Las largas columnas de la guardia del califa aparecieron en el extremo de las murallas, blancas de polvo, y fueron penetrando lentamente como un torrente en el mar de soldados. La muchedumbre aulló alrededor. Pero, ante la inminente presencia del califa, poco a poco se fueron acallando las voces y solo permaneció un murmullo denso por encima de las cabezas. Entonces los muecines que estaban apostados en las torres echaron mano de sus bocinas de cobre y lanzaron al aire resonantes aclamaciones:
—¡Al Láju Akbar! ¡Subjana Laj! ¡Al Jamdú lil Láj!
[¡Dios es el más Grande! ¡Gloria a Dios! ¡Alabado sea Dios!]
Se vio venir a Al Nasir, montado sobre su caballo grande y abarrotado de dorados jaeces. Cabalgaba con un trote ligero y las cintas brillaban al agitarse. En torno a él corrían a pie varias decenas de muchachos vestidos con la librea de campaña, color verde oliva. Las banderolas y flámulas ondeaban en el extremo de largos mártires. Pero faltaba en la comitiva el vistoso pabellón de la dinastía omeya.
El califa se detuvo delante de la puerta de Azuda. Su rostro estaba enrojecido y miraba confuso en torno. A pesar del calor, venía envuelto en una especie de zamarra de cuero con remaches broncíneos y el sudor hacía brillar su frente ancha.
Najda ben Husayn cabalgó hacia él, echó pie a tierra y se postró de hinojos, doblado sobre sí y con los puños apretados contra el pecho. Estuvo así un rato, mientras reinaba un espeso silencio. Luego se alzó y, volviéndose hacia sus ayudantes, les hizo una señal con la mano. Su boca no dejó escapar el menor sonido, pero su semblante expresaba una extraordinaria severidad.
La guardia del gran cadí desapareció en dirección a la puerta de Hierro, nadie más se movía. El gentío permanecía expectante, de pie, como clavado en el suelo. Todas las miradas estaban puestas en Al Nasir, pendientes del menor de sus gestos y movimientos. Pero también él estaba muy quieto, hierático, impasible y distante. Hasta que, desde algún lugar hacia la derecha, a veces con claridad y otras de forma sofocada, empezó a oírse una especie de aullido gimiente. Todos los ojos se volvieron hacia la puerta de Bronce y se vio venir una larga fila de hombres encadenados unos a otros, ensangrentados, que avanzaban arrastrando las pocas fuerzas que les quedaban en los cuerpos malogrados. La gente, a su paso, lanzaba los más agraviantes insultos. Especialmente dirigidos hacia el principal de los reos, el general Aben Muhamad al Tawil, a quien se consideraba el mayor responsable de la derrota.
Najda se inclinó de nuevo ante el califa un instante y, al enderezarse, sus ojos se cruzaron e intercambiaron miradas llenas de complicidad. Después ambos estuvieron hablando durante un rato y de vez en cuando se volvían con gesto despectivo hacia los presos.
Delante de la puerta de Azuda los verdugos tenían preparados medio centenar de postes, esperando a los condenados. Todo fue muy rápido. Aquellas manos, expertas en las mayores sutilezas de la crueldad, hicieron su trabajo con pasmosa facilidad. Mientras los guardias sujetaban a los reos, con unas tenazas les sacaban la lengua y se la cortaban, arrojándosela después a una jauría de perros hambrientos, para que la devorasen delante de sus ojos. Seguidamente eran atados a los postes, izados violentamente y clavados en el suelo. Quedaban así a la vista de las masas, expuestos a la interminable fila de magnates, comandantes y simples soldados que debían pasar delante de ellos para increparlos y consumar el escarnio.
El califa permanecía callado, observándolo todo con una mirada sombría. Y cuando hubieron completado el suplicio de Aben Muhamad al Tawil, avanzó hasta su poste con paso quedo y se detuvo al pie a contemplarlo. Le miró primero con desprecio y luego con satisfacción. Y finalmente se puso a insultarlo:
—¡Traidor! ¡Cagón! ¡Perro, hijo de perra! ¡Allah maldiga tu puerca vida! ¡Bendito sea el Todopoderoso por haberme dejado ver tu ruina!…
Estas voces, cargadas de odio, resonaban como un trueno en el impresionante silencio que reinaba en torno.
El desgraciado Al Tawil resultaba irreconocible con el rostro ensangrentado. Su cuerpo grande se agitaba, emitía ruidosas espiraciones e inspiraciones y movía las mandíbulas, a falta de lengua, articulando ininteligibles palabras. Hasta que, cerrando la boca, juntó sangre y saliva y escupió a Al Nasir, acertándole casi.
El califa se apartó, aún más irritado, e hizo una señal a los verdugos para que lo remataran. Estos se apresuraron a alancear al reo, que murió entre grandes estertores.
Al Nasir montó luego en el caballo, saludó a la multitud extendiendo ambas manos brevemente y picó espuelas en dirección a su palacio.
Gallaecia, monasterio de San Pedro de Rocas
Septiembre del año 939
La reina Goto encontraba en el monasterio de San Pedro de Rocas una tranquilidad absoluta y un sentimiento de control sobre sus afectos y temores. En lo más profundo de sí misma percibía que aquel sagrado lugar fortalecía la seguridad de su relación con el mundo, que la defendía de los estragos de las dudas… Al amanecer, iba a orar al pequeño santuario cuyo ábside estaba excavado en la pura roca y, en las hospitalarias entrañas de aquella suerte de cueva sacra, experimentaba una calma especial y a la vez una misteriosa energía. A pesar de la cercana presencia de los sepulcros de piedra, algo inexplicable en torno la preservaba de las sombras de la muerte. El tiempo allí se disipaba, permaneciendo tan solo lo eterno… Y después de la oración, pasada la hora tercia, se entregaba completamente al silencio. Cuando los monjes se iban a trabajar en los huertos o se adentraban en el bosque para recoger leña, sobre San Pedro de Rocas se abatía una extraña soledad que acentuaba su misterio. Goto aprovechaba el momento para invocar la paz interior, dejándose guiar por los sabios consejos de Gemondo: alejar de sí cualquier clase de confusión e inquietud; huir de la tristeza; olvidar el pasado; vivir como si el futuro no existiera; abandonarse en Dios en el momento presente, como si nada más tuviese el mínimo valor, serenamente, suavemente, sin precipitación, sin arrebatos…
Cada tarde, pasada la hora sexta, conversaba con Gemondo. El tercer y último día de su estancia en el monasterio, la charla fue más larga y especialmente intensa. En vez de pasear, como solían hacer, por el sendero que se adentraba en el bosque, tuvieron que refugiarse bajo un pobre cobertizo; porque llovía. En la hondura del valle roncaban los truenos, con holgura, y gruesos goterones hacían estremecerse los ligeros tejados de ramas secas, crepitaban en la hojarasca y levantaban aromas confundidos de hierbas y humedades.
Gemondo, persuadido con simplicidad conmovedora de que Goto necesitaba ordenar sus pensamientos, desgranaba pausadamente los frutos de su proverbial prudencia.
—Para poder conservar en todo momento la paz del corazón —decía—, debemos estar plenamente convencidos de que todo el bien que podamos hacer viene de Dios, y solo de Él; no de nosotros. Recuerda aquella frase del Señor: «Sin mí nada podéis hacer».
Goto guardó silencio por un momento, haciendo suyas estas palabras. A continuación murmuró:
—Lo comprendo. Pero resulta a veces tan difícil abandonarse en esa total confianza…
—Es humano dudar —aclaró él—. No obstante, es esencial que estemos persuadidos de esa verdad: sin Él no podemos hacer nada. La vida se vuelve con frecuencia dura; dudamos entonces, nos poseen los miedos y parece que todo sucumbe a nuestro alrededor. Él podría ahorrarnos las pruebas, pues tiene sobrado poder para ello; pero las pruebas son necesarias para que lleguemos al convencimiento de nuestra limitación, de nuestra impotencia para hacer el bien por nosotros mismos. ¿Entiendes eso?
Ella contestó con sencillez:
—Sí. Según el testimonio de las vidas de todos los santos, nos es indispensable poseer esta convicción.
—En efecto. El sabio Diadoco de Foticé decía que, aun en medio de nuestras luchas, conviene siempre que conservemos la paz del espíritu, para que la mente pueda discernir los pensamientos que la asaltan, guardando en la despensa de su memoria los que son buenos y provienen de Dios y arrojando de este almacén natural los que son malos y proceden del demonio. Y pone por ejemplo el mar que, cuando está en calma, permite a los pescadores ver hasta el fondo del agua y descubrir dónde se hallan los peces; en cambio, cuando está agitado, se enturbia e impide aquella visibilidad, haciendo inútiles todos los recursos de que se valen los pescadores.
Goto ensayó una sonrisa cargada de asentimiento. Después se volvió para mirar los campos y extendió la suave mano para recoger algo de lluvia en su palma. Los goterones se estrellaron contra la piel, salpicando. No era todavía la ahora nona, pero la tormenta había oscurecido el cielo y parecía de noche. Suspiró y dijo:
—Pues el agua de mi espíritu debe de estar turbia, porque miro adentro y no consigo ver sino dudas y temores… ¡Con todo lo que tengo que hacer! Me falta confianza… Eso es lo que me pasa.
Gemondo extendió también la mano y atrapó algo de lluvia; se la llevó a los labios y dijo:
—Entonces espera hasta obtenerla. Si no confías plenamente, serás incapaz de conseguir nada. La confianza es el preludio imprescindible para las grandes cosas que el Señor hará en nosotros con el poder de su gracia.
Ella se estremeció. Alzó la cabeza como mirando al cielo y murmuró con calma: —Será que Hermogio y Aldara tienen razón… Tal vez no sea oportuno ni prudente ir a Córdoba a por las reliquias de Paio…
Él estiró el cuello, preguntándole:
—¿Dudas?… ¿Tienes miedo?…
Goto contestó, ensanchando el pecho:
—¡Siento que debo hacerlo! Ese es el mayor problema. Percibo dentro de mí que debo ir a por esas reliquias y, sin embargo, temo y dudo… ¡Cualquiera se aclara!
A Gemondo se le escapó una carcajada. Y ella le respondió con una potente voz en la que puso el preciso acento de vehemencia:
—¿Te ríes de mí? ¡Dime lo que debo hacer!
—Todo lo que te sucede es muy normal —contestó él sonriente—. Es algo que arrastras contigo desde hace muchos años… Cuando aquello sucedió, cuando supimos que el rey de los mauros había asesinado a Paio en Córdoba, todos nos sentimos muy consternados. Tú eras entonces la reina de Gallaecia y sufriste especialmente por la tragedia.
Goto vibró en su interior, apareciendo en sus ojos la imagen que guardaba viva en su corazón. Y respondió:
—Así fue. El rey y yo padecimos grandes remordimientos al pensar que no habíamos hecho lo suficiente para rescatar al muchacho de las garras sarracenas. La pobre madre, Aldara, nos suplicó una y otra vez que enviásemos embajadores con el fin de negociar la libertad de Paio. Pero había guerra… Nada pudo hacerse…
—¿Te das cuenta? —observó Gemondo—. No pudiste traerlo vivo y por eso tu alma está inquieta. Sientes que necesitas saldar aquella deuda devolviendo a Gallaecia el cuerpo del muchacho.
Ella se cubrió el rostro con las manos. Sollozó durante un rato y luego dijo suspirando:
—Así es, así fue… ¡Qué lástima!
—No sientas tristeza —dijo tranquilizadoramente él—. No debemos tomar trágicamente los males de nuestra vida, pues Dios es capaz de sacar bienes de ellos. Nuestra confianza en Dios debe llegar a creer que Él es lo bastante poderoso y bueno como para sacar provecho de todo, incluidas las desgracias.
—Intento comprender eso que dices. Pero no puedo evitar recordar aquello como algo terrible. Paio era tan hermoso, tan puro, tan bueno… ¿Por qué consintió Dios aquella tremenda maldad? ¡Cómo va a sacarse algún beneficio de algo tan terrible!
—Es, en efecto, difícil de entender. Pero ahí radica precisamente aquello en lo que creemos y esperamos. Cuando san Agustín cita la frase de san Pablo: «Todo coopera al bien de los que aman a Dios», añade: «Incluso el pecado».
Dejó de llover y cayó sobre el bosque un espeso silencio. Goto salió del cobertizo y se puso a andar lentamente, contemplando con asombro los arbustos y las copas de los árboles que brillaban empapados. Gemondo también salió y caminaba a su lado. La miraba con serena expectación y ella lanzó una especie de suspiro como para aligerar su pecho de la efervescencia que lo embargaba. Luego le dijo con tranquilidad:
—Hay tantas cosas, tantas cosas de las que quisiera hablar contigo…
Él levantó la noble cabeza, impulsado por la sorpresa. Sin embargo, no emitió una sola palabra, como si respetara el momento o no encontrara nada que decir. Los colores del bosque parecían más puros a esa hora de la tarde, después de la tormenta, y un tímido y último rayo de sol se posaba con suavidad en una ladera verde y lejana.
Goto se detuvo, le miró fijamente a los ojos y le preguntó:
—¿Podemos hablar con toda franqueza? ¿Puedo desahogar mi corazón y preguntarte algo con la plena libertad de los hijos de Dios?
Él respondió con una voz débil no exenta de reproche:
—No creo que hayas venido hasta aquí para marcharte después sin contarme todo lo que te sucede… ¿No confías ya en mí?
—¡Perdona! —le contestó ella con una sonrisa—. Quería decirte algo hace tiempo, pero temía turbar tu espíritu… Por eso me pareció oportuno ponerte sobre aviso y solicitar tu licencia para expresarme sin ambages.
Gemondo también sonrió:
—Teniendo en cuenta la larga historia de nuestra amistad, no deberías recelar de mí a estas alturas. Ambos nos conocemos desde la juventud. Tú eras la reina de Gallaecia y yo un pobre muchacho inexperto que pretendía ser caballero del rey. Aunque parezca que aquella vida ya pasó, seguimos siendo los mismos… Solo Dios podrá concedernos un ser renovado en la otra vida, en el reino eterno.
—¡Parece que lees mis pensamientos! —exclamó ella—. Es precisamente de eso de lo que quería hablarte… Mi consulta tiene que ver con el pasado…
—Pregunta lo que quieras y no temas ofenderme.
Gotó permaneció en silencio durante un momento. Luego dejó que su mirada se perdiera en la espesura del bosque y dijo, ya sin pudor:
—Como bien has dicho, ambos tuvimos otra vida… ¡Oh, nadie podría haberlo expresado mejor! Pero, por favor, sé muy sincero conmigo… ¿Alguna vez añoras el pasado?
Él respondió con una voz en la que parecía querer poner una dulzura por encima de lo normal:
—Para mantener el corazón en un perfecto sosiego, es necesario también despreciar ciertos recuerdos. Hace ya tiempo que comprendí, no sin esfuerzo, que la nostalgia es a veces una pérdida de tiempo y energía. Si los recuerdos sirven para ver la mano de Dios en nuestras vidas, para comprender que somos caminantes y que vamos avanzando, ¡benditos sean! Pero si nos causan angustia, si hacen decaer nuestro ánimo y nos vuelven temerosos, perezosos o lentos, hemos de creer que son sugerencias del enemigo… Hay que mirar hacia delante.