El camino mozárabe (2 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: El camino mozárabe
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—¡Silencio! —alzó la voz el abad—. Debemos saber de una vez por todas cuál es el verdadero motivo de vuestra visita.

La abadesa suspiró y le espetó bruscamente:

—Primero debes darnos alojamiento, como corresponde a la hospitalidad monacal que exige nuestra regla.

Franquila frunció el ceño y objetó:

—Las normas de Santo Estevo prohíben terminantemente la entrada de mujeres en el monasterio, ya lo sabes.

—¡Qué terquedad! —contentó ella—. Somos mujeres consagradas. Venimos de lejos… ¡Hemos cabalgado durante tres largas jornadas! ¿Vas a consentir que pasemos la noche a la intemperie?

El abad murmuró en tono de reproche:

—Deberías haber mandado aviso antes de presentarte así, de repente…

Una leve sonrisa se dibujó en los labios de Goto y, sin poder contenerse, observó con ironía:

—En su Divina Providencia, el Creador te hizo el hombre más antipático de nuestra Gallaecia, querido tío. Y esto te lo digo con toda la familiaridad que me permite la sangre que nos une y la caridad que nos hermana en el Señor… ¿Nos darás aposento o no?

El abad prefirió no responder y ella, interpretando su silencio, prosiguió:

—Está bien, tío Franquila. Te diré el segundo motivo de nuestra visita.

El abad resopló contrariado y repuso:

—Si te empeñas en llamarme tío, yo te llamaré reina.

Ella meneó la cabeza en señal de fatiga y dijo con exasperación:

—¡Y qué más da! ¿Quieres que te lo diga o no?

En el rostro de Franquila se podía ver la indiferencia que le causaba el asunto.

—Suéltalo de una vez.

Goto volvió la cabeza hacia sus monjas y las miró con serenidad, en silencio; un silencio en el que buscaba seguridad y entereza. Pero ya no pudo reprimir más su ansiedad y acabó llamando a una de ellas con un gesto nervioso:

—¡Aldara, acércate!

Una monja delgada y pálida salió de entre ellas con timidez. Era una mujer madura, de más de cincuenta años; los dedos entrelazados sobre el pecho y un cierto aire enigmático en la mirada de ojos grisáceos.

—Esta hermana nuestra —explicó la abadesa—, a quien a buen seguro recuerdas, aun habiendo transcurrido tantos años desde la última vez que la viste, es la madre del mártir Paio, nuestro dulce intercesor en los cielos. Y aquí, en vuestro monasterio, sirve a Dios su hermano Hermogio, quien fuera obispo de Tuy antes de hacerse monje; el tío del santo niño… En fin, ya imaginarás el motivo de nuestra visita… Venimos a saldar una vieja deuda…

Estas últimas palabras las dijo agudizando la voz y con mayor dureza en la expresión.

Franquila pareció sorprenderse por fin, aunque levemente, y exclamó en tono apesadumbrado:

—¡Ah, pobre Aldara! ¡Pero feliz madre del niño santo! Han pasado ya quince años desde aquello… ¡Quince años!

—Sí —asintió Goto—. Y por eso estamos aquí, porque se cumple el tiempo necesario para que se haga todo como Dios manda. Necesitamos ver a Hermogio y obtener su testimonio.

—Hermogio está en cama muy enfermo…

—Lo sabemos, precisamente por eso urgía más nuestro viaje… Debemos hablar con él antes de que Dios le llame…

—Sea —asintió el abad—. Pero ya es de noche. Los hermanos acondicionarán los graneros para que os alojéis. Mañana será otro día…

2

Córdoba, Gran Mercado

Septiembre del año 939

Los vecinos de su barrio tenían sus buenas razones para llamarle «Lindopelo». La cabeza de aquel hombre no era nada sin su abultada y preciosa cabellera. Tal vez por ese motivo jamás se le veía tocado con gorro alguno, ni con turbante, ni siquiera con la sencilla faja de lienzo con la que muchos se ceñían de la frente a la nuca. Se llamaba Estebanus al Sabbag. El apellido lo heredó de su abuelo y de su padre, que fueron tintoreros en el Gran Mercado. Pero nadie le conocía por tales nombres. Porque todo el mundo, al pensar en él, solo lograba imaginárselo luciendo su bello pelo, y ese pelo era extraordinario: abundante, fino como la seda y de un negro más brillante que el mismísimo azabache. En cambio, su rostro era corriente; menudo y redondo; los ojos insignificantes, la nariz pequeña y la barbilla envuelta en una blanda papada. Sería por eso por lo que, en cuanto alcanzó la edad oportuna, se dejó crecer una larga barba que en absoluto desmereció, en lo que a la calidad se refiere, del resto de los cabellos. Así que, incluso en la madurez, siguieron llamándole Lindopelo. Y aquel apodo, conferido en sus años jóvenes, resultó ser con el tiempo extrañamente profético.

Estebanus al Sabbag, como su abuelo y su padre, se dedicaba a los tintes. Pero su oficio era muy diferente al de sus ascendientes: él no teñía tejidos, sino cabellos. Y esta sorprendente habilidad suya surgió, posiblemente, cuando le dio por experimentar en su propia cabeza con las sustancias colorantes con que durante décadas su familia trabajó para conseguir las diversas tonalidades en lanas y sedas. No obstante, es preciso manifestar que Lindopelo no se lanzó de manera imprudente a colorear cabelleras sin antes invertir una buena parte de su tiempo de aprendiz en perfeccionar su técnica en todo tipo de pieles: conejo, jineta, comadreja, gato… Y una vez que estuvo bien seguro de que el pelo se podía cambiar de color sin riesgo alguno para su naturaleza, empezó a teñirse el suyo propio. A partir de entonces, su persona fue la mejor propaganda para que la gente supiera que nadie como él en Córdoba era capaz de convertir a los rubios en morenos, tornar castaños a los pelirrojos y devolverles a los canos el esplendor y el color del cabello juvenil. Todo un prodigio que causó sensación tanto entre los hombres como entre las mujeres. Y su fama se extendió de tal manera que llegó a oídos nada menos que del califa Abderramán al Nasir, el cual quiso comprobar por sí mismo la perfección del trabajo de Lindopelo.

Llamado al palacio de Medina Azahara, el singular tintorero acudió con sus tintes y desplegó ante los ojos del monarca el lujo de sus habilidades en la sucesión de criados que fueron poniéndose en sus manos: eslavos rubios, caucásicos de cabellos dorados, castaños claros y oscuros, negros intensos y algunos pelirrojos; unos de texturas lisas y lacios y otros ondulados. A todos supo cambiarles el color con asombrosa pericia. El califa se quedó como si estuviera viendo visiones. Pues aquellas cabelleras no quedaban apelmazadas y carentes de vida y movimiento, como sucedía con los clásicos tintes que usaban los peluqueros; sino que resultaban suaves, sedosas y con aspecto plenamente natural.

Porque Lindopelo se había convertido en un verdadero maestro en esta ciencia, a fuerza de entregarse a ella en alma y vida. Como les sucede a los auténticos artistas. Y sus fórmulas magistrales, fruto de su celo y perspicacia, no se las comunicaba a nadie. Podría intuirse que se servía de variadas composiciones a base de henna para rejuvenecer los cabellos blancos, pues ello se hacía desde antiguo; pero el tono por él conseguido era inigualable. Decían que, para lograr las tonalidades anaranjadas o rojizas, mezclaba la alheña con sangre de buey o con renacuajos machacados para los más oscuros. Pero eran incapaces de descubrir en qué manera hacía uso del índigo en perfectas proporciones, hirviendo cada tinte en aceite, antes de alcanzar aquellas perfectas mixturas que conferían al pelo un tono negro puro, brillante y casi mágico. Para el logro de los rubios, se encerraba en su taller y componía ensayadas fórmulas con azafrán, manzanilla, agua oxigenada y lejía. Aunque su verdadero secreto era el agua de potasio, la cual le proporcionaba un alquimista capaz de mezclar perfectamente el ácido carbónico y el bicarbonato de potasio. El pelo rojo era lo más fácil, añadiendo a la anterior fórmula una oportuna combinación de los mismos tintes que se usaban para colorear tejidos. Una vez conseguidos los tonos, hervía mirra y la mezclaba con pomadas, cera y grasa de nutria, para suavizar el cabello y darle el brillo tan admirado por todos.

Trabajaba en un establecimiento pequeño pero limpio, en el corazón del Gran Mercado, en el barrio de los perfumistas. Porque siempre tuvo muy claro que su oficio nada tenía que ver con el de los clásicos tintoreros, cuyo sector estaba impregnado por el fuerte olor de los pigmentos. Tampoco quiso instalarse junto a los barberos y peluqueros, a pesar de que compartía con ellos la materia propia de su trabajo. Pensó, con fundadas razones, que la elegancia fragante de las esencias y los afeites conferían un rango superior a sus inventos y destrezas. No se equivocó en esto y tampoco al prever que la novedad del servicio que ofrecía le iba a proporcionar con el tiempo beneficios considerables: dinero, respeto y la estima del mismísimo califa.

Acababa de inaugurar su negocio cuando se presentó una mañana un criado de Medina Azahara en nombre del chambelán mayor. Lindopelo se asustó. Pero estaba tan seguro de su oficio que pronto adivinó que lo visitaba la fortuna. Recogió sus cosas, se presentó en el palacio y maravilló a todos. Ese día supo el verdadero motivo de su citación: el poderosísimo Abderramán, el Comendador de los Creyentes, quería teñirse el pelo.

Cuando Lindopelo estuvo postrado a los pies del califa y pudo contemplarle por primera vez, comprendió que aquel deseo no era un mero capricho. Los rasgos físicos de Abderramán eran extrañamente llamativos: aunque no fuera un hombre alto, gozaba de un cuerpo bien proporcionado, y la elegancia y fastuosidad de sus vestidos resultaban admirables; sin embargo, lejos de lo que podía esperarse de un legítimo descendiente de la sangre árabe omeya, su tez no era morena, sino muy blanca; sus ojos de un azul oscuro y profundo; las pestañas largas, suaves y rojizas y, ¡sorprendentemente!, la barba rubicunda. Pero el mayor estupor de nuestro tintor llegó cuando el monarca se quitó el turbante y apareció una abundante, estropajosa y anaranjada cabellera.

El gran chambelán informó convenientemente a Lindopelo del porqué de aquella curiosa fisonomía. El poderosísimo Al Nasir descendía, en efecto, de la más pura estirpe árabe de la tierra del Profeta; pero también reunía en su noble persona la sangre de la gente del norte, ya que Muzna, su madre, era esclava y concubina oriunda de Navarra. Además, por vía materna resultaba ser de origen vascón, pues su abuela, la princesa cristiana Onneca, era hija del rey Fortún Garcés de Pamplona. Con esta ascendencia en su naturaleza, como en la de sus hijos, se había perdido la morenez y el negro de ojos y cabellos. Esta circunstancia entristecía sobremanera a Abderramán, que veía en su propia fisonomía los rasgos de los obstinados enemigos de Allah. Así que, de manera reflexiva y juiciosa, había acordado ponerle remedio a su mal, siempre que se pudiera hacer, sin que el resultado fuera cómico o extravagante.

Lindopelo se puso enseguida manos a la obra. Teñir lo claro de negro era muy fácil para él. Mezcló convenientemente la henna, el índigo y las tinturas oscuras con las que estaba tan familiarizado, añadió el zumo de limón, el aceite y el azúcar. Hirvió pacientemente el conjunto y, cuando estimó que era adecuado, lo aplicó con sumo cuidado y veneración en la abultada melena del califa. Este permanecía silencioso y expectante, atendido en todo momento por su solícita servidumbre, que se iba admirando al contemplar el proceso. Transcurrido el tiempo necesario para obtener el efecto deseado, Lindopelo secó, ungió y masajeó los regios cabellos, hasta lograr una negrura delicada y un brillo envidiable. Lo mismo hizo con la barba, el bigote y las cejas. Con las pestañas no se atrevió, por miedo a lastimar la mirada más poderosa y a la vez más cruel de Córdoba. Pero aplicó un fino ribete de kohl en torno a los ojos.

Cuando Abderramán se miró en el espejo, permaneció tieso y frío, como petrificado, sin decir palabra alguna. Lindopelo se quedó sin aliento y temió por su vida durante unos instantes. Pero su pánico se disolvió cuando fue envuelto en abrazos y felicitaciones por un sonriente califa en cuyos ojos emocionados habían brotado las lágrimas por haber sentido, como un milagro, que Allah le otorgaba al fin la gracia de verse con la apariencia de sus ancestros árabes.

Los chambelanes aplaudieron, enloquecieron de contento al ver feliz a su amo y colmaron al eficiente tintor de regalos: vestidos, joyas y monedas. Además, le fue otorgado el rimbombante título de «tintor de Zahara», que le proporcionó una estimable consideración en el Gran Mercado. A partir de entonces, se estableció definitivamente, amplió y adecentó el local y compartió el oficio con dos empleados y algunos aprendices que le trataban con un respeto no exento de jovialidad. Y así empezó a ganar dinero y fama, sin descuidar su obligación de acudir cada diez días a teñir las raíces de la cabellera califal y a refrescar el color para que siempre pareciera vivo y joven.

No obstante, con toda la dicha que le proporcionaban los triunfos y las rentas de su oficio, Lindopelo no podía ser del todo feliz. Había algo en su vida que le impedía establecer un lazo definitivo y perfecto con el resto de la servidumbre del Comendador de los Creyentes: el tintor de Zahara era mozárabe. Esto provocaba frecuentes desencuentros en su vida con unos y con otros. Los chambelanes del palacio se empeñaban en hacerle musulmán, pues veían con cierto recelo que un infiel tuviera un contacto tan directo con las intimidades del califa. Y, por otra parte, los miembros de su comunidad, especialmente los clérigos más inflexibles, consideraban un grave pecado su oficio, juzgando como una imperdonable y superficial sensualidad el deseo de modificar el natural estado de las cosas, cambiando artificialmente lo que el Creador había dispuesto, contribuyendo al engaño y la mentira y menospreciando la providente multiplicidad de las razas humanas, cuando todas habían sido bendecidas por Cristo.

Lindopelo hacía tan bien su trabajo que terminó frecuentando los serrallos y, consiguientemente, la compañía de los eunucos y las mujeres que tan mala fama tenían para los cristianos. No podía negarse a prestar sus servicios y cierto desdoro de impureza y obscenidad le impedía sentirse plenamente aceptado en la mozarabía cordobesa.

Una azulada y luminosa mañana de aquel verano, aprovechando que apenas había clientes por ser el mes de Ramadán entre los musulmanes, el tintor de Zahara fue a deambular por los intrincados callejones del mercado. Muerto de calor y deseo insatisfecho, se acercó hasta las fuentes que prodigaban agua fresca en las inmediaciones de la mezquita mayor. Después de beber y refrescarse el cuello y los brazos, se dispuso a observar a los fieles que acudían a rezar. Reinaba una quietud grande y apenas había medio centenar de hombres a la sombra de las galerías o descansando bajo las palmeras y los almendros.

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