Authors: Katherine Neville
—Más próximo de lo que puedo decir —respondí con una expresión evasiva y le puse la mano en el brazo—. Gracias por preguntarlo.
Al irme por el pasillo, eché un vistazo al reloj y me pregunté lo cerca que estaría Sam. Luego, fui a ponerme mi ropa térmica y me dirigí al bar No-Name.
El interior, oscuro y con paneles de madera, estaba impregnado de cerveza y humo. La máquina de discos estaba funcionando. Llegué unos veinticinco minutos antes de la hora. Me senté en una mesa cerca del teléfono de pared, pedí un Virgin Mary y esperé. Al final, sonó el teléfono. Me levanté y lo cogí antes de que se silenciara el primer timbrazo.
—Ariel. —La voz de Sam parecía aliviada al oír que contestaba yo—. Me he vuelto loco desde el entierro intentando explicártelo todo, para que supieras lo que había pasado, de qué va todo esto. Pero dime, ¿cómo estás?
—Me parece que me estoy recuperando —le dije—. No sé si echarme a reír o a llorar. Estoy histérica de alegría porque estás vivo, pero furiosa por habernos hecho pasar a todos, y en especial a mí, por este suplicio. Por ahora, me tendré que creer que tuviste que hacerte pasar por muerto. ¿Lo sabe alguien más?
—Nadie puede saber que no he muerto, por ahora, excepto tú —afirmó Sam con la voz tensa como una cuerda de guitarra—. Si alguien más averigua que estoy vivo, correremos un terrible peligro.
—¿Por qué hablas en plural, rostro pálido? —cité el comentario de Tonto al Llanero Solitario cuando se vieron rodeados por apaches hostiles.
—Estoy hablando en serio, Ariel. Ahora mismo, tú corres más peligro que yo. Tenía miedo de que no volvieras directamente a Idaho, de que te marcharas sola a algún sitio y no recibieras el paquete. Cuando descubrí que tenías el teléfono pinchado y que te habían registrado el coche, no dejaba de rezar para que hubieras tenido la presencia de ánimo de ponerlo a buen recaudo...
La camarera recogía la propina de la mesa y levantaba las cejas para preguntar si quería otra bebida.
Sacudí la cabeza y dije a Sam al otro lado del hilo:
—No te entiendo. —Aunque me temía que sí. Cuando la camarera ya no podía oírnos, añadí en un susurro ronco—: ¿Qué paquete?
Se produjo un silencio terrible. Percibí la tensión a través de la línea. Cuando Sam habló, le temblaba la voz.
—No me digas que no lo has recibido, Ariel —dijo—. Por lo que más quieras, no me digas eso. Tenía que quitármelo de encima, y rápido, antes del funeral. Eras la única en quien podía confiar ciegamente. Lo metí en un buzón de correos, con tu dirección. Lo mandé como paquete postal ordinario. Estaba seguro de que nadie imaginaría una cosa tan descarada y atrevida: enviarlo por correo. Esperaba que volverías después de que llegara, que te estaría esperando en la oficina de correos. ¿Cómo es posible que no lo hayas recibido, a no ser que, quizá, no hayas recogido aún las cartas? —indicó, sin muchas esperanzas. La voz todavía le fallaba por el miedo.
—Me cago en dios, Sam —susurré—. ¿Qué me has hecho? ¿Qué me enviaste por correo? Espero que no fuera mi «herencia».
—¿Lo mencionó alguien durante el entierro? —preguntó también en un susurro, como si alguien estuviera escuchando a través de la línea.
—¿Alguien? —Tuve que controlar la voz—. Lo leyeron en voz alta en el testamento. Augustus y Grace dieron una conferencia de prensa. Los periódicos han estado llamando para intentar encontrarlo. Tío Laf viene volando desde Austria. ¿Te parece poco?
Se me estaba empezando a secar la garganta de tanto susurrar con fuerza. No me podía creer lo que le había pasado a mi, hasta hacía poco, tranquila y bien organizada vida, que ahora parecía confeti. No podía creer que Sam estuviera vivo y que yo quisiera matarlo.
—Ariel, por favor —suplicó Sam. La voz le sonaba como si se estuviera tirando de los cabellos—. ¿Has recogido el correo o no? ¿Hay alguna explicación posible para que no hayas —se le formó un nudo en la garganta— visto el paquete?
Me sentía mareada. No costaba mucho imaginarse lo que ese paquete contenía: los manuscritos de Pandora. Los manuscritos que todo el mundo estaba tan ansioso por conseguir. Los manuscritos por los que yo creía que Sam había muerto.
—Me olvidé del correo —solté. Oí que Sam inspiraba con fuerza al otro extremo del hilo, así que añadí, irritada—: ¡Estaba algo trastornada! Tenía que ir al entierro de un pariente muy cercano. Se me olvidó.
Pues si estuvo todo este tiempo en tu buzón —siguió susurrando Sam—, ¿dónde está ahora?
Fantástico. Estaba entre un montón de cachivaches en el suelo de mi cuarto de estar o bien enterrado a dos metros de profundidad, bajo la nieve. Entonces, me vino a la cabeza la imagen de cómo me hundía en la nieve y lanzaba la correspondencia a la carretera, bajo el coche. _ Vacié el buzón cuando llegué a casa ayer por la noche —informé a Sam— y lo tiré por el suelo. No lo miré anoche, todavía está ahí.
—Dios mío —suspiró Sam—. Si tenías la línea pinchada antes de llegar a casa, seguro que ya te han registrado el piso a fondo, y puede que más de una vez, pero seguro que hoy han vuelto, después de que te fueras a trabajar. Casi me matan por ese paquete, Ariel, y sólo estarás segura mientras crean que todavía no lo has recibido. No pensé en el peligro que correrías cuando te lo mandé.
—¡Muy bonito! —exclamé—. ¿Es como una de esas cadenas de cartas, que no puedes romper o te cae una maldición eterna?
—No lo entiendes, nos caerá una maldición —respondió Sam. Nunca había oído esa nota de desesperación en él. Bajó la voz y, cuando habló, era como si lo hiciera desde el fondo de un pozo—. Es muy importante que ese paquete no caiga en malas manos, Ariel. Es más importante que nosotros, más importante que tu vida o la mía.
—Perdona, ¿cómo dices? —solté—. ¿Estás chiflado o qué? ¿Qué intentas decirme? ¿Que debería arriesgar la vida por algo que no he visto? ¿Por algo que ni siquiera quiero saber?
—Forma parte de ti y tú formas parte de ello —dijo Sam, por primera vez molesto—. Aunque lamento mucho, muchísimo, haberte metido en esto, Ariel, no se puede retroceder en el tiempo. Eres la única que puede encontrar ese paquete, y te digo que tienes que hacerlo. De lo contrario, las vidas que estarán en juego no serán sólo las nuestras, te lo aseguro.
No tenía ni idea de lo que tenía que hacer. Sólo quería salir corriendo, esconderme bajo la cama y chuparme el pulgar. Pero intenté dominarme.
—A ver, vayamos por partes. ¿Cómo era el paquete? —le pregunté.
Pareció concentrarse. Sus palabras sonaban crispadas.
—Era del tamaño de unas quinientas páginas —dijo.
—¡Eso es fantástico! No había nada así en el buzón —exclamé. Lo sabía porque había sujetado toda la correspondencia con una mano cuando empecé a hundirme en la nieve, y luego la lancé toda a la carretera—. Sólo hay una explicación: todavía no ha llegado —concluí.
—Eso nos da algo más de tiempo, pero no mucho —afirmó Sam algo lúgubre—. Puede que llegue hoy que tú no estás en casa. Pero es probable que ellos sí, o al menos que la estén vigilando.
Me moría de ganas de saber quiénes eran ellos, pero primero tenía que averiguar lo básico.
—Podría pedir que dejen de mandarme el correo a partir de hoy —empecé a decir, pero Sam me interrumpió.
—Demasiado sospechoso. Entonces deducirían que iba en el correo. Como te dije, no creo que te hagan nada hasta que estén seguros de que tienes el paquete, o lo tengan ellos, o sepan cómo va a llegar; así que de momento no corres peligro. Deberías ir a casa a la hora de siempre y mirar en el buzón como si nada, como lo harías de costumbre. Intentaré enviarte un mensaje de algún modo. Para curarnos en salud, te llamaré aquí mañana a la misma hora.
—Roger —contesté—. Pero si tienes que hablar antes conmigo, mi dirección de correo electrónico es ABehn@Nukesite. Puedes cifrar el mensaje de la forma que quieras. Basta con que me mandes, en otro mensaje, una pista de cuál has usado, ¿vale? Ah, oye, tío Laf viene este fin de semana. Voy a verme con él en Sun Valley Lodge. Me dijo que me iba a contar la historia de mi... herencia.
—Eso será muy interesante, viniendo de Laf. Toma bien los apuntes —dijo Sam—. Mi padre no hablaba mucho de la historia de la familia, como el tuyo. Además, si vas a estar en el hotel, podemos encontrar el modo de despistar a los que te vigilan y encontrarnos en la montaña. Los dos nos conocemos el terreno como la palma de la mano.
—Muy buena idea, pero resulta que mi compañero de piso y mi gato también vendrán —le expliqué—. Bueno, ya se nos ocurrirá algo. Si vivimos el tiempo suficiente. Dios mío, Sam, estoy contenta de que estés, esto, por aquí. —No parecía capaz de cortar esta conexión umbilical verbal, a pesar de que la camarera volvía a acercarse a la mesa y yo sabía que debía colgar.
—Lo mismo digo, listilla —respondió Sam—. Espero que ambos estaremos por aquí durante mucho tiempo. Y, por favor, perdóname. Tenía que hacerlo así.
—El tiempo lo dirá —comenté.
Recé para que nos quedara bastante a los dos. Al menos lo bastante para dar con los mortíferos archivos de Pandora.
Olivier tenía que trabajar hasta tarde si quería adelantar lo suficiente para poder irse el fin de semana a esquiar, así que me pasé por la tienda de comestibles para comprar un bistec y la guarnición para la cena de Jason y mía. Cuando llegué a casa, ya era de noche, pero la luna brillaba por entre las nubes y el viento se había llevado suficiente nieve para que casi alcanzara a distinguir el camino. Bajé del coche y lancé algo de sal y gravilla. Luego, aparqué el coche y dejé salir a Jason para que probara la nieve.
Una vez que hube guardado la compra, subí por el camino con la mayor indiferencia posible hacia el buzón. Aún oía la voz de Sam diciendome que me comportara como de costumbre, aunque el corazón me latía con fuerza; observé medio ausente a Jason, que saltaba por la nieve helada que cubría aún la pendiente del jardín. Rezaba para encontrar el paquete ahí esperando, fueran cuales fuesen las terribles consecuencias que pudiera desencadenar, para poner fin al terror pegajoso que sentía cada vez que pensaba en ello.
Mientras sacaba las cartas, las nubes ocultaron de repente la luna y sumieron la carretera en la oscuridad. Incluso a tientas me di cuenta de que no había ningún paquete grande. El corazón me dio un vuelco. Eso significaba otro día dominado por el suspense, y quizás otro y otro más, mientras mi vida y la de Sam corrían peligro hasta que el paquete obrara en nuestro poder. Pero ahora sería mil veces peor, porque yo ya no vivía en la más feliz de las ignorancias.
En ese preciso instante, se hizo la luz en mi cerebro: sabía lo que no encajaba.
Nadie se había llevado el paquete misterioso de Sam. No había estado ni estaría nunca en el buzón: era imposible. Mi buzón era más pequeño que un pliego de quinientas hojas. Y como la nieve había impedido que nadie llegara a la puerta de casa para dejar un paquete, tal como había observado ayer mismo por la noche, el cartero no podía haberlo entregado. Cuando eso sucedía, dejaba un papehto amarillo para informarme que tenía que pasar por la estafeta de correos durante las horas de oficina para recogerlo.
Por muy «profesionales» que fueran los individuos a que se refería Sam, sabía que ni un delincuente ni un espía sería lo bastante tonto como para plantarse en mitad de la carretera, en una zona rural como ésta, donde todo el mundo conoce a sus vecinos, para hurgar en el buzón y llevarse un papehto amarillo. Sobre todo, si no tenían el menor indicio de que el objeto «valioso» llegaría como paquete ordinario.
Y aun en el caso de que alguien hubiera encontrado la notificación, tendría que recoger el paquete en la oficina de correos, lo que sería muy arriesgado en una población tan pequeña, donde un desconocido que quisiera llevarse la correspondencia de otra persona sería no ya chocante, sino que sin duda sería objeto de un sinfín de preguntas. Y es que los de Idaho no nos fiamos de los desconocidos. Si el paquete había llegado, el aviso amarillo seguiría en casa, entre el montón húmedo de correo, donde podrían haberlo encontrado si hubieran registrado el piso esa tarde. Aunque no encontrara el papelito esa noche, podía acercarme a la estafeta cuando abrieran, a primera hora de la mañana, para recoger el paquete en persona, con o sin resguardo.
Regresé a la casa con las cartas del día en la mano para repasar el correo de toda la semana, todavía mojado y en el suelo. Pero a mitad de camino, las nubes se abrieron un instante y los rayos blanquecinos de la luna iluminaron el jardín. Vi a Jason sentado en las olas de nata montada que formaba la nieve, tocando una hoja con la pata. Lo llamé para que entrara conmigo para cenar. Entonces, me quedé helada.
Aquello no era una hoja, sino un papelito amarillo medio enterrado en la nieve, que debió de salir volando del montón de cartas que había lanzado a la carretera la noche anterior.
No podía estar más a la vista y aun así, menos inalcanzable. Esa capa de nieve era bastante fuerte para soportar el peso de un gato pequeño, pero era imposible que aguantara los cincuenta saludables kilos de chica atómica. Si intentaba llegar al lugar donde Jason estaba jugando con el papel, la capa se rompería y se repetiría la escena del día anterior. Tampoco podía llegar con los esquís nórdicos, como el día anterior, porque me estaban vigilando y eso resultaría más conspicuo que llamar desde cabinas telefónicas en la calle. Sam no lo aprobaría.
Sólo había una opción: esperar que la obsesión y el talento de Jason para recuperar cosas funcionaran con algo más que su pelotita roja de goma.
—Cógelo, Jason —susurré, acuclillada en el camino, y alargué la mano.
Jason me miró y movió la cola. Las nubes volvieron a unirse y nos sumieron en la oscuridad. Seguía distinguiendo la silueta del cuerpo menudo de Jason contra el blanco inmaculado de la nieve, pero con esa luz, o más bien debido a la falta de ella, ya no veía el papel. Rogué al Señor para que no lo enterrara del todo y me tocara salir al día siguiente a excavar todo el jardín para encontrarlo. Resultaría difícil hacer eso «como de costumbre», como Sam me había indicado, peor aún que la idea de los esquís nórdicos.
—Vamos, Jason —susurré algo más fuerte. Esperaba que los fisgones invisibles no estuvieran en el bosque, justo al otro lado de la carretera.
Me levanté e intenté actuar como una mujer normal que está llamando al gato para cenar. Seguí bajando por el camino con la intención de no exagerar la nota. Además, incluso el propio Jason empezaría a sospechar si empezaba a comportarme de modo demasiado normal. Estaba acostumbrado a vivir en un ambiente muy excéntrico. A pesar de todo, captó el mensaje. Antes de que pudiera llegar a la puerta trasera, ya se estaba apretujando contra mis botas como siempre que quería que lo cogiera del suelo. Me volví a agachar en la oscuridad, me quité los guantes y le acaricié la cara para notar lo que no podía ver: llevaba un trozo de papel en la boca.