos, que seguían azotando en otra dirección.
La lucha con la muerte se hizo más lenta y luego cesó. La serpiente estaba inmóvil. Cuidadosamente, Scaramanga pasó su mano por toda la longitud de la serpiente. Sólo la punta de la cola se agitaba un poco. Scaramanga extrajo el cuchillo de la cabeza de la serpiente, se la rebanó con un único golpe seco y la lanzó con mucha atención, después de pensarlo un momento, en el agujero de los cangrejos. Esperó, observando, que alguno saliera a buscarla, pero no apareció ninguno. El ruido sordo que hizo al caer la cabeza de la serpiente debió de retener a cualquier cangrejo bajo tierra durante unos minutos, a pesar de lo tentador que podía ser el olor de lo que había ocasionado aquel golpe.
James Bond, arrodillado junto al arbusto, observaba los matices de todo aquello con la máxima atención. Cada una de las acciones de Scaramanga, cada expresión fugaz en su rostro, constituía una indicación de la vitalidad que tenía aquel hombre. El episodio de la serpiente era tan revelador como un gráfico de temperaturas o un detector de mentiras. A juicio de Bond, Scaramanga, a pesar de la pérdida de sangre y de las heridas internas, aún estaba muy vivo, todavía era un hombre formidable y peligroso.
Scaramanga, satisfecho de su faena, cambió poco a poco de postura y de nuevo llevó a cabo un examen penetrante de los arbustos que lo rodeaban.
Luego su mirada barrió la zona donde se encontraba Bond, sin dar muestras de verlo. Este bendijo el color oscuro de su traje, que era una mancha en la sombra, entre tantas otras. Estaba bien camuflado en el contrastado claroscuro del mediodía.
Scaramanga cogió complacido el fláccido cuerpo de la serpiente, se lo puso sobre su estómago y meticulosamente lo rajó de arriba abajo, por el vientre, hasta el orificio anal. Luego lo limpió y con incisiones cuidadosas separó la piel de la carne enrojecida con la precisión de un cirujano. Lanzaba cada pedazo desechado del reptil hacia los agujeros de los cangrejos; a cada impulso de su brazo, una expresión de enojo cruzaba su pétreo rostro porque nadie acudía a recoger las migajas de la mesa del rico. Cuando la comida estuvo lista, reconoció de nuevo los arbustos, y entonces, con sumo cuidado, tosió y escupió en la mano para examinar el resultado. Sacudió la mano y en el suelo negro quedó un esputo como un garabato de color rosa brillante. La tos no le ocasionó dolor ni demasiado esfuerzo. Bond supuso que su bala le había herido en el costado derecho y que no le había dado en el pulmón por muy poco. Scaramanga tenía una hemorragia y era un caso digno de hospital, pero la camisa ensangrentada no decía toda la verdad.
Después de inspeccionar de nuevo el entorno, Scaramanga hincó el diente al cuerpo del reptil y, hambriento y sediento como estaba, quedó de inmediato absorto en la sangre y los jugos de la serpiente, como un perro con su comida.
Bond tenía la impresión de que si en ese momento salía de su escondite, Scaramanga le enseñaría los dientes igual que un perro, con un gruñido furioso. Se levantó poco a poco, empuñó la pistola y, con los ojos fijos en las manos de Scaramanga, se acercó hasta el centro del pequeño claro.
Se equivocaba. Scaramanga no gruñó; se limtó a mirarle, sosteniendo la amputada serpiente con las dos manos, y, con la boca llena de carne, le dijo:
—Has tardado mucho en llegar. ¿Quieres compartir mi comida?
—No, gracias. Yo prefiero la serpiente asada con salsa de mantequilla caliente. Continúa comiendo, por favor; me gusta verte las dos manos ocupadas.
Scaramanga hizo una mueca burlona y se señaló la camisa manchada de sangre.
—¿Estás asustado de un hombre moribundo? Vosotros, los ingleses, sois bastante blandos.
—El hombre moribundo se las ha arreglado muy bien con esa serpiente. ¿Tienes más armas encima?
Scaramanga se movió e hizo el ademán de abrirse la americana.
—¡Despacio! Sin movimientos rápidos. Enséñame tu cinturón…, las axilas, y pásate la mano por dentro y por fuera de los muslos. Lo haría yo mismo, pero no me ha gustado lo ocurrido a la serpiente… Pero antes aparta el cuchillo entre los árboles. Apártalo, no lo lances, si no te importa. Mi dedo en el gatillo está un poco inquieto hoy. Parece que quiere hacer su trabajo él solito, y no me gustaría que asumiera él la responsabilidad. Pero así es.
Scaramanga, con un ligero golpe de muñeca, lanzó el cuchillo al aire y la hoja de acero giró como una rueda bajo la luz del sol. Bond tuvo que apartarse. El cuchillo se clavó en el barro, justo donde Bond había estado. Scaramanga soltó una carcajada cruel, pero su risa se convirtió en tos y contrajo el rostro en un gesto de dolor. ¿Mucho dolor, quizás? Scaramanga escupió sangre, aunque no demasiada. Debía de tener una ligera hemorragia, quizás una costilla rota o dos, pero Scaramanga saldría del hospital en un par de semanas. Soltó la serpiente e hizo exactamente lo que Bond le había ordenado, aunque sin dejar de mirarle con su frialdad y arrogancia habituales. Acabado el examen, recogió el trozo de serpiente y empezó de nuevo a roerlo. Levantó la mirada.
—¿Satisfecho?
—Es suficiente.
Bond se sentó en cuclillas, sosteniendo la pistola con relajación, sin apuntar, a medio camino entre ellos dos.
—Ahora hablemos. Me temo que no tienes mucho tiempo, Scaramanga; éste es el final del camino. Has asesinado a demasiados amigos míos. Tengo licencia para matarte y la usaré. Lo haré deprisa, no como tú con Margesson. ¿Le recuerdas? Le disparaste en las rodillas y en los codos; luego hiciste que se arrastrara y te besara las botas. Pero fuiste lo bastante necio como para jactarte de ello con tus amigos en Cuba, y la información volvió a nosotros. Sólo por curiosidad, ¿a cuántos hombres has matado en tu vida?
—Contigo, serán cincuenta. —Scaramanga había roído y dado cuenta del último fragmento del espinazo. Se lo tiró hacia Bond.— Cómete eso, canalla, y métete en tus cosas. No me sacarás ningún secreto, si eso es lo que quieres. Y no lo olvides: aunque me han disparado auténticos expertos sigo vivo. Quizás no estoy coleando precisamente, pero nunca he oído que ningún inglés disparara a un hombre malherido e indefenso. No tienen agallas. Así pues, nos quedaremos los dos aquí sentados, renegando, hasta que llegue el equipo de rescate; luego estaré contento de ir a juicio. Cuánto me echarán, ¿eh?
—Bueno, para empezar, tenemos al agradable señor Rotkopf, que flota en el río, detrás del hotel, con una de tus famosas balas de plata en la cabeza.
—Eso coincide también con el agradable señor Hendriks, con una de tus balas en algún punto de su rostro. Tal vez pasemos algún tiempo juntos en la cárcel. Estaría bien, ¿no? Dicen que la prisión de Spanish Town tiene todas las comodidades. ¿Qué te parece eso, inglés? Allí te encontrarán un día en el taller con una astilla clavada en la espalda. A propósito, ¿cómo sabes lo de Rotkopf?
—Tu reunión estaba intervenida. Parece que sufres una tendencia a los errores estos días, Scaramanga. Contrataste a los hombres de seguridad equivocados. Los dos directores de tu hotel son hombres de la CIA. La cinta ya debe de estar camino de Washington en este momento. También va en ella el asesinato de Ross. ¿Ves lo que quiero decir? Te vienen por todas partes.
—Las grabaciones no son admitidas como prueba en un tribunal estadounidense. Pero veo lo que quieres decir, farsante. Estoy pagando por mis errores. —Scaramanga hizo un amplio gesto con la mano.— Bien, coge un millón de dólares y hagamos las paces.
—Me han ofrecido tres millones en el tren.
—Los doblo.
—No, lo siento.
Bond se incorporó. Su mano izquierda, a la espalda, estaba apretada en un puño, horrorizada con lo que estaba a punto de hacer. Se obligó a sí mismo a pensar qué aspecto debía tener el cuerpo roto de Margesson, a pensar en los demás hombres que aquel tipo había matado, en los que mataría si él flaqueaba. Era, con toda probabilidad, el pistolero sin banda más eficaz del mundo. James Bond lo había cogido y tenía instrucciones de matarlo. Debía hacerlo aunque estuviera tumbado malherido o en cualquier otra posición. Bond simuló despreocupación e intentó mostrar la misma frialdad que su enemigo.
—¿Algún mensaje para alguien, Scaramanga? ¿Alguna instrucción? ¿Alguien que quieras que se encargue de ti? Me ocuparé de ello, si es personal. Me encargaré yo mismo.
Scaramanga soltó una carcajada cruel, pero con cuidado, porque la risa no se convirtiera en una tos sanguinolenta.
—¡Vaya con el pequeño caballero inglés! Tal como he dicho… supongo que no querrás entregarme tu pistola y dejarme a solas durante cinco minutos, como dicen los libros. Bien, ¡tienes razón, hijito! Me arrastraría tras de ti y te volaría la tapa de los sesos.
Su mirada aún taladraba los ojos de Bond con arrogante superioridad, con aquella actitud de superhombre calculador que le había convertido en el mayor pistolero del mundo, sin bebida ni droga; el hombre del gatillo impersonal que mataba por dinero y, a veces, para divertirse.