Recorrí varias veces el mismo camino hasta que di con la pequeña cruz de basalto. No fue difícil encontrar la entrada a las profundidades del humilladero; era un pequeño agujero circular donde apenas cabía una persona. Escondí dentro el hato que llevaba y salí a respirar aire que no estuviera viciado. Me eché a un lado de la cruz, un poco resguardado, y me quedé dormido.
Miré hacia arriba, a una extraña figura que me observaba a contraluz. No me costó reconocerle.
—Estabas durmiendo.
—Nano —dije sorprendido—, ¿qué haces aquí?
Un alto muro de piedras mohosas formaba una barrera hasta el mismo cruce de caminos. Era muy complicado que alguien me viese desde la carretera, a no ser que vadease a propósito la tapia y se dirigiese hacia donde yo estaba.
—Te vi en casa de Dulce y te seguí. Aunque me tuve que ir otra vez…, supuse que estarías por aquí cerca. Es un buen escondite.
Nano sonrió. Sus hoyuelos se marcaron en la grasienta cara, dando la vaga sensación de que esa sonrisa escondía una tristeza flotando en el ánimo.
—Leí el cartel que has colgado en la tienda. No entiendo lo que significa, pero poco negocio le veo yo a un cementerio, la verdad.
No me acordaba ya de eso. Reí divertido al imaginarme la cara de pazguatos que se les quedaría a aquellos dos desalmados si decidían volver a la joyería. En la puerta se encontrarían con un enorme cartel que decía: «Cerrado por negocios. Estamos visitando el cementerio de la Alegría».
—Tienes razón, no hay mucho negocio en eso.
—La tengo. —Ladeó su sucio morro y me miró directo a los ojos—. ¿Estás solo?
El rostro de Nano tenía un aspecto que no le había visto en toda mi vida. Estaba impaciente. Mentir para él era la cosa más grande del cosmos.
—¿Pasa algo, amigo? —dije receloso—. ¿Tienes algo que contarme?
Él me miraba en silencio. Quizá pensaba que yo estaba enfadado con él. O veía en mí a alguien que no reconocía, porque en él todo era posible, hasta ese extremo. Yo seguía tirado en la hierba.
—¿Pasa algo, amigo?, ¿pasa algo, amigo?, ¿pasa algo, amigo? —repitió Nano, casi sin emitir sonido, muy manso—. ¿Tienes algo que contarme?, ¿algo que contarme?, ¿algo que contarme?
Yo le miraba perplejo, lo único que sabía, entonces, era que algo no marchaba bien. Nada más hacer el amago para levantarme, me lanzó un puntapié a la cara con todas sus fuerzas. Conseguí esquivarlo a tiempo, evitando así algún que otro diente roto. Quedé avisado lo suficiente como para darme cuenta de lo que pasaba. Mientras Nano empezó a correr hacia la carretera como vikingo al que han cortado los cuernos, yo me adentré en el bosque al amparo del verde lo más rápido que pude.
Miré hacia atrás. Me agaché. No veía nada. Solo árboles, estirados, espigados. Arboledas orgullosas y de capa ceñida. Aún sonaban lejos los gritos ahogados de unos pasos moviéndose con prisas. Me encaramé a la copa de un olmo. Desde lo alto de aquel majestuoso árbol podía ver con otra perspectiva el lado salvaje del bosque. La alfombra oscura y tupida de arbustos parecían lomas de vetustos animales deslomados, cansadas fieras que se mecían al compás del viento. Una paulatina sombra se iba acercando hasta donde yo estaba, con el sigilo propio del cazador, con las garras, los colmillos y las zarpas preparadas.
Ya podía ver con pasmosa claridad a Nano comportándose como un perro de presa; solo le faltaba revolcarse entre las hierbas para embadurnarse del tufillo a tierra pisada y olisquear mi olor con el hocico. El rastro parecía morir al pie del olmo, justo debajo de donde yo estaba escondido a horcajadas sobre una rama, con el miedo como compañía.
Los dos hombres que acompañaban al infeliz eran los mismos de los que me escondía. El que decía llamarse Mario se atusó el mostacho antes de comenzar a hablar.
—No podemos dejar que se nos escape tu amiguito. Es importante cogerle con vida,
buòno, e salvo
(sano y salvo) —dijo—. De ti depende que te llevemos a La Capital con nosotros, allí te daremos una pistola de verdad, y verás a esas chicas con el pelo de color rojo de las que te he hablado. Además…, así te vengas
ra chillu fetent'
(de ese desgraciado) que solo sabe tratarte como a un retrasado. —Mario miró a su compinche—. Eso fue lo que nos dijo a nosotros,
'o vero
(verdad),
Fazio?
—Sí, dijo que tú eras una puta mierda,
na munnezza
(una escoria), con menos seso que el cerdo más tonto de tu cuadra. Se reía
'o figl' e puttana
(el hijo de puta) de tu cara de excremento.
Una risa soterrada llegó a través del tronco del árbol. El tal Fazio se apretaba el abdomen preso de unas histéricas carcajadas.
—Y ya ves,
tanto fèsso
(tan tonto) no eres, supiste adivinar que iría a casa de su zorrita para despedirse. —Fazio empuñó un revólver y apuntó a la corteza de un algarrobo—. El gracioso de tu amiguito se va a comer una a una las letras de ese cartelito. No sabe con quién se mete. —Levantó el arma y pegó un tiro al aire, la bala pasó rozando mi cara, casi me caigo del susto.
Nano bufaba entre enojado y avergonzado, miraba a los dos maleantes con una felina desconfianza que me oprimía el corazón.
—¡Yo creía que era mi amigo! —gritó.
—Solo te quería para reírse
'e te
(de ti) —Mario seguía metiendo cizaña—, ¿es que no te habías dado cuenta?
Una fiera atrapada a oscuras en un bosque tiene la ventaja de saber que su fiereza puede llegar a disimularse tras las sombras de la maleza. El problema surge cuando la fiera no sabe que ella misma va a ser carnaza de sus propias alimañas. Nano apretó los dientes y salió corriendo por el sendero que llevaba al corazón del bosque. Los otros dos se quedaron detrás, quietos, debajo aún del olmo.
—
Quann' truamm' 'o guagliòne ra gioielleria, piensace tu. Ma vir' sta volta e stà accort'. Nun voglio chiù 'o burdell' ro passat', ma na cosa pulita
(Cuando encontremos al chaval de la joyería, encárgate de este. Pero sé discreto esta vez. No quiero más salvajadas, una cosa limpia) —dijo Mario—.
Usa l'immaginazione
(Usa la imaginación).
Lo poco que aprendí de italiano con mi tutor fue suficiente para entender lo que decían. Era el mismo dialecto, las mismas cortas pausas y el mismo sonido sosegado que alargaba las frases. Pretendían deshacerse de mi amigo una vez que no les hiciera falta, o ahora mismo, o cuando me encontraran a mí.
—
Sicuro
—contestó el otro—.
Nun sai che voglia tengo e turnà a La Capital, nun m' piacn' chill' tipi e lavoretti in campagna
(No sabes cuántas ganas tengo de volver a La Capital, no me gusta este tipo de trabajitos en el campo).
—
Vira ca nun stai accà pe' spassartela, mentecatto, né pe' pensà. Limitati a nun fà tanto rumore e nun t' mett' a sparà si nun serve. Un e chisti juorn' a fai grossa che strunzate toje!
(Tú no estás aquí para disfrutar, mentecato, ni para pensar. Limítate a no hacer tanto ruido y procura no volver a pegar un tiro si no es necesario. ¡Cualquier día de estos meterás la pata hasta el fondo con tus gilipolleces!) —exclamó ufano Mario antes de darle un severo empujón al pequeño hombrecillo. No quería que su compinche metiera la pata—.
Seguimm' chill tarato, verimm' si è capace e c' porta 'o bottino nuostr'
(Sigamos a ese tarado, a ver si es capaz de llevarnos ante nuestra presa).
Los dos hombres andaban deprisa por en medio de la maraña. Yo, desde mi posición, podía vigilarlos y ver cómo se alejaban. Decidí dejar que la noche me escudara para tener más posibilidades de llegar huido a no sabía dónde. Para eso faltaba todavía un rato. Mientras caía el manto de estrellas pensaba en el pobre Nano. No era capaz de juzgarle, ni siquiera de tenerle rencor. Sabía la suerte que le esperaba y me sentía triste. Yo al menos guardaba la esperanza de salir ileso de todo esto, de llegar a entender en algún momento qué era lo que estaba sucediendo. Él ignoraba su sentencia a muerte, yo tenía la horrible certeza de que eso no era justo.
Descendí del árbol despacio, sin apenas hacer ruido. Los músculos de todo mi cuerpo estaban agarrotados, un dolor agudo me recorría las articulaciones. El cielo empezó a tronar, aquello me vendría bien, las nubes taparían la poca luz que hubiese en el bosque. Cuando empecé a moverme por la espesura, tuve la sensación de ser un soldado inmerso en una batalla. Las banderas ondeaban en mi imaginación y la lucha por la que entregaría mi vida me daría la felicidad propia de los que matan por una honesta causa. Mi vida era algo mejor que todo eso, pero ya había aprendido que la hueste no debía pedir ni permiso ni perdón en la campaña que le tocara pelear. Seguramente no fuese la mejor manera de pensar, pero ¿qué importancia tenía en aquellos momentos la honestidad, la nobleza, o el valor, cuando el que creías tu mejor amigo estaba buscando la manera de arrebatarte la vida?
Gracias al peso de mis años he logrado comprender que la turbación que entonces tenía no era sino un estado de lucidez enorme, más grandiosa que la de cualquier filósofo de la Antigüedad. La vida tenía un sentido, con aquellos susurros de la traición, agachado entre la noche y la oscuridad: el de seguir vivo. Nadie sino los que hemos sentido el aliento de la guadaña tras de nosotros sabemos de la dignidad de la muerte. Los demás, sobre todo esos que intentan justificarla con peroratas acerca del deber, del destino, o de la suerte, no tienen ni idea de lo que están hablando.
Caminaba a tientas pendiente de cualquier ruido que me pusiera alerta. En lo alto de la copa del olmo había estudiado la manera de salir del bosque sin ninguna luz. Debería seguir la estela de rugosas cortezas de chaparros que delimitaban el sendero que me conduciría a la linde del monte. Tenía la confianza de que mis perseguidores se habrían dado por vencidos y abandonado la búsqueda. No obstante, estaba muerto de frío y hambre y necesitaba llegar a la madriguera del humilladero para hacerme con el hato que había escondido allí. Nano no tenía por qué saber que existía un escondrijo, y menos que yo volvería al mismo sitio. Un viento raso y frío me indicaba que el final del boscaje estaba cerca, y con él mi serenidad. Me tumbé, literalmente, en el suelo y repté como una salamanquesa en busca de sol. Al llegar al borde del cruce de caminos, asomé la cabeza unos centímetros por delante de un tronco hueco que había tirado en una orilla, allí no parecía haber nadie. Se veía la parte de detrás de la cruz, con la madreselva que la envolvía. Me levanté y crucé rápido el trecho que me separaba de la encrucijada. Empujé con todas mis fuerzas la hendidura y la pesada piedra crujió al abrirse.
Una vez dentro empecé a tiritar de frío, y acaso también de miedo. Encendí un fósforo y traté de moverme con tiento para que no se apagase demasiado pronto la cerilla. Una cosa estaba clara, de allí no me movería en toda la noche a no ser que fuese por algo totalmente necesario. Aquel habitáculo no tenía más ventilación que la que daba una pequeña abertura en el techo, justo por encima de donde yo estaba. Por aquellas rendijas se podían ver las estrellas moviéndose al vaivén de las nubes, la luna a veces tapada y a veces soltera, radiante en un cielo de luto. Mordisqueaba un trozo de queso con ansia, era toda mi comida desde el día anterior.
El silencio era aterrador. No conseguía quedarme dormido, el viento me traía de vez en cuando el llanto de alguna lechuza, o el ululo de un búho real, o el guarreo de un zorro hocicando en la tierra. La noche pasaba interminable, angustiosa. Quería revolcarme en el fresco, lanzarme fuera de esa prisión forzosa e inspirar aire puro. Sería capaz incluso de besar el fango con tal de poder correr sin miedo por medio de la carretera. Buscar ayuda en el cuartelillo y mandarlo todo a freír espárragos. Pero no era capaz de creérmelo. No era capaz de traicionarme.
Escuché un crujido. Unas notas musicales con el compás acelerado. Eran pasos. Pisadas que se acercaban a donde yo estaba.
—
Maledetto tarato. M'ha fatto sudà 'o fetente!
(Maldito tarado. ¡Me ha hecho sudar el condenado!). —Mario y Fazio, los dos malhechores, hablaban a viva voz por el sendero. Solos. Sin Nano—.
Vuo' na sigaretta?
(¿Quieres un cigarrillo?).
—
Che?
… (¿Cómo?…).
—
Se vuo' una sigaretta!
(¡Que si quieres un cigarrillo!) —repitió Fazio.
—Sí.
Me pegué lo más que pude a la pared húmeda del agujero. Los tenía a los dos justo encima de mí, parados, preparándose un cigarrillo cada uno. Hubiera querido gritar y matarlos allí mismo del susto.
—
Credi ca 'o guagliòne ra gioielleria è juto a polizia?
(¿Crees que el chaval de la joyería habrá ido ya a la policía?). —Fazio miró por encima del hombro a su compañero. Hablaban de mí, se preguntaban si yo habría acudido ya a la policía.
—
Mh, nun 'o sacc', ma nun putimm' chiù rischià. Troppa fortuna emm' avuto già
(No lo sé, pero no podemos arriesgarnos más. Demasiada suerte hemos tenido ya).
—
E che facimm'?
(¿Y qué vamos a hacer?).
—
Ce ne jamm' a La Capital
. —Regresaban a La Capital.
—
A mani vacant'?
(¿Con las manos vacías?).
No pude evitar ver los ojos negros de Mario reluciendo por encima de aquel mostacho. Le dio una pesada calada al cigarro, nervioso, muy nervioso.
—
Sicur' ca addò hai acciso e accuat' chill' tarato nisciun 'o trova?
(¿Seguro que donde has matado y escondido a ese tarado nadie lo encontrará?) —hablaban de Nano.
—Ni en un millón de años.
Che ingenuo, s'è vennut' pe' qualche puttana che capill' russe ca sicuramente nun assaggerà e pe' na pistola
(Vaya infeliz, venderse por unas putas pelirrojas que no va a catar y por una pistola) —hablaban de mi amigo—. Está muerto y bien muerto…
Por momentos sentí que los sentidos se me cerraban y que el cuerpo entero se estremecía. Zumbaba sin cesar mi cabeza…, ¡no quería escuchar más!…, ¡era tan triste! Abría la boca inerte tragando a grandes bocanadas mi miedo y mi rabia. Juré venganza sin saber a quién debía ajusticiar. Mi espalda temblaba sobre el respaldo de piedra, como la mano de un anciano, como la mano de mi propia historia.
—
Jamm'
(Vamos) —dijo por fin Mario.
Cuando desperté tenía el cuello dolorido y estaba calado hasta los huesos. No había cerrado la portilla del respiradero y se había colado la lluvia por ahí, formándose una pequeña ciénaga a mi alrededor. Aún me duraba el dolor de la noche anterior, y aún más la pena.