El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (24 page)

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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

BOOK: El cartógrafo y el misterio del Al-kemal
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—Entonces ésta tiene que ser la parte occidental del Nilo —gritó João Gonçalves—.
¡Por Dios!
¡Qué cosa más rara!

Llegaron hasta el borde de aquella mancha marrón, y Martín Vasques se mojó la mano y la probó.


¡Sangre de Cristo!
—exclamó—. Este agua es dulce, no salada, y tiene sólo un ligero sabor a barro.

—Tiene que ser el río Sanaga —dijo Andrea—. Puede que incluso el Nilo occidental, como dice el señor Gonçalves.

El bote de la otra carabela llegó hasta donde estaban ellos, y Andrea le explicó a Gomes Pires lo que habían descubierto.

La noticia hizo que don Alfonso y los demás olvidaran sus temores. Volvieron a izar las velas rumbo al este, hasta la mancha enorme. Muy pronto tuvieron más pruebas de que se trataba realmente del agua que traía la corriente de un poderoso río, incluso a tantas millas de la costa. La velocidad de las carabelas disminuyó no sólo por la fuerza de la corriente, como si una mano gigante estuviera empujándolos hacia atrás, sino también por los despojos, ramas de árboles o incluso troncos que le pasaban a los lados.

Poco después del mediodía el vigía advirtió de que se empezaba a ver la costa que se extendía ante ellos y media hora más tarde Andrea vio dos palmeras que crecían a los lados de la desembocadura del río, como si fueran dos grandes banderas que se izaban hacia el cielo.

Las carabelas avanzaban, resonando, por la boca del río, pero lo hacían lentamente para no encallar en los bancos de arena que se amontonaban por el fango que el río había ido llevando al mar durante siglos, y mientras lo hacían empezaron a divisar los límites de una inmensa selva que llegaba hasta el cabo, marcando así el límite norte de la boca del río. Las dos palmeras que hacían de centinela se distinguían bien, por ser mucho más altas que las demás, tal y como los esclavos le habían contado al príncipe Enrique.

—Otro milagro de la navegación, señor Bianco —dijo don Alfonso lleno de júbilo. El miedo que había pasado apenas unas horas antes ya se había apaciguado ante la prospectiva de obtener un buen cargamento de negros, así como el favor del príncipe Enrique ante este importante descubrimiento—. Nos habéis traído hasta el Nilo occidental y la puerta de entrada al reino del Preste Juan.

X

Habían visto que las costas del cercano Cabo Blanco eran arenosas y casi desiertas, pero la ribera sur del río Sanaga (si es que era éste) era un muro de vegetación que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. La ribera norte parecía un poco menos densa en vegetación, pero incluso ésta era mucho más espesa que el resto de las zonas que habían visto durante el viaje.

El río parecía tener unos cinco kilómetros de anchura, lo que les daba una idea de la tremenda cantidad de agua que llevaba hasta el mar. La marea bajó antes de que pudieran llegar a la boca del río, y como la dirección de la corriente había cambiado y la marea era más baja, las carabelas empezaron a moverse a mayor velocidad. Cerca de la orilla norte había muchos bancos de arena y arrecifes que se adentraban en el mar y Andrea estaba seguro de que lo mismo ocurriría en la orilla sur, que no habían visto todavía. Entre ambas orillas había una isla que dividía en dos la desembocadura.

Con la ayuda de la marea, las carabelas lograron adentrarse en el río sin encallar. Impulsados por la fuerza de la corriente principal avanzaron hacia la ribera sur y echaron anclas a unos cien pasos de ella.

Por el momento no habían visto señales de vida humana en la zona, aunque parecía evidente que la región, de una increíble fertilidad, debía de ser propicia. Los árboles y plantas trepadoras de la ribera sur formaban una pared de vegetación mucho más alta que los mástiles de las carabelas, y lo mismo se podía decir de la parte norte, aunque era un poco menos espesa. Había flores salvajes que parecían crecer literalmente en el aire, y muchísimos pájaros de colores fantásticos volaban alrededor de ellos o se encaramaban en las lianas que colgaban por encima del río, observándolos con gran curiosidad. De vez en cuando se oían unos trompetazos desde la orilla. No pudieron identificar de qué se trataba, pero Andrea creía que serían elefantes, ya que los azanegues le habían dicho que había muchos por esta zona.

Justo antes del anochecer vieron un extraño animal que nadaba en el río. Su espalda, tan ancha como la de un caballo, flotaba en la superficie. La cabeza también tenía la forma de la de un caballo, pero el doble de ancha, y en la boca se le veían colmillos enormes que parecían los de un jabalí. Martín Vasques lo llamó el “pez caballo”. Se quedaron asombrados cuando el animal salió del agua por una zona donde la orilla era baja contorneándose sobre sus patas, que parecían tan grandes como los muslos de un hombre. Cuando cayó la noche algunos murciélagos gigantes se abalanzaron contra los barcos. Tenían las alas tan grandes como los brazos de un hombre y daban gritos horribles.

El agua estaba llena de peces, algunos tan grandes como un niño. Un pez se tragó de golpe un anzuelo que lanzaron, incluso antes de que llegara a tocar el agua. Como se encontraban entre dos muros de vegetación, el calor asfixiante del día se calmó un poco por la noche. De todas formas, estaban empapados en sudor y hasta las velas tenían tanta humedad que parecían gotear.

Don Alfonso se secó el sudor de la frente con la manga mientras estaba con Andrea y el capitán Ugo en la parte central del barco, esperando a que se hiciera el pescado que estaban preparando en un fuego que habían hecho sobre unos cazos llenos de arena.

—No me gusta el lugar donde nos habéis traído, señor Bianco —le dijo—. Hace demasiado calor y me da la impresión de que nos están observando desde la orilla.

—Seguramente —convino Andrea—. Es difícil ver a los negros de noche, e incluso de día sería imposible ver a nadie que se esconda a sólo dos pasos detrás de ese muro de vegetación.

Un resoplido llegó desde la parte posterior del barco. Andrea cogió una lámpara de aceite que colgaba del mástil y fue hacia el riel más bajo.


¡Por Dios!
—gritó don Alfonso apuntándolo en la oscuridad—. ¿Qué es eso?

Una enorme cabeza con dos ojos redondos los observaba sin pestañear. El animal (o el pez) era capaz de mantener su posición contra corriente con sólo ondear la cola tan larga que tenía y que se veía a veces cuando golpeaba contra la superficie. Su cuerpo, largo y grueso, era muy oscuro, casi negro, y parecía estar cubierto de escamas fuertes, como si fuera una armadura. Flotando en el agua ante ellos, el animal tenía un aspecto aterrador mientras los miraba fijamente con aquellos ojos tan brillantes.

—Creo que sé lo que es —dijo Andrea, cogiendo la luz que llevaba don Alfonso. Se dirigió hacia cubierta, donde encontró un cubo en el que habían puesto los desechos y vísceras de los pescados de la cena, volvió al riel y tiró su contenido al lado del animal. Este saltó fuera del agua para comérselos de un mordisco, y tal fue la impresión al ver las dos filas de colmillos del animal y su fuerza, que don Alfonso dio un salto hacia atrás y casi se le calló la lámpara.

—¡Madre de Dios! —dijo boquiabierto—, pero, ¿qué es eso?

—Es sólo un cocodrilo —le dijo Andrea, seguro de sí mismo—. He visto muchos en el Nilo en Alejandría.

—Entonces éste tiene que ser de verdad el Nilo occidental.

—Si es que existe —dijo Andrea.

—Puede que logremos atravesar África con los barcos y llegar hasta el reino del Preste Juan —sugirió don Alfonso.

Andrea negó con la cabeza.

—En Alejandría me dijeron que el Nilo nace al sur, en una región llamada las “Montañas de la Luna”. Si esto es cierto, sólo una parte de este río será navegable. Me imagino que tendrá cataratas en el interior, como el Nilo oriental.

—He oído a gente entendida que dice que hay una corriente que fluye al oeste del Paraíso —dijo el capitán Ugo—. ¿Puede que sea ésta?

Andrea sonrió.

—¿Un paraíso lleno de cocodrilos, capitán? Si un hombre cayera al agua, un animal con esas mandíbulas lo rompería en dos como un hacha.

—El príncipe Enrique seguramente nos recompensará por haber descubierto este río inmenso —dijo don Alfonso—. Así que no hay ninguna razón que nos impida irnos de aquí lo antes posible.

—Se dice que los negros son los únicos que tienen oro en esta parte del mundo —le recordó Andrea—. Yo, por mi parte, quisiera volver a Lagos siendo un hombre rico.

—Y, ¿cómo os proponéis conseguirlo?

—Podemos seguir río arriba cuando la marea vuelva a subir mañana. Tiene que haber algún poblado cerca de las orillas del río.

—Los moros dicen que los hombres de Guinea envenenan sus flechas con hierbas —dijo don Alfonso dubitativo.

—Nosotros tenemos armaduras, y vuestros arqueros podrían matarlos antes de que nos alcanzaran.

—Tengo que pensarlo —dijo Lancarote—. Es una responsabilidad muy grande llevar a tantos hombres donde no ha penetrado ningún blanco.

Durante toda la noche se oyeron los sonidos de la selva y las acometidas de la corriente, con sus extrañas y temibles criaturas. El ruido de los pájaros sobre los árboles, los gemidos del pez caballo, los rugidos de los cocodrilos gigantes que infestaban el agua y los chillidos de los murciélagos hicieron que la noche se convirtiera en una pesadilla. Al amanecer, una nube enorme, blanca y espesa, como de algodón, cubría el río, haciendo que fuera casi imposible ver nada, y los barcos parecían flotar sobre ella, como suspendidos en otro mundo.

Con la ropa húmeda y el ánimo abatido, los hombres de la Santa Clara se reagruparon en torno a sus peroles para comer un poco de pan y pescado recalentado mientras esperaban que el sol de la mañana se llevara aquella niebla. Poco a poco todo a su alrededor se fue haciendo más claro y muy pronto las riberas del río empezaron a tomar forma. Al disiparse la niebla el río empezó a parecerse a todos los demás, y se animaron un poco.

—La marea subirá pronto, señor —le dijo el capitán Ugo a Lancarote—. Podemos seguir río arriba cuando suba, si lo deseáis.

Don Alfonso dudó, pero su ambición por el oro y los honores del príncipe Enrique pronto le hicieron olvidar sus temores.

—Seguiremos río arriba un poco más —decidió— para ver lo que podemos descubrir.

Con la fuerza de la marea y unos harapos a modo de vela en el palo de trinquete que les ayudaba a seguir el curso, las dos carabelas empezaron a avanzar lentamente. El río parecía no estrecharse y la profundidad seguía constante, por lo que pensaron que conseguirían penetrar bastante hacia el interior y les pareció que quizá estaban realmente en el Nilo occidental.

Era casi mediodía cuando pasaron un recodo y vieron a cinco negros que estaban pescando en sus canoas y que los miraban perplejos. Sin embargo, se quedaron inmóviles sólo un momento, porque enseguida se pusieron a remar frenéticamente, alejándose de las carabelas hacia la costa antes de que éstas hubieran alcanzado una distancia suficiente para poder llamarlos.

Uno de los remeros cogió su ballesta, pero don Alfonso le ordenó no disparar. Los negros, remando con fuerza, desaparecieron enseguida río arriba, mientras que las carabelas los seguían lentamente. Todos estaban alerta, y los arqueros estaban en sus puestos, con las armas preparadas para el ataque.

Una media hora más tarde vieron un claro con muchas cabañas de paja en la orilla sur cerca de un afluente. Echaron anclas a una distancia segura fuera del alcance de las flechas de los nativos y esperaron a que fueran estos los que dieran el segundo paso. El poblado parecía desierto, pero se imaginaban que sería sólo por un tiempo porque habrían escapado cuando los pescadores les hubieran dicho que se acercaban los barcos con alas.

Al cabo de una hora más o menos, aparecieron unas canoas por el afluente, que se estaban acercando cautelosamente a los barcos, remando hasta colocarse a su alrededor. Los hombres eran muy oscuros, con el pelo corto y una especie de adornos de huesos en las orejas y la nariz. Sus cuerpos resplandecían embadurnados con algún tipo de aceite y eran muy musculosos. Desde un punto alto de la cubierta de proa, Andrea veía que llevaban arcos y flechas en las canoas.

—Los nativos van armados y sus flechas seguramente estarán envenenadas —le advirtió a don Alfonso, que se había puesto la armadura completa para impresionar a los nativos que pudieran subir al barco—. Dudo que nos ataquen ellos primero, me da la impresión de que vienen sólo por curiosidad.

Un hombre más alto que los demás iba sentado en la canoa más grande. A diferencia del resto, que llevaban sólo un taparrabos, iba vestido con algo que parecía piel de cabra que le cubría también las piernas, y el resto del cuerpo lo tapaba algún otro tipo de material más fino, que a Andrea le pareció algodón, porque había visto algunos árboles de algodón a la orilla del río.

Poco a poco las canoas se fueron acercando. Cuando don Alfonso juzgó que podrían oírlo se acercó al riel para que lo vieran. Andrea se puso a su lado y les habló en los dialectos árabes que conocía. Esperaba que entendieran por lo menos algunas palabras, ya que pudiera ser que el jefe hubiera tratado alguna vez con los azanegues o las caravanas procedentes del interior.

Se levantaron muchas voces entre las canoas, pero el hombre más alto, que era evidentemente el jefe, ordenó bruscamente silencio. Entonces se dirigió a Andrea en uno de los dialectos que había usado.

—¿Quiénes sois?

—Dioses blancos de más allá de los mares —le dijo Andrea—. Venimos en son de paz.

Los negros hablaron entre ellos, y después el jefe volvió a dirigirse a Andrea.

—¿Por qué habéis venido?

—Para visitar vuestras tierras y traeros regalos.

Los negros empezaron a acercarse aún más, aparentemente convencidos por su respuesta.

—Preparad las armas —advirtió don Alfonso, un poco nervioso, a los hombres de las carabelas—, pero no os mováis hasta que no lo hagan ellos.

Cuando la primera canoa llegó al barco, le echaron una cuerda al jefe, que trepó por ella como lo hubiera hecho un mono. Era un salvaje de muy buen aspecto con los ojos brillantes e inteligentes. Entonces empezaron a trepar otros nativos y en poco tiempo ya había una docena de ellos en la cubierta estudiando a los hombres blancos, sus ropas y sus armas, asombrados.

—Venimos en son de paz —repitió Andrea en el mismo dialecto—. Éste es nuestro jefe, don Alfonso Lancarote.

El jefe negro frunció el ceño. Parecía que no había entendido qué significaba el nombre.

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