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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

El club de los viernes se reúne de nuevo (23 page)

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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—Eres una filósofa.

—No. Sigo siendo una historiadora feminista. Pero las nuevas perspectivas pueden llevarnos a todos a una mejor percepción interior, ¿no?

K.C. se estaba llenando el plato junto al bufet. Peri y Anita le guardaban un asiento en su mesa mientras charlaban con la madre de Darwin. Había llegado tarde, por supuesto. Últimamente K.C. llegaba tarde a todas partes, bien porque tenía que guardar cola para tomar un lento ascensor después de un descanso para fumarse un cigarrillo o, al dirigirse a su destino —una cena con Peri, la fiesta de aquella noche—, porque tenía que pasarse los primeros diez minutos de pie en la calle echando humo. La cuestión era que ni siquiera podía explicarlo. Al igual que muchas mujeres, años atrás había sido una fumadora social. En la época en la que fumar aún tenía vestigios de carisma y sofisticación. Luego, tal como era debido, hizo un enorme esfuerzo por dejarlo y lo cambió por el aeróbic de Jane Fonda. Así pues, ¿por qué diablos tuvo que volver a fumar? Un poco de tensión, un poco de aburrimiento... El espectro amenazante de la menopausia...

—Así tengo las manos ocupadas.

Ésa era siempre su respuesta cuando un colega del departamento jurídico la veía haciendo el papel de chimenea en la acera. Pero resultaba que sus escarceos con el tabaco se habían descontrolado. Pensó que eso la haría sentirse más joven. No fue así. Además, los condenados cigarrillos eran muchísimo más caros que antaño. Nadie la había obligado. Entre los sabuesos jurídicos de Churchill Publishing no había ningún grupo de presión de compañeros fumadores. Sólo un paquete vacío y un deseo acuciante de volver a saborear un pitillo. ¿Sabría tan bien como recordaba? También estaba esa vieja historia de que fumar puede ayudarte a perder peso. (¡Sí! ¡Matándote!) De todos modos, K.C. tenía curiosidad, sobre todo después de notar que la ropa empezaba a apretarle un poco a medida que entraba en la menopausia. Eso siempre fue su perdición; su madre no se cansaba de repetirlo: ella tenía que saber si tal vez podría haber estado mejor y siempre se metía en camisa de once varas. Sin duda fue eso lo que la llevó a su segundo matrimonio. Sin embargo, también fue ese mismo impulso el que la llevó a la facultad de derecho y a su nueva profesión. Bueno, eso y las clases particulares de Peri para el LSAT.

Regresó a la mesa con un plato lleno de fideos y gambas.

—¿Cómo puedes comerte todo eso? —preguntó Peri.

—Es fácil. Tú observa y verás.

—Debes de ser una de esas mujeres que pueden comer todo lo que quieran sin que se note nunca —terció un hombre alto y de aspecto distinguido vestido con un traje oscuro. Le tendió la mano—. Nathan Lowenstein. He venido con mi madre, Anita.

—K.C. Silverman. Y no me dejo impresionar fácilmente por los falsos cumplidos. —Volvió a centrar su atención en la comida, aunque saludó a Catherine con la cabeza cuando ésta se les unió en la mesa—. ¿Y acaso Anita no podía venir sola? ¿O con Marty?

—Hola, Catherine —dijo Peri al tiempo que le daba un codazo a K.C. por debajo de la mesa para que dejara de ser tan grosera, aunque K.C. le hizo caso omiso.

Nathan se levantó a medias de la mesa y dejó de prestarle atención a K.C. cuando vio a la ágil rubia que se acercaba. Catherine llevaba un jersey negro sin mangas de cuello tortuga y de un tejido ligero y elástico, con una falda tubo; sus zapatos de puntera abierta dejaban al descubierto unas uñas pintadas de un vivo color naranja.

—Nathan —dijo él—. Y si tú eres Catherine, entonces debes de ser la que nos cuida la casa en el San Remo.

Catherine inclinó la cabeza.

—Sí, en efecto.

—Bueno, pues gracias —dijo—. Has sido de gran ayuda cuidando las cosas.

—Es un apartamento precioso —comentó Catherine—. Las vistas a Central Park son sensacionales.

—Me encantaría pasar a ver la casa.

—¡Por supuesto! —aceptó Catherine—. Sólo tienes que llamar. Puedo irme a hacer algún recado y dejarte un poco de intimidad. —El teléfono que llevaba en su diminuto bolso empezó a sonar. Era Dakota—. Discúlpame —le dijo, y cruzó la estancia con fluidez en dirección a su joven amiga—. No tienes que enviarme mensajes cuando estamos en la misma habitación —le dijo.

—Ah, lo que tú digas —repuso Dakota—. Creía que ibas a hablar con mi padre.

—Bueno, quería charlar con algunas personas —insistió Catherine. Pero, al ver la expresión seria de Dakota, cedió—: ¿Por qué no lo arranco de su conversación con Marty?

—¡Eh! ¿No os parece que James y Catherine están muy apasionados ahí delante? —dijo K.C, que se limpió la barbilla y continuó atacando la comida con brío—. Puede que no sea asunto mío, pero diría que entre esos dos parece haber algo.

Lucie había ido a sentarse a la mesa después de ayudar a Darwin a volver a la fiesta y dejarle los niños a Dan para que pudiera presumir de ellos un rato. Al oír el comentario de K.C, Peri y ella volvieron la cabeza y se percataron de inmediato de lo cerca que estaba sentada Catherine de James, de la forma en que se inclinaba hacia él como si necesitara acercarse para oír.

—Es como una profesional —comentó Peri con sequedad—. Los hombres babean con ella.

—¿Cat y James? —intervino Lucie—. Me parece rocambolesco. Como si sólo pudiera salir con las mujeres que andan por Walker e Hija.

En aquel preciso momento, Dakota se acercó tranquilamente a la mesa.

—Hola, chicas —saludó, acostumbrada a sumarse a cualquiera que fuera el tema del día—. ¿De qué habláis?

Las mujeres hablaban sin tapujos delante de ella, y la joven encontraba divertida su franqueza, como cuando Peri detalló las primeras citas malas, realmente terribles, que había tenido al principio, y en ocasiones ordinaria, como cuando K.C. describía sus sudores nocturnos y sus sofocos con todo lujo de detalles.

K.C. levantó la mirada a medio comer una costilla de ternera. Guardó silencio por unos segundos.

—De nada —respondió con voz ronca. «¡Maldita sea!», pensó al oírse. Su voz ya había empezado a sonar como la de una fumadora, bronca y propia de los excesos—. Ni siquiera nos acordamos de lo que estábamos diciendo.

En el otro extremo de la habitación, Catherine y James discutían con vehemencia, ajenos a los demás asistentes a la fiesta.

James había puesto al corriente a Catherine de las circunstancias de su desacuerdo con Dakota, y Catherine —prudentemente, creía ella— fingió no haber oído ya toda la historia.

La cuestión era que James parecía estar decidido y no estaba dispuesto a dejar que Dakota fuera con Lucie.

—¡Dios mío, James! —exclamó Catherine tras escuchar su lista de razones—. ¡No irás a creer ni por medio segundo que Lucie Brennan necesitaba que cuidaran de su hija!

Apenas lo dijo, pensó: «Sí, Dakota es negra, ella lo hará».

—No lo entiendes. No se trata de Lucie en concreto —explicó James—. Se trata de asunción, percepción, sentido de uno mismo. De cómo quiero que Dakota se vea a sí misma.

—Ella se ve como una chica de dieciocho años con un padre difícil.

—Es mucho más que eso.

—Mira, tú tienes contratado un servicio de limpieza, ¿no es verdad? —preguntó Catherine.

—El trabajo honesto no tiene nada de malo, sea cual sea, y no vas a tergiversar mis palabras para decir algo que no pretendo decir. No se trata de ser mejor que alguien que limpia o hace de canguro para ganarse la vida —aclaró James—. No le faltaría al respeto a nadie en ese sentido. Pero lo cierto es que Dakota es una joven de color y no creo que entienda cómo puede juzgarla la gente.

—Pues llámala de otro modo —dijo Catherine—. La asistente personal de Lucie. Quizá pueda hacer algo más, como contestar el correo electrónico o algo así. Como si se tratara de una especie de período de prácticas.

—Eso podría ser un principio, sí. Pero, claro, todavía queda el tema de que estará en Italia y si algo fuera mal yo no estaría cerca. Nunca me he apartado de su lado, ni una sola vez en todos estos años.

—Eres un buen padre —reconoció Catherine—. Autoritario y dogmático, pero bienintencionado.

—Todo este asunto no ha hecho más que crear problemas. Hasta Anita vino a comer conmigo cerca de mi despacho.

—Eso es grave.

—Mira, yo respeto a Anita Lowenstein y me intereso por ella como el primero —afirmó James, hendiendo el aire frente a él en un gesto de convicción—. Tiene devoción por mi hija. Pero al fin y al cabo, el padre de Dakota soy yo. No comparto la paternidad con las socias del club de punto de los viernes.

—Sí, pero Anita llevaba ya mucho tiempo allí cuando tú no estabas, amigo mío —replicó Catherine.

Las cenas secretas que compartían les habían proporcionado un marco en el que hablar clara y honestamente el uno con el otro y que les resultaba muy útil.

—No es necesario que me recuerdes lo que lamento todos los días —gruñó James—. Pero eso no cambia lo que he dicho.

—Para que conste, James, y espero que no vayas a enojarte conmigo, fui yo quien sugirió a Lucie que pensara en Dakota —confesó Catherine, que vio que su amigo torcía el gesto—. Déjame acabar. Sé lo mucho que le gusta viajar. Además, hay otra cosa. Se trataba de sacar a Dakota de la ciudad antes de que hiciera algo... impetuoso. Hay un chico, ¿sabes?

—¿Quieres que Dakota haga de niñera para Lucie porque tienes miedo de que tenga una cita?

En el fondo, Catherine se alegró cuando James le hizo la pregunta, porque vio que no era la única que se alarmaba ante la idea de que Dakota entrara con pasos torpes en la edad adulta.

—Ya lo sé, lo sé —dijo Catherine—. ¿Qué clase de locura es ésta viniendo de mí? Bueno, existe una gran diferencia entre una divorciada de cuarenta y tantos que disfruta del cuerpo que Dios y sus cirujanos le han dado y una estudiante universitaria de primer año que se está metiendo en aguas procelosas.

—¿Me estás diciendo que Dakota mantiene relaciones sexuales? —preguntó James mientras abría desmesuradamente los ojos y tragaba saliva varias veces seguidas.

—No —respondió Catherine, que alargó el brazo para darle unas palmaditas en la mano—. Digo que cree estar enamorada. Y antes que dejar que viva su vida, abogo por interferir. Y hacerlo del modo menos evidente posible: un viaje a Italia.

—Sigo sin querer que haga de niñera —insistió James.

—Bueno, sólo es un trabajo veraniego. Lo último que sé es que todavía estaba dándole vueltas a cómo ser pastelera.

—No me hagas hablar de esos malditos
muffins
—protestó James—. Pero esta información sobre el chico es bueno saberla. ¿Por qué me lo has estado ocultando?

—Por confusión emocional —respondió Catherine—. Prefiero considerarme la más guay. Guardar todos los secretos de Dakota. Pero, por lo visto, incluso yo tengo a una institutriz dentro de mí. ¿Quién lo diría?

—¡Ay, Catherine! —James se inclinó para darle un beso de despedida en la mejilla y luego se levantó. Se estaba haciendo tarde y por la mañana tenía una reunión importante para revisar las últimas novedades sobre los hoteles V en Europa—. Te subestimas, Cat. Siempre ha habido más en ti de lo que admitirás nunca.

Capítulo 17

¡Damas de honor! Necesitaba damas de honor. Anita llamó a Marty a la charcutería. —No tengo acompañantes —le contó en medio de todo el tráfago del «café y bollo para llevar» de primera hora de la mañana.

—Tenemos tiempo, querida. Anoche aún no habías decidido siquiera si la boda iba a ser este año.

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