Read El caso de Charles Dexter Ward Online
Authors: H. P. Lovecraft
El señor Ward subió al laboratorio de su hijo, pero al llegar al tercer piso se detuvo intrigado por los sonidos que surgían de la biblioteca de Charles, ahora en desuso. Al parecer alguien revolvía frenéticamente entre libros y papeles. Se asomó a la puerta entornada y vio al joven que sacaba de los estantes libros de todas las formas y tamaños. El aspecto que ofrecía era el de un joven lleno de excitación. Al oír la voz de su padre dio un respingo y dejó caer toda su carga. Se sentó, obedeciendo la orden paterna, y escuchó en silencio una larga sarta de reconvenciones. No se defendió. Al final de la reprimenda admitió que su padre tenía razón y que sus voces, invocaciones y experimentos químicos representaban una imperdonable molestia para los demás habitantes de la casa. Prometió comportarse con más discreción, aunque insistió en prolongar su confinamiento. La mayor parte de su trabajo en el futuro, dijo, consistiría en la consulta de libros, y en cuanto a los rituales que tendría que llevar a cabo en fechas posteriores, podría celebrarlos en un lugar apartado que buscaría a tal efecto. Manifestó su pesar por el desmayo de su madre y explicó que la conversación que había oído formaba parte de un complicado simbolismo destinado a crear una atmósfera mental determinada. Utilizó ciertos términos químicos casi ininteligibles que desconcertaron al señor Ward, pero la impresión general que produjo a éste la entrevista fue que su hijo estaba indiscutiblemente cuerdo, a pesar de que era víctima de una misteriosa tensión de suma gravedad. La conversación, por otra parte, no le reveló nada nuevo y, mientras su hijo recogía los libros y abandonaba la habitación, el señor Ward se dijo interiormente que continuaba sin saber qué pensar de todo aquello. Era algo tan misterioso como la muerte del pobre Nig, cuyo cadáver había sido hallado una hora antes en el sótano, rígido, con los ojos desorbitados y la boca torcida por el terror.
Impulsado por un vago instinto detectivesco, el desconcertado padre examinó con curiosidad los estantes vacíos para averiguar qué se había llevado su hijo a la buhardilla. La biblioteca del joven estaba rigurosamente clasificada por materias, de modo que no resultaba difícil saber qué libros, o al menos qué clase de libros, eran los que faltaban. El señor Ward se quedó asombrado al descubrir que los huecos no correspondían a obras relacionadas con las ciencias ocultas ni con antiguos sucedidos, sino a tratados modernos de historia y geografía, manuales de literatura, obras filosóficas y periódicos y revistas contemporáneos. Aquello representaba un giro muy curioso en las aficiones de Charles y su padre se quedó perplejo al comprobarlo. Una clara sensación de extrañeza se apoderó de él, le atenazó el pecho y le obligó a mirar en torno suyo para descubrir a qué respondía. Algo había ocurrido, ciertamente, algo de trascendencia tanto material como espiritual. Desde que había entrado en aquella estancia había notado un cambio, y al fin sabía en qué consistía. En la pared norte de la habitación seguía incólume, sobre la chimenea, el antiguo panel de madera procedente de la casa de Olney Court, pero el retrato de Curwen, precariamente restaurado, había sido víctima de un terrible desastre. El tiempo y la calefacción habían ido deteriorándolo y desde la última limpieza de aquel cuarto había sucedido lo peor. La pintura se había ido desprendiendo y enroscándose poco a poco para caer finalmente de pronto con una rapidez maligna y silenciosa. El retrato de Joseph Curwen había dejado para siempre de vigilar al joven a quien tan extrañamente se asemejaba y yacía ahora en el suelo formando una fina capa de polvo gris azulado.
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Durante la semana que sucedió a aquel memorable Viernes Santo, Charles Ward fue visto más a menudo que de costumbre. Continuamente transportaba gran cantidad de libros de su biblioteca al laboratorio del desván. Sus actos eran tranquilos y racionales, pero el aire furtivo que le rodeaba y la mirada extraña que se reflejaba en sus ojos inquietaron a su madre. Por otra parte, y a juzgar por los continuos recados que hacía llegar a la cocinera, se había despertado en él un apetito voraz.
El doctor Willett había sido informado acerca de los ruidos y acontecimientos de aquel memorable viernes, y al martes siguiente sostuvo una larga conversación con el joven en aquella biblioteca donde ya no vigilaban los ojos del retrato de Curwen. La entrevista, como de costumbre, no dio ningún resultado positivo, pero aun así Willett jura y perjura que Charles seguía, incluso en aquellos momentos, perfectamente cuerdo. Prometió revelar muy pronto el resultado de sus investigaciones y habló de montar su laboratorio en otra parte. Concedió muy poca importancia a la pérdida del retrato, hecho que al doctor no dejó de extrañarle dado el entusiasmo que le había producido su descubrimiento. Por el contrario, parecía hallar algo humorístico en aquel súbito desastre.
A la semana siguiente Charles comenzó a ausentarse de la casa durante largos períodos de tiempo y un día en que la vieja Hannah acudió a casa de los Ward para ayudar en la limpieza de primavera, habló de las frecuentes visitas que hacía el joven a la antigua mansión de Olney Court, donde se presentaba con una gran maleta y en cuya bodega efectuaba extrañas excavaciones. Siempre se mostraba muy generoso con ella y con el viejo Asa, pero parecía más preocupado que de costumbre, cosa que apesadumbraba a la anciana, que le conocía desde el día en que nació.
Otros informes acerca de sus andanzas llegaron de Pawtuxet, donde varios amigos de la familia le veían rondando con frecuencia desacostumbrada el embarcadero de Rhodes-on-the-Pawtuxet. El doctor Willett investigó la cuestión posteriormente y descubrió que la intención del joven había sido la de hallar una abertura en la cerca, abertura que le permitiera continuar hacia el norte por la ribera del río. Solía desaparecer en esa dirección y no volver hasta transcurridas muchas horas.
Un día del mes de mayo volvieron a producirse en el desván sonidos que respondían a la celebración de nuevos rituales, lo cual provocó un severo reproche por parte del señor Ward y vagas promesas de enmienda por parte de Charles. El incidente tuvo lugar una mañana y, al parecer, constituyó una repetición del imaginario coloquio que había tenido lugar aquel turbulento Viernes Santo. El joven discutía acaloradamente consigo mismo, como parecía indicar el hecho de que de pronto estallaran gritos en tonos diversos que sugerían una sucesión de preguntas y respuestas negativas, todo lo cual impulsó a la señora Ward a subir al tercer piso y aplicar la oreja a la puerta. Sólo pudo oír, sin embargo, unas cuantas palabras:
«Debe permanecer rojo tres meses».
Cuando llamó con los nudillos en la hoja de madera, los sonidos cesaron inmediatamente. Más tarde, al ser interrogado por su padre, Charles respondió que existían ciertos conflictos entre diversas esferas de la conciencia, conflictos que sólo podían subsanarse con una gran habilidad y que él trataría de trasladar a otro terreno.
A mediados de junio ocurrió un extraño incidente nocturno. Al atardecer se produjo una serie de ruidos en el laboratorio de la buhardilla, y a punto estaba el señor Ward de subir a investigar qué sucedía, cuando se restableció súbitamente el silencio. A medianoche, cuando la familia se había retirado ya a descansar y el mayordomo se disponía a cerrar la puerta de la calle, apareció Charles cargado con una voluminosa maleta e hizo señas al sirviente de que deseaba salir. El joven no pronunció una sola palabra, pero el mayordomo vio la expresión febril que reflejaban sus ojos y quedó profundamente impresionado. Abrió la puerta para que saliera el joven Ward, pero a la mañana siguiente presentó su renuncia a la señora. Dijo que había visto un brillo diabólico en los ojos del señorito Charles, que aquella no era forma de mirar a una persona honrada, y que no estaba dispuesto a pasar ni una sola noche más en aquella casa. La señora Ward le dejó marchar pero no concedió crédito a sus afirmaciones. Imaginar a Charles fuera de control aquella noche le era totalmente imposible, pues mientras había permanecido despierta había oído ruidos continuos en el laboratorio, sonidos como si alguien sollozara y paseara de un lado a otro, y suspiros que sólo hablaban de una gran desesperación. La señora Ward se había acostumbrado a auscultar los sonidos nocturnos, pues el profundo misterio que envolvía la vida de su hijo no la permitía ya pensar en nada más.
A la noche siguiente, y tal como había ocurrido en otra ocasión hacía ya tres meses, Charles se apresuró a coger el periódico y arrancó un trozo de una página, aparentemente de modo accidental. El hecho no se recordó hasta más tarde, cuando el doctor Willett empezó a atar cabos sueltos y a buscar los eslabones que faltaban aquí y allá. En los archivos del
Journal
encontró el fragmento que faltaba y marcó dos noticias que podían estar relacionadas con el caso. Eran las siguientes:
MÁS MERODEADORES EN EL CEMENTERIO
Esta mañana, Robert Hart, vigilante nocturno del Cementerio del Norte, ha descubierto una nueva profanación en la parte antigua del camposanto. La tumba de Ezra Weeden. nacido en 1740 y fallecido en 1824, según se lee en la lápida salvajemente mutilada por los responsables del hecho. aparece excavada y saqueada. Los profanadores utilizaron, según se cree, una azada que sustrajeron de un cobertizo cercano, donde se guardan toda clase de herramientas.
Cualquiera que fuera el contenido de la tumba después de transcurrido un siglo desde la exhumación. ha desaparecido. Sólo se han encontrado trozos de madera podrida. No se han hallado huellas de vehículos, pero sí rastros de pisadas que corresponden a un solo individuo, hombre de buena posición a juzgar por las botas que calzaba. Hart se muestra muy inclinado a relacionar este incidente con el ocurrido el pasado mes de marzo cuando él mismo descubrió y provocó la fuga de un grupo de hombres que hablan llegado en una camioneta y habían excavado una fosa, pero el sargento Riley no comparte esa teoría y afirma que existen diferencias esenciales entre los dos sucesos. En marzo, la excavación tuvo lugar en un paraje en el cual no se ha señalado la existencia de ninguna tumba, mientras que en esta ocasión se ha saqueado un enterramiento perfectamente señalado y mantenido, con un propósito deliberado y un ensañamiento que delata el destrozo de la lápida, que hasta el día anterior había permanecido intacta.
Los miembros de la familia Weeden, informados de lo sucedido, han expresado su asombro y su pesar, y no aciertan a explicarse qué motivos puede tener nadie para profanar de tal modo la tumba de su antepasado. Hazard Weeden, domiciliado en el 598 de Angel Street, recuerda una leyenda familiar según la cual Ezra Weeden se habría visto complicado poco antes de la Revolución en unos extraños sucesos que para nada afectan al honor de la familia, pero no ve qué relación puede existir entre aquellos hechos y la presente violación de la tumba. El caso está siendo investigado por el inspector Cunningham, quien espera resolverlo en un plazo muy breve.
ALBOROTO NOCTURNO EN PAWTUXET
Hacia las tres de la madrugada de hoy, los habitantes de Pawtuxet han visto interrumpido su sueño por un alboroto producido por el aullar ensordecedor de unos perros, alboroto localizado, al parecer, en la orilla del río, concretamente en un punto situado no muy lejos de Rhodes-on-the-Pawtuxet. Según la mayoría de los vecinos de aquella localidad, dichos aullidos eran de un volumen y una intensidad inusitados. Fred Lemdin, vigilante nocturno de Rhodes, ha declarado por su parte que iban mezclados con algo que parecían los alaridos de un hombre presa de un terror y una agonía indescriptibles. Una repentina tormenta, de breve duración, dio fin a la anomalía. Los habitantes de la región relacionan este suceso con extraños y desagradables olores probablemente procedentes de los tanques de petróleo que se encuentran en la bahía y que seguramente han contribuido a excitar a los perros de los alrededores.
Charles se mostró a partir de aquel día más demacrado y sombrío que nunca. Recordando aquel período, todos coinciden en que el joven debió sentir por entonces un fuerte deseo por confesar a alguna persona el terror que le poseía. La morbosa escucha nocturna de su madre reveló que Charles efectuaba frecuentes salidas al amparo de la oscuridad, y la mayoría de los alienistas de la escuela conservadora coinciden en atribuirle los repugnantes casos de vampirismo que la prensa divulgó con todo sensacionalismo por esos días sin que nunca llegara a descubrirse el verdadero autor. Aquellos casos, demasiado recientes y comentados para que tengamos que recordarlos aquí con detalle, tuvieron por víctimas a personas de todas las edades y características y ocurrieron en los alrededores de dos lugares distintos: la colina residencial del North End, en las proximidades de la casa de lo Ward, y los distritos suburbanos del otro lado de la línea férrea de Cranston, cerca de Pawtuxet. Varias personas que regresaban tarde a sus hogares o dormían con las ventanas abiertas fueron atacadas por una extraña criatura que las que han sobrevivido describen como un monstruo alto, delgado, de ojos ardientes, que clavaba sus dientes en la garganta o en el hombro de su víctima y chupaba vorazmente su sangre.
El doctor Willett, que se niega a fijar el origen de la locura de Ward en fecha tan temprana, se muestra muy cauteloso al explicar aquellos horrores. Tiene, según dice, sus propias teorías sobre la cuestión y sus afirmaciones no son en la mayoría de los casos más que negaciones solapadas. «Me resisto a decir», manifiesta, «quién, en mi opinión, perpetró aquellos ataques y asesinatos, pero declaro que Charles Ward es inocente. Tengo motivos para afirmar rotundamente que nunca probó el sabor de la sangre, y su anemia y extrema palidez son prueba contundente de que estoy en lo cierto. Ward estuvo en contacto con cosas terribles, pero lo pagó muy caro y nunca fue un monstruo ni un malvado. En cuanto al presente, prefiero no opinar. Se produjo un cambio, evidentemente, y me contento con creer que Charles Ward murió con él, o al menos murió su espíritu, porque esa carne demente que desapareció del hospital de Waite tenía un alma distinta.»
Willett habla con autoridad, ya que a menudo acudía a casa de los Ward a atender a la dueña de la casa, cuyos nervios habían empezado a flaquear a causa de los continuos disgustos. La continua vigilia había producido en ella alucinaciones morbosas que comunicó al doctor. Willett las ridiculizaba al hablar con su paciente, pero meditaba mucho sobre ellas cuando se hallaba a solas. Estaban siempre relacionadas con los leves sonidos que la madre de Charles creía oír en el laboratorio y en la buhardilla en que dormía su hijo, sonidos que consistían en suspiros apagados y sollozos que surgían en los momentos más inverosímiles. A principios de julio el doctor Willett prescribió a su paciente un viaje a Atlantic City donde debía permanecer por tiempo indefinido, y advirtió al señor Ward y al elusivo Charles que se limitaran a escribirle cartas cariñosas y alentadoras. Es muy probable que la señora Ward deba su vida y su salud mental a aquel viaje forzado que con tan mala gana hubo de emprender.