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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (27 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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Hubo un cambio inmediato en la actitud del abogado.

—Es un placer conocerla —dijo con gran deferencia, tras lo cual abrió la puerta y dejó pasar a Dolly. Mantuvieron una conversación cordial al bajar las escaleras y, cuando llegaron a la puerta principal y estaban despidiéndose, él se volvió hacia ella y dijo, con un atisbo de asombro—: Ha hecho algo notable, señorita. Creo que no había visto jamás a la estimada lady Gwendolyn tan alegre, no desde ese espantoso asunto con su hermana. Vaya, ni siquiera me alzó la mano, no digamos ya el bastón. Qué espléndido. No es de extrañar que tenga debilidad por usted. —Y entonces sorprendió a Dolly con un sutil guiño.

«Algo notable…, no desde el espantoso asunto con su hermana…, tenga debilidad por usted». Sentada en las losas de la cripta cantina, Dolly sonrió dulcemente al evocar la escena. Era difícil de asimilar. El doctor Rufus había insinuado que lady Gwendolyn quizás cambiase su testamento para mencionar a Dolly y la anciana siempre hacía comentarios jocosos en este sentido, pero hablar con su abogado, explicarle cuánto apreciaba a su joven acompañante, decirle que ya eran casi fami…

—Hola. —Una voz familiar interrumpió los pensamientos de Dolly—. ¿Qué hay que hacer para que te atiendan por aquí?

Dolly alzó la vista, sobresaltada, y vio a Jimmy, quien se inclinaba sobre el mostrador para mirarla. Se rio, y ese mechón de pelo moreno le cayó sobre los ojos.

—Haciendo novillos, ¿eh, señorita Smitham?

A Dolly se le heló la sangre.

—¿Qué haces aquí? —dijo, poniéndose en pie.

—Pasaba por aquí. Trabajo. —Señaló la cámara que llevaba al hombro—. Se me ocurrió entrar para llevarme a mi chica.

Dolly se llevó un dedo a los labios y le pidió silencio mientras apagaba el cigarrillo en la pared.

—Dijimos que nos veríamos en Lyons Corner House —susurró al tiempo que se apresuraba hacia el mostrador y se alisaba la falda—. Todavía no he terminado mi turno, Jimmy.

—Ya veo que estás muy ocupada. —Sonrió, pero Dolly siguió seria.

Echó un vistazo hacia la sala abarrotada. La señora Waddingham aún cotorreaba sobre hacer punto y no había ni rastro de Vivien… Aun así, era arriesgado.

—Ve sin mí —dijo en voz baja—. Yo iré en cuanto pueda.

—No me importa esperar; así puedo ver a mi chica en acción. —Se inclinó sobre el mostrador para besarla, pero Dolly se apartó.

—Estoy trabajando —dijo, a modo de explicación—. Voy de uniforme. No sería correcto. —Jimmy no parecía totalmente convencido por esa súbita dedicación al protocolo, y Dolly intentó una táctica diferente—: Escucha —dijo, tan bajo como pudo—. Ve y siéntate… Toma, un poco de sopa. Yo acabo aquí, busco mi abrigo y nos vamos. ¿Vale?

—Vale.

Lo observó al marcharse, y no suspiró aliviada hasta que encontró sitio, al otro lado de la sala. A Dolly le cosquilleaban los dedos debido a los nervios. ¿Qué diablos estaba pensando al venir aquí cuando ella le había dicho muy claro que se veían en el restaurante? Si Vivien hubiese estado trabajando como estaba previsto, Dolly no habría tenido más remedio que presentarlos, lo cual habría sido un desastre para Jimmy. Una cosa era en el 400, gallardo y apuesto en el papel de lord Sandbrook, pero aquí, esta noche, vestido con su ropa habitual, andrajosa y sucia tras pasarse la noche trabajando entre bombardeos… A Dolly le dio un escalofrío al pensar qué diría Vivien al descubrir que Dolly tenía semejante novio. Peor aún: ¿qué pasaría si se enterase lady Gwendolyn?

Por ahora (y no había sido fácil), Dolly había conseguido ocultar la existencia de Jimmy a ambas mujeres, al igual que había evitado abrumar a Jimmy con detalles de su vida en Campden Grove. Pero ¿cómo iba a separar sus dos mundos si se empeñaba en hacer lo contrario de lo que le pedía? Volvió a enfundar los pies en esos zapatos tan preciosos como malsanos y se mordió el labio inferior. Era complicado, y jamás sería capaz de explicárselo, aunque él no lo entendería de todos modos, pero solo quería no herir sus sentimientos. Él no tenía cabida aquí, en la cantina, ni en el número 7 de Campden Grove ni detrás del cordel rojo del 400. Tampoco ella.

Dolly lo miró mientras tomaba la sopa. Qué bien lo pasaban juntos, como esa noche en el 400 y luego en su habitación, pero las personas de esta otra vida suya no debían saber que habían estado juntos de esa manera, ni Vivien, ni mucho menos lady Gwendolyn. El cuerpo entero de Dolly ardió con ansiedad al imaginar qué pasaría si su señora descubriese a Jimmy. Cómo se le rompería el corazón de nuevo por el temor de perder a Dolly tal y como había perdido a su hermana…

Con un suspiro atribulado, Dolly salió del mostrador y fue a buscar el abrigo. Tendría que hablar con él, encontrar una forma delicada de hacerle comprender que era lo mejor para ambos si iban un poco más despacio. No estaría contento, lo sabía: odiaba fingir; era una de esas personas de principios aburridísimos acostumbradas a ver las cosas con excesiva rigidez. Pero lo acabaría aceptando; sabía que lo haría.

Dolly casi comenzaba a sentirse optimista cuando llegó a la despensa a coger su abrigo, pero la señora Waddingham le desinfló el ánimo:

—Nos vamos pronto, ¿eh, Dorothy? —Sin darle tiempo a responder, la mujer husmeó el aire, recelosa, y añadió—: ¿Es a tabaco a lo que huelo aquí?

Jimmy se metió la mano en el bolsillo del pantalón. Aún se hallaba ahí, esa cajita de terciopelo negro, en el mismo sitio donde estaba las últimas veinte veces que lo había comprobado. El gesto comenzaba a convertirse en una obsesión, así que, cuanto antes pusiese el anillo en el dedo de Dolly, mejor. Había repasado la escena innumerables veces en su mente, pero todavía estaba nerviosísimo. El problema era que quería que todo fuese perfecto, y Jimmy no creía en la perfección, no después de todo lo que había visto, ese mundo resquebrajado lleno de muerte y de dolor. Dolly, sin embargo, sí creía, de modo que haría todo lo posible.

Había tratado de reservar mesa en uno de los restaurantes de lujo con los que ella fantaseaba últimamente, el Ritz o el Claridge’s, pero resultó que estaban llenos y todas sus explicaciones y ruegos cayeron en saco roto. Al principio, Jimmy se sintió decepcionado, irritado por la vieja sensación de querer ser más rico, estar mejor situado. Se recuperó, no obstante, y decidió que así era mejor: esa exuberancia, de todos modos, no era su estilo, y en una noche tan importante Jimmy no quería sentir que estaba fingiendo ser algo que no era. En cualquier caso, tal como bromeó su jefe, con el racionamiento servían el mismo filete en el Claridge’s que en el Lyons Corner House, solo que más caro.

Jimmy volvió la vista al mostrador, pero Dolly ya no estaba ahí. Supuso que había ido a buscar el abrigo y a pintarse los labios o una de esas cosas que las mujeres pensaban que tenían que hacer para estar guapas. Él habría preferido que no lo hiciese: no necesitaba maquillaje ni ropas caras. Eran como capas, pensaba a veces Jimmy, con las cuales ocultar la esencia de una persona, donde era vulnerable y real y, por tanto, hermosa para él. Las complejidades y las imperfecciones de Dolly formaban parte de lo que amaba en ella.

Se rascó la parte superior del brazo y se preguntó qué había ocurrido antes, por qué había actuado de forma tan extraña al verlo. La había sorprendido, lo sabía, al aparecer sin previo aviso y llamarla cuando ella pensaba que estaba sola, a escondidas con un cigarrillo y esa sonrisa soñadora y abstraída. Por lo general, a Dolly le encantaban las sorpresas (era la persona más valiente, más atrevida que conocía, y nada la asustaba), pero, sin duda, se había mostrado esquiva al verlo. No parecía la misma joven que había bailado con él por las calles de Londres la otra noche, y que lo llevó a su cuarto.

A menos que tuviese algo detrás del mostrador que no quisiera que viese (Jimmy sacó el paquete de cigarrillos y se llevó uno a los labios), una sorpresa para él, quizás, algo que le quería mostrar en el restaurante. O tal vez la había sorprendido recordando la noche que compartieron: eso explicaría por qué se sobresaltó, casi avergonzada, cuando alzó la vista y lo vio ahí. Jimmy encendió una cerilla, pensativo. Era imposible adivinarlo y, mientras no fuese parte de uno de sus juegos (no esta noche, por Dios, tenía que permanecer al mando esta noche), supuso que no tenía mayor importancia.

Metió la mano en el bolsillo y negó con la cabeza, pues, por supuesto, la caja del anillo aún estaba en el mismo lugar que hacía dos minutos. Esa obsesión se estaba volviendo ridícula; necesitaba encontrar una forma de distraerse hasta que ese maldito anillo estuviese en el dedo de Dolly. Jimmy no había traído un libro, así que sacó la carpeta negra donde guardaba las fotografías. No solía llevarla consigo cuando salía a trabajar, pero acababa de salir de una reunión con su editor y no había tenido tiempo de ir a casa.

Se fijó en su fotografía más reciente, tomada en Cheapside el sábado por la noche. Era de una niña pequeña, de cuatro o cinco años, calculaba, enfrente de la cocina de la iglesia del barrio. Su ropa quedó destrozada en el mismo bombardeo que mató a su familia, y el Ejército de Salvación no disponía de ropa infantil. Vestía unos enormes bombachos, una rebeca de mujer y unos zapatos de claqué. Eran de color rojo y a la niña le encantaban. Las señoras de St. John’s se afanaban al fondo en busca de galletas para la pequeña, quien movía los pies como Shirley Temple cuando Jimmy la vio, mientras la mujer que la cuidaba contemplaba la puerta con la esperanza de que un familiar de la niña apareciese milagrosamente, entero, intacto y listo para llevarla a casa.

Jimmy había tomado muchísimas fotografías de guerra, las paredes de su habitación y sus recuerdos estaban cubiertos de desconocidos que desafiaban la destrucción y la pérdida; esta misma semana había estado en Bristol, Portsmouth y Gosport; pero había algo en esa niña (ni siquiera sabía su nombre) que Jimmy no podía olvidar. Algo que no quería olvidar. Esa cara diminuta, tan feliz con tan poco tras haber sufrido la que sin duda sería su mayor pérdida, una ausencia que se prolongaría durante años para cambiar su vida entera. Jimmy lo sabía bien: todavía buscaba entre los rostros de las víctimas de las bombas a su madre.

Esas tragedias pequeñas y personales no significaban nada ante el horror incomparable de la guerra; la niña y sus zapatos de claqué fácilmente podrían acabar ocultos como el polvo bajo la alfombra de la historia. Esa fotografía, no obstante, era real; captaba un instante y lo preservaba para el futuro, como un insecto en ámbar. Le recordaba a Jimmy por qué su labor, registrar la verdad de la guerra, era importante. Necesitaba recordarlo a veces, en noches como esta, cuando miraba alrededor de la sala y sentía el intenso desasosiego de no llevar uniforme.

Jimmy apagó el cigarrillo en el tazón de la sopa que alguien, amablemente, había dejado para ese propósito. Miró el reloj (habían transcurrido quince minutos desde que se sentó) y se preguntó por qué tardaba Dolly. Justo cuando se planteaba si recoger sus cosas e ir a buscarla, percibió una presencia a sus espaldas. Se volvió, esperando ver a Doll, pero no era ella. Era otra persona, alguien a quien no había visto nunca.

Al fin Dolly consiguió eludir a la señora Waddingham y estaba cruzando la cocina, preguntándose cómo unos zapatos tan similares a un sueño podían hacer tanto daño, cuando alzó la vista y el mundo dejó de girar. Había llegado Vivien.

Estaba de pie junto a una de las mesas.

Enfrascada en una conversación.

Con Jimmy.

El corazón de Dolly comenzó a latir con fuerza y se escondió detrás de un pilar, a un lado de la encimera de la cocina. Intentó no ser vista y verlo todo. Con los ojos abiertos de par en par, miró entre los ladrillos y comprendió, horrorizada, que era peor de lo que había pensado. No solo estaban hablando, sino, por la forma en que señalaban con gestos hacia la mesa (Dolly se puso de puntillas y se estremeció), al lugar donde se encontraba, abierta, la carpeta de Jimmy, solo cabía deducir que hablaban de sus fotografías.

Una vez se las enseñó a Dolly, que quedó consternada. Eran terribles, nada que ver con las que solía tomar en Coventry, de puestas de sol, árboles y preciosas casas en medio del prado; ni eran tampoco como los noticiarios de guerra que ella y Kitty iban a ver al cine, con retratos sonrientes de militares que regresaban, cansados y sucios pero triunfantes; de niños que saludaban en las estaciones de ferrocarril; de mujeres incondicionales que repartían naranjas a los alegres soldados. Las fotos de Jimmy eran de hombres de cuerpos quebrantados y mejillas oscuras y hundidas, de ojos que habían visto demasiadas cosas que no deberían haber visto. Dolly no supo qué decir; habría deseado que ni siquiera se las hubiese mostrado.

¿En qué estaría pensando al enseñárselas a Vivien? Ella, bella y perfecta, era la última persona que debería ser perturbada por toda esa fealdad. Dolly quiso proteger a su amiga; una parte de ella anhelaba volar hasta ahí, cerrar la carpeta y poner fin a todo aquello, pero fue incapaz. Jimmy quizás la besase de nuevo o, peor aún, tal vez dijese que era su novia y Vivien pensaría que estaban comprometidos. Lo cual no era así, no oficialmente; habían hablado de ello, por supuesto, cuando eran adolescentes, pero de eso hacía ya mucho tiempo. Ya no eran críos, y la guerra cambiaba las cosas, cambiaba a las personas. Dolly tragó saliva; este momento era lo que más temía y, ahora que había sucedido, no le quedaba más remedio que esperar en un limbo insoportable hasta que todo acabase.

Tuvo la impresión de que pasaron horas antes de que Jimmy cerrase la carpeta y Vivien se diese la vuelta. Dolly suspiró aliviada, pero enseguida fue presa del pánico. Su amiga venía por el pasillo entre las mesas, con el ceño ligeramente fruncido, mientras se dirigía a la cocina. Dolly tenía muchas ganas de verla, pero no así, no antes de saber qué le había dicho Jimmy, palabra por palabra. A medida que Vivien se acercaba a la cocina, Dolly tomó una decisión súbita. Se agachó y se escondió detrás del mostrador, fingiendo buscar algo bajo una cenefa roja y verde de Navidad con la actitud de alguien que lleva a cabo un acto importantísimo. En cuanto sintió que Vivien había pasado, Dolly cogió el bolso y se apresuró hacia donde Jimmy la esperaba. No pensaba más que en sacarlo de la cantina antes de que Vivien los viese juntos.

Al final no fueron a Lyons Corner House. Había un restaurante en la estación de tren, un edificio sencillo con las ventanas cerradas con tablas y un agujero de barrena tapado con un cartel que decía: «Más abierto de lo habitual». Cuando llegaron, Dolly declaró que no podía dar un solo paso más.

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