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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (57 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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Henry la llevó escaleras arriba, como un espeluznante recién casado, y la depositó con delicadeza sobre la cama.
Podía hacerlo ella misma
. Lo veía con tanta claridad ahora. Ella, Vivien, era la última cosa que podía arrebatarle. Henry le quitó los zapatos y le arregló el pelo, para que cayese uniforme sobre los hombros.

—Tu cara —dijo con tristeza—, tu preciosa cara. —Besó la palma de su mano y la bajó—. Descansa —dijo—. Te sentirás mejor cuando despiertes. —Se agachó y llevó los labios cerca de su oído—. Y no te preocupes por Jimmy Metcalfe. Ya me he encargado de él; está muerto, pudriéndose en el fondo del Támesis. No va a interferir más entre nosotros. —Unos pasos pesados; una puerta que se cerró; una llave que giró en la cerradura.

Pippin levantó la mano, y en parte fue un saludo, en parte un gesto para que se acercase, y Vivien fue hacia él…

Se despertó una hora más tarde, en el dormitorio del 25 de Campden Grove, con el sol de la tarde bañándole el rostro. Vivien cerró los ojos de inmediato. El dolor de cabeza palpitaba contra las sienes, bajo las cuencas de los ojos, en la base del cuello. Toda su cabeza parecía una ciruela madura caída al suelo desde las alturas. Yacía inmóvil como una tabla, tratando de recordar qué había ocurrido, por qué le dolía el cuerpo de ese modo espantoso.

Lo recordó a ráfagas, el episodio entero, mezclado, como siempre, con las impresiones de la salvación de su mente bajo el agua. Esos eran siempre los recuerdos más dolorosos: esa lúgubre sensación de bienestar, de nostalgia infinita, más febriles que los recuerdos reales y, aun así, mucho más poderosos.

Vivien hizo una mueca de dolor al mover despacio cada parte de su cuerpo, en un intento de comprobar los daños. Era parte del proceso; Henry esperaba que estuviese «repuesta» cuando llegase a casa; no le gustaba que tardase demasiado en recuperarse. Sus piernas parecían intactas: eso estaba bien, pues las cojeras daban lugar a preguntas incómodas; sus brazos estaban cubiertos de moratones pero no estaban rotos. Un dolor lacerante le recorría la mandíbula, el oído aún zumbaba y un lado de la cara ardía. Eso era inusual. Henry no solía tocarle la cara; tenía cuidado de golpear siempre por debajo del cuello. Ella era su trofeo, nada debía marcarla salvo él, y no le gustaba tener que hacer frente a la evidencia; le recordaba cómo lo había enfurecido, qué decepcionante podía ser. Le gustaba que sus heridas quedasen ocultas bajo la ropa, donde solo ella podía verlas, para recordarle cuánto la amaba…, nunca pegaría a una mujer que no le importase.

Vivien apartó a Henry de sus pensamientos. Algo más trataba de salir a la superficie, algo importante; lo oía como a un mosquito solitario en plena noche, que zumba cerca antes de alejarse, pero no podía atraparlo. Se quedó muy quieta mientras el ruido se acercaba y entonces… Vivien se quedó sin aliento; recordó y se estremeció. Su propio sufrimiento se volvió insignificante. «Y no te preocupes por Jimmy Metcalfe. Ya me he encargado de él; está muerto, pudriéndose en el fondo del Támesis. No va a interferir más entre nosotros».

No lograba respirar. Jimmy… no había ido a la cita de hoy. Lo había esperado, pero no apareció. Jimmy no habría hecho algo así; habría venido de haber podido.

Henry sabía su nombre. Lo había descubierto de alguna manera, se había «encargado» de él. Hubo otros antes, personas que osaron interponerse entre Henry y sus deseos. Nunca lo hacía él mismo, no habría resultado decoroso: Vivien era la única persona que sabía de la crueldad de los puños de Henry. Pero Henry contaba con sus hombres, y Jimmy no había venido.

Un ruido atormentado llenó el aire, el sonido espantoso de un animal herido, y Vivien comprendió que era ella. Se acurrucó sobre un costado y se llevó las manos a la cabeza para aliviar el dolor, y creyó que nunca volvería a moverse.

Cuando se despertó, el sol ya no era tan intenso y la habitación había adquirido el tono azulado del comienzo de la noche. Los ojos de Vivien escocían. Había estado llorando mientras dormía, pero ya no sollozaba. Estaba vacía por dentro, desolada. Había desaparecido todo lo bueno del mundo, Henry se había encargado de ello.

¿Cómo lo había averiguado? Tenía sus espías, lo sabía, pero Vivien había tenido cuidado. Había acudido al hospital del doctor Tomalin durante cinco meses sin incidente alguno; había roto el contacto con Jimmy precisamente para que esto no ocurriese; en cuanto el doctor Rufus le habló de las intenciones de Dolly, enseguida supo…

Dolly.

Por supuesto, fue Dolly. Vivien se obligó a recordar los detalles de la conversación con el doctor Rufus; le dijo que Dolly planeaba enviar una fotografía de Vivien y Jimmy junto a una carta que revelase al marido de Vivien su «aventura», a menos que Vivien pagase por su silencio.

Vivien creyó que el cheque sería suficiente, pero no, Dolly debió de enviar la carta al fin y al cabo, en la cual, junto con la fotografía, mencionaría a Jimmy. Qué insensata, qué insensata muchacha. Se creía la autora de un plan ingenioso; el doctor Rufus le dijo que ella pensaba que era inofensivo, que estaba convencida de que no haría daño a nadie; pero no sabía con quién estaba tratando. Henry, quien se ponía celoso si Vivien se paraba a decir buenos días al viejo que vendía periódicos en la esquina; Henry, quien no le permitía hacer amigos ni tener hijos por miedo a que la apartasen de él; Henry, quien tenía contactos en el ministerio y podía averiguar lo que fuese de quien fuese; quien había utilizado el dinero de ella para «encargarse» de otros en el pasado.

Vivien se incorporó con cautela: el dolor palpitaba detrás de los globos oculares, dentro del oído, en lo alto de la cabeza. Respiró hondo y se obligó a ponerse en pie, aliviada al descubrir que aún podía caminar. Vio su rostro en el espejo y se quedó mirando: había sangre seca a un lado y un ojo había comenzado a hincharse. Giró la cabeza, despacio, hacia el otro lado, y todo le dolió al moverse. Los puntos sensibles todavía no estaban amoratados; mañana tendría peor aspecto.

Cuanto más tiempo pasase en pie, mejor soportaría el dolor. La puerta del dormitorio estaba cerrada, pero Vivien tenía una llave secreta. Se acercó con lentitud al escondrijo detrás del retrato de su abuela, dudó un momento antes de recordar la combinación y, a continuación, giró el dial. Tuvo un recuerdo borroso de un día en el que su tío la llevó a Londres, unas semanas antes de la boda, para visitar a los abogados de la familia y, posteriormente, la casa. La casera la llevó a un lado cuando se quedaron a solas en la habitación y señaló el retrato, la caja fuerte que se ocultaba detrás. «Una dama necesita un lugar para sus secretos», susurró y, aunque a Vivien no le gustó la mirada taimada de la anciana, siempre había deseado tener un lugar solo para ella, y recordó el consejo.

La puerta de la caja de seguridad se abrió de golpe y recuperó la llave que había duplicado la última vez. También tomó la fotografía que Jimmy le había regalado; era extraño, pero se sentía mejor al tenerla cerca. Con sumo cuidado, Vivien cerró la puerta y enderezó el cuadro.

Encontró el sobre en el escritorio de Henry. Ni siquiera se había tomado la molestia de ocultarlo. Vivien era la destinataria, fue sellado dos días antes y estaba abierto. Henry siempre abría sus cartas… y ahí residía el error fatal del grandioso plan de Dolly.

Vivien sabía qué diría la carta, pero aun así la leyó con el corazón desbocado. Era lo que esperaba; la carta mostraba un tono casi amable; Vivien dio gracias a Dios al ver que esa niña tonta no había firmado con su nombre, que se había limitado a escribir «Una amiga» al pie de la carta.

Las lágrimas se asomaron a sus ojos al ver la fotografía, pero Vivien las contuvo. Y cuando su memoria le arrojó esos tentadores ecos de los preciosos momentos vividos en la buhardilla del doctor Tomalin, de Jimmy, de cómo a su lado sintió que existía un futuro que le ilusionaba, Vivien los aplastó. Sabía mejor que nadie que no era posible regresar.

Vivien giró el sobre y casi lloró de desesperación. Ahí, Dolly había escrito: «Una amiga, 24 Rillington Place, Notting Hill».

Vivien trató de correr, pero la cabeza le dio vueltas, sus pensamientos flotaron a la deriva y tuvo que detenerse en cada farola para no caer, mientras se abría paso por las calles sumidas en la oscuridad de camino a Notting Hill. En Campden Grove se quedó solo el tiempo necesario para aclararse la cara, ocultar la fotografía incriminatoria y garabatear una carta apresurada. La echó en el primer buzón que vio y prosiguió su camino. Solo le quedaba una cosa por hacer, el acto final de su penitencia, antes de que todo se arreglase.

Una vez que comprendió eso, todo lo demás adquirió una luz gloriosa. Vivien se desprendió de la desolación como de un abrigo viejo y se dirigió hacia las luces brillantes. Qué sencillo era todo, en realidad. Había causado la muerte de su familia, había causado la muerte de Jimmy, pero iba a hacer todo lo posible por salvar a Dolly Smitham. Entonces, y solo entonces, iría al Serpentine con los bolsillos llenos de piedras. Vivien podía ver el final y era un final hermoso.

«A la velocidad de la luz y de tus piernas», solía decir su padre y, aunque un dolor punzante le taladraba la cabeza, aunque a veces tenía que agarrarse a las verjas para no caerse, Vivien era una buena corredora, y se negó a detenerse. Imaginó que era un ualabí que rastreaba el monte, un dingo que avanzaba furtivo en las sombras, un lagarto que se arrastraba en la oscuridad…

Había aviones a lo lejos; Vivien miraba al cielo negro de vez en cuando y se tropezaba al hacerlo. Una parte de ella deseaba que se acercasen, que dejasen caer su carga si se atrevían; pero todavía no, todavía no, todavía tenía cosas que hacer.

Había caído la noche cuando llegó a Rillington Place, y Vivien no había traído una linterna. Mientras se esforzaba en encontrar el número correcto, una puerta se cerró detrás de ella; vislumbró una figura que bajaba las escaleras de la casa vecina.

—¿Disculpe? —dijo Vivien.

—¿Sí? —Una voz de mujer.

—Por favor, ¿me podría ayudar? Estoy buscando el número 24.

—Tiene suerte. Está justo aquí. Ahora mismo no hay habitaciones libres, me temo, pero pronto habrá. —La mujer prendió una cerilla y la acercó al cigarrillo, de modo que Vivien pudo verle la cara.

No se podía creer su suerte y pensó al principio que sería una imaginación suya.

—¿Dolly? —dijo, acercándose deprisa a esa bonita mujer del abrigo blanco—. Eres tú, gracias a Dios. Soy yo, Dolly. Soy…

—¿Vivien? —La voz de Dolly reflejó su sorpresa.

—Pensé que no iba a encontrarte, que había llegado demasiado tarde.

De inmediato Dolly sospechó algo.

—¿Demasiado tarde para qué? ¿Qué pasa?

—Nada. —Vivien se rio de repente. Le daba vueltas la cabeza y vaciló—. Es decir, todo.

Dolly dio una calada al cigarrillo.

—¿Has estado bebiendo?

Algo se movió en la oscuridad; sonaron unos pasos. Vivien susurró:

—Tenemos que hablar… rápido.

—No puedo. Estaba a punto de…

—Dolly, por favor. —Vivien echó un vistazo por encima del hombro, con miedo de ver a uno de los hombres de Henry—. Es importante.

La otra mujer no respondió en el acto, temerosa tal vez ante esta visita inesperada. Al fin, a regañadientes, tomó el brazo de Vivien y dijo:

—Vamos. Vamos adentro.

Vivien dejó escapar un pequeño suspiro de alivio cuando la puerta se cerró detrás de ellas; hizo caso omiso de la mirada entrometida de una anciana con gafas, y siguió a Dolly por las escaleras, a lo largo de un pasillo que olía a comida rancia. En la habitación, pequeña y oscura, faltaba aire.

Una vez dentro, Dolly pulsó el interruptor de la luz y una bombilla solitaria se encendió sobre ellas.

—Lamento que haga tanto calor aquí dentro —dijo, quitándose el abrigo blanco. Lo colgó en un gancho que había en la puerta—. No hay ventanas, qué pena. Los apagones son más fáciles de sobrellevar así, pero no viene muy bien para ventilar la habitación. Tampoco hay sillas, me temo. —Se dio la vuelta y vio la cara de Vivien a la tenue luz de la bombilla—. Dios mío, ¿qué te ha pasado?

—Nada. —Vivien había olvidado que debía de tener un aspecto horrible—. Un accidente por el camino. Me tropecé con una farola. Qué estúpida, corriendo como de costumbre.

Dolly no parecía muy convencida, pero, en vez de insistir, indicó a Vivien que se sentase en la cama. Era angosta, baja, y la colcha estaba cubierta con las manchas indefinidas del paso del tiempo y el uso excesivo. Vivien no era quisquillosa; sentarse fue un agradable respiro. Se desplomó sobre el colchón fino al mismo tiempo que las sirenas comenzaban a aullar.

—No hagas caso —dijo rápidamente cuando Dolly hizo ademán de irse—. Quédate. Esto es más importante.

Dolly dio una calada nerviosa al cigarrillo y cruzó los brazos, a la defensiva, sobre el pecho. Su voz sonó tensa:

—¿Es por el dinero? ¿Necesitas que te lo devuelva?

—No, no, olvida el dinero. —Los pensamientos de Vivien vagaban dispersos y se esforzó en poner orden, en recuperar la claridad que necesitaba; todo parecía muy claro antes, pero ahora la cabeza le pesaba, sus sienes eran una agonía y la sirena no dejaba de tronar.

—Jimmy y yo… —dijo Dolly.

—Sí —dijo enseguida y su mente se despejó de inmediato—. Sí, Jimmy. —Se detuvo entonces para encontrar las palabras necesarias para decir esa terrible verdad en voz alta. Dolly, que la observaba de cerca, comenzó a negar con la cabeza, casi como si hubiera adivinado lo que Vivien pretendía decirle. El gesto animó a Vivien, que dijo—: Jimmy. Dolly —justo en el instante en que la sirena cesó su lamento—, se ha ido. —Las palabras retumbaron en el silencio recién nacido de la habitación.

Se ha ido
.

Unos golpes frenéticos a la puerta, y un grito:

—Doll, ¿estás ahí? Vamos al refugio.

Dolly no respondió; sus ojos sondearon los de Vivien; se llevó el cigarrillo a la boca y fumó febrilmente, con dedos temblorosos. Aquella persona llamó de nuevo, pero, como no hubo respuesta, recorrió el pasillo y bajó las escaleras corriendo.

Una sonrisa vaciló, esperanzada, incierta, en los labios de Dolly al sentarse junto a Vivien.

—Te equivocas. Lo vi ayer y hemos quedado esta noche. Nos vamos juntos, no se habría ido sin mí…

No había comprendido y Vivien no dijo nada más de momento, silenciada por el abismo de intensa compasión que se había abierto dentro de ella. Por supuesto, Dolly no comprendía; las palabras eran témpanos de hielo que se derretían ante su ardiente incredulidad. Vivien sabía demasiado bien qué era recibir noticias tan terribles, descubrir, sin previo aviso, que un ser amado había muerto.

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