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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (48 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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—¿Por qué estabas en la cantina esa noche, Jimmy Metcalfe?

Jimmy miró a un lado; ella había centrado la atención en el telón que estaba pintando con palmeras y arena para la obra. Había una juguetona formalidad en el uso de su nombre completo y, por alguna razón, un escalofrío nada desagradable recorrió la espalda de Jimmy. No podía hablarle de Dolly, lo sabía, pero él no era un mentiroso. Dijo:

—Había quedado con alguien. —Vivien lo miró y la más leve de las sonrisas se esbozó en sus labios. Jimmy nunca sabía cuándo dejar de hablar—. Se suponía que íbamos a vernos en otro lugar —dijo—, pero fui a la cantina.

—¿Por qué?

—¿Por qué?

—¿Por qué no seguiste el plan original?

—No sé. Me pareció mejor así.

Vivien lo estudiaba todavía, sin ofrecer indicio alguno de lo que pensaba, y luego se volvió hacia la palmera que estaba dibujando.

—Me alegro —dijo, con un atisbo de nerviosismo en esa voz por lo demás tan clara—. Me alegro de que lo hicieses.

Las cosas cambiaron ese día. No por lo que dijo ella, aunque eso fuera muy agradable: era esa inexplicable sensación que se había apoderado de Jimmy cuando ella lo miraba, una impresión de cercanía que lo anegó cuando, más tarde, recordó las palabras que intercambiaron. Si bien nada de lo que habían dicho había sido especialmente relevante, en conjunto había significado algo. Jimmy lo supo entonces, y también más tarde, cuando Dolly le pidió el informe habitual con los avances del día y Jimmy no mencionó esa parte. Habría alegrado a Doll, lo sabía (lo habría visto como una evidencia de que se iba ganando la confianza de Vivien), pero Jimmy no dijo nada. La conversación con Vivien le pertenecía; representaba un progreso de cierto tipo, y no del que Dolly hubiera deseado. No quería compartirlo; no quería estropearlo.

Al día siguiente Jimmy se presentó en el hospital con paso animado. Sin embargo, cuando abrió la puerta y entregó el glorioso regalo de una naranja madura a Myra (era su cumpleaños), esta le dijo que Vivien no estaba.

—No se encuentra bien. Llamó esta mañana y dijo que tendría que guardar cama. Quería saber si podrías hacerte cargo del ensayo.

—Claro que sí —dijo Jimmy, que se preguntó, de repente, si la ausencia de Vivien tenía algo que ver con lo sucedido entre ellos; si tal vez lamentaba haber bajado la guardia. Bajó la vista al suelo con el gesto torcido y, a continuación, miró a Myra—. ¿Enferma, dices?

—No parecía estar muy bien, la pobre. Pero no te pongas así… Ya mejorará. Siempre mejora. —Myra levantó la naranja—. Le guardo la mitad, ¿vale? Dásela en el próximo ensayo.

Pero Vivien tampoco apareció en el siguiente ensayo.

—Aún en la cama —dijo Myra a Jimmy cuando este entró, esa misma semana—. Mejor así.

—¿Es grave?

—No creo. Parece que tiene mala suerte, la pobre, pero pronto estará de vuelta… No puede estar lejos de los niños demasiado tiempo.

—¿Ha ocurrido esto antes?

Myra sonrió, pero el gesto quedó contenido por algo más, un momento de comprensión, casi de preocupación fraternal.

—Todo el mundo se siente mal a veces, señor Metcalfe. La señora Jenkins ha sufrido sus reveses, pero ¿no nos pasa a todos? —Dudó, y al hablar de nuevo su voz era suave pero firme—: Escucha, Jimmy, cariño, veo que te preocupas por ella, y eso es muy amable de tu parte. Sabe Dios que ella es un ángel, con todo lo que hace por los niños aquí. Pero seguro que no hay motivos para preocuparse y que su marido estará cuidando bien de ella. —Sonrió una vez más, de forma maternal—. Deja de pensar en ella, ¿vale?

Jimmy dijo que así lo haría y subió las escaleras, pero el consejo de Myra le dio que pensar. Si Vivien estaba enferma, acordarse de ella sería lo natural; ¿por qué, entonces, Myra se había propuesto que Jimmy la apartase de su mente? Además, Myra había recalcado las palabras «su marido». Era lo que se diría a alguien como el doctor Tomalin, quien tenía los ojos puestos en una mujer casada.

No tenía un ejemplar de la obra, pero Jimmy hizo lo posible en el ensayo. Los niños no se lo pusieron difícil: repasaron sus partes, apenas discutieron y todo fue bien. Incluso comenzaba a sentirse un poco satisfecho consigo mismo, hasta que terminaron de recoger el escenario y se reunieron en torno al cajón volteado para rogarle que les contase un cuento. Jimmy les dijo que no se sabía ninguno y, cuando se negaron a creerlo, se lanzó a un intento fallido de recrear una de las historias de Vivien, antes de recordar (justo a tiempo para evitar una revuelta) La Estrella del Ruiseñor. Escucharon con los ojos abiertos y Jimmy comprendió, como nunca antes, cuánto tenía en común con los pacientes del hospital del doctor Tomalin.

Con tanta actividad, se le olvidaron los comentarios de Myra y, cuando se despidió de los niños y bajaba las escaleras, Jimmy comenzó a ponderar cómo asegurarle que se estaba imaginando lo que no era. Se situó frente al mostrador cuando llegó al vestíbulo, pero, antes de poder decir una palabra, tranquilizadora o no, Myra le dijo:

—Ya estás aquí, Jimmy. El doctor Tomalin quiere saludarte. —Le había hablado con el mismo respeto con el que habría anunciado que el rey en persona hubiera decidido venir por la tarde y hubiera mostrado interés por conocerlo. Myra estiró la mano para retirar una pelusa del cuello de la camisa de Jimmy.

Jimmy esperó, consciente de una creciente amargura en la garganta, el mismo sentimiento que lo embargaba de niño cuando imaginaba que se enfrentaba al hombre que les había robado a su madre. Los minutos se le hicieron eternos hasta que al fin se abrió una puerta cerca del mostrador y apareció un digno caballero. La hostilidad de Jimmy se disolvió, sustituida por una poderosa confusión. El hombre tenía pelo cano, pulcramente recortado, y unas gafas tan gruesas que sus pálidos ojos azules parecían abiertos como platos; tenía unos ochenta años por lo menos.

—Bueno. Usted es Jimmy Metcalfe —dijo el doctor, que estrechó la mano de Jimmy—. Confío en que esté a gusto aquí.

—Sí, gracias, señor. Muy a gusto. —balbuceó Jimmy, tratando de comprender el significado de todo. La edad del hombre no descartaba una aventura con Vivien Jenkins, no del todo, pero aun así…

—Lo tendrán bien controlado, imagino —prosiguió el doctor—, entre Myra y la señora Jenkins. Nieta de un viejo amigo mío, ¿sabe?, la joven Vivien.

—No lo sabía.

—¿No? Bueno. Ahora lo sabe.

Jimmy asintió y trató de sonreír.

—En cualquier caso, excelente trabajo el que está haciendo, el de ayudar así a los niños. Muy amable. Le estoy muy agradecido. —Y tras estas palabras asintió con formalidad y se retiró a su despacho, con una leve cojera en la pierna izquierda.

—Le caes bien —dijo Myra, con los ojos abiertos de par en par, cuando se cerró la puerta. Los pensamientos de Jimmy revoloteaban en círculos mientras trataba de separar las certezas de las sospechas.

—¿De verdad?

—Oh, sí.

—¿Cómo lo sabes?

—Ha reconocido tu existencia. No tiene tiempo para muchos adultos. Prefiere a los niños, desde siempre.

—¿Lo conoces desde hace mucho tiempo?

—He trabajado para él treinta años. —Se hinchó orgullosa y enderezó el crucifijo en el centro del escote—. De verdad —dijo, observando a Jimmy por encima de las gafas—, no tolera a muchos adultos en su hospital. Eres el único con el que le he visto hacer un esfuerzo.

—Excepto Vivien, por supuesto —tanteó Jimmy. Myra, sin duda, sería capaz de poner las cosas en su sitio—. La señora Jenkins, quiero decir.

—Sí, claro —Myra giró la mano—, por supuesto. Pero la conoce desde que era niña… No es lo mismo. Es como un abuelo para ella. De hecho, apostaría a que es a ella a quien tienes que dar las gracias por su atención. Seguro que le ha hablado bien de ti. —Myra se contuvo en ese momento—. En cualquier caso, le caes bien al doctor. Estupendo. Y ahora… ¿no tienes que tomar fotografías para mi periódico de mañana?

Jimmy le ofreció un jocoso saludo militar que hizo sonreír a Myra y se marchó.

La cabeza le daba vueltas al volver a casa.

Dolly se había equivocado: por muy convencida que estuviese, se había equivocado. El doctor Tomalin y Vivien no tenían una aventura; el anciano era como un «abuelo» para ella. Y ella (Jimmy sacudió la cabeza, horrorizado por las cosas que había pensado, por la forma en que la había juzgado) no era una adúltera, solo una mujer, una buena mujer que había renunciado a su tiempo libre para dar un poco de felicidad a unos huérfanos que lo habían perdido todo.

Tal vez fuera extraño si se tenía en cuenta que todo lo que había creído firmemente no era más que una mentira, pero Jimmy se sintió optimista. No podía esperar a decírselo a Doll; ya no hacía falta seguir con el plan… Vivien no era culpable de nada.

—Salvo de tratarme de un modo horrible —respondió Dolly tras escuchar a Jimmy—. Pero supongo que eso ya no importa, ahora que sois tan buenos amigos.

—Ya vale, Doll —dijo Jimmy—. Sabes que no es así. Mira… —Estiró el brazo sobre la mesa para tomar sus manos y adoptó ese tono ligero que sugería que todo no había sido más que una broma, pero que ya era hora de hablar en serio—. Sé que te ha tratado desconsideradamente, y no la tengo en mucho por ello. Pero este plan… no va a funcionar. Ella no es culpable… Leería la carta y se reiría si la envías. Hasta puede que se la enseñase al marido y se riesen juntos.

—No, de eso nada. —Dolly retiró las manos y cruzó los brazos. Era terca o quizás, simplemente, estaba desesperada: a veces era difícil notar la diferencia—. Ninguna mujer quiere que su marido sospeche que está teniendo una aventura con otro hombre. Nos dará el dinero.

Jimmy sacó un cigarrillo, lo encendió y observó a Doll tras la llama. Antaño se habría acercado para engatusarla; su adoración ciega le habría impedido ver sus defectos. Ahora, sin embargo, las cosas eran diferentes. Una grieta recorría el corazón de Jimmy, una fina línea que apareció la noche que Dolly lo rechazó y lo dejó solo en el suelo del restaurante. Desde entonces, la rotura se había recompuesto y la mayor parte del tiempo no se veía; pero, al igual que el jarrón que su madre arrojó al suelo el día que fueron a Liberty’s y que su padre había reparado con pegamento, las líneas de la fractura se veían siempre bajo cierta luz. Jimmy amaba a Dolly, eso no cambiaría nunca (para Jimmy, ser leal era su forma de respirar), pero, al mirarla al otro lado de la mesa, pensó que no le gustaba demasiado en ese momento.

Vivien regresó. Había faltado poco menos de una semana y, cuando Jimmy giró por la esquina de la buhardilla, abrió la puerta y la vio en el centro de una horda de niños de lengua vivaz, algo inesperado ocurrió. Se alegró de verla. No solo se alegró: el mundo pareció más brillante que en el momento anterior.

Se detuvo en seco.

—Vivien Jenkins —dijo, y ella alzó la vista y lo miró a los ojos.

Le sonrió y Jimmy le devolvió la sonrisa, y él supo entonces que se había metido en un buen lío.

26

Biblioteca de New College (Universidad de Oxford), 2011

Laurel dedicó los siguientes cincuenta y siete minutos, todos ellos insoportables, a recorrer los jardines de New College. Cuando las puertas al fin se abrieron, debió de establecer un nuevo récord en la biblioteca y se comparó a sí misma con una compradora en el primer día de rebajas, pues se abrió paso a empujones en su prisa por volver al escritorio; ciertamente, Ben pareció impresionado.

—Estupendo —dijo, y bromeó—: No me he equivocado y la he dejado aquí dentro, ¿verdad?

Laurel le aseguró que no, y se puso manos a la obra con el primer diario de Katy de 1941, en busca de un indicio que explicase qué había chafado el plan de su madre. En los primeros meses del año apenas se mencionaba a Vivien, salvo alguna nota ocasional que aclaraba que Katy había escrito o recibido una carta, y discretas declaraciones del tipo «todo parece seguir igual para la señora Jenkins», pero el 5 de abril de 1941 las cosas se animaron.

Hoy el correo ha traído noticias de mi joven amiga Vivien. Era una larga carta para lo que ella acostumbra, y de inmediato me alertó un sutil cambio en su tono. Al principio me alegré, ya que tuve la impresión de que un atisbo de su antiguo ser había regresado, y me pregunté si había hallado una nueva paz en su vida. Pero, desgraciadamente, no fue así, pues la carta no describía un compromiso renovado con su hogar; más bien, se explayaba largo y tendido acerca de su trabajo como voluntaria en el hospital para niños huérfanos del doctor Tomalin, y me compelía, como siempre, a destruir su carta y a abstenerme de mencionar su trabajo en mi respuesta
.

Por supuesto, voy a acceder a sus deseos, pero tengo intención de implorarle, en los términos más enérgicos posibles, que ponga fin a su participación en ese lugar, al menos hasta que encuentre una solución duradera a sus problemas. ¿Acaso no es suficiente su insistencia en hacer donaciones para cubrir los costes del hospital? ¿Es que no le importa nada su propia salud? No cejará en su empeño, lo sé; ya tiene veinte años, pero Vivien es aún esa niña obstinada que conocí en el barco, y se niega a escuchar mis consejos si no son de su agrado. Voy a escribirle de todos modos. Nunca me perdonaría a mí misma si lo peor llegara a suceder y no hubiese hecho todo lo posible por evitarlo
.

Laurel frunció el ceño. ¿Lo peor? Era evidente que se había perdido algo: ¿por qué diablos Katy Ellis, maestra y amiga de pequeños traumatizados de todo el mundo, pensaba de forma tan tajante que Vivien debía dejar de cooperar con el hospital del doctor Tomalin para huérfanos de la guerra? A menos que el doctor Tomalin en persona fuese un peligro. ¿Era eso? ¿O tal vez el hospital estaba situado en una zona bombardeada a menudo por los alemanes? Laurel ponderó la cuestión durante un minuto antes de decidir que era imposible saber exactamente qué temía Katy sin enfrascarse en otra investigación que amenazaba con absorber el poco tiempo del que disponía. Era un enigma fascinante, pero sin mayor relevancia, sospechó, respecto al plan de su madre. Continuó leyendo:

El motivo del ánimo renacido de Vivien se me reveló en la segunda página de su carta. Al parecer ha conocido a alguien, un joven, y aunque se esfuerza por mencionarlo solo de la forma más fortuita («Se ha unido a mi proyecto con los niños otro voluntario, un hombre que parece saber tan poco acerca de los límites personales como yo sobre convertir luces en hadas»), conozco bien a mi joven amiga, y sospecho que su tono despreocupado no es más que una actuación para ocultar algo más profundo. Qué, exactamente, no lo sé, pero es insólito que dedique tantas líneas a hablar de una persona a quien acaba de conocer. Estoy preocupada. Mi instinto nunca me defrauda, y voy a escribirle de inmediato para rogarle prudencia
.

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