El que la misión del señor Di Perestrello se hubiera concluido con éxito lo probaba el imponente documento oficial que se entregó en breve a su Príncipe y que se leyó en la capilla de Villa do Infante. Con él, Su Santidad, Eugenio IV, contestó a la petición del príncipe Enrique con “gran regocijo” y seguía diciendo así:
Como se nos ha notificado ahora por nuestro amado hijo Enrique, Duque de Viseu, Maestre de la Orden de Cristo, que confiando firmemente en la ayuda de Dios, para confusión de los moros y enemigos de Cristo en aquellas tierras que han desolado, para exaltación de la Fe Católica, y para que estos caballeros y hermanos de la mencionada Orden de Cristo, la cual ha comenzado la guerra contra tales moros y demás enemigos de la Fe bajo el estandarte de tal Orden, actúen en dicha guerra con renovado fervor, concedemos absolución total de todos los pecados de los que se arrepientan sinceramente en sus corazones o de los que se confiesen oralmente. Y quienquiera que viole, contradiga, o actúe contra lo declarado en este mandato, recaiga bajo la maldición de Dios Todopoderoso y sus Apóstoles Pedro y Pablo.
A este efusivo elogio al príncipe Enrique y a sus seguidores, el infante don Pedro, entonces regente del reino, añadió una recompensa algo más tangible, dando al infante Enrique el privilegio de obtener un quinto de los beneficios de todas las exploraciones y operaciones comerciales que se llevaran a cabo en las nuevas tierras, que por norma deberían pasar a pertenecer a la Corona.
El regente estableció, además, que, puesto que el príncipe Enrique había concluido todo el plan de exploración dando como resultado la aparición de hombres y mujeres de piel negra como el terciopelo en los mercados de Portugal, nadie estaría autorizado a navegar hacia aquellos puertos sin la licencia y orden expresa del Gobernador del Algarbe y Duque de Viseu.
Tampoco fue una victoria vana el atrevimiento de los capitanes del príncipe Enrique de navegar hacia el sur a lo largo de las costas africanas rodeando el temido Cabo Bojador. Desde los días de los primeros califas cientos de años antes, el comercio africano estaba bajo el estricto control del Islam. Durante largos siglos las caravanas habían cruzado el inmenso desierto de arena al sur de Marruecos y las montañas del Atlas para vender pimienta, esclavos, polvo de oro y maderas preciosas en Ceuta y otros centros musulmanes. Después de setecientos años, se anhelaba ardientemente romper con este monopolio, no sólo para liberar a los negros del Islam, sino también por un propósito mucho más práctico, como era la gran riqueza que supondría para Portugal.
Podemos imaginar la alegría que se respiraba por las calles de Lagos y Villa do Infante cuando se supo la decisión del Papa. El señor Di Perestrello y su hija, así como Eric Vallarte y fray Mauro fueron agasajados durante todo el día por la gente del pueblo, que les llevaron toda clase de regalos y bienes. Si, en medio de tanta agitación, fueron pocos los que notaron la presencia de un esclavo alto, de cuerpo magnífico y piel morena entre la comitiva del señor Di Perestrello, fue porque últimamente había muchos esclavos en Lagos, donde los barcos procedentes de África descargaban sus preciadas mercancías para el mercado.
Tras haber pasado los últimos años en las galeras, incluso un pueblo tan pequeño como Villa do Infante y el puerto, algo mayor, de la ciudad de Lagos fueron una delicia para Andrea. Había sido asignado como esclavo a la comitiva de don Bartholomeu hasta que el príncipe Enrique decidiera finalmente sobre su caso. Pronto se dio cuenta de que su señor era uno de los hombres más ricos de esta parte de Portugal, así como un hombre de confianza del príncipe Enrique. El mismo Príncipe había salido de Lisboa inmediatamente después de su llegada, por asuntos de Estado, y no volvería en varias semanas. Las actividades de exploración del príncipe Enrique y de sus capitanes habían sido suspendidas durante un tiempo por dificultades políticas del reino de Portugal. La prematura muerte del rey Duarte, que había sucedido al trono a don Juan, había conmocionado el reino. Pero es más, el Rey había dejado establecido que se nombrara a la reina Leonor (como pasó a nombrarse a la hija mayor de Bartholomeu di Perestrello) única regente del reino mientras sus hijos no pudieran reinar por ser menores de edad.
Cuando la gente comenzó a protestar violentamente por tener a una mujer extranjera en el trono, Pedro, el segundo hijo de don Juan, ya había tomado las riendas de la regencia. No quedaba ya ningún apego entre él y la Reina, a la que todos despreciaban. Ante esta situación, el príncipe Enrique había sido llamado una y otra vez para intervenir como pacificador, un papel que asumía como un deber, pero de ningún modo con placer. Puesto que los asuntos reales le robaban mucho tiempo, le quedaba poco para la supervisión personal de las actividades de Villa do Infante y Lagos, que habían sido para él toda su vida, y como consecuencia se habían realizado pocas exploraciones desde el audaz viaje de João Zarco y Tristão Teixeria.
En cuanto a Andrea Bianco, había decidido aguardar por el momento y ver qué pasaba. De hecho tenía poca elección, ya que si hacía algo que el señor Di Perestrello o sus hombres pudieran interpretar como un intento de escapatoria, lo podrían matar allí mismo y conforme a la ley, según la condena de muerte que le había impuesto la corte de Venecia.
De todas formas Andrea no sentía ninguna inclinación a huir, por el momento. Villa do Infante era algo nuevo para él: toda una comunidad dedicada exclusivamente a la búsqueda intelectual, a la observación nocturna cuando los cielos estaban despejados, y a la enorme sala donde trabajaban los cartógrafos pacientemente bajo la dirección de Jahuda Cresques, conocido como el maestre Jacomé. Este lugar era el más fascinante que Andrea hubiera visto nunca.
El príncipe Enrique había llevado desde Mallorca al hijo de Abraham Cresques, que había diseñado el primer mapa del mundo realmente completo desde los tiempos de Ptolomeo, el geógrafo griego que había vivido unos 150 años d. C. Conocido ahora como el maestre Jacomé, había atraído, como una lámpara atrae a las mariposas, a muchos de los hombres que lideraban los campos de la navegación, las matemáticas, la astronomía, la cartografía, la geografía y otras muchas actividades intelectuales.
En cuanto a doña Leonor, Andrea la veía casi todos los días, ya que era la encargada de dirigir los asuntos de la casa de don Bartholomeu. Su otra hija, Filippa, era mucho más joven que doña Leonor. Era sólo un bebé cuando su madre murió unos años antes. Aunque lo tratara con estricta imparcialidad, como a todos los demás esclavos, Andrea no podía evitar admirar la eficacia con la que doña Leonor gobernaba la casa, y por el hecho de que no se diera cuenta de que todos, incluido fray Mauro, la adoraban.
Incluso teniendo poco contacto con doña Leonor, Andrea estaba impresionado por el alto nivel de educación de la joven, en unos tiempos en que las mujeres normalmente no sabían ni siquiera leer ni escribir. En gran parte, como pudo darse cuenta rápidamente, era gracias a la obra de fray Mauro, quien, además de ser el director espiritual de la casa de don Bartholomeu, instruía a doña Leonor en otros campos. Lo había hecho tan bien que hasta podía mantener su propia opinión ante los matemáticos y navegantes que se reunían para hablar con el fraile en el puerto; pero si no hubiera sido por su gran entusiasmo y rapidez mental —pensaba Andrea— todos los esfuerzos del franciscano habrían sido en vano.
El hombre más importante en Villa do Infante (después del príncipe Enrique) era sin lugar a dudas el maestre Jacomé. Era un hombre pequeño y corvo, con la cabeza algo grande para su estatura, que llevaba siempre la capa de pana del judío devoto, y que dirigía a sus estudiantes con mano dura en lo que parecía una pequeña universidad. Sus ojos hundidos traicionaban la grandísima inteligencia que se escondía tras ellos, y su cabeza calva almacenaba una enorme sabiduría, al tiempo que, como Andrea descubrió, un brusco carácter.
El maestre Jacomé visitaba con asiduidad a fray Mauro. Una noche, cuando Andrea le llevaba el vino y los pasteles que el fraile regordete solía compartir con él antes de irse a dormir, lo encontró allí.
—Siéntate, Andrea —le dijo amablemente fray Mauro—. Quiero presentarte a mi amigo el maestre Jacomé.
El judío miró a aquel esclavo tan alto a los ojos.
—El buen fraile me ha dicho que has viajado a Cipangu, Hakim —dijo.
Andrea se sentó en un taburete y se echó un vaso de vino antes de contestar. Ya no llevaba los grilletes porque en el promontorio aislado de Sagres había pocas oportunidades de escapar. Además, fray Mauro lo trataba de igual a igual, y él asumió con total naturalidad que el otro hiciera lo mismo.
—Sí, Vuestra Señoría —le dijo con respeto.
—No esperes obtener ningún tipo de favoritismos de mí tratándome con títulos que no me corresponden —dijo Maestre Jacomé con aspereza.
Andrea se encogió de hombros.
—Os estaba saludando como cartógrafo, labor por la cual ciertamente merecéis todos los honores.
—¿Qué sabes tú de cartografía?
Andrea miró a fray Mauro, pero el franciscano movió la cabeza, indicándole que todavía no le había contado nada al maestre Jacomé sobre él.
—He viajado a tierras lejanas —dijo entonces Andrea— y estudiado los mapas con los que los hombres navegan desde la India hasta China usando los monzones. Y conozco los trucos de los corsarios.
—Obviamente también eres un fanfarrón —dijo el maestre Jacomé severamente—. Tras el mucho hablar normalmente se esconde la ignorancia.
—Como deseéis, señor —dijo Andrea tranquilamente—. Me habéis preguntado y yo os he contestado.
—¿Qué más aprendiste en tus viajes que haya contado ya el maestre Marco Polo? O puede que hayas leído su libro y te hayas inventado toda una sarta de mentiras para impresionar a la gente honesta.
—He leído el libro del maestre Polo —admitió Andrea—, pero también he estado en lugares que él no ha visto y he viajado a tierras donde él no ha estado.
—Nombra algunas de ellas.
—En la isla de Cipangu luché contra hombres fuertes de aquellas tierras y he visto nieve sobre una montaña que arde con un fuego inextinguible en su interior.
—¿Y qué más?
—Sus soldados luchan con sables y usan armaduras fabricadas con juncos duros.
—¿Te dijeron a qué distancia hacia el este se encuentra la isla de Cipangu? ¿O hablaron de otras tierras más allá de esta isla?
En ese momento Andrea se puso alerta, porque las palabras del viejo judío le habían dado una idea, un indicio del valor que podía tener lo que había aprendido en sus viajes y que podría usar en beneficio propio. Si Jahuda Cresques andaba buscando esta información, puede que otros estuvieran dispuestos a pagar por ella. Quizás, hasta podría lograr que el mismo príncipe Enrique lo recompensara con lo que más deseaba en aquel momento: su libertad.
—Sigue —le ordenó el maestre malhumorado—. Contesta a mi pregunta.
—He sufrido mucho desde aquel día —dijo Andrea tratando de agradar—. Dejadme pensar si los hombres de Cipangu mencionaron algo de lo que queréis saber.
El maestre Jacomé lo miró fijamente entornando los ojos, y Andrea supo que no había engañado a aquel viejo judío astuto.
—¿Has puesto precio a tus conocimientos? —le preguntó.
—Todo tiene un precio, señor.
—¿Cuál es el tuyo?
Andrea se encogió de hombros.
—No puedo decidirlo hasta que no sepa cuánto vale realmente lo que sé.
—Eres un villano sinvergüenza —dijo bruscamente el maestre Jacomé—. Unos buenos latigazos te soltarían la lengua.
—Soy un esclavo, pero no por mi culpa, señor —dijo Andrea tranquilamente—. A fuerza de latigazos no conseguiréis de mí información que yo no os quiera dar. Por otra parte, don Bartholomeu es un hombre justo. Nunca azotaría a un hombre que no hubiera cometido ningún delito.
El maestre Jacomé se volvió hacia fray Mauro.
—Es evidente que este hombre es un charlatán —le dijo—. Dudo que nunca haya hecho más que remar en las galeras y escuchar las historias de los que viajaban con él.
El fraile había presenciado la conversación, con una mirada pensativa.
—¿Qué significa todo esto, hijo? —preguntó—. El maestre Jacomé es amigo mío, y un famoso navegador y cartógrafo.
—Yo conozco información que le serían de gran valor, a él y al Infante. Sería un necio si no sacara el mejor provecho posible por estos conocimientos.
—Apuesto a que no puedes decirnos nada que no sepamos ya —dijo el maestre Jacomé.
Andrea sonrió.
—Hasta que no he hablado con vos, mi buen señor, no me había dado cuenta de lo mucho que valen las cosas que he aprendido durante los últimos ocho años. Ahora estoy empezando a hacerme una idea de su valor y podéis estar seguro de que no les pondré un precio que no sea justo —se levantó—. ¿Tengo vuestro permiso para retirarme, hermano?
Fray Mauro asintió con la cabeza.
—
Va bene,
hijo mío. Espero que estés haciendo lo correcto.
Andrea sonrió.
—A veces uno lo único que puede hacer es lo que le parece lo mejor, y esperar que sea así.
Pax vobiscum,
señor Cresques.
El señor Bartholomeu di Perestrello, después de desayunar con su familia cada mañana, acostumbraba a escuchar las peticiones y quejas de los miembros de la casa y de los esclavos, resolviendo los problemas que entre ellos pudieran surgir y asignando a cada uno sus tareas según las sugerencias que le diera doña Leonor. Aquella mañana, después de la conversación de la noche anterior con el maestre Jacomé, Andrea se presentó ante el señor Di Perestrello y su hija, y esperó pacientemente a que los otros esclavos recibieran sus encargos.
Doña Leonor se los leía de una lista que ella misma había preparado.
—Hakim, esta mañana tú cortarás la leña en el patio —le anunció—, y esta tarde me acompañarás al mercado para llevarla.
Andrea inclinó la cabeza en reconocimiento pero no se movió de allí.
—¿Qué ocurre? ¿Prefieres hacer otro trabajo?
—Tengo una petición que hacer a don Bartholomeu.
—Escucharemos lo que tienes que decirnos, Hakim, como solemos hacer con todos los esclavos —le dijo el señor Di Perestrello—. ¿Qué es lo que quieres?
—Quiero comprar mi libertad.
Doña Leonor abrió los ojos de par en par.
—¿Comprar tu libertad? ¿Con qué?