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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (61 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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Ahora, mientras Gerry llevaba a mamá al sofá, Laurel recorrió con el dedo los discos del estante, en busca del álbum adecuado. Fue un repaso rápido, pero se detuvo un momento al llegar al de Chris Barber’s Jazz Band y una sonrisa se extendió por su rostro. Era un disco de su padre; Laurel aún recordaba el día que lo trajo a casa. Sacó su clarinete y tocó al compás del solo de Monty Sunshine durante horas, de pie, ahí en medio de la alfombra, deteniéndose de vez en cuando para sacudir la cabeza, maravillado ante el virtuosismo de Monty. Esa noche, durante la cena, su padre se encerró en sí mismo, ajeno al ruido de sus hijas, sentado a la cabecera de la mesa con una sonrisa de plena satisfacción que le iluminaba la cara.

Emocionada por ese recuerdo encantador, Laurel apartó a Monty Sunshine y siguió hurgando entre los discos hasta encontrar el que buscaba,
By the Light of the Silvery Moon
, de Ray Noble y Snooky Lanson. Miró atrás, al lugar donde Gerry acomodaba a su madre, tirando de la manta con delicadeza para cubrir ese cuerpecillo frágil, y Laurel esperó, pensando que había sido una bendición tenerlo aquí en Greenacres estos últimos días. Fue al único a quien confió la verdad de su pasado. La noche anterior, sentados juntos en la casa del árbol mientras bebían vino tinto y escuchaban una cadena de radio londinense de rockabilly que Gerry había descubierto en internet, charlaron de tonterías, del primer amor y de la vejez y de todo lo que había entre medias.

Cuando hablaron del secreto de su madre, Gerry dijo que no veía razón alguna para decírselo a las otras.

—Nosotros estábamos allí ese día, Lol; es parte de nuestra historia. Rose, Daphne e Iris… —Se encogió de hombros y bebió un sorbo de vino—. Bueno, les podría molestar, ¿y para qué? —Laurel no estaba tan segura. Desde luego, había historias más sencillas de contar; sería arduo de asimilar, especialmente para alguien como Rose. Pero, al mismo tiempo, últimamente Laurel había pensado mucho sobre los secretos, sobre lo difícil que es guardar un secreto, y su tendencia a acechar en silencio bajo la superficie antes de surgir sin previo aviso por una grieta en la voluntad de su dueño. Supuso que tendría que esperar un tiempo y ver cómo iban las cosas.

Gerry, que alzó la vista para mirarla, sonrió y asintió desde donde estaba sentado, cerca de la cabeza de mamá, para indicar que pusiese la canción. Laurel sacó el disco de la funda de papel y lo colocó en el reproductor, tras lo cual situó la aguja en el borde. La apertura del piano llenó los rincones de la habitación silenciosa y Laurel se recostó al otro lado del sofá, con la mano sobre los pies de su madre, y cerró los ojos.

De repente, volvió a tener nueve años. Era una noche de verano de 1954. Laurel llevaba un camisón de manga corta, y la ventana situada por encima de la cama estaba abierta, con la vana esperanza de atraer la fresca brisa nocturna. Con la cabeza sobre la almohada, su pelo largo y liso se extendía tras de ella como un ventilador, y los pies reposaban en el alféizar de la ventana. Mamá y papá habían invitado a unos amigos a cenar y Laurel había permanecido así, tumbada en la oscuridad, durante horas, escuchando las suaves ráfagas de conversación y risas que a veces llegaban entre los suspiros de sus hermanas dormidas. De vez en cuando el olor del humo de tabaco subía por las escaleras y pasaba por la puerta abierta; los cristales entrechocaban en el comedor y Laurel se regodeaba pensando que el mundo de los adultos era cálido y luminoso y aún seguía en movimiento más allá de las paredes de su cuarto.

Al cabo de un tiempo oyó el sonido de las sillas al ser colocadas debajo de la mesa y de pasos en la entrada, y Laurel se imaginó a los hombres estrechándose las manos y a las mujeres besándose en las mejillas mientras decían «Adiós» y «¡Oh! Qué noche tan maravillosa», y prometían repetir la experiencia. Las puertas de los coches se cerraron, los motores ronronearon por el camino a la luz de la luna y, por fin, el silencio y la quietud regresaron a Greenacres.

Laurel esperó a oír los pasos de sus padres en las escaleras al ir a la cama, pero no llegaban y vaciló al borde del sueño, incapaz de abandonarse y dejarse caer en sus redes. Y entonces, a través de los tablones de madera, llegó la risa de una mujer, fresca y placentera, como un trago de agua cuando se tiene sed, y Laurel se desveló. Se incorporó y escuchó más risas, esta vez de papá, seguidas por el sonido de algo pesado al ser movido. Laurel no debería estar levantada tan tarde, a menos que estuviese enferma, necesitase usar el baño o la hubiese despertado una pesadilla, pero no podía cerrar los ojos e ir a dormir, no ahora. Algo ocurría abajo y necesitaba saber qué. Tal vez la curiosidad mató al gato, pero las niñas pequeñas solían ser más afortunadas.

Salió de la cama y caminó de puntillas sobre la alfombra del pasillo, con el camisón rozándole las rodillas. Silenciosa como un ratón, bajó las escaleras a hurtadillas y se detuvo en el rellano cuando oyó la música, tenues compases que provenían del otro lado de la puerta del salón. Laurel bajó el resto de las escaleras deprisa y, tras arrodillarse con sumo cuidado, apretó primero una mano y luego un ojo contra la puerta. Parpadeó contra el ojo de la cerradura y respiró. Habían apartado el sillón de papá a un rincón, de modo que había un amplio espacio libre en el centro del salón, y él y mamá estaban juntos sobre la alfombra, los cuerpos fundidos en un abrazo. La mano de papá era grande y firme en la espalda de mamá y su mejilla descansaba contra la de ella mientras se mecían al compás de la música. Tenía los ojos cerrados y su gesto encendió las mejillas de Laurel, que tragó saliva. Parecía casi que su padre estuviese dolorido y, sin embargo, al mismo tiempo, también exactamente lo contrario. Era papá y no lo era y verlo de ese modo sumió a Laurel en la incertidumbre e incluso se sintió un poco celosa, lo cual fue incapaz de comprender.

La música se animó con un ritmo más vívido y los cuerpos de sus padres se apartaron mientras Laurel observaba. Estaban bailando, bailando de verdad, como en una película, con las manos entrelazadas, y los zapatos se deslizaban y mamá daba vueltas y vueltas bajo el brazo de papá. Las mejillas de mamá estaban sonrosadas y sus rizos parecían más sueltos de lo normal, el tirante del vestido color perla había resbalado un poco por un hombro, y Laurel, a sus nueve años, supo que nunca volvería a ver a nadie tan hermoso aunque viviese cien años.

—Lol.

Laurel abrió los ojos. La canción había terminado y el disco seguía girando. Gerry estaba junto a su madre, quien se había quedado dormida, y le acariciaba el pelo con ternura.

—Lol —dijo de nuevo, y algo en esa voz, el tono acuciante, atrajo su atención.

—¿Qué pasa?

Gerry miraba la cara de mamá fijamente y Laurel siguió la dirección de sus ojos. Entonces lo supo. Dorothy no dormía; se había ido.

Laurel estaba sentada en el columpio del jardín, bajo el árbol, meciéndose lentamente con un pie. Los Nicolson dedicaron casi toda la mañana a hablar del funeral con el pastor del pueblo, y ahora Laurel pulía el medallón que su madre llevaba siempre. Habían decidido (de manera unánime) enterrarlo con mamá; ella nunca se había interesado por los bienes materiales, pero ese medallón era muy importante para ella y se negaba a quitárselo. «Contiene mis tesoros más preciados», solía decir siempre que surgía el tema, y lo abría para mostrar las fotografías de sus hijos. De niña, a Laurel le encantaba cómo funcionaban esas pequeñas bisagras y el placentero clic del broche al cerrarse.

Lo abrió y lo cerró, observando los rostros jóvenes y sonrientes de sus hermanas, de su hermano y de ella misma, fotografías que había visto cientos de veces; y, en ese momento, notó que una de las piezas ovaladas de cristal tenía una pequeña muesca. Laurel frunció el ceño y pasó el pulgar por ese defecto. El borde de la uña lo enganchó y el cristal (estaba más suelto de lo que pensaba) se soltó y cayó sobre el regazo de Laurel. Sin el cierre, el fino papel fotográfico perdió la tirantez, se curvó en el centro y Laurel pudo ver lo que había debajo. Miró más de cerca, deslizó el dedo por debajo y sacó la fotografía.

Era lo que había pensado. Dentro había otra fotografía, de otros niños, niños de un tiempo remoto. Comprobó el otro lado también, ya impaciente, y apartó el cristal y sacó el retrato de Iris y Rose. Otra foto antigua: otros dos niños. Laurel miró a los cuatro juntos y se le cortó la respiración: la ropa de época, la sugerencia de un inmenso calor en la forma de entrecerrar los ojos ante la cámara, esa particular impaciencia tan obstinada en la cara de la niña más pequeña… Laurel supo quiénes eran estos niños. Eran los Longmeyer de Mount Tamborine, los hermanos y la hermana de mamá, antes del terrible accidente y de que ella se viera en un barco rumbo a Inglaterra, bajo las alas protectoras de Katy Ellis.

Laurel estaba tan abstraída por su hallazgo, preguntándose cómo podría hallar más información acerca de esta familia lejana que acababa de descubrir, que no oyó el coche en el camino hasta que casi llegó a la verja. Habían tenido visitas durante todo el día, que aparecían para darles el pésame, siempre con una anécdota de Dorothy que les hacía sonreír y ante las cuales Rose lloraba aún más, empapando todos esos pañuelos de papel que tuvieron que comprarle. Sin embargo, al observar el coche que se acercaba, Laurel vio que se trataba del cartero.

Se acercó a saludarlo; se había enterado, por supuesto, y le dio el pésame. Laurel se lo agradeció y sonrió cuando el hombre le contó una historia acerca de las sorprendentes habilidades de Dorothy Nicolson con un martillo.

—Era increíble —dijo— cómo clavaba las estacas de la cerca una bella dama como ella, pero sabía muy bien lo que hacía. —Laurel movió la cabeza para acompañar el gesto maravillado del cartero, pero pensaba en esos leñadores de antaño de Mount Tamborine cuando llevó el correo al columpio.

Había una factura de la luz, un panfleto sobre las elecciones locales, además de un sobre de considerable tamaño. Laurel alzó las cejas cuando vio que estaba dirigido a ella. No podía imaginar quién sabría que se encontraba en Greenacres, salvo Claire, que nunca le enviaría una carta mientras existiesen los teléfonos. Dio la vuelta al sobre y vio el remitente: Martin Metcalfe, 25 Campden Grove.

Intrigada, Laurel lo abrió y sacó lo que contenía. Era un folleto, la guía oficial del museo para la exposición de James Metcalfe en el Victoria y Alberto, de hacía diez años. «Pensé que te gustaría. Saludos, Marty», decía la nota pegada en la portada. «P. D.: ¿Por qué no vienes a vernos la próxima vez que pases por Londres?». Laurel pensó que sería una buena idea: le caían bien Karen, Marty y sus hijos, el niño del avión de Lego y de mirada absorta; de una manera extraña, confusa, eran como de la familia, unidos todos ellos por aquellos sucesos fatídicos de 1941.

Hojeó el folleto y admiró una vez más el glorioso talento de James Metcalfe, que había logrado captar más que simples imágenes con la cámara y sabía transmitir un relato con los elementos dispersos de un momento único. Y qué relatos tan importantes: estas fotografías eran el testimonio de una experiencia histórica que casi sería imposible de concebir sin ellas. Se preguntó si Jimmy lo supo; si, al captar esos pequeños ejemplos de sufrimientos y pérdidas, comprendió qué magnífico recuerdo iba a legar al futuro.

Laurel sonrió cuando vio la fotografía de Nella y se detuvo ante una foto suelta, pegada en la parte de atrás, una copia de la que había visto en Campden Grove, el retrato de mamá. Laurel la desprendió, la sostuvo de cerca y contempló cada rasgo de la belleza de su madre. Iba a devolverla a su sitio cuando reparó en la última fotografía del folleto, un autorretrato de James Metcalfe, que databa de 1954.

Experimentó una sensación extraña ante esa imagen, que atribuyó, en un principio, a la importancia crucial que tuvo Jimmy en la vida de su madre, a las cosas que mamá le había dicho acerca de su bondad, acerca de cómo la hizo feliz en esa época tan sombría de su vida. Pero entonces, a medida que miraba, Laurel adquirió la certeza de que se sentía así por otro motivo, un motivo más poderoso, más personal.

Y entonces, de repente, lo recordó.

Laurel se desplomó sobre el asiento y miró al cielo, con una sonrisa amplia e incrédula. Todo se iluminó. Supo por qué el nombre de Vivien la impresionó tanto cuando Rose lo dijo en el hospital; supo cómo había averiguado Jimmy que debía enviar esa tarjeta de agradecimiento para Vivien a nombre de Dorothy Nicolson, a la granja Greenacres; supo por qué sentía esos fugaces
déjà vu
cuando miraba el sello de la coronación.

Cielo santo (Laurel no pudo evitar reírse), incluso comprendió el enigma del hombre ante la entrada de artistas. Esa misteriosa cita, tan familiar y, aun así, imposible de ubicar. No pertenecía a obra alguna; por eso le había dado tantos quebraderos de cabeza: había rastreado una parte equivocada de su memoria. La cita procedía de un día lejano, de una conversación que había olvidado por completo hasta hoy…

34

Greenacres, 1953

Lo mejor de tener ocho años era que Laurel ya podía dar volteretas de verdad. Las había estado practicando durante todo el verano, y, de momento, su mejor marca eran trescientas veintiséis seguidas, desde lo alto del camino hasta el viejo tractor de papá. Esta mañana, sin embargo, se había impuesto un nuevo reto: iba a contar cuántas volteretas hacían falta para dar la vuelta alrededor de la casa, y, por si fuera poco, lo iba a hacer lo más rápido posible.

El problema era la puerta lateral. Cada vez que llegaba (tras cuarenta y siete volteretas, a veces cuarenta y ocho), hacía una marca en la arena, donde las gallinas habían picoteado la hierba, corría a abrir y volvía al mismo sitio. Pero, cuando levantaba las manos, preparada para impulsarse, la puerta ya se había cerrado con un chirrido. Pensó en poner algo para mantenerla abierta, pero las gallinas eran muy pícaras y probablemente aletearían hasta la huerta a la menor oportunidad.

No obstante, no se le ocurría otro modo de completar la vuelta. Se aclaró la garganta, al igual que su maestra, la señorita Plimpton, cada vez que debía hacer un anuncio importante, y dijo: «Escuchad, vosotras —apuntó con el dedo para realzar sus palabras—, voy a dejar esta puerta abierta, pero solo un minuto. Si alguna de vosotras tiene la brillante idea de entrar a escondidas cuando me dé la vuelta, sobre todo a la huerta de papá, os advierto que mamá va a cocinar pollo esta tarde y a lo mejor busca voluntarias».

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