Cuando hubo terminado de leer el escrito, Franquila elevó los ojos al cielo y exclamó en un susurro:
—¡Bendito sea Dios! ¡Ciertamente, es un milagro!
El rostro de la reina Goto resplandeció de felicidad al ver la emoción de su tío, y dijo solemnemente:
—Dios ha estado grande con nosotros. Ha sido un milagro patente. Por eso hemos venido, venerable tío Franquila…
El abad sonrió por primera vez, serenamente, y la miró con ojos llenos de confianza.
Ella añadió con audacia:
—Y ahora, ¿nos dejarás hablar con Hermogio?
Él la examinaba atentamente, percatándose de que ya no admitiría una negativa. Pero permanecía en silencio, meditando su respuesta. Se puso de pie y se acercó a ella diciéndole:
—Hermogio es muy anciano, está enfermo y la razón le ha abandonado.
Goto alzó las cejas, contrariada. Aguardó un poco y luego replicó:
—Da igual. De todas maneras, he de hablar con él. Algo nos dirá sobre lo que sucedió en Córdoba hace quince años. Por la gloriosa memoria de san Paio, déjame entrar en el monasterio para ver a Hermogio. Su hermana Aldara y yo queremos hablar con él, para saber algunos detalles.
—Será inútil; pues todo lo ha olvidado. Ya te he dicho que la razón le ha abandonado.
Sin titubear, la abadesa se puso de rodillas delante de su tío y le suplicó:
—¡Déjanos entrar!
—La regla de san Benito lo prohíbe terminantemente.
Estas palabras acabaron de colmar la paciencia de Goto, la cual, lanzando una mirada llena de exasperación sobre el abad, dijo:
—Entonces, consiente al menos en que los hermanos lo saquen aquí afuera en una camilla. ¡Te lo ruego! Es muy importante para nosotras…
Él trató de apaciguarla con una sonrisa.
—No todo está en nuestras manos —le dijo—. Os empeñáis en traer las reliquias de Paio desde Córdoba y no reparáis en que tal empresa es harto peligrosa. Muchos lo han intentado ya y no han logrado sino enfurecer más a los mauros… ¿Por qué no dejáis las cosas como están?
A lo que ella, exasperada por su indiferencia, contestó amenazadoramente:
—¿De verdad no te preocupa que esas reliquias sigan allí, en tierra de herejes e infieles? Nuestro rey Radamiro hizo voto de devolverlas a Gallaecia si vencía en la batalla… ¡Él sabrá que te niegas a colaborar!
Franquila, sin perder la calma, repuso:
—No quiero que te enfades. Simplemente te advertía de los inconvenientes de ese propósito. Hace cinco años se envió una embajada desde Celanova con el fin de recuperar las reliquias y todo fue inútil. Costó dinero, esfuerzo y la vida de cuatro monjes… Tal vez Dios tiene decretado en su Divina Providencia que los huesos del mártir sigan allí, reposando en las proximidades del lugar de su martirio.
Goto suspiró con irritación y le preguntó con voz apremiante:
—¿Me dejarás ver a Hermogio?
Él respondió adoptando una actitud seca y a la vez condescendiente:
—Debo consultarlo a los hermanos en el capítulo. Mañana te daré la contestación.
Córdoba, Gran Mercado
Septiembre del año 939
Con parsimonia y concentración, Lindopelo batía en el mortero la mezcla de polvo de alheña e índigo, agobiado de calor e impaciencia, presintiendo que, de un momento a otro, vendría alguien de Zahara para reclamar sus servicios. Porque desde la tarde anterior corría por Córdoba la noticia de que el califa se hallaba ya en el palacio. Y sus presentimientos no iban descaminados, pues, de repente, irrumpió en el establecimiento un joven de baja estatura, fornido, vestido con la delicada librea de la servidumbre de Abderramán, aljuba de seda verde, fajín blanco y gorro de tafetán negro. Y aunque lo estaba esperando, Lindopelo parpadeó un instante y se quedó inmóvil, petrificado de terror, como siempre le sucedía cuando llegaba la hora de presentarse en Zahara, a pesar de llevar más de dos años haciéndolo regularmente.
El rostro del recién llegado reflejó apremio y ansiedad:
—¡Vamos! —gritó—. ¡Te esperan!
Los ojillos de Lindopelo empezaron a moverse de un lado a otro y luego se cerraron con fuerza, como si pensara que así se hacía invisible; sus manos seguían detenidas, aferradas al mortero.
—¡Vamos, por el Profeta! ¡La cosa es urgente! —insistió el paje.
Lindopelo reaccionó al fin y, con nerviosismo, se puso a recoger los enseres propios de su oficio: sustancias, pomadas, afeites, tinturas, peines, paños… Tenía perfectamente memorizada la lista de todo lo que necesitaba, pero, aun así, siempre temía olvidar algo.
—¡Vamos, vamos, vamos…! —lo apremiaba el joven.
—No me metas prisa, que si me faltara alguna cosa tendría que regresar a por ella y perderíamos más tiempo.
—Deberías haberlo tenido previsto…
Salieron y cargaron todo mecánicamente en las alforjas de los tres asnos que esperaban a la puerta guardados por otro criado, apenas un muchacho de catorce años. Montó Lindopelo y agarró las riendas con mano petrificada, mirando la neblina soleada de los humos de la calle. Era la hora del almuerzo y no le había dado tiempo a comer; pero ¿quién pensaba en eso con tanta prisa y preocupación?
Atravesaron el gran mercado, repleto de sus gentes, que eran muchas, a las que se sumaban aquel día las oleadas humanas que acudían a la ciudad para celebrar las fiestas del final de Ramadán. El claro sol de septiembre proyectaba sus ardientes rayos y los tres asnos se abrían paso con considerable esfuerzo entre el gentío, los tenderetes, los carromatos y las bestias que abarrotaban los angostos callejones. El olor de las frituras, los guisos y los dulces enmelados impregnaba el aire. Continuaron sin parar, avanzando todo lo rápido que permitía aquella aglomeración, por las tiendas de los artesanos y comerciantes, pasando por delante de la variedad de negocios donde los aromas se esparcían como indicadores: penetrantes perfumes, esencias, drogas narcóticas, hierbajos secos, especias, cueros, tejidos y malolientes jaulones de gallinas y palomas. Los enormes portalones que marcaban los confines de cada barrio permanecían abiertos de par en par y la muchedumbre se agolpaba, antes de esparcirse por la interminable maraña de retorcidas callejas y plazuelas. Cuando lograron alcanzar el final del mercado, les refrescó los rostros el aire puro de las arboledas del río Guadalquivir y pudieron hacer trotar a los borricos recorriendo el ancho adarve, para entrar luego por una de las puertas en la Medina. La vida en esta parte era más sosegada y silenciosa; los edificios sobrios y las moradas escondían sus intimidades detrás de impenetrables muros, en cuyas alturas tan solo se asomaban las delgadas palmeras o las retorcidas ramas de algún nogal. Abandonaron la ciudad por la puerta de Amir y se aventuraron en unos baldíos que se extendían desde las murallas. A derecha e izquierda, un arenal agostado por el largo verano cobijaba infinitas sepulturas, pobres y anónimas, señaladas apenas por montoncitos de piedras. Las sierras se veían a los lejos, parduscas y misteriosas. El camino discurría más adelante atravesando agrestes y montuosos campos donde crecían apretados arbustos, entre peñascos y retorcidas encinas. Ni la mínima brizna de aire corría y las chicharras se empeñaban en recordar que el calor de septiembre resistía aferrado a la tierra.
Llegaron al fin ante las puertas de Zahara, de gruesa madera revestida de bronce pulido, abiertas en las altísimas tapias que escondían todo lo que había detrás… Los guardias les franquearon el paso y penetraron en los jardines, cuajados de verde espesura, pero maravillosamente delineados con arrayanes, laureles y romero, sombreados por sicomoros, cipreses y palmeras que brotaban entre adelfas floridas, jazmines y rosales. Aquel orden bello y perfecto se extendía en armoniosas terrazas que se adaptaban a la ladera, de manera que se recorría ascendiendo por senderos y escalinatas, hasta la plataforma en que se alzaban los palacios, cuya blancura contrastaba con la oscura vegetación. Evitando la entrada principal, que estaba reservada únicamente al califa, bordearon los muros hacia el poniente y se adentraron por los fragantes huertos sembrados de orégano, lavanda, espliego y tomillo, regados por una red de acequias cuya agua fluía transparente, acompañada de su agradable sonido. Dejaron allí los borricos y caminaron por un corredor abierto entre granados y olivos. Accedieron a las traseras del edificio por una arquería casi oculta entre almendros y naranjos. Allí, en las intimidades de la prohibida Zahara, Lindopelo tuvo que aguardar, como siempre, en un amplio y cuadrado patio, delante de un estanque igualmente cuadrado, en cuyo centro rumoreaba una fuente. Frente a él estaba el porche de madera y la puerta de entrada a las dependencias de los chambelanes eunucos.
Salió Alí aben Alfar, quien se ocupaba del vestido y el aseo de Abderramán, y a Lindopelo le costó trabajo reconocerle a primera vista: se le veía fofo y con la cara muy enrojecida. Los otros eunucos que fueron saliendo también habían perdido su gordura. Allí estaban Ibrahim Effat, el más joven de ellos, requemado por el sol y muy desmejorado; y después apareció Muhamad al Muhmín, el peluquero, seco e igualmente con la piel tostada. ¡No parecían los mismos! Y pensó Lindopelo que sería a causa de los ayunos del Ramadán.
Alí, el vestidor real, se adelantó y se detuvo a dos pasos de Lindopelo, lo miró de arriba abajo y le reprochó malhumorado:
—¡Cuánto has tardado!
—La ciudad estaba abarrotada de gente… —se excusó él.
—¡Uf! ¡Qué calor! —se quejó Alí.
Lindopelo percibió algo extraño en las caras de los chambelanes de Zahara, pero no se atrevió a preguntar. Simplemente, por decir algo, observó:
—Tengo ahí todo lo necesario. Puedo ponerme a trabajar cuando me digáis. Es verdad, hace demasiado calor…
Al Muhmín, el peluquero, parecía agotado y triste. Con voz mortecina, dijo:
—Será mejor que te pongamos en antecedentes…
Los demás clavaron en él unas severas miradas. Después se quedaron todos en silencio durante un rato. Entonces Lindopelo acabó comprendiendo que algo malo había sucedido y su corazón se encogió oprimido por negros presagios.
Parpadeando, con los ojos enrojecidos y perdiendo la mirada en el vacío, Alí dijo:
—Nuestro señor Al Nasir aún no se encuentra en Zahara.
—Pero viene de camino… —añadió el joven Ibrahim.
Lindopelo miró a uno y otro extrañado y murmuró:
—¿Entonces…?
Alí bajó la vista con apreciable tristeza y explicó:
—Ha habido algunos inconvenientes. El regreso de las tropas se ha demorado. Pero esperamos que en cualquier momento… En fin, no debemos preocuparnos por eso. Nosotros a lo nuestro.
Y el peluquero Al Muhmín, mirando a los otros como si los pusiera por testigos de sus palabras, añadió:
—Ahora nuestra única preocupación debe ser contentar a Al Nasir y devolverle la dicha que tanto se merece.
«¿La dicha que tanto se merece?», se preguntó Lindopelo. Sin duda, algo horrible había sucedido.
Alí dio una fuerte palmada y, esforzándose por cobrar ánimo, ordenó:
—¡Hala! No perdamos más tiempo. Adentro todo el mundo, que tenemos mucho que hacer. Las mujeres nos están esperando.
—¿Las mujeres? —preguntó Lindopelo.
—Sí, las mujeres —respondió el eunuco—. En esta ocasión, y sin que sirva de precedente, teñirás en primer lugar a las mujeres. Puesto que Al Nasir no ha llegado aún.
En el pabellón que había tras el porche, estalló el escándalo de gorjeos y trinos de la multitud de pájaros que revoloteaban en los enormes jaulones que ocupaban casi todo el espacio. Desde allí pasaron a un jardincillo interior, rectangular, en cuyo suelo cubierto de finísimo albero se dibujaban las sombras de una línea de delgados y oscuros cipreses. Una escalinata de mármol conducía al harén… Sentadas en los escalones, varias mujeres conversaban envueltas en sencillas batas de andar por casa. Hacía aquí todavía más calor. Y Lindopelo, como siempre le sucedía al verse en aquel lugar, se sintió arrebatado por un paralizante ataque de nerviosismo y excitación, mientras su nariz se saciaba con los aromas del almizcle y el jazmín.
De repente, una voz femenina gritó:
—¡Lindopelo! ¡Tunante! ¡Qué abandonadas nos has tenido!
Una de las mujeres, grande y con el rostro enmascarado por los afeites, se había puesto de pie en la escalera y agitaba las manos.
Lindopelo se echó a reír, como para disimular la turbación que acababa de sentir, antes de responderle zalamero:
—¡Zakariya! ¡Se te ve muy guapa!
En los ojos de la mujer brilló una mirada recelosa, meneó la cabeza y exclamó:
—¡Estoy hecha una mierda!
Transcurrió un momento de silencio, cargado de apuro, hasta que el peluquero Alí aben Alfar dijo:
—No te quejes, Zakariya… Al menos tú te has librado de todo lo que nos ha pasado a nosotros…
Lindopelo volvió a percibir la sombra de aquellos misteriosos y graves sucesos que nadie acababa de desvelarle y, sin poder soportar ni un momento más la curiosidad, acabó suplicando:
—¡Por Dios, decidme de una vez qué ha pasado!
Todos allí se miraron con semblantes graves y ninguno de los eunucos abrió la boca. Zakariya entonces se rio, fingiendo ignorar la atmósfera que la rodeaba, y dijo con franqueza e hilaridad:
—¡Anda, resulta que no le habéis puesto todavía al corriente!
Todos inclinaron la cabeza, apesadumbrados. Pero ella bajó por la escalera y avanzó por el jardín hasta donde estaba Lindopelo. Orgullosa, hinchó el pecho grande, como haciendo acopió de valentía, y añadió:
—A nuestro Al Nasir le han dado para el pelo en Gallecia. Su odiado enemigo Radamiro le ha vencido vergonzosamente. ¡Una catástrofe! Yo no fui a la campaña esa, pero las mujeres que estuvieron allí han salvado el pellejo de puro milagro y me lo han contado todo: los cristianos ganaron la batalla en Simancas y luego persiguieron a los nuestros hasta unos barrancos donde fue el mayor desastre… ¡Imagínate! Hasta la servidumbre del califa, sus eunucos y mujeres tuvieron que huir apresuradamente, desperdigándose por los campos y en grave peligro… ¿No ves lo flacos y desmejorados que han venido estos? Han estado durante días sin comer y en su vida han pasado más miedo…
—¡Zakariya, por Allah, ya está bien! —gritó Alí.
Ella se echó a reír de nuevo y, encarándose con él, le espetó:
—¡No digo sino lo que todo el mundo sabrá dentro de un par de días! ¿A qué viene tanto misterio? ¡Todo esto pronto será un secreto a voces!