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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (27 page)

BOOK: El círculo mágico
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Afortunado asintió con la cabeza, entusiasmado.

—Creo que hay trece en total. Unos son platos, otros prendas de vestir, útiles o implementos bélicos, hay una piedra preciosa y una especie de juego de azar. A pesar de que mis estudios me han indicado cómo pueden haber sido encubiertos a través de los años, estoy seguro de que la última vez que estuvieron juntos fue en la época de Cristo: en otras palabras, en la última nueva era. Por ese motivo proseguí mis estudios en Melk y en Salzburgo, porque aquí en el río y en la parte alta de las montañas de Salzkammergut se sitúan los lugares de nuestra tierra donde habitaron los pueblos antiguos, y sabía que el mensaje que buscaba no podía andar lejos. Y encontré información escrita en las runas...

—¿Las runas? —dije, incómoda. Vi que Laf no sólo se había detenido, sino que parecía haberse desplazado a otro mundo.

—Un manuscrito en runas. Supongo que es «algo» que Sam te dejó en su testamento —dijo Laf, regresando del mar de sus terribles recuerdos—. Afortunado, o Adolf, quería recopilarlo y descifrarlo ya entonces, en vísperas de la Primera Guerra Mundial en Viena, una tarea que yo esperaba que no consiguiera nunca. Pero otra persona lo hizo.

—Me parece que no lo tengo gracias a Sam —dije, aunque no podía desvelar que Sam seguía vivo ni que había hablado con él—. En cambio he recibido un documento escrito en runas de manos de un amigo tuyo, aunque todavía no he tenido ocasión de...

—¿Un amigo mío? —preguntó Laf—. ¿Qué amigo?

—Wolfgang Hauser, es de Viena... ,

—¿Qué me estás diciendo, Gavroche?

A través del vapor vi que la cara de Laf palidecía bajo su bronceado.

—Wolfgang Hauser no es amigo mío —prosiguió—. ¿Cómo ha podido conseguir ese manuscrito? ¿De dónde lo habrá sacado?

No sé si mi expresión reveló hasta qué punto me sentía aturdida, pero cuando miré a Laf, me preguntó:

—Oh, Gavroche, pero ¿qué has hecho?

Esperaba que la respuesta no acabara siendo «meter la pata hasta el fondo», aunque empezaba a tener toda la pinta.

—Tío Laf, quiero que me digas quién es exactamente Wolfgang Hauser, y cómo lo conociste —dije, seleccionando con mucho cuidado las palabras a pesar de que estaba del todo segura de que no quería oír la respuesta.

—No lo conozco —me informó Laf—. Sólo lo he visto un par de veces. Es un favorito de Zoé, uno de esos jóvenes atractivos que le gusta llevar como adornos colgados de la muñeca.

Me aplaudí a mí misma por mantenerme impasible ante esta cruel descripción de la última gran pasión de mi vida, así como por pasar por alto el hecho evidente de que se podría hacer el mismo comentario acerca de tío Laf y Bambi.

—Conozco a tu tía Zoé, sin embargo —continuó Laf—. No fue nunca la reina de la noche que le gustaba aparentar, muy al contrario. Eso fue una forma inteligente de venderla, un programa de propaganda concebido a la medida de Zoé, la bailarina más famosa de su época, por el vendedor más inteligente de nuestro siglo. Ella y su benefactor se pasaron décadas intentando conseguir el manuscrito de Pandora, quien de verdad lo había reunido. Quizá ya hayas adivinado que el mentor de Zoé, su mejor amigo y confidente más próximo durante veinticinco años, no fue otro que Adolf Hitler.

Laf se detuvo y me observó. Para entonces ya tenía el corazón en un puño y comprendí que tenía que salir del calor de la piscina o acabaría desmayándome. Las siguientes palabras de Laf parecieron retumbar a través del agua.

—Es imposible que Zoé o Wolfgang Hauser tengan una copia de ese manuscrito. Cualquier cosa que perteneciera a Earnest, él la protegió toda su vida. —Luego, tras una pausa, añadió—: Espero que no se lo hayas confiado a Hauser, Gavroche, o que siquiera lo hayas dejado sin vigilancia en la misma habitación que él. Si lo has hecho, has puesto en peligro todo aquello por lo que Pandora y Earnest arriesgaron sus vidas, y que puede habérselas costado, como a tu primo Sam.

LA VERDAD

Si las circunstancias me conducen a ello, encontraré donde se oculta la verdad, aunque esté oculta en el centro.

SHAKESPEARE,

Hamlet

JESÚS:

Para esto nací, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es discípulo de la verdad, me escucha a mí.

PILATOS:

¿Qué es la verdad?

Evangelio según san Juan 18, 37-38

Por lo tanto, el esfuerzo de llegar a la verdad y, en especial, a la verdad sobre los dioses, es una
nostalgia de lo divino.

PLUTARCO

Obras morales

Es una especie de
hobby
que tengo: la verdad.

CARY GRANT, en el papel del experto ladrón

John Robie en
Atrapa a un ladrón

Judea: primavera del año 33 d.C.

EL PRIMER APÓSTOL

Jesús resucitó en la madrugada, el primer día de la semana, y se apareció primero a María Magdalena...y ellos [sus discípulos], al oír que vivía y que había sido visto por ella, no creyeron.

Evangelio según san Marcos 16, 9-10

—¿Pero qué es la verdad? ¿Cómo pretende José de Arimatea que recordemos algo que pasó hace más de un año? —preguntó Juan Zebedeo a su hermano mayor Santiago.

Los hermanos habían dejado atrás el puerto de Joppa y el barco en el que Santiago acababa de regresar de su misión de un año en Celtiberia. Tomaron la carretera rocosa que abandonaba la ciudad.

—Cuando visité las islas de Britania con José —afirmó Santiago—, me comentó que a su entender había algún elemento clave que faltaba en la historia de los últimos días del Maestro. Ya sabes que el Maestro decía siempre que su legado consistiría en compartir sus «misterios» con sus discípulos más verdaderos. A José se le ocurrió que quizás el Maestro, al darse cuenta de que el tiempo que le quedaba con nosotros era corto, impartió esos secretos, pero como hablaba en parábolas, ninguno de nosotros captó el significado que se escondía en sus palabras.

»Por eso me he apresurado a venir desde Celtiberia para traer la carta en que José pide a Miriam de Magdala que investigue este asunto. Y espera que nosotros, tú, Simón Pedro y yo, como los tres sucesores elegidos del Maestro, le ofrezcamos nuestro apoyo.

Santiago y su hermano menor, Juan Zebedeo, junto con sus asociados Simón Pedro y su hermano Andrés, habían sido los primeros discípulos que el Maestro reclutó para su misión. Cuando los encontró por las costas del lago Galilea, les pidió que dejaran las redes y lo siguieran: él les enseñaría a convertirse en «pescadores de hombres». Así que los hermanos Zebedeo, los primeros elegidos, esperaban recibir un trato especial. Y en efecto, siempre lo habían recibido, al menos hasta hacía poco tiempo.

Ese año le había costado un alto precio, pensó Juan con amargura. Su hermano mayor había estado fuera demasiado tiempo y a él todavía le quedaba mucho que aprender.

—¿Podrías explicarme qué tiene que ver Miriam de Magdala en todo esto? —preguntó Santiago—. ¿Por qué tiene que ser ella el mensajero oficial?

—José siempre ha apoyado a Miriam en su reivindicación de ser el primer apóstol: la primera en ver al Maestro tras su muerte, resucitado de la tumba esa mañana en el huerto de José, en Getsemaní —respondió Santiago—. Siempre que José se refiere a Miriam, la sigue llamando el Primer Mensajero, apóstol de los apóstoles. Y tanto si creemos que el Maestro honró de tal modo a Miriam, como si no lo hacemos, a fuer de honestos debemos admitir que ese tipo de cosas no era contraria a su carácter. Lo cierto es que no se diferenciaría demasiado de los honores que el Maestro dispensó constantemente a Miriam a lo largo de su vida.

—¡Honores y besos! —saltó Juan—. Todo el mundo sabe que yo era el discípulo más querido del Maestro. Me trataba como si fuera su hijo y me abrazaba más a menudo incluso que a Miriam. ¿No me encomendó a mí el cuidado de su madre cuando él muriese, como si fuera su propio hijo?

»Y el Maestro dijo que tú y yo beberíamos de su cáliz cuando llegara el reino de los cielos, un honor tan grande como cualquiera de los que concedió a Miriam.

—Me da miedo esa copa, Juan —dijo Santiago en voz baja—. Quizás harías bien en temerla también.

—Todo ha cambiado desde que te fuiste de Judea, Santiago —dijo el hombre más joven—. Incluso nuestro triunvirato ha dejado de existir. Pedro afirma que sólo una «roca» puede ser la piedra angular y que él fue el elegido por el Maestro. Existen facciones, celos, resentimientos, el amigo se enfrenta al amigo. Si este último año te hubieras quedado aquí, en Jerusalén, puede que las cosas no hubieran alcanzado esta situación deplorable.

—Lamento oír eso —afirmó Santiago—. Pero seguro que las cosas no han cambiado tanto que no se puedan remediar.

Puso las manos en los hombros de su hermano menor, tal como solía hacerlo el Maestro. Una oleada de pesar invadió a Juan. ¡Como echaba de menos la simplicidad y la fortaleza del Maestro!

—No lo entiendes, Santiago —dijo Juan—. Miriam se ha convertido en la espina particular de Pedro. Lleva muchos meses recluida en Betania, con su familia, y no la ve nadie. Pedro se siente más molesto que nunca con ella, por la relación especial que la unía al Maestro. Lo ha cambiado todo por su causa: las mujeres no predican ni curan, ni siquiera van de misión al extranjero, a no ser que las acompañe un apóstol varón.

»Y deben llevar los cabellos cubiertos, porque se dice que la tentación de la falta de recato y las libertades permitidas cuando el Maestro estaba vivo eran demasiado grandes y llevarían a la mayoría de mujeres a la lascivia.

—Pero ¿acaso intentas decirme que Simón Pedro ha creado estas normas por decisión propia? —le interrumpió Santiago.

—Con el apoyo de otros, aunque te aseguro que yo no figuro entre ellos. Santiago, tienes que comprender que mientras tú y José buscáis la verdad, otros se consideran en posesión de ella. Se está hilando una saga para explicar cada palabra y cada acción del Maestro y, muchas veces, lo hacen precisamente aquellos que nunca lo comprendieron o incluso ni tan sólo lo conocieron.

»Esas historias crean confusión, son contradictorias y, a veces, mentiras descaradas. Se ha llegado a sugerir, por ejemplo, que los siete demonios que el Maestro expulsó de Miriam no eran meros castigos de orgullo o vanidad por su educación o belleza, sino que eran algo mucho peor, algo corrupto...

—¿Pero, cómo pueden permitirlo? —exclamó Santiago—. ¿Cómo puede Pedro permitirlo? ¿No teme que el Maestro le prohiba la entrada en el reino?

—Recuerda que Simón Pedro es quien tiene las llaves del reino dijo Juan con una sonrisita amarga—. Se las dio el Maestro, tal como él se encarga de recordar a todo el mundo. Como ves, hermano, has llegado en el momento preciso.

Brigantium: verano del año 34 d.C.

LAS PALABRAS

Se levantará nación contra nación, y reino contra reino... surgirán falsos cristos y falsos profetas... el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, y las estrellas irán cayendo del cielo, y las fuerzas que están en los cielos serán sacudidas

Es menester que el evangelio sea predicado a todas las naciones... El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.

JESÚS DE NAZARET

Evangelio según san Marcos 13, 8-31

José de Arimatea se encontraba en lo alto de un acantilado, sobre la bahía de Brigantium, observando la última luz del ocaso occidental, mientras el barco de Santiago Zebedeo avanzaba hacia la niebla y se desvanecía en el mar. Brigantium, antes el centro de culto de la gran diosa celta Brígida, era el último puerto celta del continente que seguía existiendo desde tiempos remotos. Gran parte de Iberia había obrado en poder de los romanos durante cientos de años, desde las guerras púnicas. Pero esta alejada sección noroccidental no fue tomada hasta la reciente época de Augusto, en medio de gran amargura y derramamiento de sangre, y el coraje de los nativos distaba mucho de haber sido reducido.

Daba lo mismo que se les llamara celtas, keltoi, gallegos, gálatas, galli o galos: estas tribus paganas, como los romanos los consideraban, habían dejado su huella en civilizaciones desde ahí hasta la lejana Frigia, muchas de ellas fundadas por ellos mismos. Los excelentes artesanos celtas seguían influyendo en los menestrales desde Escandinavia a Mauritania; los gallardos guerreros celtas habían hostigado el continente con tantas invasiones a lo largo de los años, que los romanos habían diseñado, sólo para contenerlos a ellos, el sistema de legiones que controlaba la mayor parte del mundo. Y la función de conservar su historia y su fe, de mantener vivas sus palabras, recaía sobre los druidas, hombres como el que en ese momento se encontraba junto a José en el acantilado.

La niebla fría y oscura que siempre envolvía esa costa, incluso en verano, engulló el barco. Pero desde ahí arriba, José distinguía aún la playa, con la superficie sólo hollada por los embates de las olas, cuyas líneas finas desaparecían las unas bajo las otras, de modo muy parecido a las palabras del Maestro, pensó.

Aunque el Maestro les había pedido siempre que no grabaran sus palabras en piedra sino que las conservaran en sus pensamientos, cabía en lo posible que esas palabras hubieran desaparecido de la mente de los hombres, porque no había ningún
drui,
como su acompañante, preparado para mantenerlas vivas en su corazón.

Si ése era el caso, tal vez lo único que quedara de las palabras del Maestro fueran las que Miriam de Magdala había reunido durante el año anterior y que ahora yacían selladas dentro del ánfora de arcilla en la red de pescar que tenía a los pies: los recuerdos de aquellos que habían visto y oído al Maestro durante su última semana en la tierra.

José y el
drui
habían ascendido bajo la niebla fría y húmeda de verano hasta este mirador aislado para observar la partida del barco antes de comentar su propia misión. José se volvió por primera vez hacia su acompañante.

A la luz sesgada del ocaso, la cara angulosa y ruda del
drui
poseía el tinte del cobre bruñido. Llevaba los cabellos de color rojizo peinados en muchas trenzas de gran complejidad que le caían sobre los anchos hombros y el corpulento pecho. Aunque vestía la túnica celta holgada, al igual que José, sobre un hombro llevaba sujeto con un broche dorado un manto elaborado por completo con pieles de zorro, la insignia de una persona importante del clan del zorro. Su cuello y brazos musculosos estaban rodeados por los gruesos e intrincados torques de oro labrado que siempre lucía y que indicaban la condición de un príncipe o de un sacerdote: como
drui,
se le consideraba ambas cosas.

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