Todas estas funciones correspondían a Andrea Bianco, como navegante de la flota de don Alfonso Lancarote. El capitán de la Santa Clara era Ugo Tremolina, un genovés con muchísima experiencia en cuestiones marítimas.
Andrea hizo amistad enseguida con este italiano taciturno, que le enseñó muchas cosas prácticas sobre la estimación de las distancias y el gobierno de los barcos.
Don Alfonso había insinuado varias veces que le gustaría aprender algo más sobre el método de navegación de Andrea, pero él había demostrado una gran habilidad evitando el tema. Andrea hacía sus observaciones con el Al-Kemal en plena noche, cuando el resto de la tripulación estaba durmiendo, excepto el vigía. Se guardaba bien de que los demás no vieran el Al-Kemal y, cuando terminaba, volvía a ponerlo en su sitio, dentro del lienzo de lona que llevaba colgado en el cinturón.
Andrea supo, al dejar Gomera, que habían registrado sus cosas varias veces, pero no le sorprendió. Era lógico que un instrumento de navegación como el suyo despertara la curiosidad (y la codicia) de muchos de los que lo acompañaban. De hecho, considerando su valor, casi todos los que estaban a bordo debían de estar interesados en él.
Andrea marcaba todos los días en el mapa la posición en la que se encontraban. Una mañana, mientras lo hacía, se le acercó por detrás don Alfonso y, por encima del hombro, empezó a mirar lo que estaba haciendo.
—Estamos haciendo grandes progresos gracias a vos, señor Bianco —le dijo el dueño del navío amablemente.
—Debéis agradecérselo al viento, señor. Los capitanes de Lagos me dijeron que tendríamos el viento a favor por estas latitudes, mientras naveguemos hacia el sur o el sureste.
—El problema es la vuelta, no el viaje hacia el sur —concordó Lancarote—. ¿Cuánto creéis que tardaremos en llegar al Cabo Blanco?
Andrea hizo algunos cálculos mentalmente.
—Apenas diez días de navegación, si el viento y el tiempo se mantienen como hasta ahora.
Lancarote miró las velas y la espuma que dejaban las olas sobre el mar con el paso de la carabela. Los cinco navíos avanzaban por el océano, dejando a su paso una estela geométrica que reconfortaba a todo el que tuviera un instinto marinero de orden y método.
—Con un tiempo tan bueno como éste, creo que podré llevaros directamente hasta el río que los negros llaman Sanaga —añadió Andrea—. Los habitantes de Guinea valen más que los esclavos del norte y, además, exploraremos un nuevo país, como el Infante espera de nosotros.
—Puede que tengáis razón —admitió Lancarote—, pero hay otras cosas que también tenemos que considerar. Seguramente habréis notado que nuestra flota cuenta con más hombres armados de lo normal.
—Creí que sólo sería para una mayor precaución.
—Tenemos un segundo propósito, señor. En uno de los viajes a la región de Arguin y las islas Tíber un compañero amigo mío, Gonçalo de Sintra, fue salvajemente asesinado por los moros. Nuestra intención es castigar a esa gente por atreverse a atacar un barco de nuestro Príncipe. De paso no sólo cogeremos algunos esclavos, sino que acrecentará el honor de los caballeros que se unan a la batalla.
—¿Qué honor se puede adquirir luchando contra los salvajes —exclamó Andrea— si sólo saben usar lanzas, y arcos y flechas primitivos?
Alfonso Lancarote se endureció.
—Obviamente no estáis familiarizados con las leyes de la caballería, señor Bianco. Un caballero aumenta su honor en cualquier combate donde demuestre valor e integridad.
Andrea se encogió de hombros.
—Yo soy marinero y cartógrafo, no un soldado, señor. Si vos decís que el matar salvajes que solamente están defendiendo sus hogares aumenta el honor, respetaré vuestra opinión, pero no me pidáis que me una a vosotros.
Lancarote lo miró lleno de rabia.
—Sois peligrosamente franco, señor Bianco.
La mirada de Andrea no vaciló ni un momento ante la furia del otro hombre.
—Los venecianos somos una gente extraña —dijo simplemente—. Nosotros creemos en el derecho de los hombres a su libertad, aunque a veces no defendemos este derecho como se merece.
Lancarote mantuvo aquella mirada agresiva unos momentos, pero cuando vio que no vacilaba, sencillamente se encogió de hombros.
—Ya que no sois caballero, señor Bianco, el participar en una batalla no puede honraros. No creo que sea necesario recordaros que estáis al servicio de esta nave como navegante. Dejadme a mí la política de actuación y de estrategia.
—Con mucho gusto —dijo Andrea—. Yo soy feliz con mis instrumentos y mis mapas.
El tiempo apacible y el viento enérgico continuaron. Casi no tuvieron que hacer ningún cambio de velas. Después de su conversación con Lancarote sobre el honor que se gana en las incursiones contra los salvajes que viven en las costas de África, Andrea notó que la comitiva del dueño del barco lo dejaban mucho más tiempo solo. En realidad esto no le desagradaba. En su lugar se dedicó a cultivar su amistad con el capitán Ugo, un hombre taciturno que conocía bien su oficio.
A pesar de lo preparado que estaba en la navegación y la cartografía, Andrea se dio cuenta de que todavía le quedaba por aprender mucho sobre el gobierno de un barco, que eran cosas que sólo se adquirían con un largo aprendizaje y con experiencia en el mar y, ya que el capitán Ugo estaba contento de haber conocido a alguien en el barco que hablara italiano, los dos empezaron a llevarse bien enseguida. Como Ugo Tremolina era un capitán experimentado, rápido en calcular la velocidad y la posición del barco, consiguió convencer a Andrea de que estaban navegando más rápido de lo que había estimado.
Las observaciones nocturnas de la Estrella Polar que hacía Andrea con el Al-Kemal se fueron haciendo cada vez más difíciles, porque el punto de referencia era cada noche más bajo, ya que se estaban dirigiendo hacia el sur, hacia la región de la línea equinoccial. Los navegantes árabes de Oriente le habían explicado que al acercarse a este punto, la Estrella Polar desaparecía completamente bajo el horizonte y, en su lugar, se aparecía otra constelación de los cielos del sur en forma de cruz, o con más imaginación, de cuadriga. Esta nueva constelación del sur, le habían asegurado, era un punto de referencia constante, aunque no muy seguro, porque no existían tablas de cálculos u observaciones sobre ella, como en el caso de la Estrella Polar.
Andrea había calculado, con la información que tenía de otros viajes y las escalas que habían hecho otros capitanes, la distancia aproximada del cordel del Al-Kemal que debería indicar la latitud del Cabo Blanco. Una noche, cuando estaba a punto de tocar con la nariz el nudo del cordel cuando el Al-Kemal rellenaba exactamente el espacio entre la Estrella Polar y el horizonte, sintió un escalofrío al darse cuenta de que tenía entre las manos un instrumento que le daba la oportunidad de hacer lo que ningún otro capitán podía hacer, es decir, navegar directamente hasta un punto determinado aunque no pudiera verse la línea de la costa.
Era más de medianoche y Andrea tenía para él solo toda la cubierta de proa. Con la proa del barco que terminaba en punta, y la lona del trinquete formando una barrera detrás de él, estaba en un punto seguro, fuera del alcance de la vista de los demás hombres. Muchos de ellos estaban apoltronados en la cubierta en un pequeño círculo de luz que proporcionaba la lámpara del habitáculo, algunos de ellos jugando y otros durmiendo. Pocos hombres estaban alerta, excepto el timonel y el oficial de guardia de la cubierta de popa, desde donde veía la brújula, en caso de que el timonel perdiera la concentración.
Para asegurarse mejor, Andrea decidió echar un último vistazo con el Al-Kemal antes de volver a la amplia escotilla donde dormía, protegido del viento por el bote que llevaban siempre en cubierta. Absorto en sus observaciones, no oyó los pasos ni vio la sombra de un hombre con la cara cubierta por un trozo de tela negra que se le acercaba por detrás, por debajo del trinquete, pero cuando éste tropezó con la base del mástil, profirió una blasfemia en voz baja, que Andrea oyó. Se metió el Al-Kemal debajo de la túnica y se dio la vuelta rápidamente, pero en este momento el hombre le dio un golpe en la cabeza.
Aturdido por el golpe, rodó hacia el riel a punto de caerse por la borda, pero era evidente que no era esto lo que quería el asaltante (por lo menos por el momento), así que sintió una mano que lo cogía por el brazo dándole un gran tirón que lo llevó a parar a la zona triangular que había debajo del palo del trinquete.
—¡Al ladrón! ¡Al ladrón! —consiguió gritar mientras el hombre lo registraba rápidamente, antes de quedarse inconsciente al darse un golpe contra el mástil.
—Señor Bianco, ¿qué os ha pasado? —Gil Vicente lo tenía levantado entre los brazos. Uno de los que se habían acercado a él levantó una lámpara, y Andrea vio que todos los vigilantes y algunos de los hombres que estaban durmiendo en cubierta estaban allí alrededor de él.
—Me he debido de resbalar y me habré caído —dijo entre dientes.
—Habéis gritado “¡Al ladrón!, ¡Al ladrón!” —dijo un soldado canoso, Martín Vasques, con el que Andrea había hecho amistad.
—Estaba aturdido por la caída y puede que haya dicho algo.
—Estaba atravesando la cubierta para buscar un vaso de agua cuando he oído un porrazo y un grito —dijo Gil Vicente—, y cuando he llegado os he encontrado tumbado boca abajo debajo del mástil.
—He debido de tropezar en la oscuridad —dijo Andrea sonriendo—. Siento haber causado todo este revuelo, creo que me iré a dormir un poco.
—Yo tengo algunos conocimientos de medicina, señor —dijo Gil Vicente—. Quizás podría examinaros para ver si os habéis hecho algo.
—Gracias, señor Vicente, pero he sobrevivido a golpes más fuertes que éste —Andrea se inclinó para pasar por la parte baja de la vela y, con la ayuda de Martín Vasques, atravesó toda la cubierta hasta llegar a la zona donde dormía. El viejo soldado fue al barril y volvió con un jarro de agua y vino.
—Bebeos esto —le ordenó—. Os despejará la cabeza.
Andrea se lo bebió agradecido.
—No sabéis mentir, señor Bianco —le dijo el soldado mientras recogía el jarro.
—¿Por qué decís eso?
Martín Vasques se sacó un trozo de madera de debajo de la túnica. Era de ancho como su muñeca y tan largo como la mitad de su brazo.
—O tenéis el cráneo más duro del mundo, o Nuestra Señora os protege. He encontrado esto entre las cañerías de cubierta mientras todos los demás estaban con vos.
Andrea examinó el garrote, y la verdad es que asustaba nada más verlo.
—Me di cuenta a tiempo, así que el golpe no me dio de lleno. Pero, ¿por qué querría alguien atacarme?
—Sois un hombre honesto, señor Bianco, y esto es siempre una desventaja al tratar con canallas. Todos en este barco sabemos que por las noches usa en secreto su instrumento de navegación, que, si es tan bueno como dice, podría hacer rico a todo el que lo posea.
—Y a su país, la primera potencia marítima —dijo sobriamente.
—Así que cualquiera podría estar interesado en robároslo.
—Suponiendo que supiera usarlo.
—Los entendidos en la materia podrían aprender. Además, hay muchos países que pagarían por destruirlo con tal de que no lo pueda usar Portugal.
—¿Creéis que quien haya sido volverá a intentarlo?
—Tan seguro como que el sol volverá a salir. Estáis en grave peligro, amigo mío, pero haré todo lo posible por protegeros.
—Gracias, Martín —dijo Andrea agradecido—. ¿Tenéis alguna idea de quién haya podido ser?
—Hemos ido todos hacia allí en la oscuridad al oír vuestro grito, así que seguramente se habrá mezclado con los demás, y no creo que nadie lo haya reconocido.
—Entonces, sólo hay un modo de identificarlo —dijo Andrea—. Haciendo que lo vuelva a intentar.
—Una trampa en la que vos seréis el anzuelo —dijo Martín con tono burlón—. Esto es algo en lo que sólo un hombre valiente puede pensar. Id con Dios, señor.
Andrea esperó a don Alfonso la mañana siguiente muy temprano.
—Según mis cálculos estamos ya en la latitud del Cabo Blanco —le informó—. Si ordenáis cambiar la ruta hacia el este, llegaremos a la costa africana en menos de dos días.
A Lancarote le brillaron los ojos.
—Son realmente buenas noticias, señor Bianco. Creía que todavía tardaríamos algunos días en llegar.
—Confío en mis mediciones, señor.
—¿Qué opina el capitán Tremolina?
—Está de acuerdo.
—Entonces cambiad la ruta a toda costa. Dios quiera que estéis en lo cierto.
Se dio la orden y la trompeta anunció el cambio de rumbo a los otros barcos. Los marineros subieron a cambiar las velas, y la elegante carabela puso rumbo al este.
En ese momento ya no era tan fácil avanzar, porque el viento formaba un ángulo recto con las velas. Durante las siguientes doce horas Andrea no se movió de la proa, esperando una señal de la costa ante ellos. Antes del amanecer del segundo día, empezó a escucharse el rugido de las olas que rompían y el capitán Ugo ordenó que la Santa Clara no avanzara hasta el amanecer, para que se pudiera ver mejor la costa. Nadie había vuelto a atacar a Andrea, tal vez porque ahora estaba alerta y no dormía sin que Martín Vasques estuviera cerca.
Con el amanecer vieron delante de ellos la oscura costa africana. Un poco más al sur se veían los arrecifes de arena blanca del cabo.
Por la alegría de poder desembarcar directamente, sin necesidad de todas las tentativas que normalmente había que hacer hasta llegar a un sitio conocido, don Alfonso parecía haberse olvidado de la discusión que había tenido con Andrea, hasta tal punto que lo felicitó y organizó una fiesta en su honor. Como Lancarote no quería alertar a los moros de su presencia desembarcando en el Cabo Blanco, decidió seguir navegando hacia el sur hasta llegar, al día siguiente por la tarde, a una isla que él mismo identificó como Arguin.
Se aproximaron a Arguin con cautela, ya que había sido aquí donde la vez anterior habían bajado muchísimos moros mientras él luchaba contra los nativos para hacerse con el mayor número de esclavos posible. En aquel encuentro, corto pero sangriento, habían perdido la vida más de una docena de portugueses. Las carabelas se disponían a echar las anclas en una bahía resguardada, cuando una docena de barcas aparecieron de detrás de una punta dirigiéndose hacia el continente, separado de la isla sólo por una estrecha lengua de agua poco profunda.