—¿Y si nos tienden una nueva trampa?
—Pon cuatro centinelas.
—¡Alguien por allí!
Como salido de ninguna parte, un hombre de gran talla, vestido con una larga túnica de lana y un turbante, contemplaba al grupito.
—Me satisface volver a verte, amigo —dijo el Anunciador con una voz tan dulce que le puso la carne de gallina a Jeta-de-través.
—¡Y a mí también, señor!
Prudente, el bruto se prosternó.
—No soy responsable de nada —afirmó—. He intentado arreglármelas, pero la policía me pisa los talones. Unos campesinos me denunciaron, ¿os dais cuenta? En el fondo, llevaba una existencia aburrida. Mis muchachos y yo necesitamos acción, de modo que aquí estamos.
—¿Decidido por fin a obedecerme?
—¡Lo juro, por éstas!
El Anunciador había instalado su puesto de mando en una red de grutas unidas por galerías. En caso de ataque, disponía de varias posibilidades de huida. Distribuidos alrededor de aquel rincón perdido alimentado por varias fuentes, algunos centinelas garantizaban la máxima seguridad.
El Anunciador ocupaba una morada formada por varias estancias. Una vasta sala le servía de lugar de enseñanza donde, todos los días, sus fieles escuchaban atentamente la buena nueva.
Una sola verdad revelada, la conversión forzosa de los infieles, la supresión de la institución faraónica, la sumisión de las mujeres: insistentes, los mismos temas salían una y otra vez a relucir, y se grababan en los espíritus. Adepto de primera hora, Shab
el Retorcido
descubría a los tibios. Si aquellos mediocres no demostraban una mayor devoción, sufrían una brutal muerte. Con su cuchillo de sílex, atravesaba el corazón del condenado, cuyo cadáver servía de ejemplo. En el camino de la conquista, no podía perdonarse ninguna debilidad.
El más joven discípulo del Anunciador, Trece-Años, descubría a los cobardes con un olfato infalible. De buena gana, Shab le daba permiso para torturarlos y, luego, ejecutarlos sumariamente, sabiendo que el trabajo estaría bien hecho. Sólo merecían sobrevivir aquellos que se comprometían a morir por la causa.
Enclaustrada, Bina salía muy poco. Al servicio de su dueño y señor, tenía una creciente notoriedad. ¿Acaso no gozaba del extraordinario privilegio de ser la íntima del Anunciador?
Aquella situación disgustaba a Ibcha, el jefe del comando asiático. Enamorado de la hermosa morena, acechaba sus furtivas apariciones. Responsable de dos fracasos, en Kahun y en Dachur, conservaba, sin embargo, la confianza de sus compatriotas. Ante la sorpresa general, el Anunciador no le había hecho el menor reproche. Y el ex metalúrgico de poblada barba seguía siendo miembro de su estado mayor.
—Pareces muy nervioso, Trece-Años.
—¿Y acaso no lo estás tú? El señor no debería haberse marchado solo.
—No te preocupes. El Anunciador domina a los demonios del desierto.
—Todos debemos preocuparnos por su seguridad. Sin él, no seríamos nada.
A Trece-Años le había enfurecido enterarse de la muerte de Iker gracias a un merodeador de las arenas que conocía la crueldad de Amu el sirio. Y no porque el chiquillo sintiera el menor afecto por el escriba, sino porque le hubiera gustado quebrarle el alma y transformarlo en una marioneta revanchista, ávida de luchar contra un faraón culpable de haberlo abandonado. Al eliminar la tribu cananea encargada de la reeducación de Iker, Amu había acabado con ese hermoso proyecto. Como era conocido por su odio a los egipcios, no cabía duda alguna de la suerte del hijo real.
—La próxima vez seguiré al Anunciador —prometió Trece-Años—. Y si alguien se atreve a amenazarlo, yo saldré en su defensa.
—¿No debes obedecer sus órdenes? —recordó Ibcha.
—A veces es necesario desobedecer.
—Estás bajando por una peligrosa pendiente, muchacho.
—Él me comprenderá. Me comprenderá siempre.
El fanatismo del chiquillo y de los amigos del Anunciador comenzaba a preocupar a Ibcha. Naturalmente, era preciso expulsar al ocupante egipcio y liberar el país de Canaán, pero ¿qué clase de poder se impondría luego en la región? Aquel adolescente soñaba con matanzas, su dueño quería conquistar Egipto, Asia y más aún. ¿Acaso no corrían el riesgo de caer en una locura asesina que sólo generaría desgracias? A Ibcha le hubiera gustado confiar en la joven y hermosa Bina, preguntarle su opinión, pero ella seguía siendo inaccesible. Tan huraña e independiente antaño, se comportaba ahora como una esclava. ¿No era ésa la suerte de todos los fieles pendientes de los labios del predicador?
—¡Ahí está! —gritó Trece-Años—. ¡Ya vuelve!
Con pasos tranquilos, el Anunciador caminaba a la cabeza de un grupito.
—Que se dé de beber y de comer a los combatientes de la verdadera fe —ordenó.
Shab
el Retorcido
palmeó el hombro de Jeta-de-través.
—¡Arrepentido por fin! Has tardado mucho tiempo en comprender. Tu lugar está aquí, con nosotros, y no en otra parte. Lejos del señor, sólo conocerás el fracaso. A sus órdenes, triunfarás.
—¿No irás a soltarme un sermón?
—Algún día tu espíritu se abrirá a las enseñanzas del Anunciador.
El misticismo de Shab exasperaba a Jeta-de-través, pero no era momento de enfrentamientos. Feliz por haber salido tan bien parado, aquel grupo se restauró mientras observaba el cuartel general del gran patrón.
—Astuto, muy astuto… Es imposible que os sorprendan.
—El Anunciador no se equivoca nunca —recordó
el Retorcido
—. Dios se expresa por su boca y le dicta sus acciones.
Una hermosa morena salió de la gruta principal, se arrodilló ante el Anunciador y le ofreció una copa llena de sal.
—Qué soberbia hembra —comentó Jeta-de-través, excitado.
—Ni se te ocurra acercarte a Bina. Se ha convertido en la sierva del Anunciador.
—¡Vaya, el patrón no se aburre!
Los rasgos de Shab
el Retorcido
se endurecieron.
—Te prohíbo que hables así del señor.
—¡Bueno, bueno, no te enfades! Una hembra es sólo una hembra, y Bina es como las demás. No hagamos una montaña de esto.
—Ella es distinta. El Anunciador la forma para que lleve a cabo grandes tareas.
«Sólo faltaba eso», pensó Jeta-de-través mientras devoraba una torta rellena de habas calientes. Por el rabillo del ojo vio a un hombre con barba que se dirigía a Bina cuando ella entraba en la gruta.
—Deseo hablarte —dijo Ibcha en voz baja.
—Es inútil.
—He combatido a tus órdenes y…
—Nuestro único jefe es el Anunciador.
—Bina, ¿crees que…?
—Sólo creo en él.
Y desapareció.
También Shab había visto la escena. De modo que no dejó de advertir a su dueño.
—Señor, si ese Ibcha molesta a vuestra sierva…
—No te preocupes. Tras sus dos lamentables fracasos, pienso confiarle un trabajo que le irá como anillo al dedo.
No eran menos de treinta.
Treinta jefes de tribus cananeas, grandes y pequeñas, habían respondido a la llamada del Anunciador. Intrigados unos, decididos otros a reafirmar su total independencia, curiosos todos por conocer a aquel personaje que la mayoría consideraba como un espantajo, un fantasma inventado para turbar el sueño de los egipcios.
Un hombre pequeño y gordo, de barba rojiza, tomó la palabra.
—Yo, Dewa, hablo en nombre de la más vieja tribu de Canaán. Nadie nos ha vencido nunca, nadie nos da órdenes. Tomamos lo que queremos y cuando queremos. ¿A qué viene esta asamblea?
—Vuestra división provoca vuestra debilidad —declaró tranquilamente el Anunciador—. El ejército enemigo es vulnerable, pero para vencerlo es necesario que os unáis. He aquí mi propuesta: olvidad vuestras querellas, colocaos bajo el mando de un jefe único y liberad Siquem. Atacados de improviso, los egipcios serán exterminados. Ante semejante expresión de fuerza, el faraón quedará pasmado.
—Al contrario —objetó Dewa—, nos mandará la totalidad de sus fuerzas.
—De ningún modo.
—¿Y tú qué sabes?
—Egipto sufrirá graves disturbios internos. El rey estará ocupado evitándolo.
Conmovido unos instantes, aquel tozudo se sobrepuso en seguida.
—¡No conoces al general Nesmontu!
—Es un vejestorio que está terminando su carrera —recordó el Anunciador—. Renuncia a conquistar vuestros territorios porque tiene miedo de vosotros y se sabe incapaz de someteros. Al aterrorizar Siquem, hace creer a Sesostris que Egipto reina en Canaán. Y vosotros mantenéis esa ilusión.
Varios jefes de tribu asintieron.
—Juntos seréis tres veces más numerosos que la fatigada tropa de Nesmontu. El ejército cananeo de liberación lo barrerá todo a su paso y dará origen a un nuevo Estado fuerte e independiente.
Pese a su oposición al proyecto, Dewa sintió que no podía descartarlo de un manotazo.
—Tenemos que deliberar.
Señor, ¿realmente ese montón de aulladores formarán un ejército digno de este nombre? —preguntó Shab
el Retorcido
.
—De ningún modo, mi buen amigo.
—Pero entonces…
—El faraón no podrá despreciarlos. Mientras esos mediocres ocupen el terreno, nosotros iniciaremos la verdadera ofensiva. Canaán seguirá siendo lo que es: una región de guerrilla, de conflictos más o menos larvados y de interminables querellas, acompasadas por algunos golpes bajos. Cuando haya terminado con Egipto, haré que reine aquí la verdadera religión y nadie me desobedecerá.
—¿Y si las tribus se niegan a unirse?
—Esta vez no, Shab. Siquem los tienta demasiado.
Tormentosa, la deliberación duró toda la noche.
Al amanecer, Dewa interpeló al Anunciador:
—¿Qué parte del botín deseas?
—Ninguna.
—Ah… Eso facilita las cosas. Entonces ¡quieres dirigir nuestras tropas!
—No.
El bajo y gordo de la barba rojiza estaba estupefacto.
—¿Qué exiges, pues?
—La derrota de los egipcios y vuestra victoria.
—¡Yo comandaré el ejército cananeo!
—No, Dewa.
—¿Cómo que no? ¿Me crees incapaz de hacerlo?
—Ninguna tribu debe predominar. Os aconsejo que elijáis a un buen táctico, el asiático Ibcha, por ejemplo, que está acostumbrado a ese tipo de combates. Una vez obtenido el triunfo, retribuiréis su trabajo de acuerdo con sus méritos y elegiréis un nuevo rey de Canaán.
La proposición entusiasmó a los jefes de tribu, se sirvió de inmediato licor de dátiles y sellaron su unión.
—No esperaba semejante honor —le confió Ibcha al Anunciador—, sobre todo después de mis dos fracasos.
—Las circunstancias te fueron desfavorables y no disponías de medios suficientes, en hombres y en armamento. Pero esta vez será distinto. Todo un ejército de rudos guerreros seguirá tus instrucciones, y tendrás la ventaja del número y de la sorpresa.
—¡Lo conseguiré, señor!
—Estoy seguro de ello, mi fiel servidor.
—¿Me autorizáis a no hacer prisioneros, aunque los soldados egipcios se rindan?
—Que no te moleste ninguna boca inútil.
A Ibcha le habría gustado contar a Bina su fabuloso ascenso, pero olvidó a la muchacha para hablar con los jefes cananeos y decidir una estrategia.
—Acércate, Trece-Años —ordenó el Anunciador.
El adolescente posó unos ojos extasiados en su maestro.
—No estoy contento de mí mismo, señor. Quería transformar al tal Iker en un guerrero sanguinario devoto a nuestra causa, y se dejó matar tontamente por Amu el sirio.
—No tiene importancia, joven héroe. Nos has librado de él y te felicito por ello.
—¿No… no estáis enojado?
—Al contrario, voy a confiarte una misión fundamental.
Trece-Años empezó a temblar violentamente.
—Conoces al general Nesmontu, según creo.
—¡Juré vengarme de él cuando esa basura me interrogó y me humilló!
—Se acerca el momento, Trece-Años. La victoria se proclama cuando la cabeza del enemigo ha sido cortada. De modo que tu nueva misión consiste en matar a Nesmontu, decapitarlo y blandir tu trofeo ante los cananeos.
Con gran sorpresa de Ibcha, las discusiones no se habían prolongado demasiado. Seducidos por su determinación y su seriedad, los jefes de tribu renunciaron a sus habituales exigencias. Cada uno de ellos aceptaba llevar a sus guerreros hasta el punto de reunión previsto, a dos días de marcha de Siquem, en una región hostil por la que el ejército de Nesmontu no se aventuraría.
Diversos exploradores se encargaron de descubrir el dispositivo militar adversario. Sin duda sería necesario destruir varios campamentos egipcios antes de caer sobre Siquem, cuyas fortificaciones habían sido mejoradas.
Ninguna dificultad preocupaba a Ibcha.
Gracias al Anunciador, se convertía en un auténtico general y sabría demostrar su valor. Una oportunidad como aquélla resultaba tan inesperada que lo haría invencible.
Nuevo asombro: ¡ninguno de los jefes de tribu renunció a la coalición! El día fijado, todos se reunieron con sus guerreros, dispuestos a combatir.
—¿Hay noticias de los exploradores? —preguntó Ibcha.
—Excelentes —respondió Dewa— De acuerdo con las predicciones del Anunciador, los soldados egipcios han retrocedido y se han encerrado en Siquem. ¡Los muy cobardes nos temen! Y he aquí los restos de su principal defensa.
El gordo de la barba rojiza arrojó a los pies de Ibcha el contenido de un cesto: amuletos y escarabajos rotos, papiros desgarrados, fragmentos de tablillas de arcilla cubiertos de textos de execración.
—¡Chucherías, pobres chucherías! Esos egipcios son como niños. Piensan que su magia va a detenernos, pero la nuestra es mejor. Hemos desenterrado y aniquilado esas irrisorias almenas.
—¿No habrá ningún soldado de Nesmontu entre Siquem y nuestro ejército de liberación?
—No.
—¿Y las fortificaciones de la ciudad?
—Igualmente irrisorias —estimó Dewa—. El viejo general sólo ha consolidado la parte norte, bastará con rodearla. Ataquemos rápidamente y con fuerza. Nesmontu cree que las tribus cananeas son incapaces de unirse, por lo que el efecto sorpresa será total.
—¿Todo está en su lugar? —preguntó Nesmontu a su ayuda de campo.
—Afirmativo, general.
—¿Los exploradores enemigos han desenterrado los engaños?
—Sus brujos se han ocupado de ello. A juzgar por sus gritos de alegría, deben de estar convencidos de que en el camino que lleva a Siquem no hay ya obstáculo alguno.