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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (44 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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Jimmy la siguió al interior y llegó a lo que en otro tiempo fue el vestíbulo de una casa grandiosa, pero que ahora servía de recepción. Una mujer cuyo pelo gris lucía el peinado decididamente patriótico de la victoria alzó la vista detrás del mostrador.

—Este señor desea ver a Nella Brown —dijo Vivien.

La mujer centró su atención en Jimmy y lo observó sin pestañar por encima de las gafas de media montura. Jimmy sonrió; la mujer no. Jimmy comprendió que necesitaba explicarse. Se acercó al mostrador. De repente, se sintió como un personaje de Dickens, el chico de la fragua que se encuentra ante su gran oportunidad.

—Conozco a Nella —dijo—, más o menos. Es decir, la conocí la noche en que murió su familia. Soy fotógrafo. Para los periódicos. He venido a saludarla…, a ver qué tal le va. —Se obligó a dejar de hablar. Miró a Vivien, con la esperanza de que interviniera en su favor, pero no lo hizo.

Un reloj marcó la hora en algún lugar, un avión pasó volando y al fin la recepcionista lanzó un suspiro reflexivo.

—Ya veo —dijo, como si le pareciese una temeridad admitirlo—. Un fotógrafo. Para los periódicos. ¿Y cómo dijo que se llamaba?

—Jimmy —dijo, mirando una vez más a Vivien. Ella apartó la vista—. Jimmy Metcalfe. —Podría haber mentido (tal vez debería haber mentido), pero no se le ocurrió a tiempo. No tenía mucha práctica con semejantes ardides—. Solo quería ver qué tal le va a Nella.

La mujer lo contempló, los labios perfectamente sellados, y a continuación asintió brevemente.

—Muy bien, señor Metcalfe, sígame. Pero se lo advierto, no le permito que perturbe el hospital ni a mis pacientes. En cuanto atisbe un problema, le echo.

Jimmy sonrió agradecido. Y un poco asustado también.

La mujer metió la silla con esmero bajo el escritorio, enderezó el crucifijo de oro que pendía de un fino collar y entonces, sin mirar atrás, subió las escaleras con tal decisión que Jimmy se sintió obligado a seguirla. Y lo hizo. A mitad de camino notó que Vivien no los había acompañado. Se volvió y la vio junto a una puerta en la pared de enfrente, arreglándose el cabello ante un espejo ovalado.

—¿No viene? —preguntó. Pretendía ser un susurro, pero, debido a la forma de la sala y a su cúpula, retumbó de forma aterradora.

Ella negó con la cabeza.

—Tengo algo que hacer… Alguien me espera. —Se ruborizó—. ¡Váyase! No puedo seguir hablando, ya llego tarde.

Jimmy se quedó en el dormitorio cerca de una hora, viendo a la niña bailar claqué, y entonces sonó una campana y Nella dijo: «La hora de comer», y él pensó que había llegado el momento de despedirse. La niña caminó de su mano por el pasillo y, cuando llegaron a las escaleras, alzó la vista.

—¿Cuándo me vas a visitar otra vez? —preguntó.

Jimmy dudó (no lo había pensado), pero, al ver esa expresión sincera y confiada, lo asaltó un recuerdo súbito de la marcha de su madre, seguido de un fugaz destello de comprensión, demasiado breve para aprehenderlo, pero relacionado con la inocencia de los niños, la facilidad con que se entregaban y la sencillez con que ponían su pequeña manita en la de un adulto sin imaginar que podrían ser defraudados.

—¿Qué te parece dentro de un par de días? —dijo, y ella sonrió, se despidió con la mano y volvió bailando feliz por el pasillo hacia el comedor.

—Perfecto —dijo Doll esa misma noche, cuando Jimmy le contó lo sucedido. Había escuchado con avidez cada palabra, los ojos abiertos de par en par cuando mencionó el espejo junto a la consulta del doctor y cómo se sonrojó Vivien (remordimientos, estaban de acuerdo) cuando notó que Jimmy la había visto acicalarse («Te lo dije, Jimmy, ¿a que sí? Está viendo a ese doctor a escondidas de su marido»). Doll sonrió—. Oh, Jimmy, qué cerca estamos.

—No lo sé, Doll. —Jimmy no se sentía tan seguro. Encendió un cigarrillo—. Es complicado: le prometí a Vivien que no volvería al hospital…

—Sí, y le prometiste a Nella que volverías.

—Entonces, ya ves mi problema.

—¿Qué problema? No vas a incumplir la promesa dada a una niña, ¿verdad? Y encima huérfana.

No, por supuesto que no iba a hacerlo, pero era evidente que Doll no había comprendido lo mordaz que había sido Vivien.

—¿Jimmy? —insistió—. No irás a decepcionar a Nella, ¿verdad?

—No, no —agitó la mano que sostenía el cigarrillo—, voy a volver. Pero Vivien no se pondrá muy contenta. Me lo dejó muy claro.

—Ya le harás cambiar de idea. —Con ternura, Dolly tomó su cara entre las manos—. Creo que no te das cuenta, Jimmy, de cómo se encariña la gente contigo. —Acercó la cara a la de él, de modo que los labios rozaban su oído. Dijo en tono juguetón—: Mira qué cariñosa estoy yo ahora.

Jimmy sonrió, pero distraído, cuando ella lo besó. Estaba viendo la cara de reproche de Vivien Jenkins cuando lo viese de nuevo en el hospital, desobedeciendo su orden. Aún trataba de encontrar el modo de explicar su reaparición (¿bastaría con decir que Nella se lo había pedido?) cuando Dolly se sentó y dijo:

—De verdad, es lo mejor.

Jimmy asintió. Tenía razón; él lo sabía.

—Visita a Nella, crúzate con Vivien, di dónde y cuándo y yo me encargo del resto. —Inclinó la cabeza y le sonrió; parecía más joven cuando sonreía—. ¿Fácil?

Jimmy atinó a sonreír sin ganas.

—Fácil.

Y lo parecía, sin embargo Jimmy no se encontró con Vivien. Durante dos semanas, fue al hospital a la menor oportunidad que se le presentaba, haciendo hueco para las visitas a Nella entre sus responsabilidades laborales, su padre y Doll. Si bien vio a Vivien dos veces desde lejos, no se le presentó la ocasión de corregir la mala opinión que tendría de él y convencerla para quedar algún día. La primera vez ella salía del hospital al mismo tiempo que Jimmy doblaba la esquina en Highbury Street. Vivien se había detenido en la puerta y miraba en ambas direcciones mientras se ponía una bufanda que le ocultaba la cara para que nadie la reconociese. Jimmy aceleró el paso, pero llegó demasiado tarde y ella ya se había alejado en sentido contrario, con la cabeza gacha para evitar las miradas indiscretas.

La segunda vez Vivien no fue tan cuidadosa. Jimmy acababa de llegar a la recepción del hospital y se detuvo para decirle a Myra (la recepcionista de pelo cano: se habían hecho bastante amigos) que iba a subir a ver a Nella, cuando notó que la puerta situada detrás del mostrador estaba entreabierta. Al echar un vistazo al despacho del doctor Tomalin vislumbró a Vivien, que se reía sin hacer ruido con alguien oculto tras la puerta. Mientras observaba, la mano de un hombre se posó en el antebrazo desnudo de ella, y a Jimmy se le hizo un nudo en el estómago.

Deseó haber traído la cámara. Apenas veía al médico, pero a Vivien la veía con claridad: la mano del hombre en su brazo, la expresión de felicidad…

Y no tener la cámara precisamente ese día… No habrían necesitado más que eso. Jimmy aún se estaba fustigando cuando Myra apareció de la nada, cerró la puerta y le preguntó cómo le iba el día.

Por fin, a comienzos de la tercera semana, mientras Jimmy subía el tramo final de las escaleras y se dirigía por el pasillo al dormitorio de Nella, vio una figura familiar caminando delante de él. Jimmy se quedó donde estaba, prestando una atención desmedida al cartel de la pared, en el que salía un niño de pies torcidos con su azada y su pala, y escuchó esos pasos que se alejaban. Cuando Vivien dobló la esquina, salió corriendo tras ella, con el corazón en un puño, mientras observaba su avance desde la distancia. Vivien llegó a una puerta, una puerta diminuta en la cual Jimmy no había reparado antes, y la abrió. La siguió y se sorprendió al encontrarse ante una escalera estrecha que ascendía. Con premura, pero en silencio, subió hasta que un resquicio de luz reveló la puerta por la que había salido. Él hizo lo mismo y se encontró en una planta de la vieja casa con techos más bajos y menos aspecto de hospital. Oía sus pasos distantes pero no estaba seguro de por dónde había ido, hasta que miró a la izquierda y vio una sombra deslizarse por el papel de la pared, de un azul y dorado descoloridos. Se sonrió (el niño que llevaba dentro estaba disfrutando de la persecución) y fue tras ella.

Jimmy sospechaba que sabía adónde iba: se había escabullido para ver a escondidas al doctor Tomalin, en la buhardilla, íntima y tranquila, de la vieja casa, oculta donde nadie los buscaría. Nadie salvo Jimmy. Asomó la cabeza por la esquina y vio que Vivien se detenía. Esta vez sí llevaba la cámara. Era mucho mejor tomar una fotografía que la implicase de verdad que el enredo de crear una escena falsa que resultase comprometedora. De este modo, Vivien sería culpable de una indiscreción real, con lo cual todo sería mucho más sencillo para Jimmy. Aún quedaría el asunto espinoso de enviarle la carta (¿acaso no era chantaje?; las cosas, por su nombre); para Jimmy aún era una idea desagradable, pero se había vuelto más despiadado.

Vio cómo abría la puerta y, cuando entró, se deslizó tras ella, quitando la tapa de la cámara. Puso el pie en el umbral justo a tiempo para impedir que la cerrase. Y en ese momento Jimmy alzó la cámara.

Cuando miró por el visor, sin embargo, la bajó de inmediato.

24

Greenacres, 2011

Las hermanas Nicolson (menos Daphne, que se encontraba en Los Ángeles para grabar un nuevo anuncio, si bien había prometido volver a Londres «en cuanto puedan prescindir de mí») llevaron a Dorothy a casa, a Greenacres, el sábado por la mañana. Rose estaba preocupada porque no había sido capaz de ponerse en contacto con Gerry, pero Iris (quien se las daba de experta) declaró que había telefoneado a la universidad y le habían dicho que estaba de viaje por «asuntos muy importantes»; le habían prometido hacerle llegar su mensaje. Inconscientemente, Laurel buscó el teléfono mientras Iris soltaba su revelación y lo giró en la mano, preguntándose por qué aún no había oído ni una palabra acerca del doctor Rufus, pero contuvo sus ganas de llamar. Gerry trabajaba a su manera, a su ritmo, y sabía por experiencia que telefonear a su despacho no depararía nada bueno.

A la hora del almuerzo, Dorothy ya estaba en su dormitorio profundamente dormida, con su pelo blanco como un halo sobre la almohada burdeos. Las hermanas se miraron entre sí y llegaron a un acuerdo tácito para dejarla tranquila. El cielo se había despejado y hacía un calor poco habitual para la época, y salieron a sentarse en el columpio de jardín, bajo el árbol, a comer el pan que Iris insistió en hornear ella misma, mientras espantaban las moscas y disfrutaban de lo que seguramente sería el último sol del año.

El fin de semana pasó sin contratiempos. Se acomodaron alrededor de la cama de Dorothy, leyendo en silencio o charlando en voz baja, e incluso intentaron jugar al Scrabble (aunque no por mucho tiempo: Iris era incapaz de completar una ronda sin desesperarse debido a las muchísimas y extrañas palabras de dos letras que sabía Rose), pero la mayor parte del tiempo se limitaron a establecer turnos para sentarse en la silenciosa compañía de su madre dormida. Habían acertado, pensó Laurel, al traerla de vuelta a casa. Greenacres era el verdadero hogar de Dorothy, esta casa extraña y de enorme corazón que descubrió por casualidad y de la cual se quedó prendada de inmediato. «Siempre había soñado con una casa como esta —solía decirles, con una amplia sonrisa que se extendía por toda la cara, al entrar por el jardín—. Llegué a pensar que había perdido mi oportunidad, pero al final todo salió bien. En cuanto la vi, supe que iba a ser mía…».

Laurel se preguntó si su madre pensó en ese lejano día cuando la trajeron en coche; si se acordó del viejo granjero que les preparó té a ella y a papá cuando llamaron a su puerta en 1947, de esas aves que los observaron detrás de la chimenea, y de lo joven que era por aquel entonces, aferrada con ambas manos a su segunda oportunidad, con la mirada puesta en el futuro, decidida a escapar de lo que había hecho en el pasado. ¿O quizás Dorothy había pensado, al recorrer el camino, en los eventos de ese día de verano de 1961 y en la imposibilidad de escapar de verdad del pasado? ¿O Laurel estaba siendo demasiado sentimental, y esas lágrimas que derramó su madre en el asiento trasero del coche de Rose, esas lágrimas dulces y silenciosas, se debían solo a los efectos de la vejez?

En cualquier caso, el viaje desde el hospital la había agotado y durmió la mayor parte del fin de semana, durante el cual comió poco y habló aún menos. Laurel, cuando le llegó el turno de sentarse junto a la cabecera de la cama, deseó que su madre se moviese, que abriese los ojos cansados y reconociese a su hija mayor, que reanudaran la conversación del otro día. Necesitaba saber qué había tomado su madre de Vivien Jenkins… Era la clave del misterio. Henry tenía razón al insistir en que la muerte de su esposa no era lo que parecía, que fue víctima de unos estafadores siniestros. (Estafadores, en plural, observó Laurel: ¿se trataba de una mera expresión o su madre había actuado junto a otra persona? ¿Podría haber sido Jimmy, el hombre a quien amó y perdió? ¿Quizás ese fue el motivo del fin de su romance?). Tendría que esperar hasta el lunes, pues Dorothy no había abierto la boca. De hecho, a Laurel le pareció, al ver a la anciana dormir tan plácidamente, mientras las cortinas ondeaban por una brisa ligera, que su madre había atravesado un umbral invisible hacia un lugar donde los fantasmas del pasado ya no podían tocarla.

Solo una vez, a altas horas de la madrugada del lunes, la visitaron los terrores que la habían acechado durante las últimas semanas. Rose e Iris habían vuelto a sus casas a pasar la noche, así que fue Laurel quien se despertó en la oscuridad con un sobresalto y caminó a trompicones por el pasillo, tanteando la pared en busca del interruptor de la luz. Acudió a su mente el recuerdo de las muchas noches que su madre había hecho lo mismo por ella: despertarse por un grito en la oscuridad y apresurarse por el pasillo para espantar los monstruos de su hija, acariciarle el pelo y susurrarle al oído: «Tranquila, angelito… Ya pasó, tranquila». A pesar de los sentimientos encontrados de Laurel respecto a su madre, era un privilegio poder hacer lo mismo por ella, más aún en el caso de Laurel, que había salido de la casa de un modo tan tenso, que no había estado ahí cuando murió su padre, que durante toda la vida no se había entregado a nadie salvo a sí misma y su arte.

Laurel se metió en la cama junto a su madre y abrazó a la anciana con fuerza, pero con cuidado. El algodón del largo camisón blanco de Dorothy estaba húmedo por los sinsabores de la pesadilla y su delgado cuerpo tembló.

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