Read El caso de Charles Dexter Ward Online
Authors: H. P. Lovecraft
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Poco después de la partida de su madre, Charles Ward inició las gestiones para adquirir el
bungalow
de Pawtuxet. Se trataba de un pequeño edificio de madera provisto de un garaje de hormigón y situado en la falda de la colina, cerca del río y poco más arriba de Rhodes. Por algún motivo de él sólo conocido, el joven se había empeñado en adquirirlo a toda costa. No dejó en paz a los corredores de fincas hasta que uno de ellos consiguió realizar la compra, por cierto a un precio exorbitante dado que el propietario se negaba a venderlo. En cuanto quedó vacío, Charles se trasladó a él al amparo de la oscuridad, transportando en un camión cerrado todo el contenido del laboratorio, incluidos los libros antiguos y modernos que había sacado de su biblioteca. Hizo cargar el vehículo entre las sombras de las primeras horas de la madrugada y su padre aún recuerda vagamente los juramentos ahogados y el ruido de las pisadas de los hombres que participaron en la mudanza. Desde aquella fecha, el joven volvió a ocupar sus habitaciones del tercer piso y abandonó definitivamente su reducto del desván.
Charles trasladó a la casita de Pawtuxet el sigilo que había envuelto a su anterior laboratorio. Aunque ahora había dos personas que compartían sus misterios, un mestizo portugués de aspecto siniestro que hacía las veces de criado, y un desconocido delgado, de aspecto de intelectual, gafas oscuras y barba muy poblada probablemente teñida, a quien Ward, al parecer, consideraba colega y que como tal era tratado. Los vecinos intentaron inútilmente de trabar conversación con aquellos dos extraños personajes. El mulato Gomes hablaba muy poco por no saber inglés y el barbudo, que decía ser doctor y apellidarse Allen, seguía su ejemplo por propia elección. Ward por su parte trató de mostrarse amable con sus vecinos pero solo consiguió despertar una gran curiosidad entre ellos con sus continuas referencias a experimentos químicos. No tardaron en circular extraños rumores acerca de las luces que a todas horas permanecían encendidas en el
bungalow
de la colina, y más tarde, cuando cesó repentinamente la iluminación nocturna, acerca de los pedidos de carne que recibía el carnicero, a todas luces desproporcionados, y acerca de los gritos, declamaciones y cánticos que surgían de algún lugar subterráneo situado debajo de la construcción. Toda la burguesía honrada de aquellos alrededores miraba con manifiesto recelo la propiedad de Ward, que más de uno relacionaba con el misterioso vampiro que por aquellos días había vuelto a reanudar su actividad y, precisamente, en torno a Pawtuxet y a las contiguas calles de Edgewood.
Ward pasaba la mayor parte del tiempo en la nueva casa, aunque de vez en cuando dormía en la de sus padres, que continuaba considerando su hogar. En dos ocasiones se ausentó de la ciudad por espacio de una semana sin que haya podido descubrirse todavía el objeto de aquellos viajes. Su rostro ofrecía un aspecto más pálido y macilento que nunca, y ahora, cuando repetía al doctor Willett sus afirmaciones de siempre acerca de la importancia de sus investigaciones y de la inminencia de las revelaciones, parecía mucho menos seguro de sí mismo. Willett le interpelaba a menudo en casa de su padre, pues el señor Ward estaba profundamente preocupado y perplejo ante el estado de su hijo y deseaba que le vigilara en lo posible. Insiste el buen médico en que aún en aquellos días Charles Ward estaba totalmente cuerdo, y aduce como prueba de esta afirmación referencias a diversas conversaciones que sostuvo con él por entonces.
Hacia septiembre, los casos de vampirismo disminuyeron, pero al mes de enero siguiente, Ward estuvo a punto de verse seriamente comprometido. Desde hacía algún tiempo se comentaba el tránsito nocturno de camiones que iban a descargar en la casita de Pawtuxet y en cierta ocasión. Por pura coincidencia, se descubrió cuál era la mercancía que transportaba uno de aquellos vehículos. En un paraje solitario, cercano a Hope Valley, unos ladrones asaltaron un camión suponiendo que llevaba bebidas alcohólicas de contrabando. Lo que no se imaginaban era que iban a resultar ellos los perjudicados, pues los cajones sustraídos contenían una mercancía horrenda, tan horrenda que el incidente fue comentado entre toda el hampa. Los ladrones se precipitaron a enterrar los cajones robados, pero cuando la policía del Estado tuvo noticia de lo ocurrido, llevó a cabo una minuciosa investigación. Uno de los autores del hecho, tras asegurarse de que no se tomarían medidas punitivas contra él, consintió en guiar a un grupo de agentes al lugar donde habían enterrado la «mercancía». Resultó ésta ser de naturaleza tan espantosa que se juzgó un atentado al decoro —tanto nacional como internacional— informar al público de lo que había descubierto aquel horrorizado grupo de representantes del orden, y en consecuencia, se mantuvo el secreto acerca del caso. Sin embargo, dado que ni a aquellos policías que estaban muy lejos de ser cultos se les escapó el significado del hallazgo, se enviaron inmediatamente varios telegramas a Washington.
Los cajones iban dirigidos a Charles Ward, al
bungalow
de Pawtuxet, y muy pronto se personaron en ese lugar varios representantes del gobierno federal y del Estado. Le encontraron pálido y preocupado, rodeado de sus extraños compañeros, pero recibieron de él una explicación válida y pruebas de inocencia que juzgaron concluyentes. Ward declaró que había necesitado ciertos ejemplares anatómicos para llevar a cabo un proyecto de investigación de cuya profundidad y autenticidad podían responder los que le habían conocido en la última década, y que, en consecuencia, había hecho el oportuno pedido a las agencias que podían proporcionárselos, a su entender legalmente. Acerca de la
identidad
de aquellos ejemplares no sabía absolutamente nada y se mostró muy sorprendido cuando aquellos inspectores se refirieron al efecto monstruoso que el conocimiento del asunto podía producir entre el público, con el consiguiente deterioro de la dignidad nacional. Todas las afirmaciones del joven fueron firmemente apoyadas por su barbudo colega, el doctor Allen, cuya voz extrañamente profunda revelaba una convicción mucho mayor que la que transparentaban los tartamudeos nerviosos de Ward. En resumen, que los inspectores decidieron no tomar ninguna medida y se limitaron a enviar a Nueva York los nombres y las direcciones que Ward les facilitó como base para una investigación que no condujo a nada. Hay que añadir que los ejemplares fueron devueltos rápidamente y con gran discreción a sus lugares de procedencia y que el público no llegó a tener conocimiento nunca de los pormenores del caso.
El 9 de febrero de 1928, el doctor Willett recibió una carta de Charles Ward a la cual atribuye una importancia extraordinaria y que le ha valido más de una discusión con el doctor Lyman. Considera éste último que dicha carta constituye prueba decisiva de que el del joven Ward es un caso de
dementia praecox
, mientras que su colega la juzga última manifestación de la cordura de su paciente. Aduce como argumento a su favor la normalidad de la caligrafía, que si bien revela el nerviosismo de la mano del autor, es indudablemente la de Ward. El texto es el siguiente:
100 Prospect Street
Providence, Rhode lsland
8 marzo, 1928
Apreciado doctor Willett:
Comprendo que al fin ha llegado el momento de hacerle las revelaciones que hace tanto tiempo le anuncié y que usted tantas veces me ha exigido. La paciencia con que ha sabido esperar y la confianza que ha demostrado en mi cordura e integridad, son cosas que no olvidaré nunca.
Y ahora que estoy dispuesto a hablar, debo confesar con auténtica humillación que el triunfo con que soñaba ya nunca podrá ser mío. En lugar de ese triunfo he descubierto el terror, y mi conversación con usted no será un alarde de victoria, sino una petición de ayuda y de consejo para salvarme de mi mismo y salvar al mundo de un horror que sobrepasa todo lo que pueda imaginar o prever la mente humana. Recordará usted lo que las cartas de Fenner decían acerca de la expedición que se llevó a cabo contra la granja de Pawtuxet. Hay que repetirla ahora, y a la mayor brevedad.
De nosotros depende más de lo que nunca lograré expresar con palabras: la civilización, las leyes naturales, quizá incluso la suerte del sistema solar y del universo. He sacado a la luz una anormalidad monstruosa, pero lo he hecho en favor del conocimiento humano. Ahora, por el bien de la vida y de la naturaleza. tiene usted que ayudarme a devolverla a la oscuridad.
He abandonado para siempre el
bungalow
de Pawtuxet y debemos destruir todo lo allí presente, vivo o muerto. No volveré a pisar ese lugar y si alguien le dice a usted que estoy allí, no lo crea. Le explicaré la razón de estas palabras cuando le vea. Estoy en mi casa y deseo que venga usted a visitarme en cuanto pueda disponer de cinco o seis horas para escuchar lo que tengo que decirle. Será necesario todo ese tiempo y créame si le digo que cumplirá con ello un deber profesional. Mi vida y mi razón son las cosas menos importantes que están en juego en este caso.No me he atrevido a hablar con mi padre porque sé que no me entendería, pero si le he dicho que estoy en peligro y ha contratado a cuatro detectives para que vigilen la casa. No sé hasta qué punto será eficaz su vigilancia, puesto que tienen contra ellos unas fuerzas cuyo poder es imposible imaginar. Venga enseguida si quiere encontrarme vivo y saber cómo puede ayudarme a salvar al cosmos del desastre total. Venga en cualquier momento puesto que yo no saldré de casa. No llame por teléfono, ya que no se sabe quién o qué puede interceptar su llamada. Y roguemos a los dioses que puedan existir para que nada impida este encuentro.
Con la mayor solemnidad y desesperación,
CHARLES DEXTER WARD
P. D.: Disparen sobre el doctor Allen en cuanto le vean y
disuelvan su cadáver en ácido. No lo quemen.
El doctor Willett recibió la carta alrededor de las diez y media de la mañana, e inmediatamente se las arregló para quedar libre a primera hora de la tarde. Quería llegar a casa de los Ward alrededor de las cuatro, y durante toda la mañana estuvo sumido en especulaciones tan descabelladas que la mayor parte de sus tareas las realizó maquinalmente. La carta de Charles Ward parecía a primera vista producto de la mente de un maníaco, pero Willett conocía al joven demasiado bien para rechazarla como mera fantasía. Estaba completamente convencido de que algo muy sutil, antiguo y horrible se cernía sobre ellos, y la referencia al doctor Allen casi parecía razonable en vista de los rumores que corrían por Pawtuxet acerca del extraño colega de Charles Ward. Willett no le había visto nunca, pero sí había oído hablar de su aspecto y porte, y se preguntaba qué clase de ojos se ocultarían tras aquellas comentadísimas gafas ahumadas.
A las cuatro en punto, el doctor Willett se presentó en la residencia de los Ward, pero descubrió con gran disgusto que Charles no había permanecido fiel a su decisión de quedarse en casa. Los detectives sí estaban allí y, por ellos supo que el joven había perdido al parecer parte de su desánimo anterior. Uno de ellos le dijo que había pasado la mañana hablando por teléfono, discutiendo, protestando airadamente, y contestando a una voz desconocida frases como «Estoy muy fatigado y tengo que descansar una temporada», «No puedo recibir a nadie durante algún tiempo, tendrá usted que disculparme», «Le ruego que aplace toda decisión definitiva hasta que podamos llegar a un compromiso», «Lo siento mucho, pero tengo que tomarme unas vacaciones y no puedo ocuparme de nada, ya hablaré con usted más adelante.» Luego, como si hubiera estado meditando y la reflexión le hubiera infundido valentía, había logrado salir de la casa tan sigilosamente que nadie se había dado cuenta del hecho ni había reparado en su ausencia hasta su regreso, ocurrido alrededor de la una de la tarde. Entró a esa hora en la casa sin decir una palabra, subió al tercer piso y allí evidentemente volvieron a reproducirse sus temores, porque se le oyó gritar aterrorizado al poco de entrar en su biblioteca. Sin embargo, cuando el mayordomo subió a investigar la causa de aquel alarido, Charles se asomó a la puerta con aire decidido y con un gesto despidió al sirviente, que quedó profundamente impresionado. Poco después volvió a salir de la casa. Willett preguntó si había dejado algún recado, pero la respuesta fue negativa. El mayordomo parecía muy afectado por algo que había visto en los modales y el aspecto de Charles, y preguntó al doctor solícitamente si había alguna esperanza de curación para aquellos nervios desequilibrados.
Durante casi dos horas, Willett esperó inútilmente en la biblioteca de Ward contemplando las estanterías polvorientas con los espacios vacíos que ocuparan los libros que el joven se había llevado y mirando con una mueca sombría el panel donde un año antes estuviera el retrato de Joseph Curwen.
Poco a poco las sombras fueron cerrando filas en torno suyo preludiando la oscuridad de la noche. Al fin llegó el señor Ward, quien se mostró furioso y sorprendido ante la ausencia de su hijo después de todas las molestias que se había tomado para velar por su seguridad. Ignoraba que Charles hubiera concertado una cita con el doctor y prometió avisar a Willett en cuanto el joven regresara. Al despedirse de él le hizo participe de la preocupación que sentía por el estado del joven y le suplicó que hiciera lo posible por devolver su mente a la normalidad.
Willett se alegró de huir de aquella biblioteca sobre la que se cernía algo maléfico y horrible, como si el cuadro desaparecido hubiera dejado tras él una herencia de perversidad. Nunca le había gustado aquel retrato e incluso ahora que éste había desaparecido, y a pesar de lo bien templados que tenia los nervios, experimentaba la urgente necesidad de salir al aire libre lo antes posible.
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A la mañana siguiente, el señor Ward envió al doctor Willett una nota en que le comunicaba que su hijo no había regresado. Decía en ella asimismo que el doctor Allen le había telefoneado para decirle que Charles permanecería durante algún tiempo en Pawtuxet donde nadie debía molestarle ya que, por tener que ausentarse el propio Allen durante un periodo de tiempo indefinido, quedaba él solo a cargo de la investigación en curso, y que Charles le enviaba sus mejores deseos y lamentaba cualquier molestia que pudiera producir aquel repentino cambio de planes. La voz del doctor Allen había despertado en el señor Ward un recuerdo vago y elusivo que no pudo identificar exactamente y que le produjo sin embargo una evidente inquietud.