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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (39 page)

BOOK: El círculo mágico
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—¡Tiene que empapelarla! ¡No puede permitir que se vaya de viaje con él!

Peterson Flange lanzó una mirada avergonzada a Dart y sacudió una mano.

—Me encargaré yo mismo de este tema —concedió, mientras el Tanque y yo nos disponíamos a marcharnos.

—Más adelante, me darás las explicaciones oportunas, Behn. Pero ahora será mejor que cojas ese avión con Hauser —dijo el Tanque y, cuando me iba, sacudió la cabeza con una sonrisa y añadió—: No me puedo creer lo que hiciste. Pero por favor, que no se repita.

Sólo me quedaban veinte minutos para ir de la oficina al aeropuerto, que estaba a unos diez minutos largos, sin contar el rodeo que tenía que dar. Detuve el coche a la puerta de la oficina postal, sin molestarme en aparcar. Bajé del coche y subí corriendo los peldaños. George, el empleado de correos, estaba detrás del mostrador cuando entré, pero había unas cuantas personas haciendo cola.

—George, me tendría que retener el correo unas semanas —grité por encima de las cabezas—. Le rellenaré el impreso. ¿Es demasiado tarde para retener también el de hoy?

Oh, señorita Behn, lo siento —se excusó George, mientras pesaba sobres y les ponía sellos para los otros clientes—. Fue culpa mía, pero intenté arreglarlo. Espere un momento y esta vez lo hago bien.

Hizo sonar un timbre en el mostrador y me volvió a asaltar esa sensación terrible. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué era lo que George me tenía que arreglar? ¿Qué era lo que iba a hacer bien? Estaba muy asustada pero de todas formas le rellené el formulario y se lo di.

De dentro salió otro empleado y recogió los resguardos de los que abian ido a buscar envíos. George desapareció y volvió con un paquete. No se parecía demasiado al otro que había recibido la semana anterior, pero estaba en un sobre acolchado, grande y maltrecho, como el que Sam había descrito, del tamaño de unas mil hojas.

—La semana pasada me confundí de paquete —explicó George—. Éste era el que correspondía al resguardo que trajo, pero no lo comprobé. El otro llegó el mismo día que usted vino y todavía no habíamos preparado el aviso. El sábado, comprobamos los paquetes pendientes para devolver al remitente los que no habían sido reclamados y, por suerte, estaba yo aquí y me di cuenta de mi error. No sabe cuánto lo siento, señorita Behn.

Me entregó el paquete y apreté los dientes antes de mirarlo. Sabía que sólo me quedaban diez minutos para llegar al aeropuerto y coger el avión a Europa con Wolfgang Hauser. Me obligué a mí misma a mirar el paquete. El matasellos era de San Francisco, como el resgurdo que había encontrado en la nieve. Y esta vez no había error posible: la letra que contenía era la de Sam.

EL REGALO

Donde mejor se intuye el peligro [para el que da y el que recibe es] en el derecho y el idioma germánicos antiguos. Eso explica el doble significado de la palabra regalo en todas esas lenguas: por una parte regalo y por la otra, veneno...

Este tema del regalo letal, el presente o el objeto que se convierte en veneno, es fundamental en elfolclore germánico. El oro delRin es mortal para el que lo conquista, la copa de Hagen resulta mortífera para el héroe que bebe de ella. Un millar de historias y leyendas de este tipo, tanto germánicas como celtas, siguen acechando nuestras sensibilidades.

MARCEL MAUSS,

The Gift

[Cuando Prometeo robó el fuego de los dioses, como represalia] Zeus ordenó al legendario artesano Hefesto que creara un regalo: combinar suciedad y agua y formar una bella muchacha que fuera idéntica a las diosas inmortales... luego, Zeus ordenó a Hermes que la llenara de engaño y artimañas descaradas... Hermes llamó a esta mujer «Pandora»: la que da todos los regalos.

Epimeteo había olvidado que su hermano Prometeo le había advertido que nunca aceptara un regalo de manos de Zeus olímpico, que lo devolviera por si resultaba un malpara la humanidad. Pero Epimeteo aceptó el regalo. Sólo después, cuando el mal fue el suyo, lo comprendió.

HESÍODO,

Los trabajos y los días

Timeo Dañaos et
dona ferentes.
(Temo a los griegos, incluso a los que hacen regalos.)

VIRGILIO,

Eneida

 

Salí como un rayo de la oficina de correos, me subí al coche y me dirigí a toda pastilla al aeropuerto. Me detuve en el aparcamiento, bajé, agarré mis bártulos y crucé con rapidez el pavimento helado. Una vez dentro, busqué con desesperación las dos zonas de puertas. Al fondo, cerca de seguridad en la puerta B vi a Wolfgang gesticulando en medio de una acalorada discusión con uno de los auxiliares de tierra.

—Gracias a Dios —soltó aliviado en cuanto me vio, pero enseguida me di cuenta de que estaba enfadado. Se dirigió deprisa al auxiliar—: ¿Es demasiado tarde?

—Un segundo —respondió el hombre y descolgó el teléfono para llamar a la cabina. Desde detrás, Wolfgang me observaba enojado. El hombre escuchó y luego asintió—. Aún hay la escalera, pero será mejor que se den prisa en subir, amigo —nos dijo finalmente—. Tenemos un horario que cumplir.

Pasó las maletas por el escáner y nos cortó los billetes. Corrimos por la pista y subimos los peldaños de metal. En el mismo instante en que nos abrochábamos los cinturones de seguridad, el avión empezó a moverse.

—Espero que tengas una buena excusa —comentó Wolfgang mientras nos dirigíamos hacia la pista de despegue—. Sabías que no había otro vuelo hacia Salt Lake en tres horas. Me he pasado la última media hora hablando sin parar para convencerlos de que retuvieran el avión; ¡podríamos haber perdido los enlaces! ¿En qué estabas pensando?

El pulso, todavía desbocado por la carrera, me martilleaba en los oídos; respiraba agitadamente; apenas podía hablar.

—Verás... tuve que hacer... un recado importante... de camino.

—¿Un recado? —soltó Wolfgang, incrédulo.

Iba a añadir algo más pero entonces los motores empezaron a acelerar para el despegue. Seguía moviendo los labios, así que le indiqué que no lo oía. Se volvió enfurruñado, sacó unos papeles del maletín y los repasó mientras el avión aceleraba por la pista y se elevaba. No volvimos a hablar en los cuarenta minutos que duró el viaje, tranquilo pero ensordecedor, hasta Salt Lake. Me convenía. Tenía mucho en que pensar.

No había duda de que el paquete que contenía mi bolso de lona, ahora bajo el asiento del avión, era el regalo que mi abuela Pandora había legado a tío Earnest, quien lo había pasado a Sam; un regalo tan peligroso que el recuento de cadáveres no sólo incluía a un par de colegas de Sam, sino acaso también a Pandora y a Earnest; un regalo tan destructivo que, por unos segundos de diferencia, podría haber acabado también con Sam. Ahora el regalo estaba en mis manos.

Puesto que ya no confiaba en que amigos, colegas y, de forma muy especial, la mayoría de miembros de mi propia familia tuvieran cerca este regalo venenoso, era comprensible que me hubiera mostrado reacia a dejárselo a George, ante la mirada de una docena de clientes. Incapaz de encontrar un escondrijo en el escaso tiempo que me quedaba entre la oficina de correos y el aeropuerto, me veía ahora enfrentada al problema de qué hacer con mi letal herencia antes de llegar a la Unión Soviética, donde sabía que sería examinado a fondo y probablemente confiscado, lo cual supondría un peligro aún mayor para todos los implicados. Sobre todo, para mí.

Obsesionada con esta idea, lo primero que se me ocurrió fue destruirlo. Pensé en varios métodos por si tenía que eliminarlo deprisa: muerte por agua, muerte por fuego. Pero para cuando llegamos a Salt Lake, las opciones se habían reducido drásticamente. No era nada factible tirar mil páginas al inodoro, ni encender una hoguera de cuatro kilos en ninguno de los aeropuertos por los que pasaríamos en las siguientes veinticuatro horas. Y destruirlo tampoco me garantizaba que pudiera respirar más tranquila, dado que no tenía idea de quién quería los manuscritos ni por qué. ¿Cómo iba a anunciar que el objeto del deseo de todo el mundo ya no existía? Además, si lo hacía, podría resultar mortal para Sam, el único que sabía dónde estaban escondidos los originales.

La solución parecía ser ocultar el paquete como había hecho con el primero, donde a nadie se le ocurriera buscarlo.

Sabía que la consigna del aeropuerto de Salt Lake, a diferencia de aquellas en las que los personajes de las películas esconden su botín, funcionaba, más como un parquímetro con un margen de unas horas como máximo. Incluso aunque tuviera tiempo de dividir el paquete en otros más pequeños y de enviármelos a mí misma, se trataba de una opción tan arriesgada como la de haberlo dejado en la oficina de correos, con Olivier, el Tanque y Dios sabe quién más husmeando. Me estaba quedando sin ideas.

En el aeropuerto de Salt Lake me volví a disculpar por mi retraso ante el aún contrariado Wolfgang. Cuando hubimos facturado las maletas más voluminosas hacia Viena, hice un viaje a los servicios y abrí el paquete de Sam: garabatos extrañísimos en caracteres desconocidos, pero con la caligrafía reconocible de Sam. Lo metí entre los documentos de trabajo dentro de mi cartera, me colgué el pesado bolso al hombro y procuré mantener la cabeza despejada hasta el vuelo. Antes de dejar la sala de espera, usé el teléfono para enviar un fax con un breve mensaje para Sam: «Recibí tu regalo. Supone mayor bendición dar que recibir.» Un mensaje desde el aeropuerto de Salt Lake le daría la pista de que ya había emprendido el viaje con Wolfgang. Añadí que cualquier fax recibido en mi ausencia sería remitido.

Wolfgang me esperaba a la entrada de la cafetería, como habíamos quedado. Sostenía dos vasos de papel humeantes.

—He conseguido algo de té para beber en la puerta. Hay demasiada gente para esperar aquí —indicó.

Por encima de su hombro vi hileras de mesas que a tan temprana hora ya congregaban a un buen número de hermanos misioneros mormones, hombres jóvenes con las mejillas rosadas, que sorbían agua helada mientras esperaban el vuelo, vestidos con camisas blancas, trajes y corbatas oscuros, y con las mochilas del uniforme atiborradas con material para ganar adeptos.

Día tras día, un año sí y otro también, esos jóvenes hermanos misioneros se dispersaban por el globo como las semillas del diente de león, con la misión de propagar las buenas palabras emitidas por la Iglesia de Jesucristo de los santos del último día directamente desde su corazón, aquí en Salt Lake City.

—No convierten a demasiados austríacos a su fe —comentó Wolfgang mientras nos encaminamos por el pasillo a nuestra puerta—. En un país tan católico, las conversiones a otras fes no son frecuentes. Pero en este aeropuerto siempre hay muchísimos de estos jóvenes yendo y viniendo. A mí me resultan sumamente extraños.

No tan extraños, sólo distintos —le dije, mientras quitaba la tapa del té y daba el primer sorbo: quemaba—. Por ejemplo, has conocido a mi casero, Olivier. Es mormón. Aunque es más lo que ellos llamarían un mormón «Jack», es decir, que no sigue las normas. A veces toma café o alcohol, a pesar de que lo tienen prohibido. Y si bien no es lo que se dice un donjuán, afirma que tampoco se ha mantenido virgen.

—¿Virgen? —preguntó Wolfgang con recelo—. ¿Es eso habitual?

—No soy ninguna experta, te lo aseguro —afirmé entre risas—. Pero según Olivier es algo más o menos voluntario, para mantener el cuerpo y el alma puros. Se ve que es una forma de prepararse para la salvación y el milenio.

—¿El milenio? —se sorprendió Wolfgang—. No lo entiendo.

—Forma parte de su instrucción —le expliqué—. Los católicos tienen el catecismo, ¿no? Bueno, pues según tengo entendido el suyo es éste: el día de hoy señala el principio del fin, el mundo se está deteniendo. Vivimos los últimos días en que el mundo que conocemos dejará de existir. Sólo aquellos que han sido purificados y confesado su fe en que «Jesús, el Cristo», como ellos dicen, es la Luz y el Camino, se salvarán cuando regrese a la tierra a juzgar y a castigar, a traer con él la nueva era. Se están preparando con el bautismo, con la limpieza y la purga en los últimos días, para poder resucitar en un cuerpo nuevo y etéreo, y recibir así la vida eterna. De ahí el nombre de Santos del Último Día.

—El último día es una idea antigua y muy extendida —estuvo de acuerdo Wolfgang—. A lo largo de la historia, ha sido el núcleo de las creencias de casi todos los pueblos de la tierra; escatología, de
eschatos,
lo último, lo máximo, lo extremo. En el catolicismo la doctrina es
Parousia:
la «presencia» o segunda venida, cuando el salvador reaparece y conduce el juicio final.

Luego de forma inesperada añadió:

—¿Crees en ello?

—¿Te refieres al apocalipsis: «Vendré deprisa» y todo lo demás? —pregunté, siempre incómoda de flirtear usando la fe. ¿No era ya bastante complicado? Después añadí—: Esa promesa fue hecha hace dos mil años y algunas personas que conozco todavía contienen la respiración. Es preciso algo más tangible para engancharme a mí.

—¿En qué crees, entonces? —quiso saber Wolfgang.

—No estoy segura —admití—. Crecí entre los indios nez percé. Su sabiduría es lo más parecido a una educación religiosa que he recibido. Supongo que creo lo que ellos creen, en cuanto a la idea de una nueva era.

Terminé de explicarme mientras andábamos por el pasillo: —Como la mayoría de tribus, los nez percé creen que los nativos americanos son el pueblo elegido para dar lugar a la transición. A finales del siglo pasado hubo un profeta llamado Wovoka, un paiute de Nevada. Durante una enfermedad tuvo una visión que le reveló lo que sucedería al final de los tiempos, que para los paiute señalaría el inicio del nuevo eón. Wovoka aprendió una danza visionaria e inspirada que permite alas personas cruzar la frontera entre el mundo tangible y el espritual. Las personas tenían que bailar cogidas de la mano, en círculo cinco días seguidos, todos los años. Lo llamó
wanagi wacipi,
la danza del espíritu.

»Los bailarines invocan al hijo del Gran Espíritu; éste llegará como un torbellino y todos los
wasichu,
vosotros los hijos de lengua bífida de los europeos, que destrozáis todo lo que tocáis, seréis borrados de la faz de la tierra. Los espíritus ancestrales regresarán a la tierra, junto con el bisonte que fue asesinado sin piedad por el hombre blanco. La Madre Tierra vuelve a ser bella y vivimos en armonía con la naturaleza, como se veía en las visiones antiguas.

—Es muy bonito —afirmó Wolfgang—. ¿Y de verdad es eso lo que crees, esa imagen armónica del paraíso recuperado?

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