Read El hombre de la pistola de oro Online
Authors: Ian Fleming
Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco
Después de aquella pieza inspirada de mudo crambo sexual, el resto del cabaré fue un anticlímax. Una de las chicas, después de que el jefe del conjunto le hubiera rasgado con un machete las tiras en forma de G, se retorció pasando por debajo de una estaca de bambú que se encontraba en equilibrio a medio metro del suelo, sobre dos botellas de cerveza. La primera chica, que había actuado como piña inconsciente en el número de Guillermo Tell de Bond, salió de nuevo y combinó un aceptable
striptease
con una versión de
Lengüetazos en el vientre
que hizo que el público aguzara otra vez sus oídos. Y luego, todas las chicas del equipo, excepto la belleza china, se acercaron a los espectadores y los invitaron a bailar. Scaramanga y Hendriks rehusaron con la debida cortesía. Bond sostuvo las copas de champán a las dos chicas que quedaban y se enteró de que se llamaban Mabel y Perla. Mientras, las otras cuatro mujeres se doblaban prácticamente por la mitad bajo los abrazos de oso de los cuatro gángsters sudorosos. Intentaban torpemente bailar el cha-cha-cha por la sala, al ritmo de la bulliciosa música que tocaban los chicos de la banda, ya medio borrachos. El climax de lo que se podía calificar sin lugar a dudas como orgía estaba a la vista. Bond dijo a sus dos chicas que debía ir al servicio y se escabulló, aprovechando que Scaramanga miraba en otra dirección. Pero cuando se iba notó la mirada de Hendriks, fría como si la película que estaba viendo le resultara indiferente, clavada en él mientras se escapaba.
Cuando Bond llegó a su habitación era medianoche. Habían cerrado las ventanas y el aire acondicionado estaba funcionando. Lo apagó y abrió las ventanas hasta la mitad; luego, con sincero alivio, se dio una ducha y se fue a la cama. De momento se preocupó por haber presumido con la pistola, pero había sido un acto de locura que ya no podía deshacer, así que pronto se quedó dormido. Soñó que tres hombres cubiertos con capas negras arrastraban un bulto informe, bajo la luz de la luna que iluminaba el terreno moteado, en dirección a las aguas oscuras donde se veían brillantes puntos rojos. Los dientes blancos rechinaban y los huesos crujían. Pero después este sonido se diluyó en un ruido persistente, como el que se produce al escarbar, que lo despertó de repente. Miró la esfera luminosa de su reloj. Marcaba las 3:30. El rumor se convirtió en un leve golpecito detrás de las cortinas. Bond abandonó en silencio la cama, cogió la pistola de debajo de la almohada y se deslizó a lo largo de la pared, hasta el filo de las cortinas. Las apartó con un movimiento brusco, y una cabellera dorada brilló bajo la luz de la luna.
—¡Rápido, James! —susurró con urgencia Mary Goodnight—. ¡Ayúdame a entrar!
Bond se maldijo suavemente. ¿Qué demonios significaba aquello? Dejó la pistola sobre la alfombra, tendió las manos hacia ella y prácticamente la arrastró por encima del alféizar. En el último momento, el tacón de su zapato se enganchó en el marco de la ventana y éste se cerró con un estruendo que sonó como el disparo de una pistola. Bond maldijo de nuevo suavemente, pero con fluidez, en voz baja.
—Lo siento muchísimo, James —susurró ella, compungida.
Bond hizo un gesto para que se callara de inmediato. Recogió su pistola y la puso de nuevo bajo la almohada, y guió a Mary a través de la habitación, hasta el baño. Encendió la luz y. como precaución, abrió la ducha. Ante el sofocado grito de ella, recordó que estaba desnudo.
—Lo siento, Goodnight.
Alcanzó una toalla, que se enrolló en la cintura, se sentó en el borde de la bañera e indicó con gestos a la chica que se sentara sobre la tapadera del váter.
—¿Qué diablos haces aquí, Mary? —preguntó, con tono fríamente controlado.
La voz de la joven sonó desesperada:
—Tenía que venir. Debía encontrarte como fuera. Supe donde parabas mediante la chica de aquel… espantoso lugar. He dejado el coche entre los árboles, al final de la avenida, y he andado husmeando por ahí. Había luces encendidas en algunas de las habitaciones y he estado escuchando, pero… —Se sonrojó.— Bien, deduje que no podías estar en ninguna de ellas. … Y luego vi tu ventana, y de alguna manera supe que tú serías el único capaz de dormir con la ventana abierta. Así que tenía que probar suerte.
—Bien, hemos de sacarte de aquí tan rápido como podamos. De todas formas, ¿cuál es el problema?
—Un mensaje «Muy Urgente» llegó esta tarde por Triple X. Quiero decir, ayer por la tarde. Tenía que transmitirse a cualquier precio. El Cuartel General piensa que estás en La Habana. El mensaje dice que uno de los jefazos de la KGB, que se mueve bajo el nombre de Hendriks, está en la zona y se piensa que va a visitar este hotel. Tienes que mantenerte alejado de él, porque se han enterado por «Una Fuente Delicada Pero Segura» —Bond sonrió ante el viejo eufemismo que se utilizaba para referirse a los códigos descifrados— que entre sus otros asuntos está encontrarte y…, bueno, matarte. Así que sumé dos y dos, y contigo en esta parte de la isla, y teniendo en cuenta las preguntas que me hiciste, supuse que tú debías estar ya sobre su pista, pero pensé que podías caer en una especie de emboscada, quiero decir, al no saber que, mientras tú le perseguías, él iba detrás de ti.
Tendió una mano indecisa, como buscando que la tranquilizara respecto a si había hecho lo correcto. Bond la cogió entre las suyas y se la acarició con gesto distraído, mientras su cabeza daba vueltas a esa nueva complicación.
—Ese hombre está aquí —repuso él—, y también un pistolero llamado Scaramanga. Debes saber, Mary, que Scaramanga ha matado a Ross, en Trinidad.
Ella se llevó la mano a la boca, horrorizada.
—Informa de ello de mi parte. Si puedo sacarte de aquí, estaré tranquilo. En cuanto a Hendriks, sí, se encuentra en este hotel, pero no me ha identificado con seguridad. ¿Dijo el Cuartel General si tenía mi descripción?
—Te habían descrito sólo como «el notable agente secreto James Bond». Pero esto no pareció significar mucho para Hendriks porque pidió detalles. Esto fue hace dos días, de manera que puede conseguirlos por cable o por teléfono aquí, en cualquier momento. ¿Te das cuenta de por qué he venido, James?
—Sí, por supuesto, gracias, Mary. Ahora debo sacarte por esa misma ventana; luego tú tienes que seguir tu camino. No te preocupes por mí; creo que seré capaz de manejar bien la situación. Además, tengo ayuda. —Le habló acerca de Félix Leiter y Nicholson.— Tan sólo di al Cuartel General que has entregado el mensaje y que estoy aquí. Respecto a los otros dos hombres, el Cuartel General puede conseguir los datos de la CIA, directamente en Washington. ¿De acuerdo?
Se puso en pie. Ella se levantó también y lo miró.
—Pero, ¿irás con cuidado?
—Claro, claro. —Le acarició el hombro con gesto tranquilizador. Cerró la ducha, abrió la puerta del cuarto de baño y susurró—: Ahora, vamos. Recemos para tener suerte.
Una voz sedosa sonó en la oscuridad, al pie de la cama.
—Vaya, vaya…, el Santo Espíritu no juega hoy a tu favor, caballero. Un paso adelante los dos y con las manos detrás de la cabeza.
Scaramanga caminó hasta la puerta y encendió las luces. Estaba desnudo, sólo con los calzoncillos y la pistolera colocada bajo su brazo izquierdo. La pistola de oro permaneció apuntando a Bond todo el tiempo, mientras él se movía por la habitación.
Bond lo miró, incrédulo; luego trasladó la mirada a la alfombra, a la altura de la puerta. Las cuñas estaban aún allí, intactas. Indudablemente no había entrado por la ventana sin ayuda. Pero, entonces, vio que su armario ropero estaba abierto y que la luz penetraba en la habitación de al lado. Se trataba de una puerta secreta, de la máxima sencillez: todo el fondo del armario era una puerta, imposible de detectar desde el lado de Bond, y, al otro lado, era probable que tan sólo tuviera la apariencia de una puerta de comunicación cerrada.
Scaramanga regresó al centro de la habitación y se quedó mirándolos. Su boca y sus ojos mostraban una expresión burlona.
—No he visto a este bombón entre las chicas —comentó—. ¿Dónde la guardabas, colega? Y ¿por qué tienes que esconderla en el baño? ¿Te gusta hacerlo bajo la ducha?
—Estamos prometidos para casarnos —contestó Bond—. Ella trabaja en la Oficina del Alto Comisionado Británico en Kingston, como administrativa, y averiguó dónde me alojaba en el burdel donde usted y yo nos conocimos. Su nombre es Mary Goodnight. Ha venido a avisarme de que mi madre está ingresada en el hospital, en Londres, por una mala caída. ¿Qué hay de malo en todo esto? ¿Y qué significa irrumpir así en mi habitación en medio de la noche, blandiendo una pistola? Y, además, guárdese amablemente su sucia lengua para usted.
Bond estaba encantado con su fanfarronería y decidió dar el paso siguiente hacia la libertad de Mary Goodnight. Bajó las manos y se volvió hacia la joven.
—Baja las manos, Mary. El señor Scaramanga debe de haber pensado que había ladrones por aquí al oír el golpe de la ventana. Ahora me pondré algo de ropa y te acompañaré hasta el coche… Tienes un largo camino de vuelta hasta Kingston. ¿Seguro que no preferirías quedarte aquí por esta noche? Estoy convencido de que el señor Scaramanga nos encontraría una habitación libre. —Se volvió hacia Scaramanga.— Claro está, señor Scaramanga, que pagaré por la habitación.
Mary Goodnight le interrumpió. Había bajado ya las manos. Cogió su pequeño bolso de encima de la cama, donde lo había dejado, lo abrió y empezó a ocuparse de su cabello con ademanes nerviosos, muy femeninos. Al mismo tiempo inició un parloteo que combinaba a la perfección con la elegante escena de «hete aquí mi masculinidad» de estilo muy británico que Bond acababa de interpretar.
—No, de verdad, querido. Creo que es mejor que me vaya. Tendría un grave problema si llegara tarde a la oficina. Además, el primer ministro, sir Alexander Bustamante, ¿sabes?, celebra mañana su ochenta cumpleaños. Pues bien, va a venir a comer, y ya sabes que Su Excelencia siempre quiere que arregle yo las flores y prepare las tarjetas de colocación de los comensales en la mesa. —Se volvió encantadora hacia Scaramanga.— De hecho, será un día muy especial para mí, porque en la fiesta iban a ser trece, así que Su Excelencia me pidió que yo fuera la número catorce. ¿No es maravilloso? Pero sólo Dios sabe qué voy a parecer después de esta noche. Las carreteras son terribles de verdad, en algunas zonas, ¿no es cierto… señor… Scramble? Pero, ahí está. Y de veras que lamento causarle todas estas molestias y sacarle de su primer sueño.
Se dirigió hacia él como lo haría la Reina Madre abriendo un bazar, con su mano tendida.
—Y ahora, regrese de nuevo corriendo a la cama, y mi prometido —(¡Gracias a Dios no había dicho James! ¡La chica estaba inspirada!)— me acompañará a salvo fuera del edificio. Adiós, señor…
James Bond estaba orgulloso de ella. Su interpretación pertenecía casi al más puro estilo Joyce Grenfell. Pero Scaramanga no iba a dejarse embaucar por palabras falsas, ni por el inglés, ni por cualquier otra cosa. La joven casi cubría el cuerpo de Bond. Scaramanga se movió rápidamente a un lado.
—Espera, damisela —dijo—. Y tú, caballero, quédate donde estás.
Mary Goodnight dejó caer su mano y observó a Scaramanga con mirada inquisitiva, como si acabara de rechazar los emparedados de pepino. ¡Vaya con aquellos norteamericanos! El
Pistola de Oro
no estaba para charlas de cortesía. El arma seguía firmemente sujeta entre ellos dos.
—De acuerdo —dijo Scaramanga a Bond—. Sácala de nuevo por la ventana; luego tengo algo que decirte. —Agitó su pistola en dirección a la muchacha.— Muy bien, bombón, empieza a pasar. Y no vuelvas a entrar sin permiso en tierras de otros, ¿vale? Y puedes decirle a Su Fastidiosa Excelencia dónde tiene que meterse sus tarjetas de colocación. Sus órdenes no afectan al Thunderbird, las mías sí lo hacen, ¿te ha quedado claro? Vigila, no te rompas el corsé al salir por la ventana.
—Muy bien, señor —contestó Mary Goodnight con tono glacial—. Entregaré su mensaje, y estoy segura de que el Alto Comisionado tomará más cuidadosa nota de cuanto la ha tomado hasta ahora de su presencia en esta isla. Y el gobierno jamaicano, también.
Bond tendió la mano y cogió a Mary por el brazo, viendo que ella estaba a punto de sobreinterpretar su papel.
—Vamos, Mary, te ayudaré. Y, por favor, di a mamá que habré terminado aquí en un día o dos y que le telefonearé desde Kingston.
Guió a la joven hasta la ventana y la ayudó a salir, o mejor, la empujó con apresuramiento a través de la ventana. Vio como ella se despedía agitando la mano y cruzaba el césped a la carrera. Bond se apartó de la ventana con considerable alivio: llegados a ese punto, ya no esperaba que el fatal lío se solucionara sin más lamentaciones.
Se acercó a la cama y se sentó sobre la almohada. Le tranquilizaba sentir el rígido contorno de su pistola bajo los muslos. Miró a Scaramanga. El hombre había metido el arma en la pistolera y se apoyaba contra el guardarropa. Se pasó un dedo por la línea negra de su bigote, reflexionando.
—La Oficina del Alto Comisionado… —dijo— también alberga al representante local de tu famoso Servicio Secreto británico. ¿Supongo, Hazard, que tu nombre real no será James Bond? Nos has hecho una perfecta demostración de velocidad con la pistola, esta noche, y creo haber leído en algún sitio que ese tipo, Bond, presume con las armas. También tengo información inequívoca de que ese hombre se encuentra en algún lugar del Caribe y que va tras de mí. Curiosa coincidencia, ¿no?
Bond se echó a reír con despreocupación.
—Creía que el Servicio Secreto había liado el petate cuando acabó la guerra. De todas maneras, me temo que no puedo cambiar mi identidad porque a usted le convenga. Llame mañana, a primera hora, a Frome, pregunte por el señor Tony Hugill, el jefe allí, y comprobará mi historia. Además, ¿puede explicarme cómo ese tipo, Bond, iba a seguirle hasta un burdel en Sav' La Mar? Y de todas formas, ¿qué quiere de usted?
Scaramanga le contempló en silencio durante un momento. Luego dijo:
—Supongo que debe estar buscando una lección de tiro, y me encantará complacerle. Pero tienes razón en lo del tres y medio de Love Lane. Eso es lo que pensé cuando te contraté, pero la coincidencia no tiene esa magnitud. Claro que tal vez debería haberlo pensado mejor. Desde un principio dije que olías a poli. La chica puede ser tu prometida, y puede no serlo, pero esa artimaña de la ducha es un viejo truco de gángsters. Y, probablemente, también del Servicio Secreto, excepto, claro está, que estuvieras tirándotela.