De algún sitio de su chaqueta sacó una pistola pequeña, tan ridícula que no hubiese dudado en ponerme delante de sus balas en un momento dado de terquedad. Me sorprendió verla, casi escondida entre sus dedos marchitados. No creo que aquel artefacto funcionase, pero el hecho es que una especie de exaltación del poder se impregnó en las fauces de Pierre.
Me indicó con la barbilla que me pusiera detrás de un enorme reloj de pared. Con un paragüero rompió los cristales tintados de un gran ventanal y, en menos de cinco segundos, me encontraba asomado entre una de las dos pequeñas columnas y los barandales que formaban el antepecho de aquel balcón improvisado. La altura no era muy considerable, unos cuatro metros y medio. El cielo estaba negro, embotado, hacía frío y llovía violentamente. Pierre me miró, preocupado, volvió a guardar su arma ridícula y, mudo, con el viento y el agua azotándole la cara como un látigo, se puso frente a mí. Me asió las muñecas con fuerza y me deslizó por el hueco de la ventana, despacio y con cuidado. Su fuerza era asombrosa. Cuando ya mi cuerpo estaba completamente en el murallón, descolgado por el ventanal, apoyó sus rodillas en la pared y alargó todo lo que pudo su cintura para restarle distancia al vacío y así depositarme casi sin peligro en la calle, a menos de un metro de distancia. A su señal me dejé caer. No me dio tiempo a reincorporarme cuando ya tenía al Francés a mi lado. Saltó del ventanal casi como un felino, retorciéndose en el mismo aire para caer flexionando las rodillas, y así amortiguar el impacto. Huimos hacia el parque. Detrás dejábamos a varias sombras mirando por el hueco del ventanal, apelotonadas en torno a una figura espigada y con cola de caballo: Saturnino.
—¡Hijo de…! —El Francés se detuvo a mirar, en la distancia, desafiante. A mí aún no me latía el corazón—. ¡Juro que si lo tuviese delante a ese Saturnino le sacaría los ojos con una cucharilla de café!
—Deberíamos irnos —le dije sin un ápice de valentía.
—No, espera…, están haciendo algo.
Detrás de la cortina de lluvia solo se distinguían unos cuerpos que se movían exageradamente bajo la lámpara del pasillo. De vez en vez, cuando la racha del viento nos libraba del torrente de agua, se podía ver con claridad cómo unos delgados brazos luchaban en desventaja con otro ramillete más numeroso de extremidades. ¡Era un forcejeo!
Permanecí inmóvil al lado de Pierre, con los ojos fijos en el ventanal. La luz de la lámpara no era suficiente para iluminar toda la escena, pero sí lo era para saber qué estaba pasando.
Se escuchó un fuerte silbido seco y agudo. Un disparo. Al poco, el cuerpo de alguien volaba por el ventanal, cayendo en el asfalto de la carretera.
Estaba conociendo el burdo mundo criminal de la forma más burda. Me acerqué junto al Francés al cuerpo del desgraciado que acababan de tirar a la calle, como despojo inútil de la sociedad.
—¡Me cago en…!, es… ¡es Saturnino!
—¡Todavía está vivo! —exclamé—. ¡Está vivo!
Pierre me dio un calbotazo con todas sus ganas.
—¡Quieres callarte!, ¿o pretendes que también nos maten a nosotros?
El pobre Saturnino levantó la vista hacia ninguna parte, sus ojos estaban descoloridos como la muerte, y la boca tenía la forma de una breva abierta. La sangre le salía a borbotones de la nariz. Estaba agonizando.
—Parece que quiere decir algo. —Pierre acercó su oído a la comisura de aquellos labios inexistentes—. ¿Qué quieres decirme?
Yo miraba suplicante al Francés. Tenía miedo de que nos encontraran allí, en cuclillas delante del moribundo. La lluvia se espesaba aún más, era un muro de cristal opaco que nos mojaba con avaricia.
La espalda de Pierre se enderezó.
—Ha muerto.
—¿Dijo algo? —pregunté intranquilo.
Las manos del Francés estaban temblorosas. Su mirada extraviada reflejaba una agonía desesperada.
—Por amor de Dios, ¿qué es lo que te ha dicho? —insistí.
Pierre me agarró del hombro y empezó a andar a paso ligero. Iba mirando al suelo como un espíritu al que le han oprimido su anterior vida por el peso de una turbación. De cuando en cuando volvía la cabeza para asegurarse de que el muerto seguía allí reposando su ánima al abrigo de la ventisca. Sin duda pensaba en algo triste, porque su expresión era casi un llanto contenido. Cuando anduvimos más de veinte minutos y nos habíamos alejado lo suficiente del asilo, se paró. Antes de hablar encendió un cigarrillo.
—El
poeta
no está muerto —contestó débilmente en un tono casi cortés—. Eso me ha dicho.
Aquella noche no pude dormir, tenía en la mente esas últimas palabras de Pierre dando tumbos: «El
poeta
no está muerto». ¿Se referiría a mi padre?, ¿realmente no lo estaba? Yo lo único que conocía de su muerte era lo que mi tutor me había confiado. Murió de enfermedad, de tristeza, en Francia. Era lo único que sabía.
Me puse a mirar por la ventana. Desde aquel sitio no tenía mucho para elegir. O una hilera de casas derruidas, tétricas y viejas, o un cielo negro, oscuro, contaminado. Cerré los ojos, allí de pie, frente a ese paisaje grisáceo, y empecé a sentir el color de mi vida anterior. Sus montañas, su plaza, el bosque, la joyería, mis amigos, mi dulce Dulce. Mi vida anterior.
No hay nada más consolador como poder llorar. Las lágrimas se escapaban de mis ojos, silenciosamente.
El cielo empezó otra vez a tronar. Salí de mi ensimismamiento preso de un frío atroz. Cerré la ventana y corrí la cortina. Al acurrucarme entre las mantas me recorrió un escalofrío por todo el cuerpo. En mitad de la calle había de nuevo alguien, mirándome fijamente. Cubierto con una chaqueta de paño verde. Lo había visto, seguro. Lo recordaba como un sueño, como una postal, una imagen fantasmal.
Me levanté sobresaltado y miré de soslayo por la ventana. Allí no había nadie.
Quizá los fantasmas habían huido de donde vivían y estaban paseando por la triste soledad del que busca compañía. Quizá solo fuese eso.
UN SEÑOR LLAMADO PALACIOS
A la mañana siguiente tenía la extraña necesidad de no recordar nada de lo que había pasado el día anterior. Era una sensación abandonada y triste. Intuía que estallaría de un momento a otro un vendaval de verdades mucho más patrañeras que mi propia mentira.
Me levanté tarde y encontré al Francés leyendo el periódico en las escaleras que subían del salón. Se estaba riendo de una noticia sobre una plaga de piojos y liendres. Me miró como pidiéndome un favor con los ojos, entendí que quería contarme algo, y yo, que en aquellos momentos vagabundeaba la inexperiencia a orillas de mi ignorancia, me presté a ser devorado con sus fábulas. Era un sinvivir al que nadie se acostumbraría jamás. Mi único deseo era saber, o al menos comprender. Me senté en un escalón y empezó a hablar.
—Aquello sí que era una peste. Nos sentábamos formando el tren. Las rodillas flexionadas y los tobillos aprisionando las caderas del que teníamos enfrente, dándonos la espalda. Hacíamos una especie de coro, con el torso al descubierto y las manos espulgando las cabezas del de delante. Era difícil acabar con todos, las liendres se pegaban a centenares en el cabello y, por corto que te pelaras, los piojos acababan por encontrar acomodo en cualquier pelo, incluso en los de la nariz —se rio irónicamente—. No teníamos escapatoria. Los mandos nos regaban con una loción que olía a matarratas, de un color pajizo y que picaba más que las propias chinches. No había nada que hacer con aquellos repugnantes parásitos, al cabo de pocas horas volvían a renacer de quién sabe dónde…
Pierre hizo un vago gesto con la cara, de recelo.
—Hasta en la guerra puedes aprender valiosas lecciones. Un insignificante piojo puede ser la mejor de las compañías en un momento dado. Aquellos días me dieron más de lo que me quitaron. En realidad fueron de los más felices. La guerra me enseñó a apreciar la vida, y a ignorar a los muertos.
Yo escuchaba perdido entre las notas que salían de su boca y el susurro de mi propia respiración. Me acomodé en mi duro asiento recostándome hacia el lado de la pared. La larga figura del Francés parecía desdibujarse a cada bocanada.
—Sí, la guerra te enseña a apreciar la vida —masculló Pierre—. Una sola vez he visto a la muerte sonreírme cara a cara, de frente, y fue justo cuando conocí a Tortosa, en el último invierno de la guerra.
»Me acababan de mandar a primera línea, a mí y a otros cincuenta afortunados de mi compañía. Debíamos abandonar el acuartelamiento de inmediato. Al atardecer del mismo día que recibimos la orden ya caminábamos por una carretera llena de baches y charcos, al encuentro de otros desdichados que se nos unirían más adelante. Íbamos a pie y nos apretábamos unos contra otros para vencer al frío del norte. Todos éramos jóvenes, todos marginados en nuestro propio ejército. Intenta imaginar una hilera de escuálidos fantasmas en silencio, apretujados, sin orden ni concierto, macilentos, calvos y casi sin ropa. Poco miedo podríamos dar al enemigo, por no decir ninguno. Más bien pena.
La luz del pasillo parpadeó, dando fe a la media sonrisa del Francés. Miró hacia arriba y se sentó a mi lado, en el mismo escalón. Encendió otro cigarrillo.
—Llegamos a un páramo, tras dos jornadas de marcha. Se suponía que aquel iba a ser un día de descanso. Antes de montar el campamento, un teniente me ordenó que llevase una avanzadilla de reconocimiento de unos tres hombres más allá de donde se perdía la carretera, en dirección a un pueblecito de montaña, justo al llegar al río. Debía asegurarme de que ni en la aldea ni en los alrededores de aquella llanura existía el peligro de toparse con el enemigo. El destacamento lo formábamos un chaval de no más de dieciséis años, mudo y medio sordo; un moro negro, alto y fornido; un pelirrojo apestoso, al que solo había visto de refilón alguna vez, y yo.
»Nos alejamos de aquel paraje silenciosamente, abriéndonos camino por un sendero natural que seguía el trazado de la carretera. Nos deteníamos y reconocíamos el terreno cada vez que un sonido, o una sensación, nos hacía sentirnos amenazados o inseguros. Cuanto más nos alejábamos, más abrupto se volvía el campo. Al cabo de diez minutos, los arbustos y los árboles nos ocultaban sin necesidad de las torrenteras que surcaban el sendero o de los parapetos improvisados con troncos caídos o grandes rocas. Por detrás de nosotros no se veía nada, a excepción de un largo horizonte silencioso y cada vez más oscuro.
»Atravesamos el curso natural de un barranco y nos sentamos por fin a descansar detrás de un raquítico montículo de arena. Estábamos cansados y desde allí podíamos divisar la entrada al pueblecillo; un puente de madera, unas tres casas y un par de cuadras. No había por qué temer nada.
»Decidí que fuésemos a inspeccionar el pueblo. Concertamos un plan básico, debíamos arrastrarnos cada uno por un lado distinto y cruzar la alambrada natural de zarzales que rodeaba el puente. Al cabo de unos segundos, de unos miserables segundos, una bengala iluminó la noche, mostrando una verde y pálida maleza húmeda. Nos quedamos tumbados en nuestras posiciones, inmóviles, petrificados. Cerca de mí zumbó una granada. Una pequeña explosión hizo que retumbara todo a mi alrededor. De nuevo se hizo la noche, la bengala se había apagado y se apoderó de mí un miedo atroz, un terror indescriptible. Silbaban las balas en toda la zona, ¡no sabía de dónde provenían! Salí corriendo gritando a mis hombres que salvaran sus vidas y que escaparan. Corría como un loco hacia la carretera, sin mirar hacia atrás, sin parar de gritar. Caí en el fondo del barranco.
»Intentaba vencer el miedo. No era la primera vez que me disparaban, ni la primera que olía la pólvora. Miré mi reloj de bolsillo. Eran las diez y media de la noche. Sudaba como un cerdo y mis manos temblaban sin parar. Estaba todo muy oscuro, no me atrevía a encender mi mechero. No oía nada. Ya no disparaban. Procuraba respirar sin hacer ruido, pensaba que mis jadeos podrían delatarme. Así permanecí un rato. Quieto, sin avanzar. Quería salir de ese agujero sin hacer ruido. No quería revelar mi posición. Me encorvé todo lo que pude y me incorporé para echar una ojeada. Delante de mí había un cuerpo inerte, le faltaba media cabeza. Era el moro, le reconocí por sus alpargatas. No me importaba nada, a fin de cuentas no era mi vida.
»Gateé alrededor de unos árboles minúsculos buscando el camino de regreso al campamento base. No veía nada. Otra bengala iluminó de repente el cielo y volví a enterrar mi cara en la tierra húmeda. Permanecí sin respirar unos minutos, agachado, sin levantar la cabeza. Cuando elevé la vista, aunque mis ojos tardaron en acostumbrarse de nuevo a la oscuridad, vi los cuerpos de mis otros dos compañeros, el pelirrojo y el muchacho. Estaban retorcidos, uno encima del otro, cada uno de ellos con un agujero en el pecho. Tampoco me importaba nada. No era mi vida.
»Volví a gatear, más rápido. Escuché un ruido. Los tenía a mi espalda. Eran murmullos, voces ahogadas por mi respiración. Tenía miedo. Cada vez más cerca, más cerca. Me deslicé sin hacer ruido e intenté llegar a unos zarzales tupidos que me sirvieran de escondite. Miré a mi alrededor, y a mi espalda, me levanté y corrí en dirección a los matorrales. Todo iba bien, seguí avanzando. Cada vez veía más cerca mi salvación. Conseguí llegar a la zarza y me metí dentro de ella. Los aguijones del arbusto me rasgaron la carne. Pero no me dolía.
»Permanecí inmóvil hasta que oí unos pesados pasos muy cerca de mí aproximándose. Eran tres. Dos soldados y un prisionero. Pasaron de largo descaradamente. Dos soldados vestidos con trajes de labranza y un prisionero con boina. Desenfundé el cuchillo sujetándolo firmemente. Rechiné los dientes para infundirme valor. Salí de mi escondite y, en una explosión de rabia, le rebané el cuello a cada uno de los soldados. Los maté entre maldiciones y borboteos de sangre.
»Seguían retumbando las explosiones de granadas, y más bengalas iluminaban el cielo. También se escuchaban disparos. Esta vez lejos. El prisionero con boina me miraba asustado. Me acerqué despacio hacia donde estaba él. Era un muchacho no mucho mayor que yo. Pequeño. Le quité el nudo que le aprisionaba las muñecas. No sonreía. Se arrimó a mí, serio. Acercó su cara a la mía y me dio un beso en los labios. Agachó su cabeza y me dijo, solemne, sincero:
»
"Mi chiamo Tortosa. Da oggi hai un fratello. Grazie"
. Su nombre era Tortosa. A partir de aquel día era mi hermano.
»Sentí la muerte pasearse cerca de mí. Desde ese momento, en ese momento, comprendí que la vida, para ser vivida, debe sobrevivir a los muertos. Y no al revés.