Authors: Katherine Neville
Ni que decir tiene que sabía lo que me pasaba. Sam estaba muerto y me costaba imaginar cómo sería la vida sin su presencia. Era lo que un esquizofrénico llamaría estar «fuera de sí» de dolor. A pesar de que no había visto ni hablado con Sam en los últimos siete años, estaba siempre presente en todos mis actos. De algún modo, era la única familia que había tenido en toda mi vida. Por primera vez, me daba cuenta de que conversaba con él mentalmente en su ausencia. Ahora ya no tenía con quien hablar, ni siquiera mentalmente.
No tenía intención de reunirme con Sam en los felices terrenos de caza, por ahora. Y menos por suspender un test de inteligencia en mitad de la noche en plena carretera. Entonces observé un resplandor a lo lejos, un punto apenas visible a través de la espesa cortina de nieve. Era lo bastante grande para ser una ciudad y no había demasiadas en esta zona del desierto. Tenía que ser donde vivía.
Pero la aventura no había terminado.
Subí por la carretera que pasaba por la parte alta de aquella casa con el sótano encantador que llamaba hogar y miré hacia abajo con agotada frustración. El camino hacia la casa había desaparecido, sepultado bajo la nieve que se amontonaba hasta más arriba de las ventanas del primer piso. Por lo visto, tras kilómetros de duro combate al volante, ahora tendría que dedicarme a cavar para llegar a la casa, y no digamos para desenterrar mi piso subterráneo. Es lo que me merecía por vivir en un sótano de Idaho, como un tubérculo inmundo.
Apagué el motor y permanecí sentada, mirando abatida y en silencio hacia abajo de la escarpada colina, donde yo sabía que estaba el camino, e intentando decidir qué debía hacer. Como toda la gente de montaña, siempre llevaba suministros de emergencia en la parte trasera del coche: arena, sal y agua, ropa térmica, calzado impermeable, lo necesario para encender un fuego o para arrancar el motor, cuerdas y cadenas, pero no tenía ninguna pala. Además, aunque la hubiese tenido, sería incapaz de abrir yo sola espacio suficiente para poder descender el camino con el coche.
Ví mi buzón, señalizado por la banderita levantada como un faro de esperanza entre la nieve. Entonces recordé que había olvidado detenerme a recoger el correo cuando salí con tanta rapidez para ir al funeral. Cerré la puerta del maletero y, apoyada en la manilla para no perder el equilibrio, escarbé en el montículo y saqué las cartas que se habían ido acumulando a lo largo de la semana. Había más de lo que me había imaginado. Así que me solté de la manilla e intenté recoger el bolso para lo que, sin querer, di un paso alejándome del coche.
Con ese primer paso, me hundí hasta la cintura en la nieve y seguía hundiéndome. Sentí que el miedo me atenazaba y luché contra el pánico. Sabía que si me zarandeaba sólo conseguiría hundirme más deprisa. Había vivido bastante tiempo en estos parajes para haber oído
ha
blar
de muchas personas que se habían ahogado al Seguí sin moverme, como atontada, viendo caer el manto de nieve blanda, espolvoreada sin el menor ruido a mi alrededor. «En este momento, Sam diría algo divertido —pensé—. O quizá saldría y empezaría a bailar en la nieve; una danza de la nieve, como si hiciera suya la obra de los dioses...»
Sacudí la
cabeza,
e intenté reaccionar. Oí que el teléfono sonaba en mi apartamento. Las luces de la casa principal estaban apagadas, lo que indicaba que mi excéntrico aunque adorable casero mormón había partido hacia las montañas para esquiar al día siguiente aprovechando la nieve en polvo, o bien hacia el templo para rogar que el camino se despejara solo.
Por mucho que detestara moverme por la nieve en polvo, llegué a la conclusión de que el único medio que tenía de salvar la pendiente entre la casa y el coche era esquiando. Por fortuna, tenía las botas y los esquís de fondo en la parte trasera del automóvil, con el resto de material de supervivencia; bastaría con seguir la línea hasta donde debería de estar el camino. El abismo abierto del jardín delantero, ahora casi invisible bajo los montones de nieve, podría resultar tan profundo y mortal si me caía en él como las arenas movedizas. Además, tendría que dejar el coche allí arriba, en la carretera, toda la noche, donde podría desaparecer también si los quitanieves pasaban al amanecer antes de que pudiera recuperarlo.
Salí y saqué los esquís del automóvil, así como el bolso y las cuatro cosas que me pareció que podría llevar a la espalda, y los dispuse en la carretera. Retrocedí para buscar las botas cuando, a través de la ventanilla lateral, las ví hundirse en la nieve sin llegar a tocar fondo. Y en el mismo segundo en que empecé a hundirme, se me ocurrió que había salido hacia el entierro sin contárselo casi a nadie; sólo le había dicho al jefe que había habido una muerte en la familia y había dejado al casero una nota escueta. Cabía en lo posible que, aun en el caso de que hallaran el coche, no me encontraran a mí hasta que la nieve se derritiera en primavera.
Lancé el montón de cartas a la carretera, bajo el coche para que no se hundiera y desapareciera también. Conseguí apoyar un codo en la superficie sólida y probé con la otra mano hasta que logré afianzarme con ambos brazos extendidos en la carretera. Cuando empujé hacia arriba, fue como si quisiera salir de una piscina con doscientos kilos atados a los pies: me dejé hasta la última pizca de energía que me quedaba. Me eché boca abajo en la carretera, temblorosa y acalorada por el miedo y la fatiga. No duró mucho rato; pronto, el frío se apoderó de mí a medida que el hielo que se me había pegado durante la inmersión total en el banco de nieve me saturaba las ropas, que no eran lo bastante impermeables.
Me tambaleé como pude y abrí la puerta del coche. Helada, calada hasta los huesos y extenuada al límite, me enfurecí conmigo misma. ¿No era
La hoguera,
de Jack London, de lectura obligada para los niños de montaña? Ese que va de un hombre que parte hacia la tundra a cincuenta bajo cero, sin atender a razones. Muere congelado. Muy despacio. Esa actividad no figuraba en mis planes de ese día.
Cogí las botas del coche, las até con dedos entumecidos bajo los guantes empapados, las fijé a los esquís nórdicos, largos y ligeros, metí la correspondencia en el bolso, me lo colgué al hombro y descendí hasta la puerta trasera. ¿Por qué no había hecho eso lo primero y había esperado a la mañana para encargarme del correo?
Oí el teléfono sonando de nuevo mientras me sacaba los esquís, abría la puerta y medio me caía, junto con un montón de nieve en polvo, por las escaleras empinadas que conducían a mi acogedora mazmorra. Por lo menos, era acogedora cuando me había marchado una semana atrás.
Encendí las luces y vi el hielo que cubría las ventanas por dentro, como una cascada congelada, y dibujos de escarcha sobre los espejos y los marcos de las fotografías, como algo salido de
Doctor Zhivago.
Maldije en voz baja al casero, que siempre que me iba me apagaba la calefacción para ahorrar gastos; me saqué las botas mojadas antes de pisar las alfombras, crucé a toda velocidad el cuarto de estar, con las paredes llenas de libros, y me lancé sobre unos cojines para coger el teléfono del suelo.
Enseguida, me hubiese dado de bofetadas por haber contestado: era Augustus.
—¿Por qué te fuiste? —fueron las primeras palabras que salieron de su boca—. Grace y yo nos hemos vuelto locos intentando encontrarte. ¿Dónde has estado?
—Jugando en la nieve —respondí mientras me ponía boca arriba sobre los cojines y sujetaba el auricular con el hombro—. Pensé que se había acabado la fiesta; ¿quedaba alguna otra sorpresa? —Me desabroché los pantalones mojados e intenté quitármelos para no pillar una neumonía en aquella gélida mazmorra o, lo que era más probable, que me quedara cubierta de moho. Mi aliento formaba vaho.
—Tu sentido del humor siempre me ha parecido fuera de lugar, por decirlo suavemente —me informó Augustus con frialdad—. O quizá sea sólo tu sentido de la oportunidad. Cuando desapareciste tras la lectura del testamento, llamamos al hotel y nos dijeron que habías dejado la habitación esa misma mañana,temprano. Pero en cuanto oímos el testamento, Grace y yo habíamos accedido a dar una rueda de prensa...
—¡Una rueda de prensa! —exclamé y me senté asombrada. Procuré mantener el teléfono en la oreja mientras me deshacía de
la parka
mojada y me quitaba el jersey, pero sólo capté las últimas palabras de Augustus:
«... también tienen que ser tuyos».
—¿Qué tiene que ser mío? —pregunté. Me froté con fuerza las manos sobre el cuerpo, todo él en carne de gallina, me levanté y llevé el teléfono hasta la chimenea. Puse papel bajo los troncos que ya había apiñados mientras Augustus me contestaba.
—Los manuscritos, claro. Todo el mundo sabía que Sam los había heredado, y con lo valiosos que tienen que ser. Pero tras la muerte de Earnest nadie pudo localizar a Sam; era como si se lo hubiera tragado la tierra. Cuando intenté comentarlo antes, incluso durante la cena, después del entierro, parecías querer evitar el tema. Pero ahora que se sabe que eres no sólo la heredera principal de Sam, sino su única heredera, naturalmente las cosas han cambiado...
—¿Naturalmente? —solté con impaciencia mientras encendía una cerilla bajo la leña y observaba, aliviada, que las llamas prendían enseguida—. No tengo ni idea de qué me estás hablando.
Y lo que era más extraño, pensé, aparte de lo valiosos que pudieran ser los manuscritos, ¿por qué alguien tan celoso de su vida privada como mi padre había aceptado conceder una conferencia de prensa para hablar de ellos? Era algo más que sospechoso.
—¿Quieres decir que no sabes que existen? —preguntaba Augustus, con un tono de voz extraño—. ¿Cómo es entonces que estaba el
Washington Post,
el
London Times
y el
International Tribune?
Nosotros no teníamos nada que decir, dado que los manuscritos no obraban en poder del albacea y que tú también habías desaparecido.
—Quizá podrías darme alguna pista antes de que me muera de frío —le insinué entre el castañeteo de los dientes—. ¿Qué son estos manuscritos que Sam me ha dejado? No, déjame que adivine: las cartas de Francis Bacon a Ben Jonson, en las que Bacon admite que, como siempre habíamos sospechado, fue él quien escribió las obras de Shakespeare.
Ante mi sorpresa, Augustus permaneció impasible.
—Valen mucho más que eso —me informó. Y mi padre era un hombre que sabía muy bien el significado de la palabra «valer»—. En cuanto sepas algo de ellos, como sin duda pasará —continuó—, tienes que notificármelo a mí o a nuestros abogados de inmediato. Me parece que no te das cuenta de la situación en que estás.
«Vale —pensé—, lo volveremos a probar.» Cogí aire.
—No, supongo que no —acepté—. ¿Te importaría explicarme lo que parece que el resto del mundo ya sabe? ¿Qué son esos manuscritos?
—De Pandora —fue la escueta respuesta de Augustus. Ese nombre sonaba muy amargo en su boca, y podía muy bien serlo.
Pandora era mi abuela, la madre de mi padre, que lo abandonó nada más nacer. Aunque no llegué a conocerla, por todo lo que me habían contado, se trataba de la mujer más alegre, vistosa y escandalosa de la familia Behn. Y con nuestro árbol genealógico, la cosa tenía mérito.
—¿Pandora tenía manuscritos? —pregunté—. ¿De qué tipo?
—Pues diarios, cartas, correspondencia con gente muy importante o bastante importante, ese tipo de cosas —comentó Augustus en un tono indiferente. Luego, como si tal cosa, añadió—: Es posible que hubiera escrito unas memorias, si se le puede llamar así.
Puede que no estuviera de acuerdo con mi padre en muchas cosas, pero lo conocía lo bastante como para darme cuenta de que me estaba engañando. Debía de haber estado llamando cada quince minutos durante los dos últimos días; por eso había oído sonar dos veces el teléfono en mi breve interludio en el exterior. Si le corría tanta prisa hablar conmigo, y esos manuscritos eran tan importantes que tenía que dar una rueda de prensa, ¿por qué jugaba ahora así conmigo?
—¿A qué viene tanto interés tardío? —pregunté—. Me refiero a que la abuela lleva muerta varios años, ¿no?
—Se creía que Pandora había dejado esos manuscritos a la... otra rama de lá familia —me contó, incómodo, mi padre. Empecé a pensar lo complejas que eran las relaciones de mi familia—. Earnest los debió de mantener guardados bajo llave durante décadas, porque recibió muchas ofertas —prosiguió—. Pero no podía saber su valor real porque, según parece, están escritos en algún tipo de clave. Luego, tu primo Sam...
¡Dios bendito!
Me quedé ahí de pie, frente al fuego en ropa interior, aferrada al teléfono, con la voz de mi padre como un ruido de fondo carente de significado. Dios mío, ¡estaban cifrados!
Sam había desaparecido justo después de que su padre, Earnest, falleciera. Permaneció alejado de la familia durante siete años y ahora estaba muerto. ¿Y qué había sucedido durante ese paréntesis? La herencia de Sam, que podía haber incluido los manuscritos. ¿Cuál era la profesión y la vocación de Sam? Ya desde la infancia, se había dedicado a enseñarme lo que luego me sirvió para conseguir un trabajo muy bien pagado.
Sam era criptógrafo; uno de los mejores del mundo. Si Sam conocía la existencia de los manuscritos de la abuela, le habría resultado imposible resistir la tentación de echar un vistazo, sobre todo si su padre quería averiguar el valor de aquellos escritos. Seguro que los había visto, quizá descifrado, mucho antes de que Earnest muriese. No me cabía la menor duda de ello. Así que, ¿dónde estaban ahora?
Pero había otra pregunta mucho más vital para mí en este momento, dada mi excepcional situación: ¿Qué había en los diarios de la abuela, que en teoría acababa de heredar? ¿Qué era eso tan peligroso que al parecer había acabado con la vida de Sam?
Alejandro, al ver que no conseguía desatar el nudo [gordiano], cuyos extremos estaban
secretamente retorcidos y doblados en su interior, lo cortó con la espada por la mitad.
PLUTARCO
El secreto del nudo gordiano parece haber sido religioso, puede que el inefable nombre de Dionisio, una clave en un nudo atado a una correa de cuero...
Alejandro cortó de forma brutal el nudo, cuando dirigía a su ejército por Gordion para la invasión de Asia, y acabó con una antigua bendición al situar el poder de la espada por encima del de los misterios religiosos.
ROBERT GRAVES,