El cementerio de la alegría (5 page)

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Authors: José Antonio Castro Cebrián

Tags: #Intriga

BOOK: El cementerio de la alegría
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—Estuvimos juntos después de aquello durante casi un año. Él me ayudaba como sacristán en una pequeña ermita a las afueras de La Capital, parecía contento. Cierto día aparecieron unos hombres vestidos de gris, todos con el pelo muy corto. Italianos como él.

—Pero… ¿el italiano, el
poeta
, el sacristán? —dije contrariado, perdido—, ¿era él mi padre?

—El
poeta
…, sí —contestó—. Desapareció aquel mismo día sin dar ninguna explicación. Recogió su endeble hato y partió no sé dónde. No supe más de él hasta siete años después, cuando apareció de entre la nada junto a una bella mujer, tu madre. Venía huyendo de la justicia, le buscaban, según decía, por sembrar perfumes en el alma de los necesitados. Era un poeta, sí…, un poeta. Tu padre sabía que era peligroso para mí que nos vieran juntos, por lo que decidió no estar demasiados días escondido en mi iglesia. Quería dejar a tu madre a mi cuidado hasta que diera a luz. Ella estaba en estado de buena esperanza. ¡Tú coleabas ya en su vientre! —Me miró y sonrió a media luz—. Al poco tiempo marchó a Francia. Tu madre quedó destrozada, a mi cargo, no quería dejarle partir solo. Intuía que no le volvería a ver jamás.

Silencio. El sacerdote bajó la cabeza. Quedó entre los dos un gran silencio, sepulcral, obtuso, callado. Recogí mi mirada y apreté todos mis músculos, un poco inclinado bajo el reborde de la mesa. Veía cómo las dudas abrazaban todo mi ser, de la noche a la mañana toda una vida se descubría como por arte de magia. El camarero se aproximó a la mesa con un gran vaso de leche manchada para el cura.

—Pero…, padre —acababa de caer en la cuenta de que no sabía su nombre—, ¿cómo es que usted aparece ahora?…, ¿qué fue lo que hizo mi padre para que tuviese que huir a Francia? No era la guerra, ¿verdad?…, ¿… y Tito?, ¿qué fue de mi madre?…, ¿y el libro que me dio ayer?…, ¿qué significa el cementerio de la Alegría?…, ¿fue usted quien mandó la nota?…

Acababan de dar las nueve campanadas, en aquel momento el párroco se levantó firme y decidido, dejándome con la saliva seca en la comisura de los labios, atalayando toda la plaza y más allá de la misma y más allá de la curva que el rocío acababa de despertar. Estuve tentado a agarrarlo por la sotana y obligarle a sentarse de nuevo. Exigirle comprensión, quería que comprendiera la pequeñez de mis penas, me encontraba perdido entre un mar de recelos. No me dio tiempo a nada.

—Te lo dije ayer. Ha sido la Divina Providencia quien me ha hecho aparecer. —Dejó caer varias monedas en la mesa, atusándose al mismo tiempo los pocos pelos que le quedaban tiesos por la cabeza—. Esta tarde ven a tomar café a la sacristía y te invito a leche frita. A eso de las cuatro y media.

Creo que aquel era un día marcado por la fatalidad. A media mañana, a eso de las doce, decidí, en parte por mi impaciencia a que llegara la hora de mi cita con el cura, en parte por la falta de clientela de la joyería, cerrar antes de tiempo el negocio e ir a dar una vuelta en busca de Nano, a la espera de que la adormecida serenidad me aguardase por la tarde, «a eso de las cuatro y media». Al mediodía mi infeliz amigo se encontraría apacentando al ganado en el parco verde que aún quedaba muy detrás del viejo almacén de grano. El sendero que había que seguir para llegar a la llanura era complicado de encontrar si no se estaba avezado a pasturar por aquellos contornos. No presté demasiada atención al camino por donde avanzaba hasta que no tuve conciencia de que me había extraviado. Revivió en mí la sensación de sentirme tremendamente ridículo. Observé con bastante pavor que todo aquel paraje me resultaba ajeno. Lo que mis brazos abiertos abarcaban a ver eran altas hierbas y matojos aún verdes y húmedos que balanceaban su polen estridente bajo el suave aleteo del viento de abril. Unas punzantes rocas salidas de las entrañas de la vereda parecían ser mojones que fijaban las lindes de alguna caprichosa situación. Me paré a dormitar mi nerviosismo e intenté serenarme con la entereza propia de los pobres, esa que no tiene prisa. Miré hacia delante, atrás; algunos árboles resecados por la enfermedad me recordaron que el viejo almacén no podía encontrarse demasiado lejos. ¿Cuánto tiempo permanecí sonámbulo en mis pensamientos que fui incapaz de darme cuenta de que me perdía en mis propios parajes? Una cúpula de nubes plomizas y densas se acostaba sobre el desamparado paisaje. La luz cegadora de la tormenta tronó por encima de mi cabeza. Empecé a oír la serenidad, el silencio del bosque preparándose para una borrasca.

Maldije mil veces mi suerte y susurré insultos a mi mismo sino. Cayó del cielo granizo como puños de bellotero en flor, garrapiñadas heladas que me golpeaban la cabeza como piedras malditas lanzadas desde el cielo al balcón de alguna mala estrella. Corrí desesperado en busca de refugio, desanduve todo lo que alcanzó mi tontura a recordar y al cabo de más de un chichón me posé, como los buenos pajarillos, bajo un almendro enorme que se encontraba estratégicamente cerca de un riachuelo. Su descomunal copa hacía de paraguas y mantenía seco y caliente todo el verdín que se arremolinaba sobre una raíz vencida que nacía de la tierra a modo de asiento. Me acurruqué sentado en ese trono. El frío suspiraba entre mis ropas caladas, aunque lo que más inquieto me mantenía era desconocer la hora que era en aquel momento. Muchas veces me pregunto qué hubiese pasado si en vez de quedarme arropando mi tiritera debajo de aquel árbol hubiese salido corriendo a casa, o a la iglesia, o a cualquier otro sitio. Pero no era el caso. El paisaje comenzaba a hacerse borroso delante de mí, a moverse al ritmo de la melódica tormenta. A medida que el sueño se apoderaba de mi conciencia, comenzaron a vaguear ante mis ojos las hojas mojadas, el arrumaco de la lluvia y el granizo al golpear el suelo. Me dormí.

Al despertar ya no llovía, el cielo empezaba a tornarse de un bermellón anaranjado. Tardé en percatarme de que el día debía de estar muy avanzado, que posiblemente ya no llegaría a tiempo a la cita con el párroco. Traté de despejarme rápido de la morriña que apelmazaba mis movimientos. Me levanté de un solo meneo, sobresaltado y resuelto. Mis piernas flojearon en un santiamén, escuchando el seco crujir de las articulaciones. Sentía que un calor húmedo recorría cada vez más deprisa mi cuerpo, a la misma celeridad que mis pasos se abrían camino entre el anochecer del campo, a toda velocidad. Corría, corría. Cerca ya de la iglesia, en el portón de la sacristía, una pareja de perros enclenques y feos olisqueaban una mierda derrumbada en una esquina, parecían barruntar una retahíla de acontecimientos que estaban cociéndose sin cochura alguna. Llamé a la puerta. Temeroso.

—¿Quién llama? —me sobresaltó una voz temblorosa de hombre, desconocida para mí.

—Soy Adiel, el cura me espera esta tarde para merendar…, no he podido llegar antes…, me quedé dormido —dije ingenuamente.

La puerta, al atrancarse por dentro, posiblemente con algún pesado mueble, quebró en mis oídos con un chirrido seco y molesto.

—No está. Se ha ido.

—¿Se ha ido?

—Eso he dicho.

Dejé caer todo el peso de mi cuerpo contra la entrada. Mi rostro parecía besar el enorme tirador de hierro fundido con forma de campana que momentos antes castigué con fuerza. Me mordí el labio inferior intentando aplacar los escalofríos que recorrían como calambres mi cuerpo húmedo. Me resistía a irme sin las respuestas que estaba buscando. Pegué mi oreja izquierda a la negra madera, pretendiendo adivinar así el silencio que mis miedos antojaban, sentir un atisbo de luz a tanta negrura. Oí pasos acelerados, como los de una persona que huye.

—¡Oiga! —grité desesperado—. ¿Sabe cuándo volverá? ¡Oiga!

Nadie contestó. Rodeé el edificio, buscando cauto con la mirada una puerta, ventana o rincón donde poder asomar la cabeza. Adosada a un lado de la sacristía estaba la fachada de un pequeño establo. Salté la tapia y me agaché reptando hasta el patio común que había detrás del pozo. Me colé por el ventanuco de uno de los dos aseos que circundaban la habitación del sacerdote. Olía a quemado. Como a la leche frita tostada. Empecé otra vez a temblar, realmente no sabía muy bien por qué estaba haciendo aquello, pero una voluntad que no parecía salir de mi alma me arrastraba a comportarme como un malhechor en busca de botín. Anduve sigiloso, cuidando de no hacer ruido. Pegué mi espalda a la pared y torné las palmas de mis manos haciendo de ellas mi más preciada linterna al palpar con los dedos la frialdad de los muros de la sacristía. Los buenos cristianos no entran en casa de nadie sin permiso. Y menos por una ventana diminuta y estrecha. Pero era la morada de Dios, la de todos, me dije. Volvió a embargarme el olor a quemado. Al final del pasillo una insulsa luz, apenas más visible que la que se observa en las luciérnagas, dejó paso a una bofetada de claridad al abrirse una claraboya interior. Solo fue un instante, volvió a hacerse la oscuridad demasiado rápido. Una sombra abrigada entró en la habitación procedente del otro lado del pasillo. Me quedé quieto detrás de una librería de roble medio vacía. Apagó la luz y salió de entre la penumbra. Casi me rozó. Hice un esfuerzo e intenté contener la respiración. Nadie que está salvado de penas y culpas deambula como lo hacía aquella persona, rodeada de tanta tenebrosidad. Apresuró sus pasos y oí cómo los taconazos se alejaban tras de mí. La corriente de la calle silbó al abrirse la puerta de entrada, y segundos después escuché cómo se cerraba, suavemente.

Procuré abrir los ojos poco a poco, despacio. Miraba abstraído el suelo, saboreando la oscuridad que me invadía, resguardado entre la calma del silencio. Necesitaba salir de mi escondite para poder dirigirme a la habitación donde el nauseabundo olor dulzón a leche frita requemada me estaba revolviendo las tripas. Recé asustado. Unos pocos metros gateando me dieron la seguridad suficiente para levantarme y mirar en la habitación de donde provenía ese tufo.

Era la cocina, lógico, pensé. En el embaldosado había un enorme charco de aceite que casi da conmigo y mis huesos en el suelo. Había cacharros esparcidos por toda la encimera, sin orden, parecía que una orquesta de desalmados quincalleros habían aparecido por allí dispuestos a chocar cacerolas y ollas entre sí. La hornilla estaba caliente, y una masa informe se terminaba de tostar en su calor.

—Piedad…, piedad… —me quedé helado de miedo al oír el leve cuchicheo de una voz moribunda cerca de mis propios pies, debajo de una de las mesas de la estancia—… piedad, por Dios…, piedad.

Permanecí inmóvil, parado entre la enorme cacerola de barro que yacía hecha añicos en el umbral de la puerta y los gemidos que salían de debajo de algún sitio. No fue un impulso de valor el que hizo que me acercara a aquellos sollozos: fue la propia necesidad borracha de sentirme perdido, totalmente ido, tal como los antiguos criados de librea se sentían al acompañar a sus amos a pie en la travesía por el desierto, sedientos de piedad. Algo en la cocina, ese olor a crema tostada, a leche quemada, me embriagaba la mente, hizo que mi instinto racional me espoleara hacia la huida, pero algo en mi interior cambió mi cobardía por la curiosa vanidad de la juventud, impulsándome hacia delante, como si de mí dependiese el tictac del tiempo. Me fui acercando al bulto gimiente, poco a poco, hasta que pude divisar, con la poca luz que clareaba en el pasillo, a un hombre pequeño, de espaldas, desnudo parcialmente, con las manos y los pies atados, inerte, inmóvil. Me acerqué rápido, le toqué el hombro descubierto y empezó a tiritar. Temblaba violentamente, preso de convulsiones y escalofríos. No sabía qué hacer. Trastabillé, dándome un golpe en la cabeza con una de las patas de la mesa, me imagino que resbalé con el aceite del suelo, pero el hecho es que, sin saber cómo, me encontré con un cuchillo de mondar patatas en la mano, con el que corté las cuerdas que ataban al moribundo. Le di la vuelta. Era el sacerdote. Aún no sabía su nombre.

—Piedad…, piedad… —repetía sin cesar.

No pude evitar vomitar encima de su cuerpo. Su cara parecía estar abierta a mordiscos, en la mejilla derecha faltaba un trozo de carne y uno de los ojos colgaba de un hilo sanguinoso. El cuerpo rechoncho humeaba aún latente sembrado de quemaduras, un hedor a muerto sopesaba mis sentidos haciéndome caer una y otra vez de rodillas en el mismo sitio. Él no tenía mirada a la que darle compasión, por lo que decidí acercarme y acariciarle la cabeza. Yo lloraba desconsolado, no comprendía en aquel momento hasta qué punto podía el ser humano ser tan inhumano. Agarré la cabeza del cura por la nuca y le besé la frente. Aún hoy me sorprende el sabor dulzón de ese beso. Con mi mano temblorosa le acariciaba su pelo, sabía que iba a morir y no quería que sufriera más.

—¿Quién te ha hecho esto, padre?, ¿quién ha sido el criminal? —eran preguntas que salían forzadas de mi mente, sin querer saber en realidad las respuestas. El sacerdote pareció reconocerme y levantó su mano hasta encontrarse con mi cara. El dorso estaba teñido de rojo.

—¿Adiel?, ¿eres tú…, hijo mío? —apenas podía respirar.

—Sí, sí… —contesté—. ¡Voy a buscar a un médico!

—¡No!…, no te muevas de mi lado…, son los últimos instan… de mi vida… —bajó la voz hasta hacerla insufrible, se le escapaba el aire de los pulmones, no le quedaba mucho tiempo de existencia—… ¿Recuerdas lo que te dije esta mañana sobre… tu padre?

—Sí.

El cura apretó los dientes, sacando fuerzas de la propia muerte para poder seguir hablando.

—Los perfumes… que sembraba en el alma… a los necesitados…, el
poeta
…, por lo que huía…, era el aroma de la muerte…, tu padre era un sicario…, ahora claman venganza… y quieren algo que él tenía… No… hay… no… —su respiración empezó a tambalearse entre sacudidas y gemidos, cada vez hablaba, gritaba, más deprisa—… lo siento…, Dios, perdóname. «Absterget Deus omnem… lacrimam ab oculis eorum…, et mors ultra… non erit… neque luctus, neque clamor… neque dolor… erit ultra…, quia prima transierunt…»

El cura dejó de respirar en mis brazos. Permanecí tendido no sé cuánto tiempo junto al cadáver. Era el primer muerto que veía en mi vida y sentía una frustrante sensación de olvido dentro de mí. No dudé en rezar por su tránsito a la otra vida, aunque tenía la extraña certeza de que ya no existía su alma, de que se había perdido en algún momento de su propia oración. Me levanté temblando no sé si de miedo, por la impresión, por el desconcierto, por la huida de mis sueños.

Mi padre fue un sicario y clamaban venganza.

Sicario. Nunca había oído esa palabra, pero sabía muy bien lo que significaba.

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