Read El hombre de la pistola de oro Online
Authors: Ian Fleming
Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco
—¿Está todo listo? —le preguntó Scaramanga—. ¿Se ha cargado todo en el tren? ¿Han avisado a Green Island? Entonces, de acuerdo. ¿Dónde está ese compañero suyo, ese tal Travis? No lo he visto hoy por aquí.
Nick Nicholson se puso serio.
—Tenía un flemón en una encía, señor. Se encontraba muy mal, así que tuve que enviarle a Sav' La Mar al dentista. Supongo que esta tarde estará mejor.
—Peor para él, descuéntele la paga de medio día. No hay sitio para dormilones en esta empresa, con la falta de personal que tenemos. ¿Por qué no hizo que le revisaran la jeta antes de aceptar el trabajo?
—De acuerdo, señor Scaramanga. Hablaré con él.
Scaramanga se volvió hacia el grupo que lo esperaba.
—Muy bien, muchachos, haremos lo siguiente: iremos en coche un par de kilómetros, hasta la estación. Allí subiremos al pequeño tren, que ya veréis que es una máquina perfecta. Un tipo, llamado Lucius Beebe, hizo para la compañía Thunderbird una copia de la máquina y del material móvil del viejo Denver, de la línea South Park y Pacífico. Avanzaremos por el borde de los campos de caña durante unos treinta kilómetros, hasta llegar a la bahía de Green Island. Hay muchas aves, ratas de monte y cocodrilos en los ríos. Tal vez encontremos un poco de caza y os divirtáis con las armas. ¿Todos lleváis vuestras pistolas encima? Bien, bien. Almorzaremos con champán en Green Island, donde ya estarán las chicas y la música para hacernos pasar un rato agradable. Después del almuerzo embarcaremos en el
Thunder Bird
y haremos una travesía hasta Lucea, un pequeño pueblo de la costa, donde intentaremos pescar algo para la cena. Los que no quieran pescar, pueden montar a caballo. ¿De acuerdo? Luego, regresaremos y tomaremos unas copas, ¿vale? ¿Todos satisfechos? ¿Alguna sugerencia? Entonces, pongámonos en marcha.
Dijeron a Bond que se instalara en el asiento posterior del coche y partieron. ¡De nuevo se le ofrecía aquella nuca! ¡Estaba chiflado si no atacaba en ese momento! Pero se hallaban en campo abierto, no se podría cubrir y llevaba cinco pistolas detrás: la ventaja no era del todo buena. ¿Cuál sería el plan para quitarle de en medio? Supuso que tendría lugar durante la «cacería». James Bond sonrió inexorable para sus adentros. Se sentía feliz, aunque habría sido incapaz de describir la emoción: tenía los nervios de punta y se sentía aprisionado, simultáneamente. Era el momento en que, después de pasar veinte veces, en el póquer consigues una mano, y aunque eso no signifique necesariamente que vayas a ganar, sí puedes apostar. Había ido tras aquel hombre durante seis semanas, y ese día, esa mañana quizás, iba a llegar el momento decisivo, aquel que tenía orden de conseguir. Era ganar o perder. ¿Su ventaja? La prevención jugaba a su favor, ya que estaba más prevenido de lo que el enemigo imaginaba. Pero el enemigo tenía a los grandes batallones de su lado, ellos eran más y, aun considerando sólo a Scaramanga, de más talento quizás. ¿En cuanto a las armas? De nuevo dejando a los otros aparte, Scaramanga tenía la ventaja. El Colt 45 de cañón largo era más lento al sacar por una fracción, pero su longitud daba mayor precisión que la Walther automática. ¿En velocidad de tiro? La Walther llevaba la ventaja (y la primera recámara vacía de la pistola de Scaramanga, si no había sido descubierta aún, era un plus adicional). Y la mano firme, el cerebro frío, el fuerte deseo de matar… ¿cómo se calibraban? Probablemente la balanza no se decantaría en cuanto a los dos primeros atributos. Bond estaba ligeramente más dispuesto que el otro a apretar el gatillo, por cualquier motivo, por necesidad. Tenía que vigilar eso. Debía descargar el tiro en el vientre y necesitaba ser más frío que el hielo. En cuanto al deseo de matar, quizás en Bond era más fuerte, claro. El luchaba por su vida, mientras que el otro sólo se estaba divirtiendo y proporcionado diversión a sus amigos, mostrándoles su poder, en definitiva, presumiendo. ¡Eso estaba bien! ¡Podía ser decisivo! Bond se dijo que debía contribuir a aumentar la inconsciencia del otro, su despreocupada confianza, su falta de prudencia. Él tenía que comportarse como el inglés P. G. Wodehouse, el inglés de los dibujos animados, tenía que parecer necio. La adrenalina circuló por las venas de James Bond a toda velocidad y su ritmo de pulsaciones empezó a aumentar de manera imperceptible, aunque lo sentía en su muñeca. Realizó una lenta y profunda inspiración para reducir las pulsaciones. Se dio cuenta que estaba sentado con el cuerpo echado hacia delante, muy tenso, y se recostó e intentó relajarse. Todo él se relajó, excepto su mano derecha, que estaba bajo el control de otro ser. Apoyada sobre el muslo, la mano aún se contraía de vez en cuando, como la pata de un perro que caza conejos mientras duerme.
Se metió la mano en el bolsillo de la americana mientras observaba un cuervo que volaba en círculos a unos trescientos metros de altura. Se metió en la mente del pájaro, que buscaba un sapo aplastado o una rata de monte. El cuervo, planeando, había localizado su botín. Bajó más y más, y Bond le deseó
bon appétit
. El depredador que llevaba en él deseó al carroñero una buena comida. Sonrió ante aquella comparación entre ellos dos: ambos seguían un rastro, pero la principal diferencia consistía en que el cuervo era un ave protegida, a la cual nadie dispararía cuando hiciera su última zambullida. Entretenido con esos pensamientos, Bond sacó la mano derecha del bolsillo y, tranquila y mansamente, encendió un cigarrillo. La mano había dejado de cazar conejos por su cuenta.
La estación del tren era una brillante maqueta de la época del Colorado de vía estrecha: un edificio bajo, con tejado de listones descoloridos, pintado de rojo a lo largo de los aleros. El nombre, Apeadero de Thunderbird, estaba escrito en gruesas letras ornamentales de estilo antiguo. Los anuncios recomendaban
Masque pétalo de rosa recogido con esmero, el mejor pétalo de virginia garantizado, los trenes se detienen en todas las comidas, no se aceptan cheques
. La máquina, brillante, barnizada en negro y amarillo y con los metales pulidos, era una joya. Jadeaba débilmente bajo el sol, y un jirón de humo negro se enroscaba desde la alta chimenea situada detrás del gran faro de latón. El nombre de la máquina,
The Belle
, destacaba en una ufana placa de metal colocada sobre el reluciente tonel negro, y su número, el 1, se indicaba en una placa similar, bajo el faro. Tenía un único vagón de pasajeros, que era un espacio abierto, con asientos cubiertos con cojines, entoldado con lona de color amarillo narciso que lo aislaba del sol. Al final estaba el vagón del freno, también de colores negro y amarillo, con una resplandeciente butaca dorada detrás de la convencional rueda de freno. Todo el tren era un juguete maravilloso, incluso el antiguo silbato que ahora daba su toque de aviso.
Scaramanga se encontraba exultante, en plena forma.
—¡Escuchad el silbato del tren, amigos! ¡Todos a bordo!
Y a continuación el anticlímax: para consternación de Bond, el otro sacó su pistola de oro, apuntó al cielo y apretó el gatillo. Vaciló sólo un momento y tiró de nuevo. El profundo estruendo del disparo resonó en la pared del apeadero, y el jefe de estación, engalanado con su resplandeciente uniforme de época, se llenó de nerviosismo. Se metió en el bolsillo el gran reloj de plata en forma de nabo que había estado sosteniendo y se apartó con actitud deferente, dejando caer a un lado la bandera verde. Scaramanga comprobó su pistola y miró a Bond pensativo.
—Muy bien, amigo —le dijo—. Ahora sube delante, al lado del conductor.
Bond sonrió dichoso.
—¡Gracias! Siempre he querido hacerlo, desde que era un chiquillo. ¡Qué divertido!
—Tú lo has dicho —repuso Scaramanga. Se volvió hacia los demás—. Y usted, señor Hendriks, en el primer asiento detrás del ténder del carbón, por favor. Luego Sam y Leroy. Después Hal y Louie. Yo subiré detrás, en el vagón del freno. Es un buen lugar para vigilar la jugada, ¿de acuerdo?
Todos ocuparon sus respectivos puestos. El jefe de estación había recuperado su temple y prosiguió con su actuación, con el reloj y la bandera. La máquina soltó un silbido triunfante y, después de una serie de resoplidos aminorados, se puso en marcha. Empezaron a rodar por la vía de noventa centímetros de ancho, que se perdía, recta como una flecha, en el reflejo plateado que bailaba al sol.
Bond miró el indicador de velocidad. Marcaba treinta y dos. Por primera vez prestó atención al conductor. Se trataba de un rastafari, de aspecto infame, con un mono sucio caqui y una banda alrededor de la cabeza que le absorbía el sudor. Un cigarrillo colgaba entre el fino bigote y la desaliñada barba. Olía muy mal.
—Mi nombre es Mark Hazard —dijo Bond—. ¿Cómo se llama usted?
—¡Déjalo, tío! No hablo con blancos.
Se expresó con coloquialismos jamaicanos de carácter grosero.
—Creía que un mandamiento de su religión era el de amar al prójimo —dijo Bond con afabilidad.
El rasta le dio un tirón al cordel del silbato. Cuando el chillido se extinguió, dijo sencillamente «¡Mierda!», abrió la puerta del horno de una patada y empezó a echar carbón.
Bond miró furtivamente a su alrededor, examinando el interior de la cabina. Sí, ¡allí estaba el largo machete jamaicano! Una afilada hoja de dos centímetros y medio de ancha, con una punta mortal, descansaba sobre una estantería junto al hombre, muy a mano. ¿Se suponía que así ocurriría todo? Bond lo dudaba. Scaramanga lo querría llevar a cabo de una oportuna forma dramática, de manera que le proporcionara una coartada. El segundo verdugo sería Hendriks. Bond miró hacia atrás, por encima del ténder del carbón, y los ojos de Hendriks, suaves e indiferentes, se encontraron con los suyos. Bond gritó, por encima del estruendo metálico de la máquina:
—¡Qué divertido!, ¿no?
Los ojos de Hendriks se desviaron y luego volvieron a Bond. Éste se encorvó, de manera que podía ver por debajo el toldo. Los cuatro hombres restantes estaban sentados, inmóviles también, con la mirada puesta en Bond. Éste saludó alegremente con la mano, pero no hubo respuesta. ¡Así que ya se lo habían explicado! Bond era un espía entre ellos, y ése sería su último paseo. En el argot de los pistoleros, él iba a ser
el blanco
. Se sentía incómodo con aquellos diez ojos enemigos puestos sobre él, como diez cañones de escopeta. Bond se irguió. Ahora, la mitad superior de su cuerpo sobresalía por encima del tejadillo de lona, como el «hombre» de hierro en una galería de tiro, y miraba hacia la amarilla superficie plana donde Scaramanga, sentado en su trono solitario, a unas decenas de metros, permanecía con todo el cuerpo a la vista. Él también miraba en dirección a la cabeza del pequeño tren, hacia Bond, como el último doliente en el cortejo fúnebre que seguía al cadáver, que era James Bond. Éste agitó de nuevo una mano alegremente y se volvió. Se abrió la americana y buscó un momento de calma en el contacto con la fría culata de su pistola. Tanteó el bolsillo del pantalón. Tres cargadores más. ¡Bien! Gastaría con él tantos como pudiera. De un manotazo bajó el asiento del copiloto y se sentó. No valía la pena que actuara como blanco, hasta que tuviera que serlo por fuerza. El rasta dio un golpecito al cigarrillo echándolo a un lado y se encendió otro. La máquina se conducía sola. Se recostó contra la pared de la cabina y su vista se perdió en la nada.
Bond había hecho bien sus deberes y se había estudiado el mapa de reconocimiento de las colonias a escala 1:50.000 que Mary le había proporcionado. Conocía con tada exactitud la ruta que tomaba la pequeña vía a lo largo de las cañas. Primero había ocho kilómetros de plantaciones de caña, entre cuyas altas paredes de color verde circulaban en ese momento. Luego llegarían al río Middle, al que seguiría una amplia extensión de pantanos, que en la actualidad estaban siendo lentamente recuperados, pero que aún figuraban en el mapa como
el graN pantano
. Después alcanzarían el río Orange, que desembocaba en la bahía de Orange, y luego más azúcar, y una extensión de territorio donde se mezclaba el bosque y los pequeños cultivos, hasta llegar al pequeño caserío de Green Island, en la punta del espléndido fondeadero que era la bahía de Green Island.
Cien metros por delante, un águila ratonera levantó el vuelo junto a la vía y, después de unos cuantos aletazos pesados, se dejó llevar por la brisa de la orilla y remontó alejándose a mucha altura. Entonces sonó un estampido, con su origen en la pistola de Scaramanga. Una pluma de la gran ala derecha de la enorme ave cayó a la deriva. El águila se desvió bruscamente y remontó el vuelo a mayor altura. Sonó un segundo disparo. Esa vez el pájaro se tambaleó y empezó a caer aleteando confusamente. Sufrió una nueva sacudida al golpearle una tercera bala, antes de que se estrellara entre las cañas. Bajo el toldo amarillo estallaron los aplausos. Bond se inclinó hacia fuera y gritó a Scaramanga:
—¡Eso le costará cinco libras, a no ser que haya sobornado al rasta! Es la multa por matar un águila.
Una bala pasó silbando junto a la cabeza de Bond y Scaramanga se echó a reír.
—Lo siento, me ha parecido ver una rata. —Y luego añadió—: Vamos, señor Hazard, enséñenos algo de su habilidad en el tiro. Allí hay ganado pastando junto a la vía. Veamos si es capaz de dar a una vaca a diez pasos.
Los pistoleros se rieron a carcajadas. Bond sacó de nuevo la cabeza. La pistola de Scaramanga descansaba en su regazo. Por el rabillo del ojo vio a Hendriks, a unos treinta metros detrás de él, con la mano derecha en el bolsillo de la americana.
—Nunca cazo lo que no me he de comer —gritó Bond—. Si usted se come la vaca entera, dispararé para usted.
La pistola destelló y retumbó una vez más al tiempo que Bond sacudía la cabeza y se protegía con el ténder del carbón. Scaramanga se rió con crueldad.
—Cierra el pico, inglés, o lo perderás.
Los pistoleros estallaron de nuevo en risotadas.
Junto a Bond, el rasta soltó una maldición y estiró con fuerza del mango del silbato. Bond dirigió la mirada a la vía. A lo lejos, entre los rieles, se veía algo de color rosa. Sin soltar el silbato, el conductor atrajo hacia sí una palanca e, inmediatamente, el tubo de escape soltó vapor y la máquina empezó a ir más despacio. Se oyeron dos disparos. Las balas rebotaron con ruido metálico contra el techo de hierro que había sobre sus cabezas.
—¡Mantén la velocidad, maldita sea! —gritó Scaramanga, colérico.
Rápidamente, el rasta empujó la palanca y el tren recuperó su velocidad a treinta y dos kilómetros por hora. Se encogió de hombros y, mirando a Bond, se humedeció los labios.