—¿Y si decidiera que no soy quien digo ser?
El franciscano se encogió de hombros.
—Don Bartholomeu trata bien a sus esclavos. Estarás mucho mejor de lo que estabas en las galeras del barco moro.
—No he salvado este barco y las vidas de todos los que están en él para volver a convertirme en un esclavo —dijo Andrea Bianco furioso.
—Don Bartholomeu es honesto y justo. Puedes estar seguro de que sea cual sea su decisión, será justa.
—¿Quién es la joven?
—Doña Leonor, su hija mayor —el fraile cambió de tema—. ¿Cómo te capturaron los árabes?
—Era pasajero de una galera que navegaba rumbo a Trebisonda y Constantinopla. Nos atacó el turco Ras el Milh.
Fray Mauro frunció el cejo.
—Los barcos venecianos están exentos de los ataques de los moros porque pagan un tributo a los piratas.
—Éste era un barco de un renegado de la costa turca.
—¿Y te llevaron a las galeras?
—No inmediatamente. Un hombre llamado Ibn Iberanakh me compró en el mercado de Constantinopla porque yo sabía leer, escribir y hablar varias lenguas. Me hizo trabajar para él y me trataba bien. Viajamos hacia el este los siguientes años, hasta la isla de Cipangu.
—¡Cipangu! Ningún hombre blanco ha estado nunca allí, ¡ni siquiera los hermanos Polo!
Andrea Bianco sonrió.
—Yo no era un hombre blanco, recordad, sino un esclavo de un mercader turco.
—¿Cómo llegasteis hasta Cipangu? —le preguntó fray Mauro entusiasmado.
—En un barco, que los chinos llaman junco, del puerto de Cambaluc.
—¿Volviste de China por tierra?
—No. Visitamos las Islas de las Especias y después navegamos a lo largo de las costas de la India y hacia el oeste con los monzones del mar Rojo. En Jedda desembarcamos, y mi patrón hizo el viaje a La Meca. Entonces viajamos en caravana a Alejandría.
Los ojos del fraile brillaban de emoción.
—Estas son cosas que ningún otro hombre blanco ha podido hacer —exclamó—. Se te va a hacer difícil convencer al maestre Jacomé y quizá a don Bartholomeu.
—¿Jacomé de Mallorca, el famoso cartógrafo y navegante?
—El mismo.
—¿Está en este barco?
El franciscano negó con la cabeza.
—El maestre Jacomé vive en Villa do Infante, un pueblo que el príncipe Enrique ha mandado construir en Sagres. Sigue contándome tu historia —le suplicó—. Al menos es divertida, sea verdad o no.
—Os estoy contando la verdad —le aseguró Andrea Bianco un poco brusco—. Si don Bartholomeu decide no creerme, hay mucha gente en Venecia que juraría mi identidad.
La puerta se abrió de repente y doña Leonor entró como la brisa fresca de primavera. Sus ojos brillaban de emoción y sus mejillas eran sonrosadas. Con un vestido que resaltaba la gracia juvenil de su cuerpo esbelto y con el cabello recogido como una masa de tirabuzones oscuros, era el vivo retrato de la salud y la belleza.
—Mi padre dice que el esclavo será mío hasta que el príncipe Enrique decida sobre él —anunció agitada. En ese momento se dio cuenta de que Andrea la estaba mirando y se sonrojó—. Ah, está despierto.
—Dice no ser moro en absoluto —dijo el fraile—, y estoy seguro de que dice la verdad, por lo menos hasta aquí.
La joven frunció el ceño.
—¿Qué queréis decir?
—También dice ser Andrea Bianco, el cartógrafo de Venecia.
Los ojos de doña Leonor volvieron a los de Andrea, pero ahora con disgusto.
—Andrea Bianco se perdió en el mar hace muchos años —dijo con tono severo—. ¿Cómo te atreves a intentar robarle el nombre?
—Yo no cojo nada que no sea mío —dijo Andrea bruscamente—. Llegado el momento, probaré lo que digo.
—¿Con más mentiras? —preguntó altiva—. Estás muy seguro de ti mismo, señor quienquiera-que-seas, para ser un esclavo. Veremos qué dice mi padre de todo esto.
Se dio la vuelta y dejó la cabina, con la cabeza bien alta.
—Si yo tuviera que enfrentarme a la dura tarea de demostrar mi identidad para salvarme de la esclavitud —observó cáusticamente fray Mauro—, no iría por ahí enfadando a la gente que me trata con amabilidad.
Andrea Bianco se encogió de hombros.
—Es muy joven, casi una niña.
—Si eso es lo que piensas, hijo mío, tu opinión ha recibido la influencia del látigo del Islam. Doña Leonor di Perestrello tiene veinte años, gobierna la casa de su padre con mano firme, y es toda una mujer.
—¿Y por este motivo debería alegrarme de ser su esclavo? —preguntó Andrea—. Que no se os olvide que he sido esclavo durante ocho años —puso las piernas en el suelo y se levantó—. No, hermano, yo no creo que Dios en Su misericordia haya querido liberarme de los moros para hacerme esclavo de los cristianos. Tan pronto como lleguemos a Venecia probaré mi identidad, para satisfacción de todos.
—La resurrección de Nuestro Señor cambió la historia del mundo —observó fray Mauro filosóficamente—. ¿Quién puede decir el efecto que tendrá la resurrección de Andrea Bianco, si es que ése es tu nombre?
Doña Leonor volvió poco después. Con ella iba un hombre delgado y mayor, de rasgos marcados, piel de oliva y el pelo canoso como el de un aristocrático andaluz.
—Dice ser el cartógrafo Andrea Bianco, padre —dijo doña Leonor indignada—. El que se perdió en el mar. Esto prueba que es un impostor.
Don Bartholomeu se volvió hacia Andrea.
—¿Cuál es vuestra historia? —le preguntó con gentileza.
—Mi nombre es Andrea Bianco, estoy diciendo la verdad. Tengo familia en Venecia que me identificará.
—Es evidente que no sois moro —dijo don Bartholomeu pensativo—, y se ve que habéis recibido educación. La cuestión de si sois o no Andrea Bianco se verá en Venecia. Llegaremos pasado mañana. Si vuestra familia os identifica, caballero, seréis libre, con nuestra bendición.
Incluso el mal humor que tenía porque la joven lo había llamado impostor se disipó ante la sinceridad y justicia de don Bartholomeu.
—Acepto, señor. Con mucho gusto —dijo.
—Ha viajado por Oriente, Excelencia —dijo fray Mauro exaltado—. Estoy seguro de que al Infante le gustará oír las historias de sus viajes.
Don Bartholomeu sonrió.
—Estoy seguro de que nuestro Príncipe dará la bienvenida a un famoso cartógrafo como Andrea Bianco en cuanto decida visitarnos.
De pie en el riel de la carabela, Andrea miraba a la tripulación bajo el mando de Eric Vallarte, el capitán vikingo, que estaba orientando la nave hacia el puerto de Piazza di San Marco. Era un día claro, y detrás del campanil y de las cúpulas de la ciudad se veía bien definida la línea de los Alpes. Desde la elevada cubierta de proa, la belleza de Venecia se desplegaba ante él como un dibujo infinito de casas maravillosas, ya que, como los venecianos solían decir, hasta los barrios de esta ciudad son más bellos que las zonas más elegantes de las otras.
Mirando la ciudad que lo vio nacer y donde pasó su primera juventud, Andrea sintió un nudo en la garganta y sus ojos se humedecieron de emoción. Fray Mauro había conseguido encontrar algo de ropa para él, que le dio uno de los marineros, pero ni el tejido barato ni el mal corte de la prenda podían esconder su porte erecto y su cuerpo alto y fuerte. Los muslos amenazaban con hacer explotar las costuras de las calzas de lana barata que los cubrían y la robusta túnica de tela áspera le quedaba estrecha y le oprimía el pecho.
La emoción de volver a casa le había hecho olvidar todo tipo de deficiencia en su aspecto. Todo esto podía remediarse enseguida dirigiéndose a las carísimas tiendas del lateral de la plaza antes de La Giacometta donde solía ir a comprar. Se imaginaba poder escuchar, incluso a aquella distancia, el clamor profundo de las voces del comercio del famosísimo Rialto de Venecia, el tintineo de los ducados de oro sobre las mesas de los cambistas, que son siempre una parte fundamental de toda ciudad comercial, y los golpes de los martillos de los orfebres.
—A-oel! Sia Stali!
Se oían los gritos de advertencia de los gondoleros cuando viraban su embarcación de un solo remo deslizándose por los canales y lagunas. Como siempre, en Venecia todos parecían alegres y contentos. Con razón esta ciudad se conocía en todo el mundo como
La Serenissima,
la metrópoli más rica y bella del mundo, y el vínculo de unión, a nivel comercial y artístico, entre la Europa occidental y las tierras del Este. Incluso en los tiempos de crisis, cuando el comercio de Oriente amenazaba con el florecimiento de los turcos otomanos, Venecia seguía siendo la misma ciudad tranquila de siempre.
La carabela estaba atracando lentamente en la zona del
Fondaco,
donde unos almacenes inmensos que daban al muelle parecían dispuestos a tragarse los cargueros que iban llegando y dejando las mercancías para ser cargados de nuevo, preparándose para el viaje de vuelta. Una pequeña parte del canal era una fila de pequeños barcos o botes que llevaban el suministro de alimentos diarios necesarios para la vida de
La Serenissima.
Fray Mauro iba caminando por la cubierta hasta que se paró al lado de Andrea.
—Qué pena que no hayas podido anticipar palabra sobre tu llegada —dijo—. Un hombre que vuelve de la muerte después de ocho años merecería tener una delegación que lo recibiera.
Andrea sonrió.
—A ellos les habría sorprendido.
—¿A ellos?
—Mi padre ya era muy mayor cuando me fui, y puede que haya muerto en estos ocho años, pero tengo un hermano, Giovanni, y un hermanastro, Mattei; y también está Angelita.
—¿Tu hermana?
—No, mi prometida, la señora Angelita di Fontana.
—Yo conozco a una familia Di Fontana —dijo el franciscano—. Tienen relaciones financieras y comerciales con la casa de los Medici.
—La misma.
Las palabras del fraile regordete hicieron emanar en Andrea un río de recuerdos y esperanzas que durante todos aquellos largos años en las galeras no se había permitido. Sin esperanzas de escapatoria, se había impuesto rígidamente mantener a Angelita fuera de su mente ya que, de no ser así, el pensar en lo que había perdido lo habría vuelto loco. Ahora todo había cambiado. Una nueva vida se tendía ante él. No se trataba simplemente de regresar a la vida de entonces, ya que el Andrea Bianco de hoy era completamente distinto al que hacía ocho años se había declarado a su prometida.
Angelita, una mujer de gracia majestuosa y lenta sonrisa, siempre compuesta y elegante, había sido la pareja adecuada de un hombre cuya fortuna iba creciendo gracias a su fama como cartógrafo y al negocio que lo ligaba a través de su padre al fructífero comercio con Constantinopla, Trebisonda y las demás ciudades de Oriente. Había sido una elección lógica desde todos los puntos de vista. La noble familia de los Medici ya había comenzado a desarrollar el negocio bancario y los intereses comerciales allá donde los cristianos se habían establecido, e incluso con las tierras del norte y los traficantes moros de esclavos que seguían las grandes rutas de África. De este modo, aunque los Bianco no eran de familia noble, eran muy respetados y admirados en Venecia, e influyentes en el Consejo de los Diez. Su nombre era muy conocido entre las compañías de barcos que comerciaban bienes de valor incalculable en el mercado de las especias (como canela, pimienta de Java, jengibre, nuez moscada o cúrcuma roja) y piedras preciosas, maderas exóticas y telas finas (como el brocado, el velo, el terciopelo y la seda), procedentes de las fabulosas tierras de Oriente.
Después de todo, Andrea Bianco había sido un hombre feliz cuando ocho años antes zarpó de Venecia rumbo a Trebisonda, en el Mar Negro, con un cargamento de especias para venderlas en las ciudades del Mediterráneo. En realidad, él estaba más interesado en la navegación de la galera que en el beneficio que obtendría con su carga, y en Venecia había pasado más tiempo diseñando mapas y estudiando la posición de las estrellas que disfrutando de la gracia y belleza de Angelita, su prometida.
Don Bartholomeu y su hija estaban en la proa del barco, en el punto más alto, desde el que controlaban toda la actividad de los muelles. La joven era una imagen fabulosa, con su figura esbelta y graciosa, los ojos que le brillaban de entusiasmo y los labios un poco abiertos, como si quisiera beberse toda la belleza y encanto de aquella ciudad legendaria.
—Contrólate, Leonor —le dijo su padre con cariño—. Es sólo otra ciudad.
—¡Esto es Venecia, padre!
E fantástico!
—Estaban hablando en el dialecto portugués al que estaba acostumbrado Andrea.
El señor Di Perestrello se rió.
—Esta joven nos dará problemas, fray Mauro —le dijo al franciscano—. Vos conocéis Venecia, así que la dejo bajo vuestra protección.
Justo en ese momento la proa del barco golpeó suavemente el muelle y, por la excitación, terminó aquí la conversación. Todos estuvieron ocupados durante las horas que siguieron echando las amarras de la carabela, arreglando todo para descargar las mercancías y preparando el desembarco de los pasajeros. Andrea ayudó en todo lo que pudo, ya que se sentía en deuda con el patrón del barco. Incluso llevó el equipaje de don Bartholomeu y doña Leonor a la góndola que los llevaría enseguida al palacio del señor Martello, el comerciante que representaba al príncipe Enrique en Venecia, donde se alojarían durante su estancia en la ciudad.
Sólo después de que oscureciera Andrea pudo pasear por las calles familiares de Venecia hacia su vieja casa, con algunas monedas que le había dado fray Mauro tintineando en el bolsillo. Aunque sabía que había muchos ladrones, iba desarmado, confiando en que su tamaño y la fuerza que había adquirido durante años en los remos le ayudarían en caso de que lo atacasen.
Puede que fuera aún demasiado temprano para los ladrones, o que les intimidara la evidente seguridad de Andrea, pero en cualquier caso, no lo molestaron mientras se dirigía a su casa en Via delle Galeazze. Al pararse delante de la elaborada fachada, observó que la fortuna de la familia debía de estar aumentando porque se notaba que el
palazzo
había sido restaurado hacía poco. Habían quitado el moho que solía acumularse en las paredes a causa del clima tan húmedo del Adriático, y estaba todo recién pintado.
Cuando estaba a punto de llamar a la puerta, cambió de idea y se dirigió a la parte trasera de la casa, hacia el pequeño patio cerrado que daba al canal. El jardín estaba vacío, aunque había luces encendidas en la casa. Andrea arqueó las cejas cuando vio una góndola privada, tapizada suntuosamente, que estaba atracada en un muelle de piedra que formaba un banco del canal. Alguien en la familia tiene gustos lujosos ahora, pensó. Incluso con la relativa prosperidad que había conocido antes de zarpar para Trebisonda, los Bianco nunca habían poseído algo tan selecto como aquello.