El círculo mágico (16 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El círculo mágico
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Cuando salí, observé aliviada que el enorme camión que Olivier había tomado prestado ya no obstruía el camino, de modo que pude dar marcha atrás con el coche sin dejar la ladera. Seguramente había salido muy temprano para recoger a Larry, el programador.

Aparqué frente a correos unos diez minutos después de que abrieran las puertas. Todavía no había coches aparcados delante. Bajé e intercambié el saludo con el empleado postal que estaba esparciendo sal por los peldaños. Los latidos del corazón y el martilleteo de la cabeza retumbaban en mi interior como una entusiasta sección de timbales de los ritmos latinoamericanos. ¿Por qué estaba tan nerviosa? Nadie de allí tenía ni idea de lo que contenía el paquete.

Me dirigí al mostrador y entregué el papelito amarillo a George, el encargado. Entró en el almacén y salió con un paquete voluminoso, mayor que un bloque de quinientas hojas, envuelto en papel marrón y atado con un cordel.

—Siento que haya tenido que venir hasta aquí para recogerlo, señorita Behn—dijo George entre sus dientes separados mientras me lo daba. Se rascó la cabeza—. Me habría gustado entregárselo al hombre que envió a buscarlo ahora mismo pero dijo que usted había perdido el resguardo. Le expliqué que tendría que venir usted en persona o darle una autorización firmada. En fin, supongo que al final ha encontrado el papel.

Me quedé sorda y muda, como si hubieran apagado todos los sonidos o estuviera metida en un tarro de cristal. Sostenía el paquete en las manos, sin hablar. George me miraba como si me tuviera que dar un vaso de agua, o abanicarme, o algo.

—Ya —conseguí pronunciar. Carraspeé—. Es normal, George. De todas formas tenía que venir hacia aquí. No se preocupe. —Me encaminé hacia la puerta como si tal cosa mientras intentaba pensar el modo de hacer aquella pregunta cuya respuesta necesitaba de forma tan desesperada. Al llegar a la puerta, lo encontré—: Por cierto, le pedí a unas cuantas personas que lo recogieran si pasaban por aquí. ¿Quién vino al final? Así le diré a los demás que ya no hace falta.

Esperaba que diría «un forastero» o algo por el estilo. Pero lo que dijo me heló la sangre.

—Fue el señor Maxfield, su casero. Tiene la dirección postal después de la suya. Por eso me supo tan mal no poder darle el paquete. Pero, ya sabe, las normas son las normas.

¡Olivier! Se me formó un nudo en la garganta. Por mi cabeza desfiló la imagen de los faros de ese camión de la noche anterior. Intenté esbozar una sonrisa y le di las gracias a George. Después, salí, me subí al coche, y me quedé sentada con el paquete en el regazo.

—Todo esto es culpa tuya —le dije.

Sabía que no debía hacerlo, pero no pude resistir la tentación. Abrí la guantera y saqué el cuchillo de caza con mango de hueso que guardaba en ella y que nunca había tocado un animal. Corté el cordel y desenvolví el paquete. Estaba desesperada por saber la marca de la cicuta antes de bebérmela. Cuando vi la primera página, me puse a reír.

Estaba escrita en un idioma que no conocía, con caracteres que ni siquiera eran letras del alfabeto, aunque me sonaban de algo. Eché un vistazo rápido al resto como si fuera una baraja de naipes: unas mil hojas, todas iguales, escritas una a una con tinta negra por la misma persona. Las páginas estaban llenas de palitos muy ligeros, con puntitos y bultitos que les salían aquí y allá como formas que bailaran por el papel, como los símbolos dibujados en un
tipi
indio. ¿Qué me recordaban?

De pronto me di cuenta de lo que eran. Los había visto en un cementerio, en Irlanda, una vez que Jersey me llevó a visitar a sus antepasados. Eran runas: el lenguaje de los antiguos teutones, que habían poblado el norte de Europa. El manuscrito de las narices estaba escrito en una lengua que llevaba muerta miles de años.

Cuando esa idea estaba adquiriendo forma, divisé por el rabillo del ojo un bulto que se movía en el aparcamiento. Levanté la vista del manuscrito y vi a Olivier, que cruzaba el hielo cubierto de grava y sal en mi dirección. Lancé el manuscrito al asiento de al lado, donde parte de él se deslizó fuera del envoltorio y unas cuantas páginas revolotearon hasta el suelo del coche. Hice caso omiso porque estaba intentando meter la llave en el contacto, pero, con los nervios, fallé dos veces. Cuando el motor arrancó, Olivier había llegado casi a la puerta de al lado. Desesperada, bajé el seguro con el codo, lo que hizo que todas las puertas se cerraran al mismo tiempo, y di marcha atrás.

Olivier agarró la manilla de la puerta y me gritó algo a través de la ventanilla, pero no le hice caso y puse la primera. Arranqué y salí del aparcamiento, tirando de Olivier hasta que por fin se soltó. Le vi la cara un instante antes de bajar por la calle. ¡Estaba mirando el manuscrito a través del cristal!

Una vez en la calle, ahora que sabía que Olivier iba tras el manuscrito, y que él sabía que yo lo tenía, me puse aún más histérica. Las probabilidades de esconderlo en algún sitio de la ciudad, a estas alturas, eran totalmente nulas. Sólo me quedaba una opción y era ocultarlo fuera de la ciudad, ¿pero dónde?

Olivier sabía que iba a reunirme con mi tío en Sun Valley el fin de semana, de modo que esta opción quedaba descartada. Tenía que coger la carretera en alguna dirección y deprisa, antes de que Olivier volviera a su automóvil y me siguiera. Lo peor que me podía pasar es que me atraparan con el manuscrito en el coche.

Sin tiempo para pensar, aunque tampoco es que me llegara ninguna idea al cerebro, me dirigí a toda velocidad por la carretera hacia Swan Valley, para cruzar el puerto Tetón y llegar a Jackson Hole.

LA SERPIENTE
SERPIENTE:

La serpiente nunca muere.

Algún día me verás salir de esta bonita piel, una nueva serpiente

con una nueva piel más bella. Eso es nacer.

EVA:

Lo he visto. Es maravilloso.

SERPIENTE:

Si puedo hacer eso, ¿qué no puedo hacer? Soy muy perspicaz.

Cuando Adán y tú habláis, os oigo decir «¿Por qué?», siempre «¿Por qué?»

Veis las cosas y decís «¿Por qué?». Pero yo sueño cosas que nunca existieron; y digo «¿Por qué no?».

GEORGE BERNARD SHAW,

De vuelta a Matusalén

 

En las condiciones invernales en que se encontraba la carretera, tardaría unas dos horas largas en cruzar la frontera de Idaho y adentrarme en Wyoming. Sería la primera ocasión que tendría de pensar a fondo después de haber regresado de San Francisco. ¿Fue sólo el día anterior por la mañana?

Ya había faltado más de una semana al trabajo y en este momento mi jefe no estaba demasiado contento porque no me apetecía ir a Rusia. Si me iba sin permiso al segundo día de regresar, era posible que me quedara sin trabajo. Por otra parte, estaba la vital cita telefónica de aquella tarde en el bar No-Name. Pero con el giro inesperado que habían dado las cosas, no sabía cómo podría volver a contactar con Sam. El desastre definitivo cobró forma en mi atribulada mente antes de llegar al final del valle: no podía dejar a mi gato en la misma casa que un criminal, sobre todo teniendo en cuenta que era un criminal al que debía un mes de alquiler.

En ese extremo del valle, la carretera ascendía en espiral como un sacacorchos para encontrarse con un río que parecía surgir de la nada en el sotobosque. Me conocía cada curva y recodo de memoria. Cogía cada inclinación como en una carrera de eslalon. Fui a parar bajo la estruendosa cascada en dos niveles y descendí hacia los valles que las aguas veloces del río Snake habían excavado en la cordillera.

El Snake es uno de los más bonitos de América del Norte. A diferencia de los ríos anchos y complacientes que irrigan la región central de Estados Unidos, el Snake se comporta más bien como lo que significa su nombre: una serpiente misteriosa y sombría, que sólo se siente cómoda en las hendeduras agrestes e inaccesibles de las montañas. Serpentea en un cerrado zigzag la mayor parte de los mil quinientos kilómetros de recorrido desde Yellowstone, en Wyoming, a través de luaho, Oregón y el estado de Washington, donde se une al inmenso

Columbia en su precipitado viaje hasta el océano. Pero el brillo cristalino de la superficie del río oculta la traición de las aguas profundas, que atacan deprisa y a menudo de forma fatal. Las aguas son tan rápidas, la corriente tan fuerte y el fondo tan profundo en los puntos más inesperados que pocos de los cuerpos que ha arrastrado se han llegado a encontrar; ha engullido incluso coches enteros, que no se han recuperado jamás, de ahí los rumores de que una enorme bestia se esconde en sus aguas y devora todo lo que se lleva a su guarida.

Como era habitual en esta época del año, el valle estaba sepultado bajo una niebla espesa formada por las aguas cálidas del río al entrar en contacto con el aire gélido. Antes del último descenso, mientras se veía aún la carretera, los locales solían comprobar delante y detrás los posibles automóviles con los que podían chocar cuando los envolviera allá abajo. Fue entonces cuando lo vi, desapareciendo en una curva tras de mí: un coche gris del Gobierno con la matrícula blanca, idéntica a cientos de otras de la flota del complejo nuclear, a disposición de cualquiera de los diez mil empleados para realizar visitas a instalaciones u otros asuntos oficiales. ¿Qué hacía aquí, camino de ninguna parte? El uso de vehículos del Gobierno para actividades personales o recreativas estaba sancionado con una fuerte multa o incluso con la suspensión de empleo.

Pero quizás éste era un asunto oficial, pensé. Sam me había dicho que me vigilaban a todas horas, ¿no? Si hasta Olivier estaba metido en el ajo, quién sabía si alguien más lo estaba. No distinguía al conductor tras el parabrisas, pero cuando vi que el coche volvía a aparecer tras la última curva, estuve segura de que me seguía. No había nadie más que yo en esa zona.

Pero conocía todos los recodos y baches de la carretera y sabía que el mejor lugar para deshacerme de él era la niebla. En cuanto llegué a la última bajada, aceleré y me sumergí en ella. Vi que mi perseguidor aumentaba la velocidad y hacía lo mismo. Una densa capa de niebla nos envolvió y quedamos aislados en su abrazo. Sólo se oía el ruido del silencio, mientras el coche seguía en eslalon por las curvas cerradas de la carretera, moviéndose como la misma serpiente a través de la neblina.

Me pareció que tardaba horas en recorrer las curvas, a través de esa blancura asfixiante como en el interior de una almohada, pero el reloj del coche me indicaba que sólo habían pasado veinte minutos. Sabía que la carretera pronto saldría de la niebla, al acercarse al paso. Ahí arriba, se bifurcaba y se podían elegir varias rutas en dirección a Jackson. Cuando apareció la primera señal de desvío, casi invisible en la neblina, salí de la carretera, apagué el motor y bajé un poco la ventanilla para escuchar.

En menos de un minuto el coche del Gobierno pasó de largo. Oí el motor y vi su silueta plateada a través de la neblina, pero eso fue todo. Esperé cinco minutos enteros antes de reiniciar la marcha.

La carretera estaba libre en el paso, así que me tomé un breve respiro para reflexionar. Pensé en lo que debía de ser ese manuscrito que había caído en mi poder y que todos querían, y por qué estaría escrito en alfabeto rúnico. Era seguro que no se trataba de correspondencia de mi abuela Pandora ni de mí nefanda tía Zoé. Ni tampoco parecía que esas páginas recogieran los recuerdos de ninguna de las famosas leyendas con quienes se decía que se habían codeado a lo largo de sus longevas vidas. Además, a pesar de que el lenguaje céltico pudiera remontarse a miles de años de antigüedad, el documento que tenía al lado ni tan sólo empezaba a amarillear: parecía estar escrito con tinta bastante reciente. Era muy posible que el propio Sam lo hubiera escrito usando las runas para transcribir elementos principales de los documentos originales, quizá más peligrosos, y puede que también para aportar pistas acerca de dónde se encontraban los manuscritos reales en caso de que algo le sucediera.

No tenía sentido que Sam «tuviera que librarse» de aquellos papeles. Si había fingido su muerte, si todo bicho viviente sabía que yo iba a heredar sus bienes, si los periodistas estaban tan informados como para solicitar una rueda de prensa y querer comprar los derechos en exclusiva, si incluso mi casero me estaba espiando, toda la situación había sido pensada para llevar a alguien por falsos derroteros: alguien que quería los manuscritos originales por algún motivo. Y yo era el anzuelo.

Ahora sabía exactamente lo que tenía que hacer: tenía que esconder este documento en un lugar tan difícil que nadie más que yo, incluido Sam, pudiera encontrar. Y sabía muy bien dónde iba a ser.

Tenía suerte de haber traído los esquís.

En Jackson Hole, aparqué delante de los Grand Tetons, o «grandes pechos», como habían bautizado los tramperos franceses a estos picos de montaña con forma de senos de corista que apuntaban hacia el cielo. Metí el manuscrito en una de mis viejas mochilas de lona que guardaba en el maletero, agarré el mono de esquí,
la parka y
los calcetines y guantes térmicos que siempre llevaba, y me dirigí al lavabo de señoras del hotel para transformarme en la Reina de las Nieves. Luego, pedí una taza de café, conseguí algo de cambio en la cafetería e hice la llamada de rigor para explicar al Tanque mi ausencia en mí primer día entero de vuelta al trabaio. Quería asegurarme de que no se había enturecido al ver, tras nuestras ligeras discrepancias del día anterior, que no hacía acto de presencia por la oficina.

—Behn, ¿dónde estás? —me dijo en cuanto su secretaría me pasó la llamada.

—Ayer por la noche me di cuenta de que necesitaba obtener algunos datos en el complejo del oeste, desde donde le llamo —mentí.

El complejo nuclear de Arco, en pleno desierto, donde había cincuenta y dos reactores experimentales del Gobierno, estaba a tres horas de camino en dirección opuesta, al otro lado de la ciudad y de la estafeta de correos que había abandonado de forma tan apresurada. Pero al oír las siguientes palabras del Tanque comprendí lo absurdo, por innecesaria, de mi mentira.

—Le encargué a Maxfield que te buscara por todas partes en cuanto llegó esta mañana. Wolf Hauser regresó de forma inesperada a la ciudad y pasó por aquí bastante temprano. Estuvo encantado al saber que te incorporarías al proyecto y quería conocerte de inmediato, ya que iba a volver a irse de la ciudad por trabajo. Te llamamos a casa, pero ya habías salido. De modo que envié a Maxfield a la oficina de correos a ver si te encontraba...

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