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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (59 page)

BOOK: El círculo mágico
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También mi padre, en las contadas ocasiones en las que lo había acompañado al extranjero, prefería encerrarse en las fortalezas amuralladas de los hoteles para conseguir el refugio que sólo el dinero puede comprar, como esa semana en San Francisco. Así que, si bien había presenciado las fachadas relucientes tejidas por la historia, el misterio y la magia de muchos puntos del planeta, me había perdido casi toda la suciedad, la monotonía y las incomodidades que ofrecen un retrato mucho más ajustado a la realidad.

Esa noche, Wolfgang y yo esperábamos bajo la lluvia en los peldaños de granito del aeropuerto de Leningrado, junto con más de un centenar de individuos sombríos del tipo bloque oriental para pasar de uno en uno por la aduana, montada en el interior del aeropuerto tras unos paneles de cristal. Entonces empecé a ver por primera vez una imagen totalmente distinta.

Ésa era la Unión Soviética que reflejaban los libros de estadística del Departamento de Estado como los que Wolfgang me había dejado; un país con una población que superaba en un treinta por ciento la estadounidense, que habitaba una superficie de más del doble, pero que subsistía con una cuarta parte de nuestra renta anual per cápita y producía sólo una tercera parte de nuestro producto nacional bruto per cápita, con un índice de natalidad bastante superior y una menor esperanza de vida.

Y Leningrado, la ciudad esplendorosa de Catalina la Grande y Pedro I, que había surgido sobre las aguas como una Venecia del norte, parecía ahora retroceder hacia los pestilentes pantanos de donde había sido arrebatada. Como sucedía con la mayoría de ciudades soviéticas, los habitantes de Leningrado se pasaban la vida haciendo cola y esperando en lo que, a ojos occidentales, era una contagiosa e inexplicable atrofia colectiva.

Habían pasado casi setenta y cinco años desde la revolución rusa y me preguntaba cuánto tiempo podía resistir un pueblo tan harto de su propia existencia el control sobre las creencias y unos métodos de represión con los que no estaba de acuerdo. Puede que nuestro viaje me respondería en parte esa pregunta.

En el aeropuerto nos recogió para llevarnos al hotel una mujer joven uniformada aunque de aspecto poco oficial que pertenecía al Intourist, un grupo que según se rumoreaba constituía la rama hospitalaria del KGB. De camino, Wolfgang insinuó de forma enigmática que el Gobierno soviético no aprobaría que un par de compañeros de trabajo solteros practicaran en sus instalaciones lo que él y yo habíamos practicado, y casi perfeccionado, la noche anterior en su castillo. Capté el mensaje pero no la idea global hasta que eché un vistazo al lugar.

El «hotel» con aspecto de barracón que nuestros anfitriones, el sector nuclear soviético, nos ofrecía gentilmente durante nuestra estancia, tenía todo el encanto de una penitenciaría federal de EE.UU. Tenía muchas plantas, todas idénticas, y largos pasillos con el suelo de linóleo gris iluminados por fluorescentes que, a juzgar por los ruiditos y los parpadeos, contenían los mismos tubos que el día que los instalaron.

Tras un repaso rápido a la agenda del día siguiente, me separaron de Wolfgang y una matrona de las tropas de asalto, que imaginé que se llamaría Svetlana, me acompañó a mi propia ala. Al llegar a mi
boudoir de soir,
me aseguró con un acusado acento que pasaría la noche de guardia en el piso de abajo, me enseñó tres veces cómo encerrarme con llave y esperó fuera de la puerta hasta oír que lo hacía.

Fue entonces cuando me di cuenta de que tenía un apetito voraz, ya que no había tomado nada desde los cruasanes con chocolate de la mañana. Rebusqué en el bolso hasta que encontré unos cuantos frutos secos y una botella de agua, engullí lo suficiente para acallar mi estómago hambriento, me desnudé en aquel cuarto húmedo, frío y tan poco agradable, saqué unas cuantas cosas de la maleta y me acosté.

Oí que llamaban bajito a la puerta. Eché un vistazo al reloj de viaje en el escritorio de la habitación fría y poco amueblada. No le había cambiado aún la hora, así que marcaba las diez y media, hora de Viena, lo que sería pasada la medianoche en Leningrado. Wolfgang me había dejado muy claro que la etiqueta soviética prohibía las escapaditas a hurtadillas con ánimo de juguetear un poco. Así que, ¿quién demonios podía ser a esas horas?

Me puse la bata sobre el pijama y me acerqué para abrir la puerta. Svetlana estaba al otro lado, con un aire tímido e incómodo que contrastaba con su anterior imagen de sargento. Lanzó una mirada a ambos lados y me mostró unos labios apretados, en lo que supuse que sería la versión soviética de una sonrisa.

—Pog favog —dijo en voz baja, casi de forma confidencial—. Pog favog, alguieng quiege hablag con vusted.

Gesticulaba hacia un lado con la mano, como si esperara de verdad que saliera al pasillo, abandonara mi poco confortable pero hasta cierto punto segura habitación, y la siguiera en mitad de la noche hacia una cita indeterminada.

—¿Quién es ese alguien? —Me cubrí con la bata hasta la barbilla mientras retrocedía un paso sin soltar el pomo de la puerta.

—Alguieng —insistió en un susurro, mirando nerviosa a su alrededor—. Está muy uguente, tiene que hablag con vusted ahoga, enseguida. Pog favog, venga con mí, está abajo escalegas...

—No voy a moverme de aquí si no me dice quién quiere hablar conmigo —le aseguré mientras sacudía la cabeza enérgicamente para dar mayor énfasis a mis palabras—. ¿Sabe algo de esto el doctor Hauser?

—¡No, no tiene sabeg nada! —soltó, con un tono que sólo podía interpretarse, en cualquier lengua, como de auténtico miedo. ¿Qué demonios pasaba?

Svetlana se hurgó en el bolsillo y sacó una tarjeta de visita que me pasó por delante de las narices un breve instante antes de volverla a esconder. Apenas tuve tiempo de leer las dos palabras que llevaba impresas: Volga Dragonoff.

¡Dios mío, Volga, el ayuda de cámara de tío Laf! ¿Le habría pasado algo a Laf en los pocos días que habían pasado desde que nos vimos en Sun Valley? ¿Qué otra cosa podía estar haciendo Volga aquí para verse conmigo a medianoche en el norte de Rusia? ¿Cómo había entablado tanta amistad con la señora Llaves del Reino, hasta el punto de conseguir que se saltara las normas sólo por él?

Para empeorar las cosas, mi guardaespaldas soviética mostraba una actitud de lo más sospechosa. Sus ojos ansiosos se movían sin descanso y volvió a efectuar el gesto de «pog favog sigue a mí», con lo que me contagió el nerviosismo. A pesar de todo, decidí que lo mejor sería averiguar qué estaba pasando. Cogí las botas forradas de piel de al lado de la puerta, me las puse, me coloqué el abrigo encima de la bata, salí al pasillo y dejé que Svetlana cerrara «oficialmente» la puerta a mis espaldas. Mi aliento formaba nubéculas a la luz tenue de los fluorescentes mientras la seguía por el pasillo. Me puse los guantes mientras bajábamos los dos tramos de escaleras.

Volga me esperaba en el vestíbulo, envuelto en un abrigo grueso y oscuro. Cuando avancé para saludarlo y fijé la vista en su rostro curtido y sobrio que nunca sonreía, me di cuenta de que en los veinte años y pico que conocía a ese hombre, ayuda de cámara, factótum y compañero inseparable de mi tío, no habríamos intercambiado más de unas veinte palabras, lo que confería mayor extrañeza si cabe a esa inesperada cita. Volga inclinó la cabeza, consultó el reloj y dijo unas palabras en ruso a mi acompañante, quien cruzó el vestíbulo, abrió una puerta, encendió unas cuantas luces y nos dejó solos. Volga sostuvo la puerta para que yo entrara primero y me siguió. Se trataba de un comedor inmenso, lleno de mesas largas dispuestas ya para el desayuno. Volga me acercó una silla, se sentó, se sacó un frasco del bolsillo y me lo ofreció.

—Beba esto. Es
slivovitz
mezclado con agua caliente; así entrará en calor mientras hablamos.

—¿Qué hace aquí en plena noche, Volga? —dije, aceptando el frasco, aunque sólo fuera para calentarme las manos—. No le habrá pasado nada a tío Laf, ¿verdad?

—Cuando no tuvimos noticias suyas ayer, ni tampoco llegó por la noche a casa del maestro en Viena como estaba previsto, se alarmó —explicó Volga—. Hoy le ha parecido conveniente contactar con su colega en Idaho, el señor Olivier Maxfield, en su oficina. Pero debido a la diferencia Horaria, ocho horas, era demasiado tarde cuando se ha enterado de que ya había salido de Viena en dirección a Leningrado.

—¿Y dónde está tío Laf, entonces? —quise saber. Tenía el estómago revuelto. Desenrosqué el tapón del frasco y tomé un trago del licor, que me hizo entrar en calor.

—El maestro deseaba venir en persona para explicar la urgencia de la situación —me aseguró Volga—, pero no tenía renovado el visado soviético. Como yo soy transilvano y el Gobierno rumano goza de un «pacto amistoso» con la Unión Soviética, he podido venir con un breve margen de aviso. He llegado con el último avión procedente de Viena, pero el procedimiento de entrada ocasiona un mayor retraso. Le pido disculpas, pero es que el maestro insistió en que la viera enseguida, esta misma noche. Le envía esta nota para confirmar mis palabras.

Volga me entregó un sobre. Mientras lo abría y desplegaba la nota, le pregunté:

—¿Cómo ha conseguido que esa sargento me dejara salir de la jaula para encontrarnos a estas horas de la noche?

—Por el miedo —dijo Volga, enigmáticamente—. Conozco a esta gente; entiendo muy bien sus maneras.

No comenté nada y leí la nota de Laf:

Querida Gavroche:

Que no vinieras me sugiere que prescindiste de mi consejo y que quizás ayer cometiste una locura. Sin embargo, te mando mi amor.

Por favor, escucha con mucha atención todo lo que Volga te contará, porque es muy importante. Debería habértelo comentado antes de que te fueras de Sun Valley, pero no quise hacerlo delante de la persona con la que llegaste y, luego, tuviste que partir de repente.

Tu colega, el señor Olivier Maxfield, me comenta que también quiere ponerse en contacto contigo. Me pide que te diga que necesita hablar contigo en privado de otro asunto, y cuanto antes.

Tu tío LAFCADIO

—¿Mencionó Olivier de qué quería hablarme? —pregunté a Volga, con la esperanza de que no le pasara nada a Jason, mi gato.

—Creo que era algún asunto de trabajo —comentó y añadió—: Tengo poco tiempo y mucho que contar. Y no me gustaría que cayera enferma por estar levantada tan tarde con este frío. Por lo tanto, empezaré sin más demora. Pero como las paredes rusas como estas que nos rodean suelen tener oídos, le ruego que no me haga preguntas hasta que haya terminado, y aun entonces, por favor, vaya con cuidado con lo que dice.

Asentí con la cabeza, seguí libando la bebida caliente que me había traído y me envolví más con el abrigo para que Volga empezara lo que a mi entender muy bien podía ser el discurso más largo de su recluida vida.

—Antes que nada —dijo—, debería saber que al principio yo no trabajaba para el maestro, sino para su abuela, la
daeva.
Me encontró cuando ella ya era una cantante famosa y yo, un chico huérfano a causa de la Primera Guerra Mundial que trabajaba para ganar algo de dinero por las calles de París.

—¿Pandora le acogió cuando usted era pequeño? —exclamé, sorprendida.

Además de Laf y Zoé, parecía una carga excesiva para una mujer joven que, si la edad que le atribuyó Dacian era exacta, debía de contar poco más de veinte años al final de la guerra.

—¿Y cómo llegó ella a París? —añadí—. Tenía entendido que vivía en Viena.

—Para comprender la naturaleza de nuestras relaciones, tengo que explicar algo sobre mí y mi gente —casi se disculpó Volga—. Forma parte de la historia.

De repente se me ocurrió que el pétreo Volga Dragonoff podía saber más, o por lo menos, sentirse más predispuesto a compartir lo que sabía, que el resto de mi reticente y desconfiada familia. Estar con él así a solas de madrugada en un comedor desierto y gélido podía acabar siendo mi mejor oportunidad para echar un vistazo bajo la tapa que lo cubría todo.

—Se ha tenido que tomar muchas molestias para venir, Volga. Estaré encantada de oír todo lo que me quiera contar —afirmé con gran sinceridad mientras me sacaba un guante y me soplaba los dedos para calentarlos.

—Nací en Transilvania, de donde era originario el pueblo de mi madre pero no el de mi padre —empezó Volga—. Mi padre era de una región triangular que abarca desde el monte Ararat, cerca de la frontera entre Turquía e Irán, hasta el Cáucaso georgiano y Armenia. En esta pequeña franja de terreno había florecido lo que hace un siglo era ya una especie de hombres en vías de extinción a la que mi padre pertenecía: los
ashokbi,
«bardos» o «poetas», entrenados para conservar en la memoria toda la historia y genealogía de nuestro pueblo, que se remontaba hasta Gilgamesh el sumerio.

»En la niñez de mi padre intervinieron varios personajes que mas adelante y durante muchos años se cruzarían en el camino de nuestra familia en momentos cruciales, y con la suya también. Cuando todavía era un niño, mi padre empezó sus estudios en Alexandropol bajo la tutela de un reputado
ashokh,
padre de un chico de la misma edad que mi padre. Ese hijo llegaría a ser el famoso esotérico Georges Ivanovitch Gurdjieff. Algunos años después, llegó otro chico de Gori, en Georgia, para quedarse junto con mi padre en la familia Gurdjieff. Se trataba del joven Iósiv Dzhugachvili, que se preparaba para un camino que pronto rechazó: el sacerdocio ortodoxo. Más adelante, Iósiv sería también famoso bajo su nuevo nombre de "Hombre de acero": Stalin.

—Un momento, Volga —interrumpí, poniendo la mano enguantada en su brazo—. ¿Su padre se crió con Gurdjieff y Stalin?

Para ser sincera, tal como me iba la vida últimamente, que los antepasados de Volga superaran a mi familia en cuanto a originalidad me dejaba atónita.

—Puede que sea difícil de imaginar —dijo Volga—. Pero esa pequeña parte del mundo tenía una poderosa mezcla de, ¿cómo diría?, caldo de cultivo. Mi padre vivió ahí hasta casi los cuarenta años. Luego, durante la revolución de 1905, cruzó el mar Negro hacia Rumania, donde conoció a mi madre y nací yo.

—Pero la revolución rusa no se produjo hasta 1917 —señalé. Incluso yo sabía esa parte de la historia del siglo xx, o como mínimo, eso creía.

—Se refiere a la segunda revolución rusa —rebatió Volga—. La primera, en enero de 1905, se inició como una revuelta agraria y una huelga general que culminó en el Domingo Rojo, cuando el brutal programa zarista de rusificación de todos los pueblos sometidos llevó a una masacre que llevaba tiempo germinando. Mi padre se vio obligado a huir de Rusia. Sin embargo, como
asbokh,
jamás olvidó sus raíces.

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