Esta maniobra se repetía una y otra vez cuando el bergantín navegaba a toda velocidad, hora tras hora sin descanso. Encadenados a la madera del barco, estos desgraciados medio desnudos y casi muertos de hambre pasaban a veces hasta veinte años de sus vidas en el mismo barco, si es que eran tan desafortunados como para vivir tanto tiempo.
El cuerpo de El Hakim le habría parecido un modelo perfecto a un artista. No se le veía ni un gramo de sobra cuando se sentaba a esperar a que le pusieran las cadenas, con los tendones tensos bajo la piel como los de un tigre preparado para saltar sobre su presa. Incluso en reposo, una tensión alerta y una rápida inteligencia lo distinguían de los otros esclavos, que se desplomaban sobre sus remos, desesperados y resignados a su suerte.
—¡Un barco! —se escuchó de repente desde la atalaya del navío.
En un instante todo cambió en el bergantín. Las jarras de agua y comida se quitaron rápidamente de en medio. Los soldados prepararon sus armas, y, en los espacios que quedaban bajo los bancos de remos, los artilleros empezaron a encender las mechas, que ardían lentamente. Agachados, analizaron con atención las posiciones de bombardeo, desde donde podían lanzar una bola de hierro casi a línea de mar, y cargaron los cañones más finos, capaces de romper la cubierta de un barco con fragmentos irregulares de metal o piedras pequeñas.
Excitado ante la posibilidad de una presa, el capataz que estaba encadenando a los prisioneros no aseguró el grillete de El Hakim. El Sabio se agachó rápidamente con los demás, dejando la larga cadena que normalmente lo ataba al banco colgada cerca de él, detrás, como si estuviera encadenado, al tiempo que una gran agitación se apoderaba de él. Después de cinco años de tortura y duro trabajo, éste podría ser el día que había estado esperando y esta débil esperanza lo había inundado de júbilo. Agachado en los remos, rezaba en silencio para que aquel barco lejano no fuera una galera veneciana porque, si así fuera, el corsario tendría que dejarla pasar.
—¡Esclavos, a los remos! —ordenó Hamet-el-Baku desde su puesto en la cubierta de popa. El capataz repitió la orden, dando latigazos a los esclavos para asegurarse de que le obedecieran inmediatamente. Mientras el
rais
marcaba el ritmo, los esclavos se tiraban sobre los remos para evitar más latigazos, y el veloz bergantín se propulsó levantando literalmente sus faldas, como una mujer que escapa, navegando a toda velocidad.
Fue duro, ya que el ritmo era dos veces más rápido que cuando la vela los ayudaba a empujar. Un movimiento en falso, un resbalón en los bancos que estaban siempre mojados de sudor y excrementos de los esclavos, que a veces no se movían de allí en todo el día, podría crear una gran confusión en todo un banco de remos. Los capataces vigilaban la pasarela central, paseando entre los hombres preparados para el combate que estaban agazapados allí y las espaldas de los artilleros, que también estaban agachados, de rodillas detrás de sus armas, preparados para dar un buen latigazo al primero de aquellos cuerpos achicharrados por el sol que presentara signos de flaqueza.
Como los demás, El Hakim se inclinó sobre los remos y se concentró en remar. Él, solo, cogió la mitad del peso de su remo y lo tiró hacia él con sus músculos y espalda fortísimos, para no llamar la atención del capataz, que podría darse cuenta de que en realidad no estaba encadenado. De vez en cuando, cuando se erguía para levantar el extremo del remo y meter la pala en el agua, conseguía ver por un instante en qué dirección se encaminaba el bergantín a aquella velocidad.
Al principio sólo vio el perfil de un barco delante de ellos, pero conforme se iban acercando, pudo distinguir el diseño de las velas y la forma del casco. En un primer momento, al verlo, se desilusionó; el otro barco parecía pequeño, más pequeño que muchas de las víctimas que habían caído en las manos de Hamet-el-Baku. Sin embargo, poco a poco las esperanzas de El Hakim empezaron a aumentar, cuando vio que el otro barco seguía navegando con valentía, aunque su capitán sin duda ya habría visto al bergantín. Además, había algo en el perfil de lo que rápidamente reconoció como una carabela, que le decía que no se trataba de un barco común repleto de mercancías y con una mala defensa.
Sus líneas eran mucho más elegantes que las de muchos otros barcos del Mediterráneo, y sus mástiles tenían una inclinación audaz. Navegaba a gran velocidad, con las velas desplegadas por completo, intentando dejar atrás al bergantín, virando en una dirección que la acercaría al cabo de Sicilia, donde no la pudieran seguir.
Tenía todas las velas izadas: una vela pequeña y cuadrada en la proa, una vela mayor cuadrada, una gavia en el mastelero mayor y una vela latina en el artimón. Era una imagen estupenda con aquella brisa fresca, y en el barco atacante se oyó un murmullo de admiración. Los esclavos no tenían tiempo de nada, salvo de seguir con los pesados movimientos para perseguirla; pero El Hakim todavía conseguía de vez en cuando verla, y su belleza lo llenaba de exaltación, y de esperanza.
El rumbo de ambos (la carabela tratando de escapar y el bergantín virando mientras aumentaba su velocidad) hizo que poco a poco se fueran acercando. La estrategia de la carabela era, obviamente, dejar atrás al atacante y llegar a salvo a uno de los puertos de la costa sur de Sicilia. También era evidente la intención de Hamet-el-Baku de atacar la nave en plena huida para detenerla y que los
levents
y los jenízaros, probando con avidez la hoja de sus cimitarras, le permitieran tomarla en un único acto de abordaje.
Cuanto más aumentaba el ritmo marcado por los capataces encargados de las galeras, los esclavos se lanzaban a un esfuerzo cada vez más frenético, con los látigos que les fustigaban sin interrupción. La distancia entre ambos barcos estaba disminuyendo rápidamente y El Hakim vislumbraba el bullicio de las preparaciones para la batalla que muy pronto iba a tener lugar en la cubierta de la carabela. Un hombre parecía estar dirigiéndola, un tipo alto de barba roja que llevaba una armadura, pero la fuerza de defensa del barco era claramente menor comparada con las filas repletas de hombres que, en tensión, estaban preparados para el ataque en el bergantín.
Ya sólo los separaba un estrecho espacio de mar, cada vez menor. En la sección central, entre los bancos de remos, los artilleros ya habían cargado las bombas y estaban soplando sobre las mechas que prendían lentamente. El sonido de una flecha, que procedía de un arco lejano desde la carabela, retumbó como un avispón furioso, y uno de los
levents
que estaba cerca de El Hakim tosió y murió con una flecha de casi un metro clavada en el pecho. Al darse cuenta de que sus cuerpos no estaban protegidos contra las flechas, algunos de los esclavos perdieron el ritmo, pero los látigos de los capataces cortaron el aire, tiñendo de rojo las espaldas.
El Hakim no aflojó el ritmo, pero sus ojos alerta volvían a la carabela a la más mínima oportunidad que se le presentaba. Hamet-el-Baku era un veterano de este tipo de batallas. A la primera flecha, había ordenado a sus hombres que alzaran sus escudos, formando así una barrera temporal que los protegiera a ellos y a los esclavos. Ahora, ignorando las flechas que caían a su alrededor, así como sus zumbidos, el capitán moro estaba dirigiendo tranquilamente al timonel, que llevaba el timón entre las manos, orientándolo casi verticalmente hacia el agua. El Hakim veía el enorme travesaño de madera de la carabela que estaba ensamblado al timón. Hamet-el-Baku, por su parte, como muchos otros piratas, prefería el viejo método de timonear con dos travesaños verticales, uno a cada lado.
Lentamente la proa del corsario empezó a balancearse cuando uno de los hombres que llevaban el timón dejó caer todo su peso sobre él. Muy pronto la carrera del bergantín se concentró en el espacio vacío de océano que tenía por delante de él. Viendo los dos barcos, El Hakim pudo percatarse de que el capitán moro había decidido astutamente embestir la carabela de popa a proa, donde el impacto la dañaría menos. ¡A qué precio la vendería en los mercados! Teniendo tan pocos defensores, no tenía sentido dañar la carabela más de lo estrictamente necesario para que sus hombres pudieran trepar por el puente de remos desde babor del bergantín y tomar la cubierta de la carabela derrotada. Una vez allí, y con un número tan superior de hombres, la habría tomado en un momento.
El Hakim oyó un grito repentino desde su propio barco y vio a los dos hombres musculosos que dirigían la gran barra del timón. La proa del barco estaba virando, lo que quería decir que el hombre pelirrojo que dirigía la carabela había optado por la temeraria táctica de chocar de lleno contra el bergantín, por la mitad. Con los bancos de remos, una maniobra como ésta sería fatal para el atacante, ya que lo inutilizaría en sólo unos segundos.
Sin embargo, Hamet-el-Baku estaba demasiado entrenado como para que una reacción así le cogiera por sorpresa. Con dureza les dijo a sus hombres que se acercaran a la carabela forzando los travesaños del timón, para ponerse paralelo a la carabela y poder elegir la zona de impacto. Viendo que la proa del corsario empezaba a virar, El Hakim pensó que había llegado el momento, ya que, si lo perdía, puede que nunca más se le presentara la oportunidad.
Se inclinó sobre los remos, y con la mano derecha consiguió llegar hasta la cadena que tenía debajo, tiró hacia arriba en un movimiento tan brusco que lo desenganchó del banco de remos, pero con tanta fuerza que lo empujó hacia atrás, yendo a parar a la pequeña plataforma en que estaban los timoneles, con Hamet-el-Baku detrás de ellos, en un punto en que los hombres pudieran oír sus órdenes.
El Hakim estaba desarmado, pero usando las dos manos consiguió coger la cadena y moverla en grandes círculos con toda su fuerza, que reavivó para el combate. El pesado arco de hierro que siempre lo había mantenido atado a los bancos golpeó a uno de los timoneles rompiéndole el cráneo. Su cuerpo cayó sobre la plataforma y se quedó colgado un momento sobre el riel de cubierta, cayendo después al agua. Era tan grande el asombro de todos que El Hakim pudo embestir al otro timonel en la barriga con la cabeza y empujarlo hacia atrás, dando una voltereta que lo tiró por la borda, mientras El Hakim se preparaba para enrollar la cadena y usarla como arma contra el capitán corsario.
Hamet-el-Baku estaba acostumbrado a la lucha. Dibujando una curva con su espada, lanzó un golpe brutal contra la espalda desprotegida del galeote, un golpe que habría cortado en seco la rebelión de El Hakim, al tiempo que su vida, si lo hubiera alcanzado. Pero el Sabio estaba luchando por su vida, así que cuando el moro intentó rajarlo en dos, volvió a alzar la cadena. Golpeó la espada, haciendo que se le cayera al suelo y, después forcejeó con Hamet-el-Baku, rodando por la cubierta de popa. Mientras tanto el bergantín, sin ningún hombre que lo timoneara, empezó a dar bandazos y perdió el rumbo.
Incluso así, parecía que la suerte estaba a favor de los corsarios. Uno de los hombres, saliendo de su asombro, reaccionó y fue hacia el timón, mientras el capitán y El Hakim seguían luchando, pero el ver a un esclavo de galeras desarmado intentando atacar a su señor estaba tan lejos de lo común que por un momento se olvidaron de todo lo demás, y ese preciso instante, en que el bergantín había perdido el control, hizo que la batalla cambiara su rumbo.
Hamet-el-Baku era un adversario fuerte y astuto, pero el saber que en cualquier momento uno de los subordinados que estaban sólo a algunos pasos de ellos recobraría el control y le clavaría un puñal en la espalda, le dio a El Hakim toda la fuerza de la desesperación, y girándose, como había aprendido de los luchadores de Cipangu, consiguió coger el pesado cuerpo de Hamet-el-Baku y alzarlo por los aires como un granjero habría levantado un saco de trigo. El capitán aterrizó en mitad de la galería de los esclavos justo en el momento en que la carabela chocaba contra su barco.
El Hakim cayó sobre la cubierta por la fuerza del impacto, y por un momento perdió el sentido. Al recuperarlo, vio los altos arcos de la torre de la carabela sobre él que se hincaban a babor del bergantín, destrozando los remos y tirando al agua los baluartes de defensa. Por encima del crujido de la madera que chocaba, se oían los gritos agonizantes de los esclavos de las galeras cuyos cuerpos se desgarraban por la sacudida y las puntas astilladas de los remos, y el grito de los
agas,
que intentaban organizar a sus hombres para la lucha, aunque muchos de ellos se habían caído al agua con las armaduras, hundiéndose como piedras.
Mientras trataba de levantarse, El Hakim vio la cara fiera y feliz del hombre alto de barba roja que estaba dirigiendo la defensa. Llevaba un casco cónico con una prominencia que le protegía la cara, y en el brazo izquierdo tenía un escudo redondo con una punta en medio. También tenía una pequeña espada en la mano derecha.
—¡El fuego! —gritó el guerrero de la barba roja exultante—. ¡Soltad el fuego!
Algo silbó por los aires y cayó sobre la estrecha pasarela del bergantín. Sin hacer ruido, explotó en docenas de tentáculos de fuego que corrían como serpientes despavoridas. Se oyeron todavía más gritos de agonía, lo que hizo que El Hakim supiera lo que había pasado antes de escuchar la voz del jenízaro que gritaba:
—¡El fuego! ¡El fuego de los griegos! ¡Alá nos ha abandonado!
Los bancos de madera y la pasarela estaban en llamas, y grandes bolas de fuego líquido se esparcían por todo el bergantín, mientras que desde la cubierta de la carabela seguían lloviendo bolas incendiarias que creaban nuevas islas de llamas en sus entrañas. El “fuego griego”, una mezcla de brea, sulfuro y lima, era un arma diabólica que, una vez encendida, emanaba un fuego que no podía extinguirse con agua, sino sólo con arena o con tierra, elementos que el bergantín no llevaba. La gran vela latina, que ondeaba furiosa con el viento, había sido alcanzada por las llamas, dando un tono aún más diabólico a la escena.
Sano y salvo, excepto por unos cuantos moratones que se había hecho al caer sobre la cubierta en el momento del impacto, El Hakim, con la cadena en las manos, se echó hacia atrás dando risotadas, mientras los que antes lo habían despreciado y flagelado ahora corrían desesperadamente intentando salvar sus vidas, o se tiraban por la borda huyendo del fuego. Entre tanto, los chirridos de un barco contra otro continuaban conforme la carabela avanzaba contra los baluartes del bergantín arrollando las pesadas vigas de madera como si fueran un trozo de pergamino.